24: La llamada de un organizador
Sonaba «White Rabbit» en el estéreo, me había liado un grueso porro con kif de las montañas del Atlas y el más dulce tabaco para pipa de Carolina del Norte, y estaba a punto de meterme en la bañera cuando oí que sonaba el teléfono en la sala, que estaba en la planta inferior.
Las probabilidades de que le hiciera caso o no eran de cincuenta y cincuenta.
Lee dijo que si no hubiera contestado, no habría vuelto a llamarme porque tenía el instinto de no ofrecer información a la policía en ninguna circunstancia.
Sí bajé. Sí cogí el teléfono que estaba en la mesa.
—¿Sí?
—Soy Lee McPhail.
—Lee. Buenos días. Lo he visto en la tele. Su chico Peter King ha causado bastante alboroto.
—He depositado grandes esperanzas en él. No es material presidenciable pero quizá sirva para vice. Y no engaña a su esposa, como nuestro otro amigo.
—¿En qué puedo ayudarlo, Lee?
—Se trata de en qué puedo ayudarlo yo a usted.
—Prosiga…
—Es sobre aquellos pilluelos.
—¿Qué pilluelos?
—Los pilluelos que según el inspector Beggs atracaron las oficinas de Mulvenna y Wright en Antrim en diciembre de 1980.
—Ha logrado toda mi atención.
—La RUC no pudo seguirles el rastro, pero tengo contactos que la RUC no posee.
—Me han dicho que estaban en Inglaterra.
—Bueno, no es así.
—¿Puedo hablar con ellos?
—No voy a decirle dónde se encuentran, Duffy. Yo no vendo a los amigos de mis amigos a la policía. Lo importante para usted es que no atracaron el despacho jurídico de Mulvenna y Wright. Yo mismo hablé con esos muchachos y no son idiotas. Sabían que no habría mucho dinero disponible en un sitio como aquel.
—¡Claro que no! —dije, y me di una palmada en la cabeza—. ¿Esta información es totalmente de fiar?
—Tiene mi palabra.
—De acuerdo.
—¿Entiende lo que le digo, Duffy?
—Sí. Gracias, Lee. Se lo agradezco. Le debo una.
—No me debe nada. Solo atrape a la persona que mató a Lizzie Fitzpatrick.
—Haré lo posible.
—Ah, y, naturalmente, jamás hemos tenido esta conversación.
—Entiendo.
Colgó. Saqué el tapón de la bañera y tiré el porro por el inodoro. Me afeité y me vestí con una camisa blanca, una corbata negra, pantalones negros de pana y una chaqueta negra.
Me puse la pistolera y comprobé que hubiera seis balas en mi calibre 38.
Salí. Todavía no había lluvia, pero estaba anunciada en el pronóstico meteorológico.
Les di los buenos días a la señora Campbell y a la señora Clawson. Examiné la parte inferior del BMW por si había bombas lapa de mercurio, no encontré ninguna y conduje por Coronation Road hasta llegar a Barn Road. Cogí Baran Road hasta North Road y luego avancé por el campo abierto de la Raw Brae Road, donde aceleré el BMW hasta superar las cien millas por hora.
Ovejas, vacas, colinas, altos setos de zarzamoras, bosques.
Me mantuve en las carreteras secundarias, donde había poco tráfico y podía ir rápido.
Llegué a Antrim en quince minutos, entrando por la carretera de un solo carril a través de Lenagh.
Aparqué el BMW en la comisaría para que estuviera seguro y pedí instrucciones para llegar al despacho jurídico de Mulvenna y Wright, que había cambiado su nombre por el de JJ Wright e Hijo, abogados.
Era una edificación con fachadas de cristal adyacente a la consulta de un dentista en la calle principal.
Una joven atractiva de labios muy rojos y melena negra me preguntó si tenía cita.
Le mostré mi credencial y le pregunté si el señor Wright estaba ocupado.
Respondió que creía que no pero que lo comprobaría.
Me hicieron pasar a su despacho un par de minutos más tarde y la recepcionista me preguntó si podía ofrecerme una taza de té. Respondí que sería perfecto, leche, una cucharada de azúcar.
—¿En qué puedo ayudarlo, inspector Duffy? —preguntó el señor Wright.
Tenía el pelo rojizo, milagrosamente carente de hebras grises a pesar de su edad, que rondaba los cincuenta y cinco. Era un hombre corpulento con la contextura de un pilar de primera línea, y sabiendo que muchos jugadores de rugby se habían convertido en abogados, probablemente era exactamente eso. Tenía un rostro rubicundo de tono granate, manos inmensas y un semblante peligroso.
