32: Arma Virumque Cano
Rathlin. Este es el punto por el que entraron a Irlanda los primeros habitantes. Aquí empezó la historia humana de esta isla.
«Como si me importara una mierda», me dije para mis adentros, y caminé bajo las ramas de los robles alejándome de Cliffside House.
Procesé lo que ella me había contado y traté de sentir algo: esperanza, desazón, algo. Pero estaba hueco. Era un juego de sombras. Un teatro de títeres.
Ella tiraba de los hilos y, al otro extremo, yo saltaba. Y para combinar metáforas, ella sabía exactamente cuánta cuerda podía darme. Era ella la gran pescadora, no yo. Caminé por su sendero y cogí un atajo atravesando la muralla de piedra y el brezal para bajar hasta la bahía de Church, donde se encontraba el embarcadero.
Compré un paquete de cigarrillos y el Belfast Newsletter, que acababa de llegar a la tienda.
Subí al ferry, el Isolde, un carguero reconvertido de la Segunda Guerra Mundial de unos veinte metros de eslora. Conmigo subieron una docena de escolares uniformados y un viejo con un caballo atado con una cuerda. Encendí un cigarrillo y pensé en Kate.
Me sentía usado. Manipulado. ¿Pero qué había esperado? El trabajo del príncipe era reinar, no explicar el juego a la menos importante de las piezas.
Terminé el cigarrillo, encendí otro y leí el periódico mientras esperaba el momento de zarpar.
«La señora Gandhi asesinada», rezaba el titular.
Sus guardaespaldas sijs la habían matado como venganza por su decisión de ocupar el Templo Dorado. Leí la crónica, que continuaba durante cuatro páginas.
Era horroroso. Como represalia se habían producido masacres de sijs en Nueva Delhi, batallas con armas de fuego en las calles.
No había duda de que los británicos la habían cagado en la India.
En la página cinco, otra noticia llamó mi atención:
HEREDERO DE EMPRESA CONSTRUCTORA MUERTO A TIROS
Anoche, poco después de las siete de la tarde, dos hombres enmascarados asesinaron a tiros a Harper McCullough, gerente general de McCullough Construction de Ballykeel, condado de Antrim, cuando salía del aparcamiento de su empresa. Ningún grupo terrorista ha reivindicado el homicidio. Un portavoz de la policía declaró que no se descartaba un intento de robo o de secuestro como causa de…
Doblé cuidadosamente el periódico y lo tiré a la papelera. Subieron los últimos pasajeros: un par de mocosos, también con uniforme escolar.
—¡Todos los pasajeros a bordo! —dijo el patrón.
Salimos del embarcadero y nos internamos en el picado mar.
Avanzamos bajo el negro cielo.
Navegamos por las verdes aguas…
La costa de Antrim se acercaba. La isla de Rathlin y el reino de Escocia quedaban atrás.
No debería haber venido. Siempre había sido demasiado curioso. Era mejor no saber. La vida era más fácil si uno se mantenía a oscuras.
Ballycastle surgió detrás de la neblina del mar. Las hileras de casas, la escuela, el terreno de pruebas para la feria equina.
—¡Bajad las defensas! —exclamó el patrón mientras nos deslizábamos hacia el embarcadero.
Acercó suavemente el ferry al muelle y lanzaron cuerdas de seguridad a unos hombres cubiertos con chubasqueros, quienes amarraron la embarcación a bolardos de hormigón.
—¡Escotas sujetas! —dijo el patrón cuando el Isolde ya estaba bien amarrado a tierra.
Apagó los motores.
Un marinero bajó una pasarela de madera. Los niños corrieron bajo la lluvia hasta el autobús escolar que los aguardaba. El caballo y el hombre bajaron más lentamente por la rampa.
Cubrí mi encendedor Zippo con ambas manos y le insuflé vida a un cigarrillo.
Descendí por la elástica pasarela de madera y caminé hasta protegerme bajo un alero en la oficina del práctico.
Tierra firme.
Irlanda.
La tierra de mis padres y donde yo había nacido. No sentía ningún amor por ella. Para lo único que servía era para recibir la ceniza de mi cigarrillo y el lodo de las suelas de mis zapatos.
Sonó una sirena en el muelle más apartado, donde The Lady of the Isles, un ferry con compartimiento para coches de cuarenta metros de largo, estaba a punto de zarpar con dirección a Campbeltown, Escocia, como cada día.
Sentí un impulso salvaje.
Correr hasta alcanzarlo.
Huir.
Subir al barco y escapar a Gran Bretaña y dejar todo esto atrás… toda esta locura.
¡Sí! Salirme. Ellos tienen un plan, pero tú no tienes que formar parte.
Marcharme a Escocia, a Inglaterra.
Marcharme.
¿Para hacer qué?
Alguna otra cosa. ¡Cualquier cosa!
—¡Todos los pasajeros a bordo! —gritó por un megáfono el patrón del Lady of the Isles.
¿Había algo que me retuviera aquí?
Yo estaba más allá de sus palabras.
Estaba libre de honores y obligaciones. ¿De qué servía un poli? Un poli era un peón. Un poli nunca llegaba al final.
—¡Última llamada para Campbeltown! —exclamó el práctico del puerto—. ¡Última llamada para el puerto de Campbeltown!
Me miró. Percibía mi interés. Era un hombre delgado de barba negra, abrigo negro y una gorra tranquilizadoramente náutica.
Lo miré a los ojos.
El futuro se dividió.
Los senderos se separaron…
Por un instante.
Por el más fugaz de los instantes.
Y luego volvieron a juntarse.
Me negué con un movimiento de cabeza, le di una última calada al cigarrillo y lo tiré al mar.
Me subí el cuello del abrigo y caminé hacia el coche, preparándome para la que evidentemente sería una guerra muy muy larga…