22: Muerte en la tarde
Descorrí las cortinas. Otro cielo de agua de fregadero y una lluvia que caía con tanta lentitud que uno se preguntaba si realmente estaba cayendo. Como si fuera necesario sacarla a la fuerza de las nubes para mojar otra lúgubre mañana del Ulster.
Me quedé contemplando las colinas. Pensé en los tres pescadores y en sus coartadas. Pensé en Lizzie. Pensé en la imposibilidad del crimen.
Pensé en Annie. La pobre, perdida y bella Annie.
Cuando bajé, me sorprendí al encontrar a Kate todavía allí. Había cogido un saco de dormir de su coche y se había acomodado sobre el sofá. Estaba despierta, bebiendo una taza de té. La tele estaba sintonizada en el canal de la Universidad Abierta.
—¿Qué miras?
—Es sobre volcanes.
—¿Qué sobre volcanes?
—Vulcanismo. Magma. Islandia. Hawái. Ya conoces la historia.
—¿Aparece Pompeya en algún sitio?
—¿Quieres té?
—Sí, de acuerdo.
—¿Quieres cereales? —gritó desde la cocina.
—No.
Me preparó el té y se sentó en el sofá a mi lado.
—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó.
—En el Crown.
—¿Es bonito?
—¿Nunca has estado allí?
—No.
—Fue donde rodaron Larga es la noche.
—En realidad, eso no es así. Carol Place hizo reconstruir todo el bar en los estudios cinematográficos de Alexander Korda, en Londres. El mismo sitio donde hicieron todas esas maravillosas películas de Michael Powell.
—¿Acaso lo sabes todo?
—Sí. Escucha, debo marcharme, Sean.
—De acuerdo.
—¿Cómo te sientes?
—Como si acabara de leer uno de esos poemas de Philip Larkin que aparecen en el Observer.
—Tendremos una reunión sobre ti a finales de la semana próxima —dijo, mordiéndose el labio.
—Ah, ¿sí?
—Sí.
—¿Qué les dirás?
—Les diré que estás trabajando mucho.
—Sí que estoy trabajando mucho.
—Bien. Y… eh… ¿está todo bien?
—¡Todo está bien! Salvo por un terrible dolor de cabeza.
Me miró con afecto.
—¿No te parece que quizá haya llegado el momento de terminar con esta pista y buscar otras vías de investigación?
Negué con la cabeza.
—No creo que hayamos llegado a ese punto aún. Empiezo a sospechar que la muerte de Lizzie fue accidental pero no lo sé con certeza y no quiero ir a ver a Mary Fitzpatrick hasta que esté seguro. Está ese robo coincidente que tiene mala pinta, para empezar.
—De acuerdo, bien, tú sabrás lo que haces.
Se incorporó y pasó al vestíbulo. Se puso el abrigo, regresó, enrolló el saco de dormir y se lo colocó debajo del brazo.
—Por favor, no pierdas de vista el hecho de que la razón por la que te hemos reincorporado es ayudarnos a encontrar a Dermot McCann. Ese es tu trabajo. Nada más. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo! No te irrites.
—No estoy irritada, ni siquiera contrariada, pero recuerda que en verdad nos gustaría encontrarlo antes del gran golpe del IRA. Es lo último que necesitamos ahora que la huelga de los mineros empieza a generar conmoción. Si cae el gobierno, solo Dios sabe qué puede pasar.
—El gobierno no va a caer. ¿Quién convoca una huelga de mineros en pleno verano, cuando nadie usa carbón y las centrales eléctricas llevan un año acumulándolo? Thatcher ha manipulado toda la situación. Nos está controlando a todos.
—Cierto —dijo ella, y salió en busca de su coche.
En la televisión había un tipo de barba y gafas parloteando sobre terremotos y maremotos. Vino la señora McDowell a pedir azúcar. Le pregunté el nombre del famoso libro para criar bebés y ella me dijo que no era necesario ningún libro: una pizquita de whisky irlandés en el biberón era lo único que hacía falta para dormir tranquilo por la noche.
Me duché, desayuné rápido y conduje hasta la comisaría de Carrick. Charlé con Matty y McCrabban sobre sus casos y dejé abierta la puerta de mi oficina para que pudieran venir cuando quisieran a hablar sobre el mío.
Hacía lo mismo cada día. Releí el informe del inspector jefe Beggs y examiné las fotografías de las cerraduras de las dos puertas del Henry Joy McCracken.
En la tienda de Oxfam cogí Icknield Way de Edward Thomas y un ejemplar nuevo de El cuidado de bebés y niños de Benjamin Spock. Cuando pagué, el libro de Spock se abrió y de su interior cayó un recorte de prensa del Daily Mail, que recogí del suelo.
