25: El hada de Harper

Conduje bajo la lluvia y la oscuridad hasta la casa de Harper. Tal vez debería haber llamado a McCrabban para que me acompañara, pero no quería molestarlo a esa hora tan avanzada y no suponía que Harper me fuera a causar demasiados problemas.

Aparqué en el patio lleno de barro junto a un remolque para caballos abierto.

Abrí la guantera y le puse pilas nuevas tipo AAA al dictáfono.

Lo dejé funcionando en el bolsillo interior. Era una técnica deficiente y no se aceptaría en un tribunal, pero no era precisamente en un tribunal donde yo necesitaba que se aceptara…

La lluvia caía con fuerza, de modo que me levanté el cuello y me puse la gorra de béisbol.

Abrí la puerta del coche y corrí, pero de todas maneras en los diez segundos que tardé de ir desde el coche hasta el porche me empapé, y tuve suerte de no caerme de culo en el césped mojado.

Me quité la gorra, toqué el timbre y me pasé la mano por el pelo para sacarme parte del agua.

Jane McCullough abrió con el bebé en brazos. Tenía ese aspecto cansado pero feliz de las madres primerizas.

—Oh, hola, inspector Duffy —dijo.

—Enhorabuena —dije yo.

—Gracias. La señora por fin se ha decidido a unírsenos.

—¿Entonces es una niña?

—Sí.

—Bien hecho. ¿Cuánto pesó?

—Tres kilos, ciento setenta y cinco gramos.

—Grandioso. Enhorabuena. Le traeré algo. ¿El rosa sigue estando de moda?

—Oh, no es necesario. Tenemos una habitación llena de cosas.

—Escuche, Jane, he venido a ver a Harper. ¿Se encuentra aquí? —pregunté tentativamente.

Me sonrió con tristeza.

—¿Sigue investigando lo que le ocurrió a Lizzie?

—Sigo con el caso, sí —admití.

—Usted es de los que le ponen empeño —dijo y bostezó.

La bebé me miró. Era una niñita hermosa con el pelo rubio y los ojos verdes de su madre.

Si le contaba a Mary lo que sospechaba de Harper, esta niñita crecería sin conocer a su padre.

—¿Han escogido un nombre?

—Grania.

—Qué bonito. ¿De El ciclo feniano?

—¡Sí! Como la hija de Cormac mac Airt. Harper sabe muchísimo de eso. De historia… esas cosas.

—Es un buen nombre.

—Como he dicho, se le ocurrió a Harper, pero a mí me encanta.

—¿Y dónde se encuentra el hombre de la casa?

—Creo que está en la biblioteca. ¿Sabe dónde es? Al lado de la sala, en la planta baja —dijo Jane—. Adelante. ¿Se quedará a cenar?

—No creo.

—Acostaré a la pequeña en un momento, no será ningún problema.

—No es eso, es que tengo otra cita esta noche.

—Muy bien, de acuerdo, pero si cambia de idea, dígamelo.

—Lo haré, Jane, gracias.

La biblioteca era una recámara rectangular que evidentemente imitaba el estilo del salón de lectura del Trinity College. Tenía una colección de libros bastante imponente, probablemente unos tres o cuatro mil, que se remontaban a varios siglos atrás. Harper estaba sentado en una cómoda silla de cuero con vistas al embarcadero y a las picadas aguas del lago.

No se alegraba de verme, pero se incorporó con bastante rapidez y dibujó una sonrisa en la cara. No habría sonreído para nada si hubiera sabido que yo era el jodido heraldo del Ángel de la Muerte.

El libro que estaba leyendo se llamaba Arqueología bajo el agua: un atlas de los yacimientos sumergidos del mundo. Cayó al suelo con un fuerte ruido cuando se puso de pie.

—Hola, inspector Duffy, me alegra verlo.

—Hola, Harper.

—¿Se quedará a cenar? —preguntó.

Cerré la puerta de la biblioteca y me senté delante de él.

—Yo hablaré y usted escuchará, y cuando haya terminado, tendrá la oportunidad de responder, ¿de acuerdo?

—¿De qué va todo esto? ¿Ha descubierto algo…?

