20: Harper McCullough

Caminamos por el sendero que bordeaba el Lough Neagh. El sol se ponía sobre la orilla occidental y la luz había adquirido un color que a veces uno ve en sueños. Unas aves zancudas de una docena de variedades distintas empezaban a acomodarse para pasar la noche y el viento agitaba suavemente los juncos. El propio lago estaba azul y quieto, sin otro movimiento que el de un yate que navegaba por la costa septentrional a un ritmo tranquilo.

—Este sitio es fantástico —dije.

—Sí —murmuró ella.

Seguimos avanzando por el sendero. Una familia de patos se cambió de sitio para dejarnos paso. Annie me puso la mano en el brazo para detenerme.

—¿Qué? —le pregunté.

—Tú no me juzgas, ¿verdad, Sean? Nunca me has dado la impresión de que fueras de esa clase.

—¿De qué hablas?

—Quiero decir, ¿qué esperaba Dermot? Pasó cinco años en la cárcel. Cinco años. Y antes de eso decía que sabía que tarde o temprano lo atraparían. Lo sabía. Ahora resulta que es un héroe, ¿y eso en qué posición me deja? Sola. Y viviendo con mis padres…

—Annie, no tienes que explicar nada…

—¿Sabes lo que dicen algunos de ellos? Dicen que lo primero que harán cuando obtengan una Irlanda independiente de treinta y dos condados es prohibir el aborto y quitarles a las mujeres el derecho a voto. Para que vuelvan a su sitio. Los hombres en los campos, las mujeres en la cocina. Esa es la clase de mentalidad a la que nos enfrentamos. ¿Sabes?

—No puedo creer que Dermot dijera algo así.

—No… En realidad no… —Su voz fue apagándose.

La última línea del sol se había hundido tras las montañas Sperrin y todas las aves del lago parecieron dar un gran suspiro colectivo.

—Vamos —dijo, y caminamos un poco más hasta que llegamos a una inmensa casa de estilo georgiano que estaba al lado del agua, con un muelle y un embarcadero donde habían amarrado un yate de motor.

—Es aquí —dijo Annie.

—Tienen dinero, ¿verdad?

—Sí. El padre de Harper, Tommy McCullough, era un gran… ¿Cómo es la expresión?

—¿Pez gordo?

—Magnate de esta zona. Su compañía constructora es responsable de la mitad de la ciudad de Antrim. Era protestante, pero caía bien a todo el mundo. Era un verdadero… eh… personaje. En Halloween y Navidad organizaba magníficas fiestas para todos los niños de la zona. Así fue como Lizzie, Vanessa y yo conocimos a Harper. Lo conocemos desde que era pequeño. A su papá le gustaba mucho pescar y estaba en el club de rugby.

—Sufrió una apoplejía, ¿verdad?

—Sí. Estuvo muy mal durante un tiempo y se murió no mucho después del accidente de Lizzie. Harper quedó completamente destrozado.

—¿Y qué hay de la madre?

—No menciones a la madre. Huyó a Inglaterra con un actor cuando Harper apenas tenía cinco años. Desde la muerte de Tommy, no deja de molestar a Harper pidiéndole dinero. Por supuesto él se lo da porque es su madre, pero todos dicen que es una mujer temible.

Abrimos la puerta trasera y subimos por el sendero hasta la residencia, que, como yo podía comprobar, era una hermosa casa solariega de arenisca roja que databa de 1780 o 1790.

Annie me llevó hasta la puerta trasera, que daba a una gran habitación anexa a la cocina.

—Un momento. ¿No le importará que entremos por la puerta trasera?

—¡He entrado por aquí mil veces! —se mofó ella.

La seguí por la habitación y la cocina hacia una sala inmensa y ligeramente anticuada que tenía vistas al lago.

—¡Hola! —gritó—. ¡Hola! ¡Tenéis visita!

—¿Eres Annie McCann? —preguntó una voz masculina desde una habitación contigua.

—¡Annie Fitzpatrick, si no te importa! —respondió ella.

