31: La isla de Rathlin
Me dirigí al norte en el BMW bajo la lluvia, bordeando la costa de Irlanda hasta que la tierra se interrumpía abruptamente en el terreno silvestre y rocoso que una vez había sido el cruce marítimo entre Alba e Hibernia.
Yo había regresado de Inglaterra tres semanas atrás. Me había quedado acurrucado en mi casa de Coronation Road. Esperando una carta o una llamada telefónica.
Pero nadie se había puesto en contacto conmigo. No sabía cuál era mi situación. No sabía nada.
Conduje hacia el norte pasando por Ballypatrick, Ballycastle y Ballintoy.
Aparqué en la Calzada del Gigante y cuando la lluvia amainó saqué mi walkman, me subí la cremallera de mi chaqueta de cuero, que llevaba encima de una sudadera con capucha, y caminé sobre las rocas hasta el punto máximo en que se internaban en el Atlántico Norte.
Era bastante más tarde de la medianoche. No había gente, ni pájaros, ni nada.
Alcancé a divisar algunas luces de las aldeas de la península de Kintyre, en Escocia. Nada más. Me senté sobre una de las columnas hexagonales más próximas al agua y puse Houses of the Holy de Led Zeppelin en el reproductor. Avancé a gran velocidad la casete hasta que llegué a «No Quarter». Quemé un poco de resina de cannabis y la froté para añadirla a un cigarrillo liado.
Lo encendí y me eché la capucha hacia atrás. El cielo estaba formado por espejos. Estrellas de ojos empañados de cuyos verdaderos nombres e historias estábamos destinados a no saber nada. Inhalé el cannabis negro. Lo retuve. Lo solté. La luna sabía. Había visto mucho en su elipse de cuatro mil millones de años. Pasaría mucho tiempo hasta que perdonara nuestro sacrilegio de habernos presentado ante ella espontáneamente en 1969.
Cerré los ojos. El clima era cálido. Reinaba un aroma a sal y espuma. El mar rompía suavemente contra el cabo, en este sendero oculto entre los reinos. El camino que todavía existe para aquellos que pueden ver de verdad. Me tumbé sobre las rocas planas.
—¿Qué voy a hacer ahora? —le dije al mar en voz alta—. ¿Qué voy a hacer ahora que he enderezado el mundo?
El mar, como siempre, se guardó su consejo. Yaceré aquí y me ofreceré a Lyr, el dios del agua rota. La casete terminó. El agua lamió las piedras y aquella débil nota era lo único que había en el gran pentagrama de la noche, en medio de todo aquel épico silencio.
Dormí. Soñé.
Luz gris.
Luz amarilla.
Amanecer sobre Escocia.
Me senté y me sacudí para quitarme la rigidez de los huesos y caminé hasta el coche.
Conduje hasta Ballycastle y cogí el primer ferry del día en dirección a la isla de Rathlin.
Yo era el único pasajero y fue una travesía tranquila por un mar extraño, lechoso y fosforescente. Fondeamos en el pequeño muelle de piedra de la bahía de Church.
Pedí instrucciones para llegar a Cliffside House. Tenía que subir por la carretera que iba hacia el faro del Oeste, según me dijeron. Avancé por el empinado camino y encontré el sitio. Estaba al final de un sendero aislado que discurría entre robles y avellanos.
Había supuesto que sería así.
A mi alrededor podía oírse el océano.
La casa era una mansión medieval fortificada de tres plantas, hecha con piedras inmensas que habían unido con mortero y blanqueado. La verja constaba de una gran barra oscilante sobre una reja para ganado. Un cartel decía «Estrictamente prohibido el paso».
Abrí la verja, atravesé la reja para ganado y avancé bajo dos inmensos robles blancos.
La puerta principal estaba pintada de rojo y era de arce canadiense, de diez centímetros de espesor.
Las ventanas eran a prueba de balas.
Golpeé una aldaba de bronce con forma de cabeza de cabra.
—¡Está abierto! —gritó ella desde el interior.
Hice girar el picaporte y entré.
Me encontré en una casa solariega del siglo XVIII con gruesas paredes de piedra que estaban decoradas con escudos, flechas antiguas y espadas tradicionales escocesas.
Había, incluso, un arpa.
Los muebles eran de madera, hechos a mano, antiguos.
—Estoy en la parte de atrás de la casa, Sean —dijo ella.