Me llevé un dedo a los labios.

—Lizzie Fitzpatrick fue asesinada —declaré.

—Se lo dije. Uno de esos tipos que estuvo en el bar esa noche. Yo…

—Fue una jugada astuta, Harper. Siempre invocando la idea del asesinato porque no podía creer que le pudiera ocurrir un accidente a su amada Lizzie. Eso despertaba la compasión de la gente. Un hombre tan consumido por la pena que no podía aceptar la realidad.

—¿De qué habla?

—No la mató ninguno de los hombres que estaban en el bar esa noche.

—¿Cómo puede saberlo?

—Fue usted, Harper. Sé que fue usted. Estaba allí, afuera, en las sombras. Esperó hasta la última ronda. Esperó hasta que McPhail, Yeats y Connor se marcharon.

—¡Yo estaba en la cena del club de rugby!

—No. Su participación en la cena terminó a las diez y cuarto. Usted estaba en Ballykeel. Esperando.

—¡Estaba en Belfast!

—Esperó hasta que los tres pescadores se fueron. Y luego llamó a la puerta y le dijo que era usted. Ella abrió. Estaba emocionada de verlo. Usted cerró la puerta después de entrar. ¿Le dijo algo a ella?

—¡No estaba allí!

—No, no le habrá dicho nada. Tal vez «ve a buscar tu bolso», y cuando le dio la espalda le golpeó la cabeza con el mástil de una tienda de campaña o el mango de un hacha. Y cuando estaba inconsciente, le retorció el cuello. Se aseguró de que estuviera muerta y luego se subió a la barra y puso una bombilla fundida en el portalámparas y una bombilla en buen estado en la mano derecha de Lizzie. Y rompió la bombilla buena para que pareciera que ella se había caído.

Harper negó con la cabeza.

—¡Esto es una locura! ¿Por qué haría algo así? Era mi novia. ¡La amaba! ¡Nos llevábamos maravillosamente!

—Precisamente porque se llevaban tan bien ella decidió contarle un secreto.

—¿Secreto? ¿De qué…?

—Ella era asistente de James Mulvenna. Estuvo trabajando para él los dos veranos anteriores a que usted la matara. Hacía presentaciones en tribunales, rellenaba formularios, presentaba expedientes, hacía de testigo en la redacción de testamentos…

—¿Y?

—Ella fue la testigo del testamento de su padre, Harper —dije.

Esperé una reacción, pero él exhibió un aplomo impresionante.

—Y a medida que la relación entre ustedes se consolidaba, el secreto le remordía cada vez más. Cuando Mulvenna falleció por esclerosis múltiple, se dio cuenta de que ella era la única testigo viviente del testamento. Ese testamento en el archivador de James Mulvenna y la palabra de Lizzie eran las únicas dos cosas que se interponían entre usted y una fortuna.

—Eso es lo más ridículo que he oído en mi vida.

—No lo creo.

—¿Dónde está este misterioso testamento del que habla? Muéstremelo —dijo, con una voz que había adoptado un registro ligeramente más agudo.

—Oh, el testamento ha desaparecido. Se perdió en el atraco del 23 de diciembre. Pero hay un registro del documento en el libro de contabilidad de Mulvenna, del que he hecho una fotocopia. James Mulvenna era muy meticuloso con la contabilidad.

Le pasé la fotocopia del registro contable.

—¿Y esto qué prueba? —dijo desdeñosamente.

—Su padre le pagó a Mulvenna 130 libras por la redacción del testamento —repliqué—. Como testigo oficial, Lizzie recibió 20 libras.

Se echó a reír.

—Esa es una teoría bastante endeble, inspector Duffy. ¿Eso es lo que va a presentarle al jurado?

—El señor Wright podría declarar que tuvo una conversación con usted en la que le ofreció rehacer el testamento de su padre y que usted se negó porque su padre estaba muy mal de salud.

—No pensaba obligarlo a pasar por el proceso de redactar un nuevo testamento.

—Pero estaba mejorando, ¿verdad? Mejoraba cada día. Y eso es lo que usted temía. El viejo testamento y la posibilidad de que hiciera uno nuevo.

