28: El embajador de la muerte
La furgoneta estaba aparcada en un área de reposo a ochocientos metros de la casa bajo una antiquísima haya. Era una ubicación perfecta para un puesto de observación porque aunque no estaba tan lejos, nos encontrábamos en una carretera comarcal completamente separada de la de la casa misma. Habíamos aparcado justo delante de un desguace que se utilizaba solo de manera intermitente y estábamos sobre una pequeña colina, lo que significaba que teníamos un panorama de la casa al otro lado de las plantaciones de colza. Podíamos ver a cualquier vehículo que se acercara por la carretera de Londres y también si entraba alguien a la casa fuera por delante o por atrás. Incluso había una cabina telefónica junto al desguace, que podíamos usar si a nuestros transmisores inalámbricos se les agotaba la batería.
Dermot era un personaje circunspecto, pero incluso si exploraba el piso franco antes para asegurarse de que no lo estuvieran vigilando, era muy poco probable que prestara atención a la vieja Ford Transit ubicada a media docena de prados de distancia, junto al vertedero del pueblo.
Habíamos reparado la puerta principal de la casa de labranza, nos habíamos librado de nuestras huellas e incluso habíamos añadido la capa extra de polvo que yo había solicitado, para que pareciera que nadie había estado en la casa durante meses.
Los vigías del MI5 venían en grupos de tres. Los turnos eran de doce horas vigilando y otras tantas de descanso, lo que significaba que se necesitaba, como mínimo, a seis personas. Puesto que todo este asunto se hacía por mi causa, insistí en tomar el puesto de al menos un miembro del equipo en el detestado turno de noche.
Nuestra base se encontraba en el piso franco, bastante desastrado, que el propio MI5 tenía en la cercana Brighton, y para ahorrar dinero y tiempo nos alojábamos allí en lugar de ir a Londres.
Yo compartía habitación con un joven agente de inteligencia escocés que se hacía llamar Ricky. Decía que era de Glasgow, tocaba en una banda de ska y tenía barba. Me caía bien y lo dejaba ganarme al Scrabble porque me di cuenta de lo importante que era para él. Me contó que lo habían reclutado en St. Andrews por su competencia con los idiomas extranjeros. Había estudiado literatura rusa, pero también leía checo, polaco y serbocroata; sin duda estos eran los talentos por los que lo habían asignado a la división de Irlanda del Norte.
Ricky era el segundo de Tom y entre ellos dos dirigían todo el espectáculo.
Después de los primeros tres días, Ricky y Tom permanecieron allí, pero todos los demás miembros del equipo fueron reemplazados porque, como me explicó Tom, estar en un puesto de observación era una manera conocida de quemar a los agentes de inteligencia.
Se produjeron otras novedades: localizamos al dueño de la propiedad, un octogenario contable inglés llamado Donaghue que se había mudado a España cinco años antes. Poseía una docena de propiedades a lo largo de la costa meridional y había alquilado esta casa a distintas personas en esos años, ninguna de las cuales, por lo visto, tenía relación alguna con el IRA. Al parecer nadie había alquilado la casa durante casi un año por causa de la humedad, y si era un piso franco, no se utilizaba casi nunca. Cuando terminara la operación, sería necesario repatriar e interrogar al propietario, pero por el momento daba la impresión de que si el IRA realmente se alojaba en alguna de sus propiedades, él no tenía ningún conocimiento de ello.
Eran, por lo general, muchachos pacientes, y hasta el quinto día no empecé a oír murmullos sobre «una pista falsa» y «mala información». Yo comprendía a los agentes que pensaban que todo aquello era una mierda. Si no fuera por la palabra de Mary y si yo no formara parte de la investigación y en cambio estuviera observándola desde fuera, también me habría etiquetado de tonto. Y, a medida que el tiempo pasaba, empecé a sospechar no que Mary había mentido deliberadamente, sino más bien que a ella misma le habían suministrado una información falsa. Tal vez me había engañado, pero lo más probable era que le hubieran dado basura.