Atravesé una pequeña sala, una cocina de estilo antiguo, y me encontré en un espacioso y moderno jardín de invierno. Ella estaba sentada en un sofá de ratán de espaldas a mí, mirando el mar.
La ventana del jardín de invierno estaba hecha con una única e inmensa placa curva de cristal cilindrado. Me di cuenta de que nos encontrábamos casi al borde del acantilado. Al oeste, el cabo Malin del condado de Donegal, la punta más septentrional de toda Irlanda, parecía tan cerca que casi podía tocarse. Al este, el promontorio de Kintyre, en Escocia, estaba todavía más cerca. No sabía qué era lo que estábamos viendo al norte, a cincuenta kilómetros de un azul océano Atlántico. ¿Algunas de las islas Hébridas? No iba a preguntarlo. No había venido a hablar de la vista.
Ella se levantó un poco para mirarme. Sus ojos eran verdes y tenía el pelo corto al estilo de Louise Brooks. Llevaba vaqueros, un jersey negro, calcetines.
Podría haber tenido entre veinticinco y cincuenta y cinco años.
—Siéntate —dijo.
Me senté en un sillón de cuero junto a un telescopio.
—¿Te gustaría un té?
Negué con la cabeza.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Quiero, quiero…
Pero mi voz era plana y débil y las palabras se esfumaron.
—Haré té —dijo.
Se levantó y fue a la cocina.
Miré cómo un velero diminuto viraba hacia el oeste en dirección de la imposible extensión de mar azul. Me pregunté si la masa continental que se apreciaba detrás de la península de Kintyre sería la isla de Arran en el fiordo de Clyde, donde san Brandán el Navegante había descansado antes de su viaje hacia el nuevo mundo.
Kate volvió con una tetera envuelta por un cubreteteras hecho a mano.
—¿Quieres que te sirva? —preguntó.
—De acuerdo.
—Leche y azúcar, ¿verdad? —dijo.
Asentí. Añadió la leche y el azúcar en una taza de porcelana fina y me la pasó sobre un platito.
—Gracias —dije.
Le di un sorbo al té y nos quedamos sentados unos minutos, sin decirnos nada.
Cuando terminé el té, me ofreció otra taza.
Me negué con un movimiento de cabeza.
—¿Por qué has venido hasta aquí, Sean? —quiso saber.
—Tengo algunas preguntas —dije.
—¿Y crees que yo sabré las respuestas?
—Sí, en efecto —dije.
Ella cruzó las manos sobre la falda.
—Adelante, pues —dijo.
—¿Qué va a pasar ahora, Kate?
—¿Contigo?
—Conmigo.
—Lo que tú quieras que pase, Sean. ¿Deseas mantener tu carrera como policía?
No lo sé.
—¿Por qué impedís que el nombre de Dermot aparezca en los periódicos? Ya ha pasado un mes desde que la prensa republicana anunció su muerte y no he visto su nombre mencionado ni una sola vez con relación al atentado de Brighton.
—Imagino que a Scotland Yard le conviene suponer que los responsables siguen libres…
—¿Para poder echarle la culpa a algún otro?
—Seguramente tú conoces los métodos policiales mejor que yo.
Me recosté en la silla y sonreí.
—Los métodos policiales… —dije para mis adentros.
Dejó la taza sobre la mesa y me cogió la mano.
—Has pasado unos meses terribles, ¿verdad? Debes de estar agotado.
Asentí. Agotamiento no era la palabra.
—¿Cuál es tu verdadero nombre? —pregunté.
—Kate —insistió ella.
—¿En serio?
—¿Te hablo de esta casa?
—Si quieres.
—Era la casa de mi abuela. Mi padre era irlandés. En cierta manera. ¿Te lo había contado?
—Sí, lo hiciste.
—Mi abuela la mandó construir encima de un antiguo fuerte. Le gustaba el lugar por sus características defensivas. Los muros tienen más de sesenta centímetros de espesor. Hay un túnel de escape que da al sendero del acantilado. Mi abuela era todo un personaje.
Sonrió y miró por la ventana.
Un velero minúsculo se había quedado clavado, congelado en mitad del agua, antes de deslizarse hacia el norte por el mar.
—¿Mi futuro en la RUC es seguro? ¿Qué vais a decirle al jefe de Policía?
Ella se rio.
—¿Eso es lo que te preocupa?