Se abrió una puerta lateral y apareció Harper McCullough. Encendió la luz y le dio a Annie un abrazo y un beso en la mejilla. Era alto, de más de 1,90 metros, apuesto, de unos veintiséis o veintisiete años. Tenía una cara franca, bien afeitada, con una mandíbula fuerte y cuadrada, pelo negro y grueso y ojos marrón oscuro. Sin embargo, tenía una complexión pequeña y era delgado, y caminaba encorvado. En otra época se lo habría tomado por un artista tísico. Llevaba un jersey color mostaza y vaqueros azules e iba descalzo. Si tuviera unos kilos más, parecería uno de esos gilipollas que nacen con dinero y buen aspecto y tienen una vida fácil; pero no había nada fácil en este personaje. Su madre lo había abandonado, su padre había fallecido poco tiempo atrás y su novia había muerto en un accidente de lo más extraño…

—¿Es tu nuevo prometido? —le dijo a Annie antes de tenderme la mano.

—¡Por Dios, no! —rio ella—. Él es… bueno, supongo que podría decirse que es un viejo amigo de la familia… El inspector Sean Duffy de las famosas divisiones especiales.

Le estreché la mano a Harper, quien me respondió con firmeza.

—¿Un policía? ¿Cómo puede ser que vosotros, panda de rebeldes, tengáis de amigo de la familia a un policía? —preguntó riéndose.

—¡Nos difamáis, señor! En realidad somos gente diversa y pluralista —contestó Annie, y le clavó una mano en el pecho a Harper.

Harper negó con la cabeza y me guiñó un ojo.

—Ya sabrá que su exmarido es un famoso mando del IRA. Está en problemas, amigo. Esta es una de esas clásicas trampas en las que mandan a una chica guapa para atrapar al espía.

Annie le golpeó el hombro.

—¡Basta! ¡No salgo con Sean! No salgo con nadie. Él ha venido por un asunto oficial.

—¿Sí? —dijo Harper.

—Sí, es cierto, señor McCullough. Pertenezco a la brigada de casos abiertos, dentro de la Special Branch de la RUC. Estamos investigando la muerte de Lizzie Fitzpatrick.

Harper abrió mucho los ojos.

—¡Por fin! —exclamó—. ¡Nunca se hizo justicia con Lizzie! No me importa lo que digan. Todo ese asunto fue muy sospechoso, como mínimo.

—¿Por qué? —pregunté.

—Dijeron que se cayó de la barra y se rompió el cuello. ¡Eso es imposible! Era muy coordinada. Tenía un equilibrio perfecto. ¡Podía hacer el pino sosteniéndose con una sola mano!

Annie gimió.

—¿Otra vez con lo del pino? ¡Todos podemos hacerlo! ¡Mirad!

Se agachó sobre el suelo de la cocina, hizo el pino y levantó la mano izquierda. Se cayó y lo hizo dos veces más hasta que consiguió mantenerse en esa posición contando hasta diez. Harper me miró, avergonzado, y yo sentí vergüenza por Annie.

Terminó el pino y se puso de pie de un salto.

—¡Ya está! ¿Qué os ha parecido? —dijo.

Harper sonrió.

—Ha sido brillante, Annie. Vosotras tres erais todas increíblemente talentosas.

Annie sonrió de oreja a oreja e inconscientemente me dio un pequeño empujón en la espalda.

—¿Qué ocurre aquí? —dijo una voz femenina detrás de mí.

Me giré para mirarla.

Era rubia, encantadora, pálida, muy bonita y tenía un embarazo de nueve meses.

—¡Allí está ella! ¡A punto de parir! —dijo Annie, y besó en la mejilla a la mujer embarazada.

Le hizo las típicas caricias en el prominente vientre antes de que Harper me presentara.

—Mi esposa, Jane. Jane, él es Sean Duffy. Un inspector de la policía. Está investigando la muerte de Lizzie.

Jane frunció el ceño y movió de un lado a otro la cabeza.

—Pobre Lizzie. No les crea cuando le digan que puede haberse caído de una mesa. Ella podía hacer el pino con solo una mano de un modo… —empezó a decir Jane.

—¡Se lo estaba enseñando! ¡Justo acabo de hacerlo! ¡En este mismo momento! —la interrumpió Annie.

—¿De modo que todos ustedes fueron juntos al colegio? —pregunté.

—Sí. A la secundaria de Antrim. Yo iba un par de años por delante de Harper. Y Jane cursaba el mismo año que Lizzie —explicó Annie.

Eso significaba que Harper tendría unos veintiocho años y Jane unos veinticinco, pensé, tomé nota mental de eso.

—Yo vivía a un kilómetro y medio en esa dirección —dijo Jane, y señaló el lago.

—Jane era una de las mejores amigas de Lizzie —añadió Annie.

—¡La mejor amiga! —insistió Jane—. Ahora bien, que esté a punto de explotar no significa que vaya a olvidar mis obligaciones. ¿Quién quiere una taza de té?