Le conté quién era y que estaba investigando el caso de Lizzie Fitzpatrick.
Asintió con un gesto, sin decir nada.
—Su exsocio, James Mulvenna, ¿cuándo falleció? —le pregunté.
—En noviembre de 1980, aunque estaba confinado en su casa desde el verano anterior.
—Entiendo que tenía esclerosis múltiple.
—Así es.
—¿Qué edad tenía cuando murió?
—James tenía cincuenta y un años. Los médicos dijeron que había tenido suerte de superar los treinta. Me lo contó cuando nos asociamos, pero por Dios, les demostró que estaban equivocados.
—¿Después de su muerte usted se quedó con la mayoría de sus clientes?
—Con algunos, no todos. Otros prefirieron trabajar con otros abogados.
—¿Debido a que usted era protestante y el señor Mulvenna era católico?
—Tendrá que preguntárselo a ellos. No tengo idea.
—Cuando Lizzie Fitzpatrick le escribió solicitándole hacer prácticas en su despacho en el período navideño de 1980, ¿por qué la rechazó?
—¿Por qué habría de aceptarla?
—Porque había hecho prácticas en Navidad y en verano los dos años anteriores.
—Había hecho prácticas con James Mulvenna, no conmigo. Él conocía a su familia.
—¿Acaso Lizzie no hacía bien su trabajo?
—Era una excelente trabajadora en todos los aspectos.
—¿Y aun así usted no la aceptó?
—No tenía tiempo ni dinero para coger a una persona en prácticas esa Navidad. De hecho, no he vuelto a tener a alguien haciendo prácticas remuneradas desde entonces. La tarea de mentor le interesaba mucho más a James que a mí —explicó.
—¿No se debió a que Lizzie provenía de una prominente familia republicana y a que su hermana estaba casada con el tirabombas del IRA Dermot McCann?
—Eso no me habría hecho encariñarme con ella ni con su familia. Pero no era la razón por la que no la dejé trabajar aquí. Las prácticas deben ser remuneradas en Irlanda del Norte, inspector Duffy. El Colegio de Abogados estipula que hay que pagarles un salario equivalente al de un abogado junior. Para ser honesto, no estaba seguro de que la firma pudiera sobrevivir a la muerte de James. Él aportaba la mitad de nuestros clientes y se ocupaba de todas las actividades tribunalicias.
—¿Incluso con esclerosis múltiple?
Wright asintió lentamente y me miró como si yo fuera bobo.
—Oh, ya entiendo. Y apuesto que casi nunca perdía.
—Casi nunca —admitió Wright.
—De acuerdo, veamos si puedo cambiar de tercio un minuto… El atraco que tuvo lugar aquí el 23 de diciembre de 1980… ¿Tiene alguna idea de qué se llevaron?
—Sé exactamente qué se llevaron. Brenda y yo hicimos un inventario completo y llamamos a la policía de inmediato.
Abrí mi libreta.
—Según la división de robos de Antrim, se llevaron un cenicero, unos altavoces y la caja del dinero. ¿Cuánto había en la caja?
—Unas quince libras.
—¿Y el cenicero cuánto valía?
—No lo sé. ¿Una libra?
—¿Y los altavoces?
—¿Cinco?
—¿Cómo entraron?
Vaciló.
—¡Venga, dígamelo!
—Por la ventana del baño que está en la parte de atrás. Había tantas capas de pintura que nosotros… nunca pudimos cerrarla bien.
—¿De modo que ni siquiera tuvieron que romper la ventana?
—No. No lo hicieron. Les bastó con empujar la ventana y entrar por allí.
—¿No tienen la obligación de proteger los documentos de sus clientes?
—James no… La ventana llevaba años así… Una década…
Leí mis notas.
—Además de los robos, al parecer se produjeron actos de vandalismo en el despacho, ¿verdad?
—Bueno, supusimos que eran actos de vandalismo.
—¿De qué otra manera podría llamárselos?
—También podría llamárselos los actus reus de una acción delictuosa deliberada.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que los hicieron a propósito.
—¿Debo entender que se llevaron algo más de su oficina aquella noche? ¿Algo que no declaró a la policía?
—En el momento no pensamos que se hubieran llevado nada más —dijo con expresión furtiva.