—El testamento, si alguna vez existió, desapareció hace mucho tiempo, inspector Duffy. Y me temo que necesitará ese mítico testamento del que habla si quiere convencer a alguien de estas desquiciadas especulaciones —dijo con un tono de suficiencia.

—Esto es lo que creo que ocurrió. Lizzie no tenía intención alguna de contarle qué había en el testamento de su padre. Sería una violación de la ética profesional, y según todos los testimonios ella se tomaba muy en serio su carrera legal.

—Es cierto.

—Pero tras la muerte de James Mulvenna, y a medida que la relación entre ustedes se iba consolidando, ella se dio cuenta de que la única cosa que podía impedir que usted heredase esta propiedad y la empresa constructora era un estúpido papel que su padre casi seguro había redactado solo por resentimiento.

—Eso suena propio de él.

—¿Qué le contó ella, Harper? ¿A quién le dejaba todo el dinero? ¿A una escuela? ¿A beneficencia? ¿Al club de rugby? ¿A la Real Sociedad Protectora de Aves? Usted no recibiría ni un jodido penique, ¿verdad? Eso fue lo que la impresionó. Eso fue lo que la indujo a contárselo.

Harper se cruzó los dedos detrás de la cabeza.

—¿Intenta sonsacarme alguna confesión? No estamos en la jodida Miss Marple, amigo. No pienso confesar nada. No pienso confesar porque no he hecho una puta mierda.

—¿Cómo explica esto? —repliqué, sosteniendo la fotocopia del registro contable.

—¿Va a tratar de endosarme eso? Se le van a reír a carcajadas en el tribunal.

Acerqué mi silla a la suya.

—Ella debió de contárselo la semana que volvió de la universidad durante las vacaciones de Navidad. Sabía que el tiempo apremiaba. Si usted iba a actuar, tendría que hacerlo pronto.

—Tal vez también maté a Mulvenna, ¿no?

—No. Pero su muerte fue el catalizador. Ella vio una salida. Un pequeño resquicio que le brindaba a usted la oportunidad de actuar, de poder entrar en la oficina de Mulvenna, encontrar el testamento y destruirlo.

—Debería escribir una novela, Duffy.

—De modo que le contó lo del testamento. Pero aquí está la cosa, Harper. Ella no podía saber qué clase de hombre era usted. Su padre sí lo sabía, pero ella no podría haber sabido lo inescrupuloso que usted podía llegar a ser.

—Estoy disfrutando de esto. Es pura fantasía —comentó, e intentó encender un cigarrillo con una caja de cerillas. Saqué mí Zippo y se lo ofrecí. Él encendió el cigarrillo y me arrojó el Zippo para devolvérmelo.

—Pobre Lizzie. Lo único que creyó que usted tenía que hacer era entrar en la oficina, encontrar el testamento y destruirlo, y entonces todo estaría bien.

—Continúe.

—Pero ese no era su plan, ¿verdad, Harper? Ella no lo había pensado bien. Su padre estaba recuperándose. Cada día estaba un poquito mejor. Las visitas a domicilio daban resultado. La fisioterapia funcionaba. Era un hueso duro de roer. Se había recuperado de una apoplejía y ahora iba a recuperarse de la segunda. Seguía despreciándolo a usted. Cuando en el despacho jurídico se dieran cuenta de que faltaba el testamento, él simplemente redactaría uno nuevo, ¿no es así? Usted volvería a encontrarse en la casilla de salida. No, no, no. Lizzie no lo había pensado bien, pero usted sí. Sabía que tendría que matarlo, ¿verdad? Tenía que destruir el testamento y asegurarse de que su padre no pudiera hacer otro. Pero ella era una complicación, ¿no? Confió en usted, pero usted no sabía si podía confiar en ella. Un atraco parece algo bastante inofensivo, ¿pero toleraría un homicidio?

—¡Puedo oler el humo! ¡Ya he dicho que aquí no se puede fumar! ¡Por favor salgan fuera, caballeros! —gritó Jane desde la cocina.

—¡Lo siento, Jane! —respondí, también con un grito.