El día seis y el siete pasaron lentamente. Sombrías horas en la furgoneta observando una casa deshabitada, o sombrías horas en Brighton jugando al póquer con un equipo rotativo de agentes de inteligencia que perdían dinero con una facilidad deprimente.
A finales de la primera semana, Tom, Ricky y yo mismo nos trasladamos a Londres y nos reunimos con Kate en Gower Street. Tom y Ricky estaban convencidos de que el operativo era una pérdida de tiempo, pero yo insistí en que mi fuente era irrefutable.
Kate tenía el poder de decisión y después de una leve vacilación aceptó autorizar otra semana completa de vigilancia. Como nos explicó a nosotros y luego a sus superiores, ya teníamos encima la convención del Partido Tory, y el «piso franco» del IRA estaba sospechosamente cerca de Brighton…
El personal variaba, pero la rutina era casi siempre la misma.
Por lo general yo cubría el turno de noche con otros dos agentes de inteligencia en la Ford Transit observando la casa de Tongham con binoculares de visión nocturna o mediante los sensores infrarrojos. La furgoneta olía mal y era algo incómoda, pero uno de nosotros podía dormir un poco mientras los otros dos manteníamos los ojos clavados en la casa.
A las ocho de la mañana llegaban Tom o Ricky para ocupar el turno de día y entonces hacíamos el corto camino hasta Brighton.
Yo acostumbraba a acostarme de inmediato y dormía hasta las dos de la tarde. El piso franco estaba en la calle Hove, cerca de un puesto de kebab y de una tienda de alquiler de vídeos.
A veces caminaba hasta la playa, pero la mayoría del tiempo holgazaneaba con los otros, jugando a las cartas o viendo películas en el vídeo.
A comienzos del día nueve hasta yo estaba convencido de que Mary de alguna manera la había cagado o me había traicionado, obteniendo lo que quería de mí sin darme nada a cambio.
Y a esas alturas los alrededores de Brighton parecían un lugar muy improbable para cualquier clase de actividad del IRA. La conferencia del Partido Conservador había empezado y el lugar estaba atestado de miembros de las fuerzas de seguridad. Debido a la campaña de atentados del IRA y a diversas amenazas de muerte por parte de mineros descontentos, la Special Branch y la policía de Sussex habían inundado la ciudad con policías de proximidad, agentes especiales, policías antidisturbios y agentes de paisano. Uno no podía moverse sin toparse con una panda de policías buscando algo que hacer o alguien a quien detener y revisar.
Debido a mi acento irlandés y a mi barba de una semana, me pararon tres veces en dos días y me pidieron mi identificación. Por lo general mi credencial de la policía era suficiente, pero no siempre. De todas maneras, no era esa la cuestión. Un atentado en Brighton esa semana parecía algo muy difícil, incluso para la capacidad operativa de Dermot. El hotel de la señora Thatcher, así como el centro de conferencias, habían sido exhaustivamente revisados, y el MI5, la Special Branch y hasta el SAS se encargaban de la seguridad de todos los miembros del gabinete que entraban y salían de las diversas salas de la convención.
El tercer día de la convención conservadora, después de otra noche infructuosa en la furgoneta de vigilancia, salí a tomar un trago a la hora del almuerzo con Tom y le dije que me parecía que probablemente deberíamos dar el operativo por terminado el fin de semana.
—¿De modo que ya no confías en tu informante? —preguntó.
Le di un trago a la lager.
—Al parecer el dato que ella tenía era una información antigua.
—¿Quién era esta misteriosa Mata Hari, si no te molesta que te lo pregunte?
—Preferiría no decírtelo. Pero no está implicada de manera operativa con el actual mando del IRA Provisional. Pertenece a la generación anterior.
Tom asintió y bebió un gran sorbo de su botella de Budweiser. Estábamos en el jardín de una cervecería que daba a la playa y al Canal de la Mancha. Era agradable. Soplaba una brisa suave desde el agua y brillaba el sol de otoño.