—¿En el momento?
Asintió.
Y entonces supe que se trataba de eso.
Era esto. Mierda.
Este era el jodido caso.
Dejé de dibujar su cara en mi libreta y aparté el lápiz a un lado.
Miré al señor Wright y sonreí.
Él no me devolvió la sonrisa. Sus ojos eran negros, redondos y brillantes, tremendamente recelosos.
Tras él, en la calle principal de Antrim, vi pasar lentamente por la ventana, como una criatura del Jurásico, un Saracen verde, un vehículo blindado de transporte de personal.
—Pero luego, posteriormente, descubrieron que… —empecé a decir en su lugar.
—Habían roto y derribado el archivador, pero luego descubrimos que faltaba… eh… un archivo.
—¿Qué archivo?
—Una carpeta que contenía testamentos.
—¿Qué testamentos, señor Wright?
—Se habían llevado la carpeta que contenía los testamentos «M».
—¿Los testamentos de clientes cuyos apellidos empezaban con «M»?
—Sí.
—¿Cuándo lo descubrieron?
—En enero, después de las vacaciones de Navidad.
—¿Y no se les ocurrió comentárselo a la policía?
—Lo consideramos un asunto confidencial entre nuestros clientes y nosotros. No queríamos que se supiera. Y, para entonces, la policía ya había atrapado a los ladrones y los había puesto bajo custodia. Yo… eh… hice algunas discretas averiguaciones, pero los testamentos robados no aparecieron en la furgoneta de los atracadores. Tal vez esperaban que hubiera dinero allí o… No lo sé. Los ladrones de poca monta son tan analfabetos que probablemente los quemaran o algo así. En cualquier caso, eso fue lo que pensamos.
—¿Les dijeron a sus clientes que sus testamentos se habían perdido?
—¡Por supuesto! Llamamos a todos inmediatamente cuando descubrimos lo que había sucedido.
—¿Había copias de esos testamentos?
Wright adoptó una expresión avergonzada.
—Sí, pero las copias notariadas estaban en el mismo archivo.
—¿Guardaron las copias en el mismo lugar que los originales? —pregunté en tono de asombro.
—Me temo que sí. Hemos rectificado esa política desde entonces.
—¿De cuántos testamentos estamos hablando?
—Veintiún testamentos y cuatro codicilos.
—Si los testamentos desaparecieron y las copias desaparecieron, ¿cómo sabían cuáles les faltaban?
—Por las cuentas. Cruzamos datos con el registro contable. Por suerte, todos los testamentos se habían facturado. Y en el registro contable figuraban los honorarios que se habían abonado al abogado y el honorario del testigo oficial.
—¿Qué es un testigo oficial?
—Según el derecho consuetudinario de Irlanda del Norte, ni la persona que redacta el testamento ni el testigo pueden ser beneficiarios de ese testamento. Hace falta un abogado y un testigo para que el testamento sea legalmente vinculante.
—¿Y se abona un honorario tanto al abogado como al testigo?
—Sí.
—¿Quién es el testigo?
—Si tengo que redactar un testamento aquí, en mi despacho, por lo general me valgo de Brenda. Es notaría pública.
—De modo que cuando descubrieron que habían robado los veintiún testamentos y los cuatro codicilos, ¿qué hicieron? —pregunté.
—Llamamos a cada uno de los clientes, les explicamos la situación y les ofrecimos redactar un nuevo testamento gratis. Era lo menos que podíamos hacer para compensarlos —dijo con una voz que había recuperado un leve tono de satisfacción.
—¿Hubo alguien que no aceptara la oferta de hacer un nuevo testamento?
—Sí —dijo.
—¿Necesita un momento para mirar sus archivos?
—No. Recuerdo quién era. Hubo un solo cliente que no aceptó nuestra oferta.
—¿Quién?
—No estoy seguro de poder tomarme la libertad de…
—Estoy investigando un homicidio, señor Wright.
—Lo entiendo, pero también está la cuestión de la confidencialidad entre el abogado y su clien…
—¿Sí? Si él no le confió la redacción de ese testamento, entonces no tiene esa relación privilegiada. No se puede proteger algo negativo, ¿verdad? Lo más probable es que un juez lo viera como yo, y, por supuesto, cuando se enterara de este triste asunto, tendría que tomar en cuenta su falta de sinceridad al no haber informado de la desaparición de este archivo al Colegio de Abogados. ¿No? ¿Qué cree?
