8: Primer día de escuela
El hombre del espejo: un facsímil de mí pero limpio, afeitado y con una camisa blanca que me quedaba mal, una corbata roja y una chaqueta de cuero. Me quedaba mal porque había perdido mucho peso en los últimos seis meses. Probablemente diez kilos, gracias a una dieta de marihuana, cigarrillos, vodka, refresco de lima y poco más. Bajé las escaleras y salí rápidamente al porche. La primavera ya había llegado en forma de narcisos, campanillas y una calle reluciente después del aguacero. Los chicos McDowell patearon una pelota de fútbol en mi dirección. Se la devolví, pateándola con vacilación.
—¿Se dirige a una entrevista de trabajo? —me preguntó solícitamente la señora Campbell desde el porche de la señora McDowell, donde estaba disfrutando de un cigarrillo.
Gracias al cotilla de Sammy McGuinn, en Coronation Road todos sabían que había renunciado a la policía.
—¡No, no, no! ¡Seguramente está otra vez en la policía! ¡Esos asquerosos se dieron cuenta de lo equivocados que estaban y lo han reincorporado, a que sí! —dijo la señora McDowell.
—¿Es así? —preguntó la señora Campbell, mientras me miraba en busca de una confirmación.
—¡Sí! —insistió entre caladas la señora McDowell, mientras acunaba a un bebé en el pecho. ¿Cuál sería? ¿Su hijo número diez?
—¿Es verdad que se ha reincorporado, señor Duffy? —preguntó la señora Campbell.
—Bueno, yo…
—¡Ahora es un agente especial! Un inspector, nada menos —gritó la señora McDowell para que se enterara todo el mundo. Desde luego, eso era lo que decía mi flamante credencial, que me habían mandado por correo la semana anterior: Inspector Sean Duffy, Special Branch de la RUC, asignado a la RUC de Carrickfergus. No tenía idea de cómo se habría enterado Karen McDowell, pero era cierto que su marido trabajaba como cartero para Correos…
La cara de la señora Campbell se iluminó de emoción.
—¡Oh, felicitaciones, señor Duffy! Estoy muy feliz. Tenía la sensación de que aquel… eh… malentendido con sus superiores no tardaría en resolverse —dijo.
—Gracias —respondí, y me aclaré la garganta—. Bueno, no quisiera llegar tarde. Es el primer día de mi reincorporación y todo eso.
—¡Espere! —me ordenó la señora Campbell, y entró corriendo en su casa.
Volvió con un peine.
—Inclínese por encima de esa verja, cariño.
—Eso no es necesario, yo…
—¡Inclínese por encima de la verja!
Me incliné por encima de la verja y ella me peinó para deshacerme los remolinos del pelo.
—Gracias —dije avergonzado, y luego caminé hasta mi ligeramente destartalado BMWE30 de 1982. Miré debajo del vehículo.
—¿Alguna bomba hoy, señor? —dijo uno de los críos McDowell.
—Hoy no.
—Ah —respondió con un ligero desagrado.
Me subí, sintonicé la radio en Downtown y conduje hasta la comisaría de Carrickfergus. El guardia inspeccionó mi credencial y con un receloso movimiento de cabeza me dejó pasar.
Aparqué en la pequeña sección del CID, caminé cerca de los baches llenos de agua de lluvia y diésel, y entré.
Tras el mostrador de recepción había un poli gordo con un bigote plateado y piel del color de la grasa de cerdo. El sargento anterior acostumbraba a hacer los crucigramas de People’s Friend y le resultaban muy difíciles. Este tipo estaba por la mitad de Middlemarch.
—Inspector Duffy presentándose para el servicio —anuncié.
—Sí, lo están esperando —murmuró sin levantar la mirada.
Cuando llegué a la primera planta, vi que se habían producido cambios incluso más grandes desde mi última visita. Habían derribado la mayoría de las paredes de los despachos y habían rellenado el espacio con cubículos. El Departamento de Investigación Criminal ya no se encontraba en su excelente ubicación anterior, junto a las ventanas que daban al lago, sino que lo habían trasladado al anexo construido con bloques de hormigón que estaba al final del edificio. Unos ordenadores Apple habían reemplazado a las máquinas de escribir en la mayoría de los escritorios y habían quitado las mortecinas bombillas que seguramente llevaban proyectando su luz amarillenta desde los años treinta para sustituirlas por tubos fluorescentes.