Había dejado de llover, así que abrí las puertas de cristal y dejé entrar el aire frío y húmedo de la noche.

—Después de usted —dije, indicándole la salida al balcón.

Él salió primero y lo seguí.

El aire era fresco. El lago Neagh era un vacío mudo y oscuro al oeste.

—¿Ella confiaba en mí pero yo no podía confiar en ella? ¿Esa gilipollez es su teoría? —dijo Harper.

—Usted tenía que hacer tres cosas. Mulvenna estaba muerto pero el testamento seguía allí, guardado en la oficina como una bomba de relojería. El testamento, Lizzie y su padre, en ese orden. Primero el atraco. Necesitaba la ayuda de Lizzie para eso. Ella tenía que decirle exactamente dónde se encontraba el testamento y cómo entrar por esa desvencijada ventana del baño. Ella era el cerebro. Ella fue el hada madrina en esta parte del plan.

—¡Tonterías!

—Eso lo hizo el 23.

—Como si yo supiera llevar a cabo un atraco.

—Luego la pobre Lizzie debía desaparecer. ¿Qué pasó entonces, Harper? ¿Le dijo que iba a tener que matar a su padre y ella no lo aceptó? ¿O temía decírselo porque sabía que para ella un robo es una cosa pero un homicidio era una línea que no pensaba cruzar? Tal vez podría haberlo matado y no decirle nada. Pero ella habría sospechado, y entonces usted tendría eso en su conciencia durante toda la vida de casados. No, lo mejor era librarse de ella y luego esperar alrededor de un mes y eliminar al viejo.

—¡Pura basura!

—Cuando descubrió que ella trabajaría sola en el pub, debió de entusiasmarse, ¿verdad? Supo que podría aprovechar la oportunidad. Y debía asistir a la cena del club de rugby esa noche. Tenía una coartada. ¿Le pidió que le diera una copia de la llave? ¿O la hizo usted? ¿O ya tenía una? Tal vez le sacó la llave de su monedero y mandó hacer una copia en Antrim.

—Esto es una gilipollez, Duffy. Pura especulación.

—La llave no es importante, en cualquier caso. Era una cerradura vieja. Se puede forzar fácilmente. Es fácil abrirla desde el exterior. Le apostaría que cualquier llave de la misma época funcionaría en esa cerradura. No, olvide la llave. El verdadero desafío eran los cerrojos de la puerta, ¿verdad?

—Exacto, Duffy. Las puertas estaban cerradas con llave y con cerrojo desde el interior. No podría haber entrado ni salido nadie.

—Era perfecto, Harper. Lizzie estaba sola en el pub en un cuarto cerrado. Trató de cambiar la bombilla y se cayó y se rompió el cuello.

Usted y su madre eran las únicas personas que no podían creerlo porque estaban destrozados por el dolor.

—Esto es…

—Permítame contarle cómo lo hizo. Pronunció el discurso en la cena del club de rugby, se excusó para ir al baño y luego se trasladó en coche a Antrim. Todos supondrían que se había quedado en la cena, pero ya estaba en Ballykeel. Llamó a la puerta. La reacción de Lizzie es «Oh, Harper, qué sorpresa, me hace tanta ilusión verte» y entonces, ¡bam! Cuello roto. Bombillas. Luego se asegura de que la puerta delantera esté cerrada con llave y cerrojo. Entonces usa la llave para salir por la puerta trasera. Cierra la puerta trasera por fuera pero por supuesto no puede echar el cerrojo, ¿verdad? No hace falta. Espera hasta las once y media y llama a Mary Fitzpatrick desde un teléfono público de Antrim, no desde el club. Se presenta en casa de Mary y se une a la expedición de búsqueda. El agente de la policía alumbra el interior del pub con su linterna y todos ustedes tiran la puerta delantera abajo.

—¡Y encontramos el pub cerrado con llave y cerrojo desde dentro! —exclamó Harper, con más de un toque de desesperación en la voz.

—Encuentran el cuerpo, y mientras Mary grita y los policías de patrulla informan del hallazgo…

Abrí la libreta y leí en voz alta:

—«Estábamos todos dando vueltas esperando que vinieran los investigadores». Es correcto, ¿verdad? Todos estaban dando vueltas esperando a los del CID. Diez minutos de espera, señor McCullough.