—O podría decirse que en realidad te timó —dijo.
—Sí.
—De todas maneras, es una lástima. No tenemos ninguna otra pista sobre el paradero de Dermot, además de ese soplo sobre Alemania, y no he visto ningún seguimiento al respecto en los informes.
Terminé mi pinta.
—He hecho lo que he podido.
—Lo sé —dijo Tom. Se pasó los dedos por el pelo y suspiró—. Me van a transferir fuera de Irlanda del Norte.
—Supongo que eso te alegrará. Este tiene que ser un puesto de mierda.
—En realidad, no. Probablemente me asignen a la jodida huelga de los mineros.
—¿Los del MI5 estáis pinchando a los mineros?
—Por supuesto. Condenados trotskistas.
Para ser un agente de los servicios de inteligencia, Tom era muy protestón, pero me caía bien.
—¿Quieres otra? Estamos bronceándonos bastante aquí —sugirió.
Asentí y le di las gracias cuando volvió con dos Stella.
—Salud, amigo.
—Salud.
—¿Por qué no seguimos hasta el domingo por la mañana? ¿Qué opinas? —propuse.
—Lo hablaré con Kate. Se alegrará. Con los formularios que ha tenido que rellenar por esto. Créeme, no te conviene saberlo.
Kate me llamó esa misma tarde.
—¿Vais a dar por terminado el operativo? —dijo, sin aprobación ni desilusión en su voz.
—Ya han pasado casi dos semanas. Él no va a venir. De todas maneras, Brighton está demasiado caliente ahora.
—¿Entonces qué quieres que haga?
—Continuaremos hasta el domingo por la mañana y luego regresaré a Irlanda del Norte. Volveré a hablar con Mary. Tal vez ahora tenga información más actualizada.
No dijo nada.
No había nada que decir.
Estaba terminado.
Lo habíamos intentado, pero Dermot era un artista de las fugas.
Un artista de las fugas con mucho dinero y pasaportes y distintas identidades.
No se quedaba quieto. Era un gitano. Un fantasma.
—¿Habéis intentado buscarlo en la embajada de Libia? —pregunté.
Se rio y luego añadió en voz baja.
—Sí, lo hemos hecho.
—Nos vemos el domingo —dije.
—Nos vemos el domingo —aceptó.
Tom, Ricky y yo fuimos andando al Grand Hotel para mirar boquiabiertos a los equipos de cámaras de la BBC y a los seguidores del Partido Conservador. El único lugar que no estaba atestado de gente era el Kentucky Fried Chicken, donde cenamos.
Después volvimos caminando a la casa y Ricky, yo mismo y un agente llamado Kevin (un tipo proveniente de Birmingham que había llegado esa misma tarde) fuimos en coche hasta Tongham para relevar al grupo de día.
Llegamos allí poco después de las siete. Ya había oscurecido y como era de esperar la casa al otro lado de los prados estaba tan negra y vacía como siempre.
—¿Alguna novedad, muchachos? —pregunté.
Pusieron los ojos en blanco y no dijeron nada.
—Os ha preguntado si ha habido alguna novedad —repitió Tom con enfado.
—Pueden leer el informe. No hay ninguna novedad.
Kevin, Ricky y yo nos subimos a la Ford Transit.
Tom llevó a los otros de regreso a Brighton.
Kevin cubrió el primer turno: se sentó en una silla de camping y se puso a mirar por la luneta del Transit con las gafas de visión nocturna. Ricky se ubicó en la parte delantera a leer el periódico mientras yo me tumbaba en el catre y escuchaba mi walkman. Cada quince minutos, Kevin tenía que apuntar lo que había visto en una planilla.
Cada quince minutos, murmuraba «nada de nada» para sus adentros con un divertido acento de Wolverhampton.
Habían pasado un par de horas y ya estábamos bastante instalados cuando oímos unos educados golpes en la puerta trasera de la furgoneta.