—No, yo…
—¿Quién no quiso que le hiciera otro testamento, señor Wright?
Suspiró.
—Harper McCullough.
Las puntas de los dedos se me pusieron frías.
—¿Por qué lo rechazó? —pregunté.
—Su padre había hecho el testamento pero había sufrido una apoplejía y no se esperaba que sobreviviera. No podía hacerlo pasar por el trance de redactar un testamento nuevo. Lo entendí completamente y le reembolsé el dinero que su padre había pagado por el servicio.
—¿Por casualidad sabe qué decía ese testamento, señor Wright?
—No, no lo sé. Pero si lo supiera, desde luego que no tendría ninguna obligación de contárselo a usted.
—¿Pero no lo sabe?
—No.
—¿Porque usted no redactó el testamento?
—Correcto.
¿Podía sentirlo él?
¿La electricidad?
¿Podía ver cómo me temblaban las manos? ¿El fuego en mis ojos?
—¿Puedo aventurarme a suponer, señor Wright, que el testamento fue redactado por su socio, James Mulvenna, y que la testigo oficial del testamento fue la difunta Lizzie Fitzpatrick? —dije lenta y deliberadamente.
—Creo que es correcto.
—¿Le molestaría comprobarlo en su registro contable?
Salió de la oficina y volvió con un ancho libro de contabilidad encuadernado en cuero negro.
—Aquí está. La tercera fila hacia abajo. Agosto de 1979. Honorarios de 130 libras para el señor Mulvenna y de 20 libras para la señorita Fitzpatrick.
Miré donde me indicaba. El testamento se había redactado el 4 de agosto de 1979, en la residencia de Tommy McCullough, en el número 2 de Loughshore Road, aldea de Ballykeel, condado de Antrim, a cargo de James Mulvenna, abogado, y con la presencia como testigo de Lizzie Fitzpatrick, empleada administrativa y notaría.
—Me gustaría sacar una fotocopia de este documento, si es posible —dije, tratando de que no se me quebrara la voz.
Era difícil meter el ancho libro de contabilidad en la Xerox, pero lo conseguimos.
Cogí la fotocopia y le agradecí al señor Wright el tiempo que me había dedicado.
—¿Eso es todo? —dijo.
—Eso es todo por ahora —respondí.
Corrí a toda velocidad hasta el Ayuntamiento de Antrim y encontré la oficina de Nacimientos y Defunciones.
Busqué los certificados de defunción de James Mulvenna y Tommy McCullough.
Mulvenna había muerto el 1 de noviembre de 1980 por «causas naturales, debidas a complicaciones relacionadas con esclerosis múltiple». Las notas del certificado mencionaban el ingreso en un hospital dieciséis días antes de su muerte. Según yo lo veía, casi con seguridad la muerte de James Mulvenna no había sido un homicidio.
El certificado de defunción de Tommy McCullough era igualmente inocuo. Había muerto en su casa el 8 de enero de 1981. Apenas trece días después del «accidente» de Lizzie. El fallecimiento de Tommy McCullough se atribuía oficialmente a una «bronconeumonía posterior a la apoplejía».
Fotocopié ambos certificados de defunción y me dirigí al hospital de Antrim. Exhibí mi credencial y pregunté si se encontraba presente el doctor Kent.
Sí estaba allí.
—502 —dijo la enfermera.
Subí los cinco pisos por la escalera.
Contuve el aliento.
Lo encontré en una deslucida oficina del quinto piso que tenía, como compensación, una buena vista de Antrim, el lago Neagh y la mayor parte del Ulster occidental.
—Inspector Duffy, ¿en qué puedo…? —comenzó a decir, y se detuvo cuando vio mi cara.
Le enseñé los certificados de defunción.
—Necesito que me consiga unos expedientes. Tengo que saber si hubo algo sospechoso en alguno de estos fallecimientos.
El doctor Kent leyó los certificados y negó con la cabeza.
—Los dos están firmados por el doctor Moran. Es un médico competente.
—Quiero que consiga los expedientes, doctor Kent.
—Los expedientes no le serán de mucha ayuda. Sin una autopsia será imposible…
—Estoy seguro de que hará todo lo que pueda, doctor. Lo espero aquí.
Regresó una hora más tarde.
Se había puesto una bata blanca y se había cepillado su desordenado cabello, probablemente para impresionar a las personas que gestionaban los archivos.
Me levanté de su silla y lo dejé sentarse.