—¿Y?

Pasé a otra página de la libreta.

—¿Recuerda que le hice esta pregunta?: «¿Y la puerta trasera, señor McCullough?». Su respuesta fue: «La examiné yo mismo. Cerrada con llave y cerrojo». Fue en ese momento cuando lo hizo, Harper. Mientras los policías estaban vigilando la puerta delantera, consolando a Mary y diciéndole que no tocara el cuerpo y usted estaba tropezando por todas partes, desesperado… Tardó diez segundos en llegar a la puerta trasera y echar el cerrojo. Tan simple como eso.

—¿Solo cerré la puerta cuando nadie miraba?

—Sí. Eso fue todo. ¿Sabe por qué los magos jamás revelan sus trucos?

—¿Por qué?

—Porque todos los trucos son jodidamente estúpidos.

Harper negó con la cabeza.

—No fue eso lo que ocurrió, Duffy. El lugar estaba cerrado con llave.

—Dígame la verdad, Harper —repliqué con una insistencia malévola.

—¡No voy a decirle nada, Duffy! ¡Estoy harto de esto! Creo que debería marcharse. De ahora en adelante cualquier comunicación entre nosotros se realizará a través y en la presencia de mis abogados.

Me quedé allí, mirando el agua negra.

Me pregunté si mi palabra y mi teoría serían suficientes para Mary.

Casi seguro que no.

Era probable que ella también sospechara de Harper. Pero una condenada sospecha no era suficiente, ¿verdad?

Tiré el cigarrillo, me desabroché la chaqueta, busqué mi pistolera y saqué la calibre 38.

—¿Qué m…? —comenzó a decir antes de que yo amartillara el revólver y lo apuntara a su cara.

—Nada de movimientos súbitos, Harper. Esto tiene un gatillo muy celoso. ¿Entiende?

—Sí —dijo. Tenía los ojos bien abiertos, llenos de terror. No me conocía. Tal vez sabía que yo era uno de esos polis corruptos de los que siempre hablaban en los periódicos. Uno de esos polis capaces de cualquier cosa.

—Lo único que tengo son conjeturas, Harper. Usted tiene una coartada decente y no hay testamento, lo que significa que no hay motivo. De modo que no solo jamás podré probar nada de esto en un tribunal delante de un jurado, sino que jamás lograré convencer al fiscal de que acepte el caso. A usted no lo mandarán a prisión por esto, puedo asegurárselo.

—¿Qué?

—Como acaba de señalar con tanta precisión, Harper, no tengo nada más que especulaciones y evidencias circunstanciales. No tengo la más mínima prueba sólida. Le doy mi palabra de que no será arrestado por este crimen, mucho menos enviado a juicio.

—¿Entonces… entonces… entonces qué quiere de mí? —dijo.

—Quiero que me cuente su historia, Harper. Que todo lo que ocurrió esa noche fue un accidente. Que usted fue a hablar con ella. No pensaba matarla. Se pelearon. Una cosa llevó a la otra… Quiero conocer su versión de los acontecimientos.

—Si…, si…, si digo que la maté, será el final. Usted me matará. ¡Aquí y ahora!

—Si me dice la verdad, Harper, lo dejaré en paz. Jamás volverá a oír hablar de mí.

—¿Así de simple?

—Así de simple. Sé que jamás podría probar esto, ni en un millón de años, ¡pero quiero saber! Quiero la satisfacción intelectual de saber que tenía razón.

—¿Y si no hablo?

Cogí a Harper de la garganta y le puse el revólver en la mejilla.

—Le dispararé en la jodida cabeza y les diré a Jane y a todos los demás que en cuanto lo acusé de la muerte de Lizzie, usted se abalanzó sobre mí, forcejeamos y agarró mi revólver y se disparó usted mismo.

—Nnnoo l-l-lo h-h-aría… —tartamudeó.

—¿Está dispuesto a correr ese riesgo?

Lo pensó unos segundos.

El sudor le chorreaba por la cara.