Jane y Annie se marcharon a preparar el té, lo que me dio la oportunidad de hablar a solas con Harper.

—Si no le importa, señor McCullough, estoy entrevistando nuevamente a todo el mundo. ¿Puedo hacerle unas preguntas?

—Por supuesto.

—Me gustaría remontarme a la noche en que murió Lizzie Fitzpatrick, el 27…

—El 27 de diciembre de 1980. Jamás lo olvidaré.

—¿Esa noche usted se encontraba en la cena de un club de rugby de Belfast?

—Sí. En la cena de premios del club de rugby de Antrim, en el hotel Montjoy. Iban a darle un premio a mi padre. A la trayectoria de toda una vida, algo así. Yo era su representante.

—Él había sufrido una apoplejía.

—Sí. Un mes antes. Yo no quería ir a la cena, menos con mi padre enfermo y el padre de Lizzie en el hospital por una operación en la rodilla. ¿Le contaron que Jim estaba hospitalizado por la rodilla?

—Sí. Por eso Lizzie estaba a cargo del pub.

—No era necesario. Podrían haberlo cerrado por una maldita noche. Ella iba a ser abogada. Todavía me enfurece. Creo que Mary la hizo sentirse culpable y la impulsó a hacerlo.

—De modo que usted estaba en esa cena del club de rugby a regañadientes.

—A regañadientes, correcto. No parecía el momento adecuado para ocuparme del condenado club de rugby. Un juego que jamás me gustó, además. Y si no hubiera asistido, nada de esto habría ocurrido.

—¿Por qué lo dice?

—Bueno, habría estado con Lizzie todo el tiempo, ¿no?

—¿Qué cree que le pasó a Lizzie, señor McCullough?

—La mató alguien. Tiene que ser eso. Ella jamás se habría caído de la barra. La he visto saltar desde el doble de esa altura feliz de la vida.

—¿Cómo lo hicieron, con todas las puertas cerradas y con el cerrojo puesto desde el interior?

—No lo sé. ¡El investigador es usted! Ella no podía morir de esa manera, tan azarosa.

—¿De qué modo se gana la vida, señor McCullough? —le pregunté.

—Soy constructor.

—¿Usted construye cosas físicamente?

Se echó a reír.

—¿Yo? No. Míreme. Dirijo una empresa constructora. La empresa de mi padre.

—¿Trabajaba para su padre cuando salía con Lizzie?

Negó con la cabeza.

—Por Dios, no. Estaba en la universidad.

—¿Qué estudiaba?

—Arqueología.

—Un tema fascinante.

—Oh, sí —replicó, y sus ojos se iluminaron por primera vez durante la entrevista—. Siempre me ha encantado. Quería hacer arqueología submarina. ¿Sabe lo que es?

—No, en realidad no.

—Cuando tenía diez años encontré un libro sobre ese asunto. He estado subyugado desde entonces. Uno bucea en ciudades inundadas. Alejandría, el Pireo, lugares como esos. Es un área de trabajo muy interesante y hasta ahora apenas han… eh… rascado la superficie.

—¿Por qué no ha seguido con ello?

Movió la cabeza y suspiró.

—Alguien tiene que dirigir la condenada empresa, ¿verdad? Cuando mi padre sufrió la apoplejía, quedé de alguna manera secuestrado. Y luego, con lo de Lizzie… Después de su muerte, bueno, en cierta manera me volqué en el trabajo… Y ahora es demasiado tarde, ¿no? Con un niño en camino —dijo, con un ligero gesto de pánico.

—Ya veo.

—¿Usted tiene hijos, inspector?

—¿Yo? No.

—Quiero decir, ¿cómo se hace para criar un hijo?

—Creo que es bastante sencillo, señor. Eh… Se consigue el libro y ahí está todo.

—¿Qué libro? ¿Hay un libro? —dijo esperanzado.

—Mi vecina, la señora McDowell, tiene diez o probablemente once hijos. Le preguntaré.

—Gracias. ¿Dónde están las chicas con el té? —dijo Harper, distraído.

Yo no quería dejar que se perdiera el impulso de la conversación.

—Bien. Volviendo a la noche de la muerte de Lizzie, ¿a qué hora se marchó de la cena del club de rugby?

—Se suponía que todo aquello se prolongaría hasta la una de la mañana, con música disco y el condenado karaoke, pero los discursos y los premios y las palmadas en la espalda terminaron antes de las once y media.