—¿Y bien? —dije.
Negó con la cabeza.
—No hay nada concluyente.
—¿Qué averiguó?
—Creo que es correcto afirmar que James Mulvenna murió debido a una esclerosis múltiple avanzada y no a causa de ningún agente externo. Era su sexto ingreso en el hospital en tres años. Era un hombre muy enfermo.
—¿Y Tommy McCullough?
—Ese deceso es un poco más desconcertante. Sin duda, muchos pacientes que han sufrido una apoplejía mueren de bronconeumonía…
—Pero…
Comenzó a leer el expediente.
—El señor McCullough sufrió su primera apoplejía en 1974 y se había recuperado casi completamente. La segunda tuvo lugar el 1 de octubre de 1980. Lo ingresaron en la sala de urgencias del hospital de Antrim a las 11 de la mañana del 1 de octubre y cuatro días más tarde lo transfirieron al pabellón general. Finalmente le dieron el alta y lo dejaron al cuidado de su hijo el 30 de noviembre. Había perdido prácticamente toda la capacidad de habla y muchas de sus facultades motrices, lo que es habitual en los pacientes que han sufrido una apoplejía, pero cuando le dieron el alta podía sentarse sin dificultades, no necesitaba respirador artificial y podía ingerir alimentos sólidos.
—En otras palabras, ¿estaba fuera de peligro?
—Así parece… ¿Sigo?
—Por favor, hágalo.
—Fue sometido a una terapia física regular y atención a domicilio para pacientes externos, incluyendo una visita que tuvo lugar el 7 de enero de 1981, justo un día antes de su muerte —dijo el doctor Kent, y me miró con gesto enfático.
—¿Eso es significativo?
—Oh, sí. Oh, sí, desde luego. Muy significativo. La enfermera era Aileen Laverty. La conozco un poco. Muy competente. Según el expediente del señor McCullough, la enfermera Laverty le tomó una muestra de sangre durante la visita del 7 de enero. Hicieron un análisis de sangre que no dio señales de neumonía.
—¿Sería posible que hubiera desarrollado una clase fatal de neumonía en las veinticuatro horas posteriores al análisis de sangre?
—Completamente posible.
—¿Pero improbable?
—Preferiría decir que no es muy probable.
—¿Cree que podríamos hablar con la enfermera Laverty? —pregunté.
—Veré si está de guardia. Tal vez no sea uno de sus días.
Hizo llamar a Laverty y cuando ella subió al quinto piso vi que se trataba de una enfermera jefe de unos cuarenta años, delgada, de pelo oscuro, seria.
Le conté quién era yo, le mostré el expediente y sí, recordaba a Tommy McCullough.
—¿En serio? Debe de haber tenido cientos de pacientes desde entonces —le dije, con el escepticismo de un abogado del diablo.
—De todas maneras lo recuerdo —respondió con un atractivo acento del oeste de Cork—. Le había hecho varias visitas como paciente externo. Estaba mejorando mucho. Su muerte me sorprendió.
—¿Le pareció sospechosa? —pregunté.
—No. Sospechosa no, pero sorprendente. Se lo veía muy animado, y cuando me fui dijo «adiós», que era la primera palabra que yo le había oído decir.
—¿Y en la muestra de sangre no encontraron neumonía?
—Para ser honesta, ni siquiera iba a hacerle esa prueba. Por lo general, cuando se sospecha la presencia de neumonía en un paciente, se le toma una muestra de saliva. Pero el señor McCullough no tosía ni tenía dificultades para respirar. Solo le hice la prueba como precaución adicional. A veces se hace con los pacientes ancianos. Los que tienen entre sesenta y noventa años.
—¿Y si tienen más de noventa?
La enfermera Laverty miró al doctor Kent. Él carraspeó pero no dijo nada. De todas maneras, me di cuenta de adónde apuntaban. Si tenían más de noventa, dejaban que la neumonía se los llevara.
—¿De modo que mandó a analizar la prueba de sangre y obtuvo un resultado negativo y luego él murió? —pregunté.
—No. Los resultados tardan una semana en volver de Belfast. Para entonces él ya estaba muerto y enterrado.
—¿Y cuando le llegaron los análisis, comentó sus sospechas con alguien? —pregunté.
—No tenía ninguna sospecha. El recuento de glóbulos blancos era bajo. No había evidencias de neumonía pero el análisis no es infalible. Y se trataba de un anciano que había sufrido una apoplejía. La neumonía puede producirse de manera muy repentina, y en este caso debe de haber ocurrido eso.