Todos los cómodos muebles de madera habían desaparecido y en su lugar había mesas y sillas de plástico. Muchos de los policías eran nuevos, jóvenes, tipos raros de aspecto lozano que fingían trabajar en los ordenadores. Tal vez algunos sí estaban trabajando de verdad, pero no conseguía imaginar en qué. Un par de ellos levantaron la mirada cuando aparecí por la escalera pero luego volvieron a bajarla después de comprobar que yo no era nadie importante.
A través de un sistema de sonido cuadrafónico sonaban versiones de hilo musical con toques de jazz del repertorio americano. Supongo que el propósito era proporcionar una atmósfera de calma, pero no era difícil imaginar un día en que alguien perdería los estribos ante la quincuagésima repetición de «Mack the Knife» y arrancaría los altavoces de las paredes a tiros.
Estaba desesperado por volver a ver a mis viejos colegas del CID, pero sabía que la primera orden del día consistía en presentarme ante el comisario Carter. Él había ocupado los despachos junto a la ventana y había convertido el antiguo depósito de pruebas en su nuevo dominio.
Golpeé una puerta de vidrio esmerilado con un marco negro de caoba.
—Duffy, ¿es usted? —dijo con una impresionante demostración de poderes psíquicos.
—Sí, señor.
—¡No se quede ahí parado como un condenado idiota, pase!
Estaba sentado detrás de un inmenso escritorio también fabricado con un material similar a la caoba. Llevaba su uniforme de comisario jefe y se había dejado unas patillas largas que le daban un aire a Gilbert y Sullivan.
—Inspector Duffy presentándose para el servicio, señor —dije, haciendo el saludo reglamentario.
—No se saluda cuando uno está de paisano, Duffy. Siéntese.
Me ubiqué al otro lado del escritorio, que estaba vacío salvo por una solitaria carpeta con mi nombre en la portada. Detrás de Carter se veía una bandera británica y una fotografía de la reina montando a caballo. También había un retrato de familia, un poco más pequeño, en el que aparecía el jefe Carter, la señora Carter y dos truculentos jovenzuelos.
—Permítame que le lea algo interesante, Duffy —dijo Carter.
—No será mi horóscopo, ¿verdad, señor? No creo en esas cosas —dije.
Dejó el expediente sobre la mesa y me apuntó con el dedo.
—Esa es la clase de actitud que provocó que lo despidieran la otra vez, Duffy Ahora cállese y escuche.
Se aclaró la garganta y empezó a leer. Consistía en los puntos débiles de mi expediente de personal y no presté atención a la mayoría de su discurso.
—… Pensé que ya no lo veríamos más, Duffy. Todos por aquí decían que era una manzana podrida. De buena nos libramos, pensé. Y el domingo estaba en mi casa, en mi propia casa, fíjese, y recibo una llamada telefónica en la que me dicen que tengo que disponer un espacio para un tal inspector Sean Duffy de la Special Branch. No puede ser el mismo Duffy del que tanto me han hablado, me dije para mis adentros, pero luego, para mi asombro, me enteré de que sí. ¿Cómo puede ser que lo echaran a patadas de la policía por una gran cantidad de delitos y contravenciones, la última de las cuales fue atropellar a un pobre tipo, y sin embargo esté aquí? ¡Parece magia! ¡En la Special Branch! ¡Con el grado de inspector!
—Bueno…
—¿Cómo lo ha logrado, Duffy? ¿Les escribió a los del programa Jim’ll Fix It? ¿El jefe de la Policía es su papá? ¿Acaso tiene un parentesco de sangre con la realeza europea?
—No que yo sepa, señor.
—¿En qué está trabajando, Duffy? ¿Y por qué ha regresado justo aquí? ¿A mi parroquia?
Lo miré fríamente a los ojos y me enorgullecí de ser lo bastante maduro como para evitar la descortesía de una sonrisita de suficiencia.
—No estoy autorizado para decírselo, señor —respondí sin inflexión alguna.
Se le puso la cara roja. Dejó la hoja de papel. Un vaso sanguíneo palpitó a la izquierda de su cuello.
—De modo que así son las cosas, ¿verdad?