—¿A esa hora llamó a casa de Lizzie?

—Sí. Suponía que ella seguramente ya habría terminado para entonces. Que habría limpiado los vasos, habría cerrado el pub y ya habría regresado. El pub está a apenas cinco minutos de su casa. De modo que cuando llamé y me enteré de que no había llegado, me inquieté. Le dije a Mary que creía que algo andaba mal. ¡Y por supuesto esa vieja estúpida me respondió que no me preocupara! Yo le sugerí que llamara a la policía, ¡y ella contestó que de ninguna manera dejaría entrar a un policía en su casa! Me dijo que iría al pub ella misma y la buscaría. Y luego cortó la comunicación.

—¿Y qué hizo usted entonces?

—Seguía preocupado. Corrí al coche y volví a toda velocidad a Antrim, quemando neumáticos. Llegué más o menos al mismo tiempo que los polis.

—¿De modo que ella sí llamó a la policía?

—Sí. Mary había ido hasta el pub, había visto que estaba cerrado y había llamado a los polis.

—¿Y entonces qué pasó?

—Fuimos a buscarla por el pueblo.

—¿Y?

—Uno de los policías alumbró el pub con la linterna y le pareció ver algo en el suelo. Entonces todos corrimos hasta allí e intentamos tirar la puerta abajo.

—¿Y lo consiguieron?

—Sí. Nos costó bastante porque el cerrojo estaba echado, pero los policías tenían un ariete en el Land Rover y todos lo empujamos con fuerza. Y bueno, entramos…

—¿Y?

—Ella estaba tumbada en el suelo, hecha un ovillo, con esa estúpida bombilla en la mano.

—¿Cómo pudo verla con las luces apagadas?

—Uno de los policías las había encendido.

—¿Y fue entonces cuando vio la bombilla fundida en el portalámparas?

—Yo no me fijé, pero uno de los policías sí.

—¿Es posible que hubiera alguien escondido en el bar, esperando hasta que la puerta estuviera abierta para poder escaparse?

Negó con la cabeza, haciendo un gesto de duda.

—No. No había nadie allí.

—¿Por qué está tan seguro?

—¿Dónde se escondería?

—En los baños.

Negó con la cabeza.

—Lo dudo. Estábamos todos dando vueltas. Si hubiera habido alguna persona escondida, uno de nosotros se hubiera topado con ella, ¿no?

—¿A qué se refiere con dando vueltas?

—Estábamos todos dando vueltas. Un policía ya había determinado que ella estaba muerta. Que no se podía hacer nada para salvarla, ¿sabe? Y Mary estaba llorando y yo estaba hundido. Y no nos permitían acercarnos al cuerpo y no dejaban que nadie se marchara hasta que llegaran los investigadores.

—¿Revisaron las instalaciones?

—En ese momento no, pero no tiene importancia, porque cuando apareció ese inspector de la RUC de Antrim mandó revisar el pub de arriba abajo.

—¿Cuánto tardó en llegar el inspector desde que tiraron la puerta abajo?

—¿Diez minutos? No lo sé.

—Eso parece tiempo suficiente como para huir.

Volvió a negar con la cabeza.

—No. Usted no entiende la disposición del pub. Ella estaba en medio del salón principal, a unos cinco metros de la puerta. Había cuatro policías, además de Mary y de mí mismo, esperando que aparecieran los investigadores. Nadie podría haberse colado entre nosotros en ese lapso. Y había un tipo en la puerta delantera todo el tiempo.

—¿Y la puerta trasera, señor McCullough?

—La examiné yo mismo. Cerrada con llave y cerrojo.

—¿Pero examinó los baños?

—No. ¿Para qué?

—¿Y qué pasó exactamente cuando llegó el inspector?

—Miró el cuerpo, valoró la situación y luego organizó una revisión exhaustiva de las instalaciones.

—¿Y al parecer no encontró nada raro?

—Eso es lo que dijo.

Tomé apuntes de todo aquello.

Había leído el informe del inspector Beggs y los cuatro oficiales de policía presentes en la escena habían declarado lo mismo. Nadie había salido del pub durante el tiempo transcurrido hasta que se revisó el local.

Annie y Jane regresaron con el té en una bandeja de plata. Porcelana de buena calidad, té de Ceilán, leche fresca. Dispusieron todo sobre la mesa auxiliar y se sentaron en el borde del sofá mientras yo continuaba el interrogatorio.

—¿Lizzie tenía enemigos, señor McCullough?