Yo estaba escuchando a Leonard Cohen en el walkman y no los oí, pero Kevin debió de oírlos porque dejó la planilla y abrió una de las puertas traseras de una manera muy relajada.
Tal vez creyó que se trataba de un bobby local que se preguntaría por qué estábamos aparcados delante del desguace o que sería alguien que se habría perdido. Estábamos tan adormecidos por el aburrimiento que en realidad ninguno de nosotros podría haber contemplado nada excepto una explicación inocente.
De todas maneras, creo que yo no hubiera abierto la puerta de una manera tan despreocupada como él.
Hubo un fogonazo y Kevin se desplomó hacia el interior de la furgoneta con un agujero en la cabeza. Al mismo tiempo se produjo otro fogonazo en la parte delantera del vehículo. A continuación otro más, un chillido animal y supe que Ricky estaba muerto.
Kevin tenía un arma en su pistolera, pero antes de que pudiera pensar en tratar de cogerla un hombre con un pasamontañas abrió las puertas dobles de la Ford Transit y me apuntó con una Glock de nueve milímetros con silenciador.
Leonard Cohen seguía sonando fuerte en mi cabeza.
Al menos era una banda sonora decente para morir.
No se me ocurrió otra cosa que levantar las manos.
—¿Qué estás escuchando? —preguntó el hombre del arma con acento de Derry.
Tragué saliva.
—¿Qué estás escuchando? —repitió.
—Leonard Cohen.
—¿Leonard Cohen, has dicho?
—Sí.
—¿Qué álbum?
—New Skin for the Old Ceremony.
—¿Qué pista?
—«Chelsea Hotel #2» —dije.
Al hombre del pasamontañas se le unió otro hombre con pasamontañas.
—Me lo he cargado —dijo el segundo hombre.
—Sí, lo he visto.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó el segundo hombre.
—Está escuchando a Leonard Cohen, al parecer —explicó el primero.
—¿Qué?
—Ha dicho que está escuchando a Leonard Cohen. New Skin for the Old Ceremony.
—Jamás he oído hablar de eso —repuso el segundo hombre.
—Claro que no. Eres un ignorante.
El primer hombre se quitó el pasamontañas.
Por supuesto que era Dermot. Tenía una larga melena rubia. Estaba bronceado y en buena forma. Sus ojos eran cristalinos lagos azules en el desierto. Tenía arrugas en el rostro y la mandíbula dura como un condenado yunque. Se veía joven, fuerte e inmisericorde. Un asesino frío. El ujier de Mag Mell.
—Hazme un favor, amigo. Pásame el walkman. Pero hazlo lentamente —dijo Dermot.
Me incorporé y le di el walkman a Dermot. Se lo puso y escuchó la pista. Me miró mientras sonaba la canción. Me miró sin parpadear siquiera. Cuando aún no había terminado, se lo pasó a su compañero.
Su colega no quedó muy impresionado.
—¿De qué hablaba eso? —preguntó cuando terminó la canción.
Dermot cogió el walkman y presionó el botón de stop.
—De Janis Joplin —dijo.
—¿Janis Joplin? —dijo el otro, en tono de duda.
—¿No es así, Sean? —me preguntó Dermot.
—En efecto, Dermot —dije.
Dermot me miró un momento y sonrió.
De modo que será así, pensé amargamente. Dermot me ha vuelto a vencer. Igual que cada día en el jodido St. Malachy. Así será el final, mierda… Y también había sido en St. Malachy cuando el padre Pugh nos dijo que los muertos dormirían un millón de años y resucitarían el Día del Juicio Final, cuando se unirían a la Madre de Dios en el Cielo, mientras que los malos, los malos arderían para siempre en un lago de fuego.
¿Dónde iría a parar yo?
¿Podía uno trabajar para el gobierno de la señora Thatcher y ser, aun así, un buen hombre?
¿Podía uno disparar a un hombre a sangre fría y tener esperanzas de evitar las llamas del infierno?