—¿Qué es eso? —preguntó Peggy.
Era una escabrosa crónica de diciembre de 1983 del suicidio del nieto del doctor Spock. Había saltado del techo del Museo de los Niños de Boston. Le pasé el recorte a Peggy.
—Entonces no es infalible, ¿verdad? —dijo Peggy mientras pasaba los dedos sobre el rostro de Spock.
—Pocos lo son, Peggy.
—Excepto usted, inspector Duffy. No tiene un pelo de tonto.
El miércoles, Crabbie me pidió que interrogara a un anciano que había sido acusado de robar dinero en una iglesia presbiteriana porque sentía que aquel hombre le haría perder los estribos. Fue un juego de niños. Después de apenas cuarenta minutos en la sala de interrogatorios número 1, el pobre tipo se quebró y confesó. La culpa de todo la tenía el juego, dijo entre lágrimas. Todo aquel asunto era muy desagradable, y para mostrar su gratitud Crabbie se ofreció a desplazarse hasta Antrim, examinar el Henry Joy McCracken y darme su opinión profesional.
Acepté su oferta el siguiente viernes.
Nos trasladamos hasta Antrim en el BMW y debido a un operativo policial tuvimos que desviarnos por las urbanizaciones de viviendas y nos perdimos completamente. En particular la urbanización Ballycraigy nos proporcionó un panorama intenso y al estilo de Hogarth de la miseria humana, hasta que pudimos encontrar el camino hacia Ballykeel.
Fuimos a ver a los Fitzpatrick. Annie y Mary habían ido a Omagh para visitar a la madre de Mary, pero Jim Fitzpatrick estaba en casa viendo un programa de pesca en el canal 4. Eran las diez de la mañana y el pobre infeliz ya estaba medio borracho. Le pedí las llaves del pub y él nos las entregó sin decir palabra.
—¿Ese era el padre? —preguntó Crabbie mientras íbamos hacia la aldea.
—Sí.
—Tiene sesenta años, ¿verdad? Aparenta noventa.
—La muerte de Lizzie fue un golpe duro para él.
—Estaba medio ebrio. ¿Lo notaste?
—Lo noté.
—Es una vergüenza. Una verdadera vergüenza. Las bebidas fuertes son la maldición y la ruina de Irlanda.
—Cierto.
Llegamos a la aldea y aparcamos el coche. Justo cuando descendíamos del BMW nos topamos con Harper McCullough y su esposa, Jane. Se los presenté a McCrabban y una Jane muy tensa nos informó de que oficialmente ya debería haber dado a luz.
—Si no tiene contracciones este fin de semana, tendrán que inducir el parto —dijo Harper, con una salvaje mirada de terror en los ojos.
—Mi esposa pasó por lo mismo. No hay nada que temer —lo tranquilizó Crabbie.
—Yo quiero tener un parto natural, por eso caminamos por la aldea de un lado a otro —intervino Jane—. Mi madre dice que podría ayudar.
—¡Su madre insiste en que debería dar un paseo en caballo! ¡Nos ha dicho que eso resolvería el problema! —añadió Harper, pasmado.
—Estaba bromeando —protestó Jane.
Harper puso los ojos en blanco.
—Las generaciones anteriores tienen algunas ideas bastante desquiciadas. Me sorprende que nosotros estemos aquí —dijo.
—Tenga, Harper, amigo, le conseguí esto —dije. Abrí el maletero del BMW y le di la copia de El cuidado de bebés y niños del doctor Spock.
—¡Oh, tiene muy buena pinta! —exclamó, y lo aferró como si fuera un cinturón de seguridad.
—Y quería comentarle que la otra mañana vi un programa de la Universidad Abierta sobre terremotos y maremotos. Un tipo con una barba fantástica hablaba sobre Alejandría y decía que gran parte está debajo del agua. A usted le habría gustado. El bebé le hará pasar muchas noches en vela. Debería informarse en la Universidad Abierta. Podría reanudar sus estudios de arqueología —dije.
Jane me dedicó una sonrisa de agradecimiento.
—Sí que podrías, sabes —le dijo.
—Ya veremos. Primero esperemos que nazca el bebé. ¿Hacia dónde se dirigen, caballeros? —preguntó Harper.
—El sargento McCrabban me dará su opinión profesional sobre la disposición del pub —expliqué.
—El problema del cuarto cerrado —murmuró oscuramente Crabbie.
—En efecto, el problema del cuarto cerrado —repetí.
—Por supuesto que si resulta que no es posible que el asesino haya salido de allí, entonces el problema no existe —añadió Crabbie.