Le hice unas preguntas sobre Harper McCullough, su comportamiento, su conducta, pero ella no había visto nada más que cosas buenas.
La excusé y dejé que regresara a cumplir su turno.
—¿Cuántos pacientes de edad avanzada mueren de bronconeumonía en este hospital, doctor Kent?
—No lo sé. Bastantes, supongo.
—¿Diría que la mayoría de los pacientes ancianos mueren de neumonía?
—Sí.
—Entonces, si el doctor Moran encontrara a un paciente que había sufrido una apoplejía, muerto en su casa, en la cama, probablemente habría puesto bronconeumonía en el certificado de defunción, como una especie de término amplio que podría aplicarse a varios casos, en especial si el consternado hijo de ese paciente no autorizaba una autopsia, ¿verdad?
—Podría haber puesto bronconeumonía o paro cardíaco o directamente muerte por causas naturales, algo así —admitió el doctor Kent.
—Si al señor McCullough lo hubieran asfixiado, ¿eso habría sido evidente?
—¿Asesinado deliberadamente? —dijo, desconcertado.
—Sí, con una almohada, una manta o una bolsa de plástico en la cabeza. Algo así.
—Probablemente una bolsa de plástico habría dejado marcas de ligaduras, pero una almohada… sí, sería fácil confundir la asfixia con una muerte por bronconeumonía. Por supuesto que con una autopsia se habría sabido la verdad.
Se hacía tarde y el sol partía el cielo entre el lago Neagh y las montañas Bluestack de Donegal.
—¿Cree que se ha producido un homicidio, Duffy? ¿De qué va todo esto? —me preguntó el doctor Kent.
—Se lo diré. Se trata de tres muertes en tres meses, dos de las cuales son bastante sospechosas.
—¿Qué tres muertes?
—James Mulvenna, Lizzie Fitzpatrick y Tommy McCullough.
—¿Pero cuál es la relación?
—Eso es lo que voy a averiguar, doctor —dije.
—¡Sabía que tenía razón! Puedo ayudarlo —exclamó.
—No. Este es un asunto de la policía. No hay pruebas de que haya habido delito. Y usted no dirá ni hará nada. Si lo necesito, lo llamaré.
Asintió.
—Debo irme —dije—. Gracias, doctor. Me ha sido de gran ayuda.
Bajé a la recepción, llamé al servicio de información y obtuve la dirección del doctor Moran. Otra pregunta me permitió conseguir el número telefónico del club de rugby de Antrim. Dos llamadas más me sirvieron para localizar al presidente del club, Andrew Platt, que casualmente se encontraba en la sede en ese momento.
Le pregunté si podía esperarme alrededor de una hora. Respondió que sin ningún problema.
Salí, constaté que no hubiera bombas debajo del BMW y conduje hasta la residencia del doctor Moran, alcanzando 130 kilómetros por hora en una zona de 50. Una casa neotudor de cuatro dormitorios en un callejón sin salida. Moran: un hombre casado, tres hijos, todos ellos de menos de cinco años. Pelo gris, delgado, jovial. Mucho menos jovial cuando le planteé la posibilidad de que Tommy McCullough hubiera sido asesinado. No, no recordaba los detalles del caso. Le enseñé el expediente. ¿Había evidencias de neumonía? No exactamente. ¿No exactamente? Bueno, ¿de qué otra manera podía explicarse el repentino fallecimiento de aquel pobre hombre? ¿De qué otra manera? Lea el News of the World cualquier domingo.
Conduje hasta el club de rugby.
Me encontré con Andrew Platt en el bar del club, un sitio largo y elegante revestido de roble con corbatas con el escudo de la institución, trofeos y camisetas de giras de partidos de rugby. Platt era un personaje salido de la tira cómica del coronel Blimp. Bigote húngaro, rostro regordete, calva reluciente, americana negra, pantalones demasiado altos y demasiado ceñidos. Tenía unos sesenta años, lo que lo pintaba de cuerpo entero como veterano de la Segunda Guerra Mundial.
Me estrechó la mano y me ofreció un trago.
—Lo que usted tome —dije, y el barman nos preparó dos gin-tonics dobles.
Le agradecí la bebida al camarero y le dije que se largara mientras le hacía unas preguntas a Platt.
Cuando se marchó, pasé directamente a la cena del club de la Navidad de 1980: ¿a qué hora había llegado Harper McCullough, a qué hora se había marchado?
