30: Conmoción en Brighton
Tanto Martin como Dermot estaban inmóviles. La sangre dibujaba en el suelo de corcho senderos serpenteantes que se originaban en el hueco que una bala había abierto en el rostro de Dermot.
¿Y yo?
Yo estaba ileso. No había recibido ningún balazo. Ni siquiera un rasguño. Conmocionado. Pero intacto.
Me arrodillé junto a Dermot McCann.
Morrigan de los cuervos, hija de Emmas, diosa de la guerra, recibe a tu fiel hijo.
Busqué en el bolsillo de sus pantalones, encontré un llavero con las llaves del coche y la de las esposas. Me las quité, fui hasta el fregadero, abrí el grifo y vertí agua en una taza.
Abrí la ventana, bebí y cogí un largo aliento.
La habitación se disolvió momentáneamente. Alcancé a oler el agua bajo el muelle de Brighton, me llegaron las voces desde el paseo marítimo y tal vez, solo tal vez, pude sentir las olas de dolor que se filtraban en el presente desde el futuro…
Volví la mirada hacia la sala. Vi que Dermot respiraba.
Se formaron burbujas de sangre en su lengua.
El pecho se le movió un centímetro.
Tal vez podría salvarse y quedar comatoso en algún deprimente pabellón hospitalario durante los próximos cinco años.
No se merecía algo así.
A su madre tampoco le gustaría, y su estricto catolicismo jamás le dejaría autorizarlos a desenchufarlo.
Mejor que muriera como un mártir.
Mejor para ambos.
Me acerqué a Martin y le quité la nueve milímetros de la mano.
Caminé hasta Dermot y le puse la pistola junto al corazón.
—Codladh samh —dije, y apreté el gatillo.
Solté el arma y salí corriendo hacia el Toyota.
Conduje hasta la cabina telefónica del desguace. Busqué cambio en los bolsillos y encontré dos monedas de cincuenta peniques.
Puse una de ellas cuando oí los pitidos y marqué el número temporal de Kate. El teléfono sonó y sonó, pero no hubo respuesta. Colgué antes de que el contestador automático se activara y se tragara mi dinero.
Llamé a Tom, que estaba en Brighton.
—¿Sí? —dijo con voz somnolienta.
—Encontré a Dermot. Han colocado una bomba en el Grand Hotel. Van a asesinar a Thatcher.
Eso llamó su jodida atención.
—¡Qué!
—Thatcher es el blanco. El Grand Hotel. Hay una bomba en la habitación del sexto piso. El sexto piso. ¿Lo has entendido?
—¿Estás seguro de esto, Duffy? ¡Tendré que despertar a la primera ministra!
—¡Despiértala! ¡Despierta a toda la ciudad! Es una bomba con temporizador. Va a estallar a las cuatro de la mañana.
Hubo una pausa mientras Tom procesaba la información con una cautela típica del MI5.
—Esto no puede ser cierto, Duffy —dijo tras un momento.
—Sí lo es. Es lo que Dermot me ha dicho.
—Debe de ser otro objetivo. Los de Scotland Yard revisaron cuidadosamente el hotel entero antes de permitir que los miembros del gabinete se alojaran allí. Fueron habitación tras habitación con perros rastreadores. De arriba abajo. Y cuando terminaron, el equipo de seguridad de la primera ministra revisó su suite y toda la planta.
—Te digo, Tom, que es el Grand Hotel de Brighton. ¡Tenéis que empezar a evacuar a la gente!
—¿Dónde está Dermot ahora? ¿Lo tienes en custodia? Quiero hablar con él.
—¡Está muerto, jodido gilipollas! ¡Presta atención! Nos emboscó. Todos están muertos. ¡Saca a todos del jodido hotel! ¡Estaré allí en veinte minutos!
Colgué y miré mi reloj.
Las dos y veintidós de la mañana. Teníamos una hora cuarenta, uno o dos minutos más o menos.