—¿Por qué?
—Porque no hubo ningún asesino.
—¿Y mis dos médicos? —pregunté.
Crabbie se encogió de hombros.
—¿Sabes por qué siempre hay que pedir una segunda opinión? Porque muchas veces los doctores están completamente equivocados.
—Lizzie tenía un sentido del equilibrio excepcional, sabes —le dijo Harper a McCrabban.
—Eso me han dicho, pero cambiar una bombilla no es fácil —respondió Crabbie—. Una vez mi padre se cayó de su tractor en Ballymena. Se subía y se bajaba a ese tractor todos los días, durante cuarenta años. Un día se resbaló y se rompió la pelvis.
—¿Se recuperó? —preguntó Jane.
—Estuvo dolorido uno o dos días pero luego se marchó con el Señor —explicó Crabbie.
—Jesús —murmuré por lo bajo.
—Podríamos acompañarlos hasta el pub. Tal vez les seamos de ayuda —ofreció Harper animadamente.
Jane parecía menos entusiasmada con esa perspectiva. Un pub polvoriento, el lugar en el que había muerto la antigua novia de su marido…
—Eh, no, gracias, señor McCullough, se trata de un asunto oficial de la policía y en realidad no podemos permitir la presencia de civiles.
Harper pareció desilusionado.
—Bueno, si hay algo que podamos hacer para colaborar, llámenos.
—Y dígale a Annie que he preguntado por ella, si la ve —añadió Jane.
Nos despedimos de ellos, le deseamos suerte a Jane y seguimos nuestro camino hasta el Henry Joy McCracken.
Abrí la puerta y encendí las luces. Recorrí el pub junto a Crabbie, le mostré la barra, los baños, las instalaciones de las bombillas. No le di ninguna información adicional. Dejé que él lo examinara por su cuenta.
Echó una ojeada en dirección al sótano, miró el techo y finalmente las puertas de delante y de atrás.
—Es evidente que han tenido que reparar la puerta delantera que habían derribado. ¿Pero la trasera está como entonces?
—Sí.
Salió y probó la fortaleza de los barrotes de todas las ventanas.
—Es imposible pasar por allí —dijo.
—Estoy de acuerdo.
—La pintura es la misma, además.
—Sí.
Inspeccionó el sótano, alumbró con una linterna el techo de cerchas, caminó por el interior y el exterior durante diez minutos y luego cogió una silla.
Me senté delante de él.
—¿Y bien?
—Si ambas puertas tenían el cerrojo puesto desde el interior, el asesino debía de estar dentro cuando llegó la policía. Pero Beggs revisó el pub de arriba abajo y no había nadie escondido, ¿correcto?
—Correcto.
—Ergo: no hubo ningún asesino.
—¿Esa es tu opinión?
—Esa es mi opinión… Sin embargo…
—¿Sin embargo qué? —le pregunté, con un temblor de excitación.
—El padre está en el hospital, la madre está a punto de llegar con información sobre la salud de su padre, tiene tantas ganas de volver a su casa que echa a los clientes exactamente a las once en punto…
—O tal vez incluso un poco antes.
—Correcto. Mete prisa a McPhail, Yeats y Connor porque quiere volver a su casa. ¿Entonces por qué demonios decide que tiene que cambiar la bombilla que ha estado molestándola toda la noche? A ver, piénsalo. Tiene que buscar una bombilla nueva, tiene que cortar todas las luces para no electrocutarse, tiene que cerrar con llave y cerrojo la puerta delantera. Tiene que subirse a la barra y empezar a trabajar a tientas con una bombilla vieja, a oscuras, a la que apenas llega porque mide menos de un metro sesenta. Hace todo eso en lugar de marcharse, cerrar la puerta de delante y correr a su casa para ver cómo se encuentra su padre.
—¿Qué estás diciendo, Crabbie? —le pregunté.
—Estoy diciendo que ahora que estoy aquí sentado pensando en ello no me lo trago.
—No quiero que te lo tragues.
—Lo sé. Pero el asesino sí, ¿no?
—Sin duda. Quiere que creamos que ocurrió un accidente. Que un asesinato sería imposible —dije.
—Este no es un delito sexual. No se ha robado nada. Lo que vuelve imperativa la pregunta de por qué lo hizo. Debía de ser algo relacionado con Lizzie. Tiene que ser eso.
—¿Qué podría ser, Crabbie?
—No lo sé. ¿Algo que había hecho? ¿Algo que sabía?
—Me gusta la manera en que estás razonando. Mira a tu alrededor. ¿Había algún sitio en el que pudiera haberse escondido y que hayamos pasado por alto? —pregunté.