—¡Hable! —ordené.

—Yo… yo… yo…

—¡Cuéntemelo, hijo de puta! ¡Cuéntemelo o le vuelo los jodidos sesos!

—¡Tenía razón! ¡Fue idea de ella! ¡Todo fue idea de ella! —sollozó.

—Explíquese.

—Ella se había enterado de la muerte de Jim Mulvenna cuando todavía estaba en Warwick y cuando la fui a buscar al aeropuerto se moría por contármelo. Sabía que mi padre había sufrido una apoplejía y que no estaba en condiciones de redactar un testamento nuevo. Sabía que podíamos hacerlo.

—¿Hacer qué? ¡Dígamelo, Harper!

—Lo que usted dijo. Encontrar el testamento y destruirlo.

—¿Qué había en el testamento?

—Mi padre debía de estar jodidamente demente. A ver, sabía que yo no le caía bien, pero lo que ella me contó era una maldad. Dijo que yo no recibiría casi nada. La casa pasaría a la Fundación Nacional. La empresa se vendería y los beneficios se dividirían entre la Real Sociedad Protectora de Aves, Oxfam y el club de rugby. James Mulvenna sabía que yo podría interponer una demanda, de modo que blindó el jodido testamento. Yo recibiría una miseria. ¡Lizzie y yo recibiríamos una miseria!

—¿Cuánto dinero podría llegar a perder?

—¿Contando la casa y la empresa? ¡Jesús! Tres millones.

—¿Entonces cuál era el plan de Lizzie?

—Que entrásemos en la oficina de James Mulvenna, robáramos el testamento y lo destruyéramos; entonces, cuando mi padre muriera intestado, yo heredaría todo. La casa, la empresa, las cuentas bancarias.

—Pero su padre fue el factor imponderable, ¿verdad? Estaba mejorando.

—Practicarle una eutanasia al viejo nunca fue parte del plan de Lizzie. Quería que yo esperara hasta que muriera de causas naturales. ¿Cuánto tiempo sería? ¿Cinco años? Y usted tenía razón. Estaba recuperándose. Yo sabía que él no tardaría en empezar a hablar. En seis meses ese viejo cabrón estaría totalmente repuesto…

Las palabras se derramaban a borbotones. Supuse que todos necesitan un confesor. Le solté la garganta y me aparté un paso de él. La noche era perfecta para esto. Alcanzaba a oler la turba quemándose en hogueras a lo largo de la orilla del lago y desde el agua llegaba una bruma marina.

—¿Entonces usted quería matar a su propio padre pero sabía que no podía confiar en que ella no lo entregaría? Es eso, ¿verdad?

—Lizzie era una buena chica. ¿Cómo podía confiar en ella para una cosa así? Pero no importaba. Eso solo era una parte. Había algo más…

—¿Qué cosa?

—Ella se había ido a la universidad. Quiero decir, la había amado una vez, pero… Dicen que la ausencia hace crecer el amor, pero no es cierto, ¿verdad?

—¿No quería casarse con ella?

—Ya había conocido a Jane. Habíamos salido de copas un par de veces. No puede culparme, considerando que Lizzie se pasaba medio año al otro lado del agua.

—¿Lizzie no sabía lo de Jane?

—¡Claro que no!

—Pero si se enteraba, se cancelaba el trato.

—Exacto.

Empezó a buscar sus cigarrillos y le encendí uno de los míos.

—Gracias —dijo, como si de pronto nos hubiéramos convertido en amigos.

Si la cinta no hubiera estado girando, le habría contado también lo que sabía de Annie. Pero no era conveniente que Mary se enterara de eso.

La conversación ya tenía su propia inercia. Seguí apuntándolo con el arma, pero retrocedí otro paso para darle un poco de espacio. Eso lo alivió.

—¿No podría haberle ofrecido dinero? ¿Habría aceptado, digamos, un millón? —pregunté.

—Ni siquiera lo consideré. Ella estaba loca por mí. Lo quería todo. La casa, el dinero, el estilo de vida. No era como sus hermanas. No estaba interesada en la puta causa. Solo quería un poco de confort. Y pensaba que lo obtendría conmigo. Y que su conocimiento del testamento era algo que podría guardar en la recámara para que yo nunca la abandonara ni tuviera una aventura. Era una especie de chantaje.