Platt no tenía la menor idea, pero creía que guardaba una vieja agenda en su oficina.
—Bien, vamos a buscarla, llevaremos los tragos —sugerí.
La oficina de Platt estaba ordenada y bien conservada. Un par de plantas, un escritorio vacío. Era evidente que se trataba de un militar.
—¿La cena de Navidad de 1980, dice?
—En efecto.
Abrió un archivador de metal y comenzó a rebuscar en su interior.
Noté que hasta sus zapatos estaban lustrados y relucientes.
—¿Por casualidad estuvo usted en la guerra, señor Platt? —le pregunté, para satisfacer mi propia curiosidad.
—Efectivamente, muchacho. En la Fuerza Aérea. Dumfries.
—¿Spitfires?
—Hurricanes.
—¿Derribó algo?
—Un Junker-88 y compartí el derribo de un 111.
—No está nada mal.
—No, la verdad —dijo, sonriendo de oreja a oreja.
Me pasó un expediente que contenía recortes de prensa, fotografías y el programa de la cena de Navidad de 1980. Había un montón de premios y presentaciones. No logré sacar nada en limpio de esa información.
—Harper McCullough recibió un premio y pronunció un discurso osa noche, ¿verdad?
—Oh, sí. Un discurso en nombre de su padre. Era el premio del Presidente.
—¿Y a qué hora se le habría otorgado el premio?
—Debió de ser la penúltima presentación, alrededor de las diez.
—¿Y cuánto tiempo duró el discurso de Harper, si lo recuerda?
—Dos minutos, nada más. Nos gusta que los discursos sean breves —dijo Platt mientras se sentaba en el borde de su escritorio y bebía lo que quedaba de su gin-tonic.
—Por casualidad no recuerda haber visto a Harper después de que terminara su discurso, ¿o sí? —dije, mientras volvía a sentir que un escalofrío me recorría la columna vertebral.
Casi pude predecir la respuesta, palabra por palabra.
—¿Harper? Dio un discurso muy elegante. Muy elegante. Una vez terminó, se excusó para ir al baño de caballeros. ¿Que si lo vi después? Mmm, no lo sé. No había razones para que se quedara allí hasta el final…
En otras palabras, no se sabía nada de los movimientos de Harper a partir de las 10:15. Él había declarado que se había quedado hasta las 11:30, ¿pero habría algún testigo que pudiera respaldar esa historia?
—¿Habló con la policía antes sobre esta cena?
—No.
—¿Alguna vez habló con el inspector Beggs?
—No, no lo creo.
A Beggs se le había pasado por alto. ¡A Beggs se le había pasado por alto, maldita sea! Había creído la palabra de Harper y había supuesto que habría una docena de testigos en la cena que habrían respaldado su coartada.
—¿Conocía usted bien al padre? ¿A Tommy McCullough?
—Tan bien como cualquiera. Tommy adoraba el club de rugby.
—Trabajaba en la construcción, ¿verdad?
—Era dueño de una empresa constructora. Se dice que esa empresa construyó la mitad de la ciudad de Antrim.
—Lo he oído. ¿Cómo diría que era la relación entre padre e hijo?
—Buena.
—¿Está totalmente seguro?
Platt abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Venga, por favor, señor Platt —lo conminé.
—No me gusta hablar mal de los muertos…
—¿Harper no le caía bien?
—No era que no le cayera bien… Bueno, es más bien que jamás…
—Por favor, señor, soy un inspector de homicidios a cargo de lo que podría ser la investigación de un asesinato.
—Bueno, en una ocasión… Puede que no sea nada… Una vez oí que se refería a Harper como «el pequeño bastardo de Carol».
—¿Creía que Harper no era hijo suyo?
—Tenían temperamentos distintos y no hay duda de que no se parecían en nada.
—¿Hacía esa clase de comentarios con frecuencia?
—¡Por Dios, no! Una vez. Solo en esa ocasión. ¡Había bebido!
—Fue un bonito gesto por parte de Harper aceptar el premio en nombre de su padre. ¿Había hecho algo así antes?
—No… Pero su padre acababa de sufrir una apoplejía.
—¿Habrá alguna fotografía de Tommy aquí, en el club? Harper no tenía ninguna en su casa cuando estuve allí.
—¡Por supuesto!