—Sí, señor, son así.
—No me gusta, Duffy. No me gusta para nada.
—Lo lamento, señor, pero las cosas son así… Me habían dicho que tengo un despacho asignado por aquí cerca, ¿es cierto?
—Sí, atrás, en el CID, junto a los baños —dijo satisfecho.
—De acuerdo. Bien, que tenga un buen día, señor…
Se puso de pie de un salto, dio la vuelta al escritorio y me agarró del brazo.
—¿Para quién trabaja, Duffy? —preguntó.
—No se lo puedo decir, señor.
—¿De qué va todo esto? ¿Tiene que ver conmigo? ¿Es algo que yo he hecho o que supuestamente he hecho?
Suspiré.
—¿Es todo, señor?
Sus mejillas habían adquirido un bonito matiz remolacha, y para asegurarme de causarle un accidente cerebrovascular, le hice otro saludo reglamentario, giré sobre mis talones y salí de su despacho.
Una versión de trío de jazz de «The Last Train to Clarksville» me acompañó a través de la oficina hacia la escuálida sección del CID en la parte trasera del edificio.
Matty y McCrabban estaban apretados en una salita de paredes desnudas hechas con bloques de hormigón que daba al aparcamiento y a las vías del ferrocarril. La actitud de los policías ordinarios hacia el CID siempre me había sorprendido. ¿Por qué tanto desprecio? Eran los inspectores los que realmente terminaban resolviendo los delitos. Es decir, ¿alguien sabía qué hacían los policías comunes? Yo había sido policía común el último año y seguía sin saberlo.
Abrí la puerta y entré en la madriguera del CID.
—¿Hay sitio para uno más? —pregunté.
La alegría de los muchachos era genuina.
Apretones de mano, palmadas en la espalda. Para tranquilizar a McCrabban, dije:
—Escucha, colega. Ahora soy de la Special Branch. Soy un inspector con una misión especial. No vengo a inmiscuirme. Este sigue siendo tu territorio.
McCrabban se sintió aliviado pero trató de que no se notara. Era alto, casi encorvado, y había engordado un poco desde la última vez que lo había visto, pero su piel pálida seguía siendo igual de pálida y no había rastros de gris en su pelo.
—Estoy a cargo solo temporalmente, Sean. Se supone que en el verano traerán a otro inspector.
—Siempre dicen lo mismo. Si te mantienes firme, probablemente te den el puesto a ti.
Matty se había cortado el seto que llevaba como cabellera y había un poco más de color en sus mejillas. Su nariz picuda y sus dientes prominentes destacaban menos en su rostro todavía juvenil. Seguía sin parecer policía, pero eso estaba bien porque en realidad jamás había querido parecerlo.
—Es genial que estés de regreso, Sean, en calidad de lo que sea —dijo.
—Me enteré de que te metieron en alguna trinchera de South Armagh —añadió Crabbie.
—Sí. Hicieron todo lo que pudieron para matarme, creo. Pero sobreviví, a pesar de esos cabrones.
—Tienes nueve vidas, Sean —dijo Matty.
—¿Quién quiere escaparse al pub? Yo invito.
—Carter nos tiene con las riendas bastante cortas —dijo Matty.
—Venga. ¿Qué es lo peor que podría ocurrir?
—Seguramente tú lo sabes —respondió Crabbie.
Nos retiramos al Royal Oak, que estaba en el edificio contiguo, donde los muchachos me resumieron un año de cotilleos de oficina y yo les dije directamente que estaba buscando a Dermot McCann y que en algún momento podría necesitar su ayuda.
—Tenéis que guardar el secreto. Es una operación de la Special Branch y estos dementes son totalmente paranoicos —agregué.
Ninguno diría una palabra al respecto y yo lo sabía.
Hicimos una rápida ronda de tragos y nos cruzamos con mi antiguo jefe, el inspector jefe Brennan (retirado), que se había enterado de mi regreso y había venido a saludarme. Siempre había exudado un trágico aire polaco, pero ahora estaba viejo y desarreglado y su nariz era un mapa de líneas de metro dibujado con vasos capilares. Y, lo peor de todo, estaba borracho. Borracho a la 1:30 del mediodía. Insistió en invitarnos a todos a un Johnnie Walker doble y contó unas cuantas anécdotas inapropiadas sobre mí y mi insolencia en los «viejos malos tiempos». Por fin miró su reloj y murmuró algo sobre un partido de golf.