Pero debíamos evacuar un edificio entero. ¡Debería haber llamado a la recepción yo mismo con una amenaza de bomba!
Corrí hasta el Toyota Celica Supra, abrí la puerta y entré. Metí la llave en la ignición, arranqué el coche y encendí las luces.
Nunca había conducido antes como los chicos malos, pero me gustó el hecho de que el velocímetro llegara hasta los doscientos diez kilómetros por hora.
Hundí el pie en el acelerador y pasé los cambios a toda velocidad.
De cero a cien en seis segundos.
Solo ciento sesenta caballos, solo ciento sesenta libras de pie de torsión, pero se movía como un fórmula uno. Sintonicé Radio Luxemburgo y subí el volumen.
Hendrix y después la Velvet tocando solo para mí.
Seguí jugando con los cambios y a la altura de la aldea de Clayton ya había alcanzado los ciento sesenta kilómetros por hora.
En las rectas lo forzaba hasta doscientos kilómetros por hora. El chasis vibraba, el subviraje era brutal, pero al motor le encantaba.
Bajé una ventanilla y encendí un cigarrillo.
Noche. Velocidad. Tabaco de Virginia. Inglaterra.
No necesitaba mirarme al espejo para saber que estaba sonriendo.
Si la enfermedad de los tiempos modernos era la angustia y el aburrimiento, nosotros, en Irlanda del Norte, habíamos hallado la cura. La presencia constante de la muerte arrasaba con la ambición, la preocupación, la ironía y el tedio hasta convertirlos en una sola palabra en la página. ¡Vive!
Estar con vida ya era milagro suficiente.
Sí.
Quemé neumáticos por la A23 atravesando pueblos y caseríos vacíos hasta que empezaron a aparecer las primeras edificaciones sin orden y supe que estaba llegando a las afueras de Brighton.
La A23 cruzó una elevación y delante alcancé a ver toda la ciudad durmiendo: las casas, los hospitales, la estación de tren, la hilera de hoteles, el muelle, el pabellón y, más allá, el mar negro como el carbón.
Todos dormían.
Todos ignoraban el hecho de que recordarían esta particular mañana de octubre durante el resto de sus días.
Miré el reloj del tablero.
Las dos y cuarenta.
No habría tiempo de llamar a una brigada de artificieros. La bomba estallaría, hiciéramos lo que hiciéramos. La única pregunta era si se llevaría a alguien consigo.
Pasé una luz roja en el cruce con la A27 y casi maté a un hombre en Preston Park. Seguí en dirección sur y cuando llegué al paseo marítimo derrapé hasta detenerme y busqué el hotel. Ahí estaba, a mi derecha, unos doscientos metros más adelante, iluminado con lucecitas de cuentos de hadas.
El reloj del tablero marcaba las 2:44.
No había necesidad de presionar el botón de pánico, pero de todas maneras, cuando llegué a la parte delantera del hotel, me alarmó ver que no se había producido ninguna evacuación general. No había gente envuelta en mantas, ni personal sanitario, ni periodistas; apenas dos policías uniformados en la puerta, charlando como si todo fuera a las mil maravillas.
Detuve el Toyota después de derrapar, quemando neumáticos y frenos.
—¡Eh, no puede aparcar aquí! —dijo uno de los policías cuando me bajé del coche.
Le mostré mi credencial.
—Pero no puede aparcar de todas maneras —murmuró.
—¡Allí estás! —dijo Tom, corriendo hacia mí desde el vestíbulo.
Lo maldije a él, a su madre y a sus antepasados, remontándome a la época en que los chimpancés se columpiaban alegremente en la jungla primitiva.
—¿Qué coño pasa, Tom? ¿No has oído lo que te dije? ¡Hay una jodida bomba ahí dentro! —exclamé.
Los dos polis me miraron asombrados.
Tom tenía una expresión impasible y tozuda en su pálido rostro.