—Lo dudo. Era muy buena persona. Incapaz de hacer daño a una mosca.

—¿Usted tiene enemigos? ¿Alguien que hubiera querido hacerle daño atacándola a ella?

Reflexionó un momento.

—En aquel entonces no. Solo era un estudiante. Tal vez ahora podría tener algunos. Gente que se queja de lo mucho que tardamos en construir su vivienda, cosas así.

Con esto no estaba llegando a ninguna parte.

—Señor McCullough, ¿usted entiende que las dos puertas del pub, la delantera y la trasera, estaban cerradas con llave y cerrojo desde el interior?

—Sí, lo sé.

—Y había rejas en todas las ventanas.

—Sí.

—Lo que mayormente significa que tuvo que ser un accidente —dije.

—Es lo que dicen.

—¿Pero no está convencido?

—Ella era muy hábil físicamente. Muy ágil. Cabalgaba y cosas así y jamás se había caído. ¿Cómo va a caerse de la barra de un pub?

—En la oscuridad, tratando de cambiar una bombilla…

—No lo creo.

—No quiere creerlo.

Se pasó las manos por el pelo.

—Ay, no lo sé —dijo, con un suspiro de amargura.

Jane puso las manos en los hombros de su marido.

—¿Le has contado al inspector Duffy lo del robo? —le preguntó.

—¿El robo? —respondió él, desconcertado.

—En Mulvenna y Wright. Justo antes de Navidad —explicó Jane.

—Ah, sí. El robo. El inspector Beggs no le dio mucha importancia, ¿verdad?

—Cuéntemelo —dije.

—Bueno, Lizzie había trabajado con James Mulvenna en Antrim. Como oficinista. Era muy eficiente. Él la dejaba redactar contratos y fideicomisos y todo eso. Realmente tenía buen ojo para los detalles y…

—Oh, por Dios, Harper, ve al grano. Se lo contaré yo —lo interrumpió Annie—. Hubo un robo en el despacho legal donde Lizzie trabajaba.

Se llevaron dinero y rompieron algunas cosas. Drogadictos. Nada importante.

Harper negó con la cabeza.

—No, en realidad sí fue importante. Recuerdo que Lizzie estaba muy disgustada. Ese episodio se sumó al estrés de aquella semana; iban a operar a su padre y todo eso.

—¿Cuándo fue esto exactamente? —pregunté.

—El veintitrés, creo —dijo Harper—. O tal vez el veinticuatro… No, eso habría sido nochebuena. El veintitrés, sin duda.

—¿No cree que podría haber alguna conexión entre el robo y la muerte de Lizzie? —me preguntó Jane.

—No lo sé. Esta es la primera vez que oigo hablar de ello —dije.

Annie puso los ojos en blanco.

—Algún drogadicto entró en las oficinas y robó la caja fuerte. Fin de la historia.

—¿Ella estaba trabajando allí aquella Navidad? —pregunté.

—No. El viejo Mulvenna había fallecido y su socio, Harry Wright, dijo que no podía permitirse pagarle para trabajar un día festivo —respondió Harper—. Tal vez aquella fuera otra razón por la que estaba trabajando en el pub.

Annie negó con la cabeza.

—La verdadera historia ni siquiera es así —dijo—. James Mulvenna en realidad falleció en octubre, cuando Lizzie ya estaba de regreso en Warwick.

—¿De qué murió?

—Tenía esclerosis múltiple. En cualquier caso, James era católico y su socio, Harry Wright, protestante. En realidad era una idea brillante porque James atendía a todos los agricultores católicos y Harry a todos los protestantes de la zona. James era de lo más apacible, pero Harry era distinto. Concejal del partido unionista. Un protestante de pro. Y no quiso contratar a Lizzie durante la Navidad. Supongo que inventó todas esas tonterías respecto del dinero, pero en realidad tenía que ver conmigo y Dermot. No quería a la cuñada de un famoso miembro del IRA bajo su techo.

—A mí me caía bien el señor Mulvenna. Mi padre lo contrataba, a pesar de que era el abogado católico. Jugaban juntos al rugby. ¿Usted juega al rugby, inspector? —dijo Harper.

—No.

Jane intervino con un recuerdo de la mezquindad de Harry Wright cuando, en una ocasión, habían ido a cantar villancicos y Annie comentó que recordaba muy bien el incidente. También recordaba que la esposa de Wright tiraba un cubo de agua a cualquiera que se presentara a su puerta en Halloween.