Crabbie reflexionó sobre mi pregunta y negó con la cabeza.
—No, Sean, no se ocultó en el pub. Se había marchado mucho antes. Si fue lo bastante cuidadoso como para hacer que pareciera un accidente, no habría corrido el riesgo de esconderse en el pub —dijo.
—Yo también pienso de esa manera.
Crabbie sacó su pipa y yo mis cigarrillos. Le pedí prestado el encendedor y aspiré el humo de un Marlboro Light.
—¿Sabes por qué los magos no revelan sus trucos? —le pregunté.
—¿Por qué, Sean?
—Porque la forma en que lo hacen (objetos mellizos, movimientos que desorientan, mirar tu carta cuando no te das cuenta) por lo general es tan estúpida que saben que solo sentirás desprecio por ellos cuando la averigües. Apuesto a que nos estamos perdiendo algo en este asunto que es verdaderamente estúpido y obvio.
—Para mí no es obvio.
—Ni para mí… aún.
Nos quedamos sentados y fumando durante veinte minutos, pero incluso a pesar de que estábamos en la escena del crimen, de que teníamos dos buenos cerebros de policías y de que estábamos lubricados con nuestro tabaco favorito, la iluminación no llegaba a nosotros.
Cerramos con llave el pub y regresamos a la casa de los Fitzpatrick.
Mary y Annie ya habían llegado. Les dimos la llave y las saludamos brevemente. Les presenté a McCrabban y expliqué lo que habíamos estado haciendo.
Mary preguntó si habíamos avanzado algo.
—Por desgracia, no —respondí—. Pero seguimos trabajando en ello.
—Me alegra saber que siguen trabajando en ello —dijo ella, mirándome significativamente.
—Continuaré hasta que me sienta tranquilo, de una manera u otra —repliqué.
—Eso está bien —dijo Mary.
—Bien, deberíamos marcharnos. Jane ha preguntado por ti —le conté a Annie.
En lugar de una mirada de placer, un gesto de cansada irritación cruzó su cara.
—¿De modo que preguntó por mí? —dijo, un poco tensa.
—De una manera muy amable —insistí.
—Ya debía haber dado a luz, ¿no? Sabía que saldría con algo así. Es bastante melodramática, a decir verdad.
—¡Annie! No seas ridícula. ¡No puede obligar al bebé a salir! —exclamó Mary.
Annie me miró en busca de apoyo, pero yo no pensaba meterme en ese asunto.
—Debemos irnos.
—Sí, tenemos que regresar —admitió McCrabban, y salimos a toda prisa hacia el BMW.
—¿Toleras Radio 3? —le pregunté.
—Es tu coche, amigo. Tus reglas —respondió.
Estaban poniendo la sinfonía N.º 3 de Brahms, lo que no era tan objetable.
Emprendimos el camino de regreso a Carrickfergus bajo un sol de agosto poco común. Avanzamos por la Tongue Loanen, atravesando prados de ovejas y vacas.
Llegamos hasta la estación después de coger la Taylor’s Avenue y el puente que cruzaba las vías del ferrocarril. Había un hombre mugriento de pie junto a una Toyota Hilux. Tenía un gorro con borlas con los colores verde y blanco del Celtic de Glasgow. Había algo desgarbado en sus rasgos. Una insolencia medida. Algo que hizo que tanto Crabbie como yo le prestásemos atención. En la Hilux había un chófer de barba pelirroja y en la parte trasera de la camioneta algo que parecía materiales de construcción cubiertos por una lona.
Pocas horas después Crabbie y yo pudimos dar una descripción de los dos hombres y el vehículo.
Pero jamás los atraparon.
Nunca lo hacen.
Atravesé el control y aparqué el BMW en la parte trasera de la comisaría, cerca de la pared reservada para los miembros del CID.
Brillaba el sol. Las aves cantaban. No se habían producido disturbios desde hacía varios días pero el accidentado viaje a la normalidad de Irlanda del Norte llegó a su fin esa tarde con una serie de atentados con bombas en comisarías.
La de Carrickfergus estaba ubicada en un cuartel policial muy apartado. Y eso era lo que probablemente la había salvado de lo peor del conflicto. Pero a todos nos llega, finalmente. La razón por la que la Fuerza Aérea de los Estados Unidos hizo blanco en Hiroshima era que, hasta ese momento, se había librado…
Crabbie necesitaba tabaco, así que caminamos hasta la tienda de Sandy Walker. Él entró y yo lo esperé. Delante se extendía un bonito panorama del lago y el castillo, y habría sido hermoso si no fuera por el hecho de que la marea estaba baja y la playa de Downshire estaba abarrotada de la habitual muestra de arte moderno formada por bolsas de plástico, carritos de compra, neumáticos, aguas residuales y el cadáver ocasional de alguna criatura marina.