Y en cuanto a Dermot, ¿qué pasaba con él? ¿Podía uno hacer volar por los aires a gente inocente y de todas maneras llegar al Paraíso? ¿Qué pensaría de nosotros el padre Pugh en este momento?
—¿Y bien? —le preguntó a Dermot el segundo hombre.
Dermot asintió.
—Sí, será mejor que salgas de la furgoneta, Sean. En cualquier momento podría pasar alguien. No podemos quedarnos charlando aquí toda la noche.
—¿Salir?
—Sí, salir, y no hace falta que te diga que mejor que no hagas ningún movimiento brusco, porque, ya sabes…
—Me dispararías, coño —dije.
—Sí que lo haría —dijo Dermot con una risita.
—No lo dudo.
Me bajé de la furgoneta mientras el segundo hombre arrastraba el cadáver de Ricky de la cabina delantera y lo echaba en la parte de atrás. Pobre Ricky. Era un buen tipo. No sabía casi nada de él, pero lo que sí conocía me gustaba.
Dermot me cacheó y el segundo terrorista cerró las dos puertas traseras de la Ford Transit. Volvió a la cabina delantera y entró.
—¡Destruye la radio, coge las planillas, tira las llaves! —ordenó Dermot.
Dermot volvió hacia mí.
—He visto que cambiáis de turno a las ocho en punto. ¿Hacéis seis horas sí y seis horas no o doce horas sí y doce horas no? ¿O quizás son cuatro? —preguntó.
—Doce.
—¿De modo que tus amigos no vendrán a relevarte hasta mañana a las ocho de la mañana?
—En efecto.
—Si me mientes…
Siempre me había resultado difícil mentirle a Dermot.
—Es la verdad. Turnos de doce horas.
—¿Alguna llamada de radio para verificar? ¿Cosas así?
—Nada de eso, Dermot. Los del nuevo turno vienen y leen las anotaciones. Eso es todo.
Dermot asintió con un gesto.
—Bueno, entonces eso nos da unas horas, ¿verdad?
—Supongo.
—Siéntate un momento, Sean. Allí, en el suelo. Muy bien.
Me senté sobre el musgo.
—Es una bonita noche, ¿verdad? Una noche estupenda. Despejada, fría. La diosa Morrigan vuela esta noche, ¿verdad? Nos está mirando con sus ojos negros. Mirándote a ti y a mí desde lo alto —dijo.
—Sí, Dermot.
—¿Has leído a Hobbes alguna vez, Sean?
—No, Dermot.
—Deberías hacerlo. Allí está todo.
Se puso en cuclillas delante de mí, mientras apuntaba la nueve milímetros en mi dirección con un gesto casual.
—El estado natural es un estado de guerra.
—Supongo que tienes razón, Dermot.
—¡Sí que tengo razón! ¡Mira cómo estamos! Hemos exterminado a las grandes manadas de animales de pastoreo, a los mamuts, los alces y los búfalos. La población humana ha crecido exponencialmente, hemos pintado imágenes en cavernas y hemos empujado a nuestro pobre primo, el homo sapiens neanderthalis, al borde del mar occidental. Eso no ha sido muy amable, ¿o sí?
—No, Dermot.
—¡Y cuando el hielo se derritió y comenzó una era de abundancia, volcamos nuestras pasiones belicosas hacia adentro! Hacia adentro, Sean. No podemos evitarlo —dijo, y, para dar énfasis a sus palabras, me hundió el caño de la Glock en el pecho.
—No, Dermot —dije, tratando de no sonar temeroso.
Me dedicó una de sus sonrisas agradables y atractivas y me dio una palmada en la cabeza.
—Tú lo entiendes. Sé que es así. Siempre has sido un muchacho listo. «La guerra es el motor de la historia». Sabes quién ha dicho eso, ¿no?
—No lo recuerdo.
—¡Trotsky! ¡Vamos! Lo sabías, ¿verdad?
—Sí, creo que sí.