Todo aquello era muy interesante, pero empezaba a sonar como una digresión. Las aldeas irlandesas estaban llenas de historias y cotilleos de esa clase. De todas maneras, tomé nota de que debía preguntarle al inspector jefe Beggs lo del robo y comprobar si había algo allí.

—¿Lizzie estaba preocupada por algún acosador? ¿Había recibido alguna llamada telefónica rara, o algo parecido, en los días o semanas antes de su muerte?

Harper negó con la cabeza.

—No lo creo.

—A mí no me contó nada —dijo Jane.

—A mí tampoco —añadió Annie.

—Si no le importa que se lo pregunte, ¿cuál es exactamente la relación que mantiene con su madre? ¿No está por aquí? —le dije a Harper.

—¿La relación? Está en Inglaterra con su novio. Eso es todo. Ella no es… como la pintan algunos. Ha cambiado mucho en los últimos años.

Tanto Jane como Annie pusieron los ojos en blanco cuando oyeron esas palabras. Jane se mordió la lengua, pero Annie no pudo contenerse y exclamó:

—Harper le manda un cheque inmenso todos los meses. Le hemos dicho que no lo haga, pero él no quiere iniciar una batalla judicial. Solo Dios sabe en qué se lo gasta ella…

—¡Annie, basta! —dijo Harper.

Annie se dio cuenta de que había metido la pata y para cambiar de tema preguntó por el sexo del bebé; Harper respondió que no lo sabían porque querían que fuera una sorpresa, aunque a él le encantaría que se tratara de una niñita.

—¿Cuándo fue la última vez que habló con Lizzie la noche de su muerte? —le pregunté a Harper.

—La llamé desde Belfast cerca de las nueve. Estaba en el pub.

—¿Cómo se encontraba?

—Angustiada por lo de su padre. Ya había hablado con Mary y a su padre ya lo habían operado, aunque seguía en cuidados intensivos. Le dije que no se preocupara y que la llamaría después de la cena del club de rugby, ¿sabe? No llegué a hacerlo. No volví a hablar con ella nunca más.

Los ojos de Harper comenzaron a humedecerse. Jane le cogió la mano y se la apretó. Era una situación incómoda para ella. Harper estaba conmoviéndose por su antigua novia muerta, que además era una de las mejores amigas de ella. Y a mí no se me ocurría qué otra cosa preguntar en ese momento.

—Tal vez deberíamos acabar por hoy, amigos —dije, y cerré la libreta.

—Termine el té, inspector, por favor —dijo Harper.

Mientras Jane le acariciaba la espalda a Harper, miré de reojo a Annie, que intentaba ocultar cualquiera que fuera la emoción que sentía masticando ruidosamente una galleta.

—Fue una época terrible para Harper. Lizzie murió en diciembre. Su padre falleció en Año Nuevo, su madre le exigía una parte de la propiedad, y luego vino la recesión. Él no tenía a nadie. Tuvo que arreglárselas solo —comentó Jane con actitud pensativa, mientras le apretaba la mano y lo miraba con orgullo.

—Eso no es exactamente así, Jane. Sus amigos y vecinos corrieron a ayudarlo. Todos estuvimos a su lado. Y él hizo lo propio con nosotros —replicó Annie con voz un poco quebradiza.

—Sí, no fue tan dramático. Todos nos ayudamos mutuamente, si recuerdo bien. Mi pobre padre falleció, tu padre salió del hospital e hicimos esa ceremonia para Lizzie junto al agua. Aquello fue algo… catártico. ¿Lo recuerdas? —le preguntó Harper a Annie.

—Claro que sí. El sucio indecente del cura se negó a hacerla en la orilla del lago porque decía que era un lugar de cultos paganos. Condenado imbécil. Creo que mamá tuvo que sobornarlo. Irlanda jamás llegará a ninguna parte hasta que echemos a patadas a todos los curas y pastores —dijo Annie.

Jane ocultó un bostezo con una mano y yo lo interpreté como una señal.

Me incorporé.

—Bien, sí, realmente debo irme. Mi coche está aparcado delante de la casa de Annie y tengo un trayecto bastante largo hasta Carrick.

Harper se puso de pie y volvió a estrecharme la mano.

—Espero que pueda resolver este asunto. Llevamos cuatro años con esto. Primero nos dicen una cosa, después otra, después lo declaran caso abierto, lo que básicamente significa que nadie tiene la menor idea, ¿verdad?

—No puedo prometerle una solución, pero haré lo posible —respondí.