Crabbie pagó, regresamos al cuartel y subimos a la planta superior.
Matty estaba junto a la máquina de café hablando con una agente de reserva guapa, pálida y de pelo oscuro a quien yo no conocía. Sentí un mínimo espasmo de culpa por no haberme puesto manos a la obra con su carta de recomendación, pero él no me había insistido al respecto, de modo que tal vez había cambiado de idea.
Matty nos preguntó a McCrabban y a mí si alguno de los dos queríamos una taza de té.
—Creo que no hace falta, amigo. Y parece que ya estás bastante ocupado —le dije, y le guiñé un ojo a Crabbie—. Ahora me pongo con la carta que querías, amigo.
—Muchas gracias —dijo Matty.
Entré en mi despacho y encendí la Apple, pero en lugar de escribir la carta de recomendación jugué a Beyond Castle Wolfenstein, resuelto a llegar al nivel en el que podría matar a Hitler.
Pasó el tiempo.
La muerte avanzó por la vera del lago…
Cerré los ojos un momento.
Hubo un ruido inmenso y una explosión y luego dos ruidos más.
La última bomba cayó muy cerca y las ondas percusivas hicieron trizas las ventanas de mi oficina, me arrancaron de la silla y me hicieron chocar contra la pared.
Había polvo por todas partes. Tenía sangre en la boca.
Una bomba, pensé. No… Una explosión de gas. No… Una bomba.
Me froté los ojos y miré el cuarto destrozado. La silla estaba encima del mueble archivador. El escritorio estaba dado la vuelta, la ventana había implosionado.
Estar en medio de un bombardeo dentro de un edificio no se asemeja a ninguna experiencia que uno haya vivido antes. Solo puede compararse con un terremoto. Todas tus certezas desaparecen. El mundo sólido se ha derrumbado y lo que queda es miedo y sobrecogimiento y el júbilo momentáneo de estar vivo.
El tiempo se ralentiza.
La adrenalina se dispara.
Histeria y shock, incluso entre nosotros, los profesionales más veteranos.
Oí gritos. El retumbar de una alarma de incendios. Me puse de pie, me enderecé y abrí la puerta de la oficina. Me sorprendió los pocos daños que se habían producido. Más tarde nos enteramos de que solo dos de las granadas habían dado en el blanco y que el resto de ellas habían errado y habían caído en el mar sin hacer daño.
Se había hundido el techo y había humo y escombros, pero no había fuego y las paredes de la comisaría estaban intactas.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó un hombre.
—Estoy bien —dije.
—Por aquí —dijo.
Dos agentes uniformados estaban tratando de levantar una losa de cemento que había aplastado las piernas de una mujer. Me sentí absurdamente fuerte y traté de ayudar, pero veinte hombres no habrían bastado. Y, de todas maneras, era demasiado tarde. Una viga metálica del techo le había atravesado el abdomen y estaba perdiendo sangre en grandes cantidades.
Estaba llorando y alguien le cogió la mano.
Me senté un momento.
Respiré polvo, tosí.
—Está sangrando —dijo alguien.
Me toqué el cuero cabelludo. No era más que un raspón.
—Tenemos que evacuar el edificio. Venga, permítame ayudarle, señor.
Afuera, al sol de agosto.
Llegaron hombres en ambulancias. Llegaron los bomberos. Incluso había un helicóptero.
Una manta me cubrió los hombros, me pusieron un té dulce en las manos. Una chica de pelo rubio me limpió la cara.
—Bébase el té —dijo—. Lo hará sentirse mejor.
Lo bebí y sí, me hizo sentirme un poco mejor.
Me asignaron al grupo de baja prioridad y hasta una hora más tarde no me llevaron al hospital Moyle de Larne, donde me dieron media docena de puntos en el cuero cabelludo y me entablillaron el esguince de la muñeca.
Fue en la sala de recuperación del pabellón de cirugía del Moyle donde me enteré de que se habían producido atentados simultáneos en seis comisarías y cuatro cuarteles del ejército. Las granadas de mortero que habían lanzado sobre la comisaría de Carrick eran de cuatro kilos y medio, mientras que en un ataque similar a la comisaría de Newry habían sido de veinticinco kilos, uno de los cuales había matado a nueve policías y había herido a treinta y siete.
En la comisaría de Carrick solo se habían producido dos bajas. La agente de reserva Heather McClusky y la persona con la que había estado conversando junto a la máquina de café: el inspector Matty McBride.