—Trotsky. He visitado su casa. Lo enterraron en el jardín. Imagínatelo. Un sitio enorme. En una parte muy bonita de la ciudad. Muy cerca de la casa de Fri…
—¡Dermot, creo que deberíamos irnos, joder! —dijo su amigo.
Dermot lo miró con expresión de furia.
—¡No se te ocurra interrumpirme, condenado desagradecido! —gritó.
—De acuerdo, cálmate —dijo su amigo.
—¡Y no me digas que me calme, mierda!
—Vale.
Dermot se volvió hacia mí.
—Ahora bien, ¿en qué estábamos?
—En Frida Kahlo.
—Oh, sí. Olvídalo. No tiene importancia. La cuestión, Sean, es que la violencia es la única manera de acabar con el imperio.
—¿Gandhi?
—¡El jodido Ben Kingsley es la excepción que prueba la regla! ¿Verdad? —dijo.
—Verdad.
—Ponte de pie. Camina hacia el coche.
—De acuerdo, Dermot.
—Sí, Dermot; no, Dermot; de acuerdo, Dermot. ¿Eso es lo único que sabes decir, joder? ¡Jesús!
Me dio un empujón y me miró con un odio absoluto durante un momento, pero luego me puso la mano sobre el hombro y me hizo incorporarme.
—¡Vamos! Vayamos a la casa. Allí estaremos más cómodos. Nos lo llevaremos con nosotros, Marty. Estoy seguro de que Sean tiene mucha más información y está dispuesto a dárnosla.
—A la casa no. Podría haber micrófonos, podrían estar escuchándonos —dijo el segundo hombre.
—Acabamos de matar a los que escuchaban, Marty —dijo Dermot, y luego se volvió hacia mí.
—¿Hay micrófonos en la casa, Sean? Puedes decírmelo. Es algo entre tú y yo.
—No. No hay micrófonos. No queríamos dejar nada en la casa que pudiera delatarnos. Nos limitamos a observar.
—¿Y luego qué? ¿Qué se suponía que haríais cuando nos vierais? ¡No me mientas, Sean, amiguito!
—Tan pronto os viéramos aparecer, se suponía que debíamos llamar a la unidad de intervención inmediata del SAS. Ellos habrían llegado hasta aquí en seguida.
—Un escuadrón de la muerte.
—No. Queríamos cogerte vivo. Eras una fuente de información potencialmente valiosa, por lo de Gadafi y todo eso.
Dermot asintió.
—Sí. Tiene sentido. Por supuesto que no os hubiera dicho nada.
Asentí.
—¡Vamos! Por aquí, Sean.
Dimos vuelta a una curva del camino, donde había aparcado un coche deportivo negro. Dermot me puso una mano enguantada en la nuca y apretó.
—Hablando de fuentes valiosas de información. No te importará venir a dar un paseíto con nosotros, ¿verdad, Sean, muchachito?
—No —dije.
—Te gustará el vehículo. Es un Toyota Celica Supra. Un poco estrecho en la parte de atrás, pero eso tampoco te importará, ¿verdad?
—Para nada, Dermot.
—Para ti será un viaje corto, en cualquier caso. Iremos a la casa. Quiero decir, ¿por qué no, eh, Martin?
—Tú eres el jefe —dijo Martin.
Dermot me sonrió y miró su reloj.
—De todas maneras, no falta mucho, Sean —dijo.
—¿No falta mucho para qué, Dermot?
—Tomaremos un té y hablaremos —dijo Dermot—. Ten, amigo, póntelas, ¿sí?
Era un par de esposas. Me las puse dejando un poco de espacio en ambas muñecas, pero Dermot se dio cuenta muy rápido de mi pequeña treta y apretó los trinquetes para que estuvieran bien ceñidas. Me empujó a la parte trasera del Toyota. Martin siguió apuntándome con la nueve milímetros mientras Dermot conducía.
—¿No falta mucho para qué, Dermot? —volví a preguntar.
—¡Para la noche de Guy Fawkes! —respondió él, riendo.