Harper nos acompañó hasta la puerta trasera, nos despedimos con un gesto y caminamos hasta el agua.

—Es agradable, ¿verdad?

Yo estaba un poco enojado con ella.

—No me dijiste que su esposa estaba embarazada —dije—. De hecho, ni siquiera me dijiste que estaba casado.

—¿Por qué debería haberlo hecho?

—¿No se supone que debes traer un regalo para el bebé?

—Eso me suena a una típica tontería de clase media —respondió con irritación.

—Creo que es simplemente un gesto de buena educación, Annie.

—¿Sabes cuál es tu problema? Tienes una mentalidad servil. Por eso te resulta tan fácil trabajar para los británicos. Encajas perfectamente. Te habría ido muy bien en el jodido Raj o en lugares así.

—¿Lo crees?

—Pues sí, joder.

No respondí y seguimos caminando en silencio por la orilla.

Ya era de noche y el cielo estaba lleno de constelaciones estivales. Las luces de la ciudad estaban lejos y pude distinguir a Pegaso y las nebulosas del cinturón de Orión reflejadas en el lago. Había tábanos y libélulas zumbando en la superficie del agua y cada tanto se oía un «plop», producido por alguna de esas famosas truchas que se asomaban para coger un bocado.

—Y escucha, no creas que soy una de esas cabronas que odian a los niños —prosiguió Annie, como si hubiéramos estado hablando todo el tiempo—. Le pregunté a Dermot al respecto y él respondió que ni siquiera podíamos pensar en tener hijos hasta que Irlanda estuviera en el camino de la libertad. Esas fueron sus palabras exactas. ¡Jesús! ¿Puedes creer tanta basura?

—Annie, yo…

—¿Y ahora qué voy a hacer? Estoy divorciada. Mi exmarido es un temible terrorista de mierda y encima fugitivo. No tengo trabajo. Ningún título. Ninguna perspectiva laboral. ¡Tengo treinta años! Quiero decir…, por Cristo. Es como si fuera leprosa.

—Vamos. Mírate. Tienes toda la vida por delante. Te queda tiempo de sobra para conocer a alguien y tener hijos y un…

—¡Pero es que ni siquiera se trata de eso! Jesús, Duffy, eres duro de entendederas. ¿Cómo has logrado que te nombraran inspector?

—¿Y entonces de qué se trata?

—¿Es que no lo ves?

—No.

Ella se quedó en silencio durante un instante o dos y luego murmuró:

—Olvídalo. Mierda, olvídalo.

Ya habíamos llegado a su casa.

—No tiene sentido que pases, Duffy. Mamá y papá están viendo el discurso de Joe Kennedy en Belfast y no regresarán hasta tarde. Le diré a mamá que todavía estás perdiendo el tiempo o, como tú dices, trabajando en el caso.

—¿Y mi coche?

—Lo encontrarás dando la vuelta a la casa por allí.

No me sentía ofendido. Sabía que estaba volcando en mí la hostilidad que sentía hacia Jane o Harper o ambos.

—De acuerdo. Buenas noches —dije.

Di la vuelta a la casa.

Era una zona republicana, por lo que, desde luego, me arrodillé y miré debajo del BMW por si había bombas, pero no encontré ninguna.

Cuando me incorporé ella estaba allí. ¿Llorando?

Llorando.

La abracé. Lloró durante un minuto y luego aspiró con fuerza por la nariz. Le levanté la cara y la besé en la frente.

—Está bien —dije.

—Era él, ¿vale? ¿Querías saberlo? No es de tu incumbencia. ¡Era él! ¿De acuerdo?

—Lo sé.

—¡Sí, por supuesto que lo sabes! ¡Con tu jodido cerebro de policía! ¿O fue porque yo actué de una manera tan obvia?

—No…

—Supongo que me comporté como una verdadera gilipollas delante de ella, otra vez —sollozó.

—Has estado bien, Annie.

—¡Oh, Dios! —gimió—. ¡Soy tan tonta!

—Está bien —dije, y la abracé. Sentí los latidos del corazón y sus pechos contra el mío.

—No tuvo nada que ver con Lizzie. Por favor, no pienses eso, Duffy. Fue después de Lizzie. Un año y medio más tarde. Yo fui la chica a la que acudió para consolarse. El consuelo entre Lizzie y Jane.

—Deberías haber dejado que ella fuera el premio de consolación.

—Lo sé.

—¿Lo amabas?