—Llamé a Nigel Cavendish de la Special Branch y él me aseguró que habían usado perros rastreadores para revisar hasta la última habitación de este hotel. El equipo de seguridad de la propia Thatcher ha…
Lo hice a un lado de un empujón y entré corriendo en el vestíbulo.
Me abalancé sobre la recepción y le mostré mi credencial a una chica adormilada.
—¿En qué habitación está la primera ministra? —le pregunté.
—¿Qué?
—La primera ministra. ¿En qué habitación?
—Me temo que no estoy autorizada para…
Tom me puso una mano en el hombro y me hizo girar para que lo mirara a la cara.
—Sean, te ha engañado. Donde sea que Dermot puso la bomba, no es aquí. Han revisado meticulosamente este lugar. Es evidente que se trata de una maniobra para…
—¡Hay una puta bomba en este hotel! —insistí.
La recepcionista abrió mucho los ojos.
Tom negó con la cabeza.
—En el interior no. La única posibilidad sería un coche bomba aparcado fuera. He mandado un equipo a revisar discretamente todos los vehículos de la…
—¡Eres un condenado idiota! Está en el sexto piso. ¡Voy a sacar a todos de aquí!
El reloj que estaba encima de la recepción marcaba las 2:50.
Miré a la recepcionista. Era morena. De unos veinticinco años. Parecía una chica lista.
—¡Llame a la suite de la primera ministra! ¡Despiértelos!
—Creo que ya están despiertos —dijo.
Corrí hacia el ascensor. Delante había un agente corpulento con un uniforme de la policía metropolitana, sentado detrás de un mostrador leyendo una novela de Frederick Forsyth.
Bajó el libro.
—¿Me permite su pase, señor? —me preguntó como un condenado gilipollas.
Pulsé el botón del ascensor.
—¡Está conmigo! —dijo Tom.
Subimos juntos al ascensor.
Marqué el botón del sexto piso. Tom estaba ridículo con un jersey negro encima de unos pantalones de pijama color morado con dibujos de ratoncitos.
—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a golpear todas las puertas del sexto piso y despertarlos a todos?
—¡Eso mismo!
—¿No te das cuenta, Sean? ¡Dermot se ha burlado de ti! De esta manera va a interrumpir la convención del Partido Conservador usándote a ti de bromista.
—No estoy de acuerdo. Creo que me dijo la verdad.
—No puedo permitir que lo hagas, compañero. La prensa se dará un festín con esto. Vas a hacer que todos se caguen encima la noche antes del gran discurso de la primera ministra.
Lo agarré de las orejas.
—¡Presta atención, cabrón de mierda! ¡Hay una bomba en este edificio! ¡Vamos a evacuar a todo el mundo!
El ascensor empezó a subir.
Segundo piso. Tercer piso.
Miré mi reloj.
Eran las 2:53. Nos quedaban solo una hora y siete minutos. ¿Cómo había de actuar?
Cogí aliento. Bien. Primero, empezar a golpear las puertas y sacar a todos del sexto piso. Segundo, usar el teléfono de una de las habitaciones para informar de una amenaza de bomba a la BBC y al 999. Eso haría que todos prestasen atención y tendrían que evacuar sí o sí, les gustara o no. Tercero, encontrar la suite de la primera ministra y asegurarme de que ella supiera exactamente lo que iba a ocurrir…
Sonó un pitido en el ascensor y se abrieron las puertas.
Salí a la sexta planta.
Noté una alfombra roja y un espejo grande de marco dorado.
Vi mi propia cara. Estaba demacrado, flaco, y la barba me cubría casi todo el rostro. Tenía los ojos hundidos en las cuencas. Me di cuenta de que había motas grises en la barba. En algún punto del último año me había convertido en un viejo.
—Sean, vamos, por favor… —empezó a decir Tom, y trató de cogerme del brazo.