Se inclinó hacia delante y me apretó la mano.
—Mientras Margaret Thatcher respire, nadie puede tocarte, Sean.
—¿De modo que puedo retomar mi carrera en el Departamento de Investigación Criminal?
—En el momento que quieras con el rango que quieras y en la comisaría que quieras.
—Os he sido bastante útil, ¿eh?
—Nos has sido bastante útil. Has impedido que se torciera el rumbo de la historia.
Negué con la cabeza.
—No he hecho nada. No conseguí impedir el atentado. No evité que murieran esas personas…
Kate me soltó la mano e hizo un movimiento con la cabeza.
—No debería contarte esto… —dijo en un susurro.
—¿Qué?
—Le salvaste la vida.
—¿A quién?
—A la primera ministra.
—¿Cómo?
—Tan pronto llamaste a Tom, él se puso en contacto conmigo, y aunque pensábamos que era imposible que hubiera una bomba, tuvimos que sacarla de allí. Sin alboroto, sin dramatismo. La despertamos a ella y a Denis, y cuando la bomba estalló, tanto ella como todo su personal estaban al otro lado de la calle.
—¡Jesús!
—Por supuesto no es posible que esta información salga a la luz jamás. Todos han tenido que firmar la ley de secretos oficiales. Este es de los importantes. Lo han blindado con la regla de los cien años.
—Pero su habitación quedó intacta. No habría cambiado nada.
—De nuevo, esa es la versión oficial. De hecho, su habitación quedó completamente destruida por la bomba. Dermot sabía lo que hacía. Sabía dónde se había alojado en el pasado la ministra y donde era probable que se alojara nuevamente y colocó la bomba en el lugar en que causara el máximo daño posible. Sabía que revisarían exhaustivamente su habitación, pero unas pocas plantas más arriba… Bueno, serían un poco más laxos allí. Y, como ya sabemos todos, los perros no pueden detectar el Semtex.
—¿Tom sabía esto cuando me lo encontré en el hotel?
—Por supuesto. Pensábamos que era una gilipollez, pero no supondrás que somos totalmente idiotas, ¿verdad?
Maldita Thatcher. Dios. Tal vez Dermot tuviera razón.
Ella me palmeó el hombro.
—Como he dicho, Sean, has impedido que se torciera el rumbo de la historia.
—Para bien o para mal.
—Para bien o para mal, es cierto, pero las cosas saldrán como se suponía que debían salir.
—Y la primera ministra sabe que he sido yo.
—Eres la estrella del espectáculo, Sean, puedes hacer lo que quieras. Como dijo uno de mis colegas más desenfadados, podrías follarte a la princesa de Gales en el comedor de Balmoral y nadie te reprendería… Tampoco serías el primero, pero esa es otra historia.
Me quedé sentado allí un rato largo. El té se enfrió.
—¿Por qué haces esto? ¿Qué obtienes de esto? —pregunté.
—¿Yo personalmente?
—Tú, el servicio, los británicos… ¿Por qué?
Ella retiró su mano de la mía y la recogió sobre su regazo. Se quedó allí sentada, con las piernas dobladas debajo del cuerpo. Felina. Inteligente. Siniestra.
—Planeamos a largo plazo —dijo.
—¿A largo plazo?
—Sí.
—¿Qué es eso de a largo plazo?
—¿Has estudiado historia, Sean?
—Un poco.
—Te contaré una anécdota. Después de la victoria en la guerra franco-prusiana, un asistente se presentó ante el general Von Moltke y le dijo que su nombre resonaría a través de los tiempos junto al de los grandes generales de la historia, Napoleón, César, Alejandro. Pero Moltke sacudió la cabeza tristemente y explicó que jamás podría ser considerado un gran general porque «nunca había llevado a cabo una retirada».
—Y eso es lo que habéis estado haciendo todo este tiempo, ¿verdad?, ¿llevar a cabo una retirada?
—Eso es lo que hemos hecho desde los primeros desastres del Frente Occidental de la Primera Guerra Mundial. Llevar a cabo una retirada del apogeo del imperio lo más organizadamente posible. En la mayoría de los casos nos ha ido bastante bien; en otros, como en India, por ejemplo, la cagamos.
—E Irlanda es susceptible de convertirse en el desastre más grande de todos, ¿verdad?