—Ay… Sí… Lo amaba desde antes que Lizzie. Antes que Jane. Incluso antes de que apareciera Dermot. Su padre… Jesús… Su padre era un tirano. No creas ninguna palabra sobre su adorable excentricismo, incluso aunque las diga yo. Harper era un niño muy solitario. Cenaba en nuestra casa casi todas las noches. Era como de la familia. A su condenado padre lo único que le importaba eran sus pájaros y el jodido club de rugby.

—¿Pájaros?

Ella volvió a aspirar con fuerza y se desprendió de mis brazos.

—Oh, sí. Era presidente de la sección de Antrim de la Real Sociedad Protectora de Aves. Yo lo acompañé algunas veces. Se sentaba y bebía ginebra de una petaca y observaba pájaros. Jamás llevó a Harper. Yo le caía bien. Pero no de una manera perversa, viejo cabrón. Yo dibujaba los pájaros. Me interesaban muchas cosas. Había muchas cosas que iba a hacer, y ahora todo eso ha desaparecido. ¿Qué aspiraciones puedo tener ahora? ¿Ver Countdown en la tele? ¿Cenar con mamá y papá?

—¿Lizzie y Harper eran novios de la infancia?

—¡Por Dios! ¿Tienes que estar trabajando siempre? ¿Has escuchado algo de lo que he dicho? Antes no eras así, Duffy. Has cambiado. Te han convertido en un engranaje dentro de la maquinaria.

Soy el mismo, Annie, y tú eres la misma. Aunque tal vez ambos vivamos en registros ligeramente diferentes. Tu canción se volvió más estridente y menos contenida y la mía se ha puesto un poco más melancólica…

—No he cambiado.

—¡Sí! Antes eras mejor. Eras enrollado.

—Nunca tanto como Dermot.

—¿Quién podría haberlo sido?

Me reí y ella sonrió. Le acomodé una hebra de pelo detrás de la oreja. Siempre había sido atractiva, Annie. A su manera oscura, vasca, hispanoirlandesa.

Ella me cogió la mano y se la puso en la mejilla durante un momento.

Luego se reprimió, la soltó y retrocedió un paso.

—Bien, Sean, creo que deberías… —dijo.

—Sí, debería irme, en realidad… —repliqué.

Puse la llave en la cerradura. Su mano estaba en mi brazo. Alcancé a ver las mejillas manchadas de lágrimas a la luz de la luna.

Annie quería decirme algo.

Vaciló.

Los segundos corrieron a toda velocidad, cayendo hacia atrás en el abismo, junto a las horas y los años.

—Si te pidiera que me besases, Sean Duffy, ¿lo harías?

—Lo haría.

—Bésame, entonces.

La besé.

Por Dios, había esperado tanto para esto.

La besé hasta quitarle las lágrimas y mi lengua encontró la suya y la acerqué. Ella se desabrochó la blusa y me cogió la mano y la puso sobre su pecho.

—¡Rápido! ¡Ahora! ¡Antes de que cambie de idea! —dijo sin aliento.

Me bajó la cremallera.

—¿Quieres entrar o…?

—Hazme el amor. Fóllame. ¡Fóllame aquí! Ahora. ¡Rápido!

La tomé contra el coche. No hubo nada hermoso en ello. Cuando alcanzó el clímax, gritó lo bastante fuerte como para despertar a la mitad de las colonias de aves de caza de la orilla. Se rio y me reí, me besó, cogió aliento y se apartó de mí.

—Vete —dijo—. Vete ahora mismo, grandísimo tonto.

—¿Puedo verte o…?

—¡Jamás! ¡Nunca con un policía! ¡Nunca contigo!

—¿Entonces qué podemos…?

—¡No podemos nada! Márchate. Solo. Márchate. Joder.

Vi cómo caminaba a paso vivo hacia la casa y daba un portazo después de entrar.

Conduje hasta Carrickfergus sin música. Solo con la ventanilla abierta y mis cigarrillos y el viento de la noche. Aparqué el BMW en Coronation Road, me abrí paso entre las facturas y el correo basura y subí las escaleras.

Me eché una buena mirada en el espejo del baño.

Había esperado diez años para eso. ¿Tenía que ver con Annie? ¿O era para marcar un tanto a Dermot? Fuera lo que fuera, me había dejado sintiéndome tonto, adormecido. Feliz.

—Idiota —le dije al reflejo. Abrí el grifo de la bañera y cuando el baño se llenó de vapor, mi reflejo fue empañándose y desvaneciéndose hasta que desapareció por completo, que era lo que yo quería.