Lo hice a un lado y avancé a paso vivo hacia la habitación que estaba más cerca del ascensor.
Golpeé la puerta.
Miré mi reloj.
Eran las 2:54.
Esta vez no estaba a salvo en una oficina de la parte trasera del edificio.
Esta vez me encontraba justo aquí.
El sonido de una cápsula fulminante. El desencadenamiento de las reacciones químicas de Dermot…
La cabeza girada un poco hacia un costado. La boca abierta…
Una inundación inmediata de dolor. Como un choque automovilístico. Como una inmensa descarga eléctrica.
Esto era un explosivo de alto poder, no una bomba casera a base de fertilizante.
Semtex.
Lo habían fabricado los checos sin ningún indicador y era indetectable por perros rastreadores. Y, por supuesto, el principal importador de Semtex era Libia.
Estos pensamientos atravesaron mis sinapsis cuando las paredes implosionaron y parte del techo se derrumbó.
Me tambaleé hacia delante, intenté recuperar el equilibrio y entonces caí con el resto del piso hacia el nivel inferior.
Tom me agarró, pero ya no había nada que yo pudiera hacer para salvarme, ni mucho menos salvarle a él, y nos hundimos juntos.
Mientras dábamos vueltas hacia la nada, vimos que el piso superior se nos venía encima.
Y nos enterraba.
La expresión de Tom: Tenías razón.
Mi expresión: Tú tenías razón. Me engañó, me dijo a las cuatro en punto para que yo estuviera en medio del estallido durante la evacuación.
Todas las explosiones tienen dos fases. La expansión inicial y luego, después del estallido externo, el gas llena rápidamente el vacío parcial que se ha formado, generando una segunda onda expansiva.
Sentí que los pulmones se me vaciaban.
No podía respirar.
No podía gritar. El aire era como cristal: acuoso, duro, un líquido negro y venenoso…
Me golpeé el pecho, intenté agarrar el cielo, aterricé pesadamente y luego una tonelada de escombros convirtió todo en oscuridad.
…
…
…
Momentos. Momentos que podrían haber sido años. Oscuridad. La oscuridad de los pozos de las minas. La oscuridad de un horizonte de sucesos. Fui descendiendo. Profundamente, hacia un lugar más frío y más negro. Lejos del mundo de los hombres. En un reino de cosas que no eran del todo humanas. Donde gólems y otras criaturas sobrenaturales yacían, sin haber sido aún moldeadas, en el barro. La materia con que se crea la noche…
Me desperté de pronto. Estaba inmovilizado por los escombros en una oscuridad sofocante. Dolor. Pero el dolor era bueno. Significaba que uno estaba vivo y con las terminaciones nerviosas en funcionamiento. Polvo en la boca y en la garganta. Tosí. Estaba acurrucado en posición fetal. Flexioné los dedos. Podía mover ambas manos y la pierna izquierda. La derecha estaba atrapada bajo algo pesado. Tenía la mano izquierda contra la cara. Y mi reloj funcionaba.
Las agujas fosforescentes de las horas y de los minutos marcaban, ambas, las seis.
Había perdido la conciencia solo unas horas. Alcancé a oír voces y el sonido distante de un helicóptero. Quise gritar, pero tenía la garganta seca. Me chupé un dedo para generar saliva.
—¡Por aquí! —grité.
Silencio más arriba.
—¡Estoy aquí abajo! —volví a gritar.
—¡Te hemos oído, amigo! Te sacaremos enseguida. ¡Aguanta! —dijo alguien.
—Tiene acento irlandés. Probablemente es el hijo de puta que hizo volar todo por los aires —murmuró otro.
Ruido de gente cavando.
Luz.
Me sacaron en diez minutos.
Me pusieron en una camilla, pero no era necesario. Podría haber salido caminando. No se me había roto nada. Me habían hecho saltar por los aires y había quedado enterrado bajo el Grand Hotel y lo único que tenía eran rasguños y moratones.