Me hizo salir al pasillo, donde me enseñó varias fotos de Tommy cumpliendo diferentes funciones en el club y un par en las que estaba jugando en el primer equipo de rugby quince de Antrim. Era un segunda línea de gran tamaño, robusto y fornido, de pelo rubio, muslos y hombros inmensos. Harper era alto como su padre, pero delgado y de pelo oscuro.
—¿Harper jamás jugó?
—Jamás. Y su padre no lo obligó, lo que era correcto. Puedes forzar a alguien a que juegue al fútbol o al críquet, pero con el rugby, si no te esfuerzas, vas a terminar lastimado.
Estudié la fotografía un rato.
—Señor Platt, ¿alguna vez comentó Tommy que dejaría dinero al club de rugby en su testamento?
—Los caballeros no discuten esa clase de cosas. ¡Jamás se lo habría preguntado! —respondió Platt, ofendido.
—Desde luego que no.
Seguimos mirando la fotografía uno o dos instantes.
—Aunque… —añadió Platt en voz baja.
—¿Sí?
—Bueno, sí me comentó alguna vez que su residencia pasaría a manos de la Real Sociedad Protectora de Aves. Quería que fuera algo así como un observatorio de aves. Él adoraba los pájaros.
—Eso me han dicho. ¿Y el club recibió algo de dinero después de su muerte?
—No. Ni un penique. Todo fue a parar al muchacho, a quien, como ya he explicado, el rugby no le interesaba. Para nada.
—Qué pena que muriera intestado, ¿verdad?
—Sí, pero un hombre nunca sabe cuándo le tocará. Incluso en la guerra, en realidad no piensas en eso. Podían decirte: «vale, chicos, esta es una misión arriesgada y solo uno de cada diez va a regresar». Entonces tú pensarías, oh, pobres cabrones, no volveré a verlos.
Le agradecí al señor Platt el tiempo que me había dedicado y le pregunté dónde podía hacer una llamada telefónica.
Me explicó que había un teléfono público junto a la pista de squash.
Busqué algunas monedas en mi bolsillo y llamé a la casa de McCrabban, en Ballymena.
Le comenté mi hipótesis. Le gustó. Pensaba que era perfectamente posible.
—Hay una expresión en irlandés, Crabbie. Ólann an cat cluin bainne leis.
—¿Qué significa?
—El gato callado también se come la nata.
—Sé a qué te refieres.
Dejé el tema en ese punto. No se me ocurrió decir que le iba a echar el guante a un criminal. Ambos sabíamos que las pruebas eran circunstanciales.
Este no era su caso. Ni siquiera era mi caso. Este pertenecía a Mary Fitzpatrick.
Le dije a McCrabban que lo vería la semana siguiente y le pedí que le presentara mis respetos a su esposa. Corté la comunicación y salí hacia donde aguardaba mi BMW. El cielo estaba oscuro. Una lustrosa línea de nubes de tormenta se elevaba por encima de las montañas Mourne y el sol finalmente se había puesto sobre el Atlántico. Sentí los primeros escupitajos de lluvia, miré debajo del BMW por si había algún artefacto explosivo y, al no encontrar ninguno, subí.
Me pregunté si había sido todo idea de Lizzie.
Tras morir Mulvenna de esclerosis múltiple, ella debió de darse cuenta de que se había convertido en la única testigo del rencoroso testamento de Tommy McCullough. Lo único que tenían que hacer era librarse del testamento y eso sería todo. Se casaría con Harper, heredarían el patrimonio y serían felices y comerían perdices.
Pero, en ese caso, ¿por qué él iba a matarla?
¿Y cómo la mató?
Una docena de gotas de lluvia cayeron sobre el techo y después un montón y entonces los cielos se abrieron.
—Mierda —dije. No tenía sentido seguir postergándolo.
Conduje hasta la aldea de Ballykeel, aparqué delante del Henry Joy McCracken y saqué mi kit de ganzúas de la guantera.
Caminé hasta la puerta delantera.
Ya conocía la cerradura, por lo que, dos minutos después, estaba dentro del pub.
Encendí las luces, cogí una silla vuelta hacia arriba sobre la mesa y me senté.
Hojeé por centésima vez mi libreta.
Siempre lo mismo con este caso: uno, dos, tres… cinco, seis.
Miré la barra y la puerta delantera y la trasera.
¿Cómo lo hizo?
¿Cómo?
¿Cómo lo…?
Un segundo.
Dos.
Tres.
Y así de simple.
Lo supe.
Lo supe todo.