—Allí va el fantasma de la navidad futura —dijo Matty.
Homicidio, suicidio o cirrosis. Esas eran tres de las maneras más populares de salir de la RUC. Los muchachos habían quedado deprimidos y los acompañé de regreso a la comisaría, donde me agencié un escritorio, una silla, una lámpara, un teléfono y un flamante y reluciente ordenador Apple Macintosh.
Satisfecho con mi trabajo del día, conduje de vuelta a mi casa.
—¿Cómo ha sido el primer día, señor Duffy? Me enteré de que el comisario Carter es un poco difícil —preguntó la señora Campbell.
—Bueno, sin duda él es…
Ella bajó el volumen de voz hasta llegar a un susurro.
—La señora Rattigan dice que su esposa lo dejó por un tipo fino del otro lado del agua. Dejó a los críos también. Son varones, creo.
—Sí, al parecer él pasó por un par de situaciones difíciles y…
—Hablo de la segunda esposa, desde luego. La primera murió en un accidente. Él era el que conducía. Al parecer iba borrachísimo, aunque eso es solo lo que oí por ahí.
—¿Qué? ¿Carter mató a su mujer en un accidente…?
—Bueno, no lo entretengo, señor Duffy, su teléfono lleva sonando una y otra vez desde hace una hora. Alguien lo busca.
Entré, me preparé una taza de té y puse algo de Delibes para calmarme los nervios.
Atendí el teléfono a la cuarta llamada.
—¿Cómo ha ido el primer día de vuelta en el trabajo?
—Ha ido bien, Kate —le dije.
—¿Ha hecho algún avance en la búsqueda de nuestro amigo?
—No… exactamente. Este día fue más bien para instalarme.
—Ya veo.
—¿Algo de vuestro lado?
—Nada. No llama a su casa ni manda cartas y no hay rastro de él en ninguna parte. Francamente he de admitir que algunos de nosotros estamos poniéndonos nerviosos.
—Está esperando el momento oportuno. Cuando muestre sus cartas, va a ser algo grande. Dermot sabe de historia. Recuerdo que una vez me dijo que la bomba en el hotel King David fue lo que expulsó a los británicos de Palestina.
—Cierto. Pero fue Gandhi quien nos sacó de la India un año antes.
—Dermot no es Gandhi —dije.
—Claro que no. Entonces, ¿cuál es su plan de ataque?
—Nada especial. Empezaré a entrevistar gente.
—¿Cuándo? —me presionó.
—Va a estar encima de mí, ¿verdad?
—Porque hay gente que está encima de mí. Todos tenemos jefes.
—¿Qué te parece mañana? Iré a Derry a ver a su madre, y la casa de sus hermanas y su tío no está a un millón de kilómetros de allí. No van a decirme nada, pero lo único que puedo hacer es preguntar.
—¿Derry? —preguntó.
—Sí.
—¿Quiere que lo acompañe? Yo estoy en Rathlin. Eso tampoco está a un millón de kilómetros de distancia.
—¿Vives en la isla de Rathlin?
—Tengo una casa allí. Pertenece desde hace mucho tiempo a la familia y es mejor que dormir en la central, sin duda.
—¿No tienes nada mejor que hacer que acompañarme en una búsqueda inútil?
—En realidad no.
—La madre de Dermot vive en una zona conflictiva. La urbanización Ardbo. Esto va a sonarte dramático, pero no puedo garantizar tu seguridad, Kate.
—Sé cuidarme.
Reflexioné un momento. Siempre era útil ir con alguien que pudiera captar cosas que a uno se le escaparan. Si el acompañante era una mujer, era incluso más útil.
—De acuerdo. Nos encontraremos en el aparcamiento del ferry de Ballycastle a las nueve. ¿Te da tiempo a llegar?
—Sí.
—Hasta entonces.
Cené una tostada con alubias y vi las noticias en la televisión.
Las cosas estaban tranquilas. Un par de ataques a comisarías. Unas pocas bombas incendiarias dejadas en tiendas de Ballymena. Parecía que los chicos libios todavía estaban aguardando el momento de hacer sentir su presencia y yo sabía que no esperarían eternamente.