Más tarde supe que cinco personas no habían sido tan afortunadas.
Tres de los muertos eran mujeres, ninguna de las cuales pertenecía al gabinete; de hecho, ni siquiera eran parlamentarias.
La bomba había sido colocada en la habitación 629, debajo de la bañera.
La señora Thatcher estaba despierta en ese momento, trabajando en el discurso de la convención, en el salón de su suite, en el primer piso. Su cuarto de baño había quedado destruido, pero ella había salido indemne.
Morirás en un hotel, Maggie, pero no en este.
Su equipo de seguridad la había trasladado a la Academia de Policía de Brighton, para que se recuperara y reescribiera su discurso.
Allí recibió llamadas del presidente Reagan y de todos los jefes de gobierno de la Comunidad Económica Europea.
Pronunció su discurso en el horario programado y recibió un clamoroso coro de alabanzas. Formuló el compromiso solemne de que los terroristas del IRA jamás vencerían a un gobierno elegido democráticamente.
El IRA difundió el siguiente comunicado: «Ahora la señora Thatcher se dará cuenta de que Gran Bretaña no puede ocupar nuestro país, torturar a nuestros prisioneros, disparar a nuestros habitantes en sus propias calles y salirse con la suya. Hoy nos ha fallado la suerte, pero recuerden que solo tenemos que tener suerte una vez. Ustedes tendrán que tener suerte siempre. Otorguen la paz a Irlanda y no habrá más guerra».
Leí el comunicado esa noche en el Evening Standard.
El IRA no se daba cuenta de que la suerte era un lujo que algunos poseíamos y otros nos.
Thatcher lo poseía. Yo lo poseía. Dermot, no.
Pasé dos días en el Real Hospital del condado de Sussex.
Al final de la tarde del segundo día recibí una visita. La precedieron media docena de investigadores. Luego Kate. Luego Douglas Hurd, el secretario de Estado de Irlanda del Norte. Luego entró la propia señora Thatcher.
—¿Es él? —le preguntó a Kate.
—Sí —dijo Kate.
La primera ministra se inclinó sobre mi cama.
—¿Puede oírme? —preguntó.
—La oigo —le dije.
—Estoy en deuda con usted, inspector Duffy. Le debo mucho.
—Yo no he hecho nada —dije.
—Su modestia habla mucho de usted, inspector Duffy. Y entiendo que el alcance total de su heroísmo jamás llegará a ser de conocimiento público. Pero mientras conserve alguna influencia en el gobierno de Su Majestad, me aseguraré de que su nombre se mencione con respeto, lo que no siempre ha sido el caso en los últimos tiempos.
Incluso si no hubiese estado atiborrado de drogas, no estoy seguro de haber podido entender de qué hablaba.
¿Sería esta la jodida disculpa que había pedido?
—¿Cómo está Tom? Nadie me ha dicho nada sobre Tom —pregunté.
Fue Kate quien se encargó de darme la respuesta.
—Tom está en el Royal Free Hospital de Londres. Se rompió las dos piernas, tiene dos costillas fracturadas y un pulmón perforado. Ha sufrido quemaduras muy serias, pero está recuperándose y se supone que sobrevivirá.
La señora Thatcher me puso la mano en el hombro y se inclinó sobre la cama. Durante un momento espantoso pensé que iba a darme un beso en la frente, pero se limitó a decir:
—Buena suerte, inspector Duffy.
Y con esas palabras, le hizo un gesto a su equipo de seguridad y salió del pabellón.
Cuando se marchó, empezó a llover afuera.
Pensé en las personas que no habían salido con vida, las personas a las que no había podido salvar. Pensé en Matty y en la agente de reserva Heather McClusky y pensé en Dermot.
Y pensé en el pobre e incompetente Tom. Pero él había sobrevivido.
Y eso era lo grandioso, ¿verdad? Estar vivo.