—Desde luego. Si Gran Bretaña se marchara mañana, nos enfrentaríamos a miles de bajas, justo en nuestro umbral. Sería totalmente inaceptable.
—No serían miles; serían decenas de miles.
—Cierto. ¿Te gustaría oír una predicción de futuro, Sean?
—Sí.
—La señora Thatcher ha sobrevivido a un atentado contra su vida. Ganará las próximas elecciones cómodamente. Y las siguientes. En algún momento de la década de 1990, tal vez dentro de unos diez años, renunciará o perderá ante un Partido Laborista que habrá virado a la derecha. Nunca más el Partido Laborista defenderá una retirada unilateral de Irlanda.
—Si tú lo dices.
—La guerra de las Malvinas y el atentado de Brighton lo han convertido en un hecho inevitable.
—¿Y entonces qué?
—El IRA está cada vez más aislado. Ya saben que su campaña ha fracasado. No han logrado capitalizar el impulso de las huelgas de hambre. Sabemos lo desmoralizados que están.
—Tenéis un infiltrado en su consejo militar, ¿verdad?
—No puedo hacer comentarios al respecto, Sean, incluso si supiera que es así, pero no lo sé… De todas maneras, sí puedo decirte que ya han empezado a hacer tanteos a través de terceros, imparciales, para terminar este conflicto.
—¿De modo que eso es todo, entonces? ¿Los próximos veinte años ya están completamente atados?
Ella se rio un poco.
—¿Veinte años? Puedo ir más allá, si lo deseas.
—Adelante, pues.
—En algún momento de la década de los noventa habrá un cese de las hostilidades.
—No.
—Claro que sí.
—¿Dentro de diez años?
—O tal vez un poco más tarde. En quince, quizá. Pero sucederá. Haremos un pacto con el IRA. Ellos depondrán las armas y nosotros liberaremos a todos sus prisioneros, retiraremos el Ejército británico y compartiremos el poder con un parlamento en Belfast.
—Paisley jamás aceptará algo así.
—Ian Paisley será quien dirija toda la operación. Los extremistas serán quienes lograrán que este pacto se produzca, no los moderados del centro. Me temo que los moderados desaparecerán. Siempre pasa.
—¿Y luego qué? ¿Qué sucederá después en esta grandiosa confabulación vuestra?
—Bueno, luego habrá un período de calma, durante mucho tiempo. Desde luego que subsistirán algunas facciones escindidas del IRA que cometerán atrocidades, pero serán marginales y no tendrán gran importancia. Probablemente ese período dure otros veinte años.
—Ya nos habremos jubilado mucho antes o, lo que es más probable, ya habremos muerto.
—Habla por ti.
—De acuerdo, morderé el anzuelo. ¿Qué ocurrirá luego?
—No podemos obviar la cuestión demográfica. Para entonces debería haber una cómoda mayoría católica en Irlanda del Norte y, con suerte, después de sesenta años de integración europea, las fronteras ya no tendrán ninguna importancia…
Fue entonces cuando me di cuenta de todo.
—Y en ese momento os retiraréis. En ese momento se creará una Irlanda unificada.
—Para entonces ya llevaremos medio siglo recibiendo dinero europeo. Los ingresos habrán aumentado. La clase media se habrá expandido. Con suerte, la limitada minoría protestante no se alzará en armas ni emprenderá una guerra civil.
—Os marcharéis sin un baño de sangre. Habréis logrado llevar a cabo una retirada.
—Habremos logrado llevar a cabo una retirada.
La miré durante un largo rato.
Aquellos ojos habían visto mucho. Aquel cerebro había pensado mucho. Me había equivocado respecto de su edad. Era vieja. Era una anciana. Y me había mentido sobre su cargo en el servicio. Ocupaba un escalafón mucho más alto del que había dejado traslucir.
—¿Quién eres?
Abrió la boca y luego la cerró de pronto, como un sapo.
Hizo un gesto con la mano como restándole importancia.
—Yo no soy importante.
La contemplé fijamente. Tenía frío. Me puse de pie.
—Supongo que debería marcharme.
Ella asintió.
—Sí —dijo.
—Supongo que ya no vendré por aquí —dije evasivamente.
—Supongo que no —respondió—. Déjame acompañarte hasta la puerta.
Atravesamos juntos la casa.
Ella abrió la puerta.
Salí a la luz del sol otoñal.
La puerta se cerró con fuerza a mis espaldas.