Pobre niña. No tenía idea de a quién se enfrentaba.

—Entonces, cuando usted se enteró de que ella iba a trabajar sola en el pub la misma noche que usted debía estar en Belfast, tramó un plan…

—Tramar es la palabra equivocada, Duffy. Se me ocurrió todo el día anterior.

—Hábleme de la llave.

—¿Bromea? Esa fue la parte más fácil. Le pregunté si podía coger un poco de cambio de su monedero. Le dije que tenía que ir corriendo al supermercado. Conduje hasta Antrim, hice copiar la llave y volví en quince minutos.

—Tenía que cerrar la puerta trasera después de salir, por si justo pasaba alguien.

—Sí.

—Y si no veía la oportunidad de echar el cerrojo una vez que usted y la policía hubieran derribado la puerta delantera, sabía que, al menos, la puerta trasera estaría cerrada con llave.

—Exacto.

—Por eso necesitaba la llave del pub. Como seguro. Pero en realidad, al final no importó. Nadie lo vio escabullirse hacia la puerta y echar el cerrojo.

—No.

—Y entonces, listo: la puerta trasera y la delantera estaban cerradas con llave y con los cerrojos.

Asintió con un gesto. Cerré los ojos y solté un largo suspiro.

—¿De dónde obtuvo la idea de imitar un misterio de cuarto cerrado?

Señaló los libros que tenía a sus espaldas.

—Papá tenía cientos de estas condenadas historias.

Asentí. Me pregunté si Mary necesitaría los detalles del asesinato. ¿Acaso los padres quieren saber exactamente cómo han muerto sus hijos?

¿Harper había hablado con ella? ¿Habría habido un forcejeo? ¿Pronunció sus últimas palabras?

Yo no quería conocer los detalles. En mi trabajo ya hay bastantes cosas de esas.

—¿Ella supo que iba a matarla?

—No se enteró de nada. La golpeé por detrás y luego lo hice rápido. Leí un libro del SAS sobre cómo romperle el cuello a alguien. Detesto admitirlo, pero fue fácil.

—¿Y el arma?

—Un rodillo de amasar.

—El doctor Kent tenía razón. ¿Dónde está ahora?

—Me deshice de él hace mucho tiempo.

—¿No tiene remordimientos por nada de esto?

—¿Me considera un monstruo? Claro que tuve remordimientos. ¡Por supuesto! ¿Pero qué alternativa tenía? ¿Qué habría hecho usted?

Yo no pensaba adoptar una actitud de superioridad moral.

—De acuerdo, Harper —dije. Salí del balcón y volví a la biblioteca. Le puse el seguro al arma y la guardé en la pistolera. Él me siguió.

—¿Eso es todo? ¿Ha terminado? —preguntó.

—He terminado.

—¿No habrá ninguna acusación? ¿Nada de nada?

Negué con la cabeza.

—No hay pruebas, de modo que no habrá ninguna acusación, nada de nada.

Sonrió y lanzó un suspiro de alivio.

—Usted es católico, ¿verdad?

—Sí.

—¿Esto es como acudir a un sacerdote?

—Por lo general el sacerdote no necesita recurrir a un arma de fuego.

Me dirigí al vestíbulo. Harper me siguió.

—¿Y realmente esto será todo? ¿Usted se marchará y no regresará? —dijo, incapaz de creer en su propia suerte.

—Le he dado mi palabra, Harper. Jamás volverá a verme.

—Inspector Duffy, ¿adónde va? ¿No le gustaría quedarse? —gritó Jane desde el salón.

—No, no me quedaré. Debo marcharme —dije.

—La lluvia va a arreciar. ¡Quédese! Coma algo, para calentarse —insistió ella.

—Sí, quédese a cenar —dijo Harper.

Pensaba que ya éramos amigos. Su cara sonriente era una invitación para un gancho de izquierda.

—No, será mejor que me vaya. Ya llego tarde a mi otra cita —respondí, y dejé esa casa por última vez.