21: El agravio capilar de Kennedy

Por la mañana conduje hasta Antrim y visité al inspector Beggs para preguntarle sobre el robo en el despacho de Mulvenna y Wright donde Lizzie había realizado prácticas.

—Sí, investigué ese asunto —dijo, mientras introducía un cepillo limpiador en la cazoleta de su pipa de brezo.

—¿Y?

—Nada importante. ¿Quiere detalles? Por supuesto. Ustedes siempre quieren los detalles. Aguarde un momento, consultaré con la división de robos —dijo.

Se marchó por el pasillo y regresó con un expediente. Lo abrió y empezó a leer.

—Veamos. De Mulvenna y Wright robaron la caja del dinero en efectivo, dos altavoces de alta fidelidad y un cenicero ornamental. Fue el cuarto de una serie de robos que tuvo lugar esa Navidad en propiedades comerciales de Antrim y alrededores.

—Entonces había un patrón.

—Sí, y finalmente los atrapamos.

—¿Atraparon a los ladrones?

—Oh, sí. No eran genios criminales, créame. Eran unos pilluelos. A tres de ellos los cogimos in fraganti, cuando estaban atracando una carnicería a las dos de la mañana. Y no sabían nada de la muerte de Lizzie Fitzpatrick, lo que no es sorprendente.

—¿Puedo hablar con ellos? ¿Están presos?

—Qué gracia. Tan pronto los dejas salir con fianza, cruzan la frontera o huyen a Inglaterra. Hablar con ellos, dice.

—De acuerdo. Pero si entiendo bien lo que me dice, usted no encuentra ninguna conexión entre el robo en el despacho jurídico y la muerte de Lizzie que ocurrió pocos días después, ¿es así?

—¿Cómo podría haberla?

—No lo sé. Supongo que tendrá los nombres de los atracadores.

Me pasó la hoja de arresto.

—Tampoco creo que le sirva de mucho —añadió con una sonrisa.

Los nombres eran Mickey Mouse, Dick Turpin y Robin Hood.

—¿De modo que estos ladrones habían cometido toda una serie de atracos en Antrim?

—Así es. Mulvenna y Wright era solo un lugar más de su lista.

—¿Y cómo estaban conectados? ¿Por las huellas dactilares?

Modus operandi. Geografía. Cronología. Cuatro robos en un par de manzanas.

—Mmmm —dije, y me froté el mentón—. ¿Entonces es un callejón sin salida?

—Eso es lo que pensamos… ¿Qué tal va su investigación? —me preguntó Beggs cuando yo ya había procesado toda la información.

Me encogí de hombros.

—Supongo que prácticamente he terminado. Me he entrevistado con todos los que se me ocurrieron, excepto el tal Lee McPhail.

Beggs sonrió.

—Le encantará. Es todo un personaje.

—Ah, ¿sí?

—Oh, sí. Un cabronazo alto y medio calvo.

—¿Usted me había dicho que había tenido algunas condenas?

—Efectivamente. Fraude con el subsidio de desempleo. Fraude con el cuentakilómetros. Estupro.

—Cuénteme lo del estupro.

—Él se creía un seductor en una época. La chica tenía dieciséis años. Él, treinta y siete. El padre de ella se enteró. Él no la había forzado, pero por eso se considera estupro y no violación, ¿verdad?

—Eso no estaba en el expediente.

—El caso se suprimió del historial debido a la edad de la víctima.

—¿Y usted cómo lo averiguó?

—Tal vez yo no sea el policía campesino y perezoso por el que usted me toma, Duffy.

—Eso no es justo. Yo no lo tomo a usted por nada. Al parecer ha hecho un muy buen trabajo en este caso.

—Oh, muchas gracias.

—¿Considera que McPhail es un sospechoso probable por la muerte de Lizzie?

—Yo no pondría la mano en el fuego por él, pero no lo considero sospechoso de esa muerte porque esa muerte fue un accidente.

Suspiré y negué con la cabeza.

—Tal vez termine adoptando su manera de pensar.

—¡Oh, no permita que yo lo influya, inspector Duffy! Usted es de la Special Branch —dijo.

No mordí el anzuelo. En cambio, le agradecí el tiempo que me había dedicado y conduje hasta Belfast.

Fue un trayecto complicado. Llovía y había controles del ejército por todas partes, y a los soldados nunca les ha gustado mi pinta. Aparqué el BMW en la comisaría de la calle Queen y cogí un taxi negro hasta la antigua fábrica DeLorean.

Cuando llegué a Dunmurry, el candidato a parlamentario Joe Kennedy ya estaba dentro. La vieja fábrica estaba convirtiéndose en lo que un estandarte anunciaba como «Nuevas y excitantes sociedades del sector público y el privado».

Delante de las instalaciones había una multitud pro-Kennedy y una multitud anti-Kennedy aguardando al político. Exhibí mi credencial de la Special Branch y conseguí llegar con bastante facilidad hasta las vallas de contención. Llovía y entre los dos grupos sumaban unas cien personas. El reverendo Ian Paisley, parlamentario y eurodiputado, intentaba enardecer a los opositores con una arenga sobre el Anticristo y el fin de los tiempos, pero la lluvia estaba poniéndoselo bastante difícil.

Esperé junto al portón.

Era una de esas típicas y deprimentes escenas de Belfast: nubes bajas, chimeneas de centrales eléctricas escupiendo muerte gris, pavimento grasiento, Land Rover de la policía, helicópteros del ejército, una muchedumbre alquilada de desquiciados religiosos, equipos de cámaras televisivos en busca de bocados visuales para el informativo de la noche.

Esperamos y esperamos. Por fin, una limusina se detuvo delante del portón, pero no salió ni entró nadie y los cámaras volvieron a apagar sus luces.

Sopló viento desde el lago y cayó un poco de granizo.

—¡Enviad al Anticristo de vuelta a Estados Unidos! —bramó Paisley antes de lanzarse a un oscuro himno que ninguna otra persona, incluyendo a su intérprete de sintetizador, parecía conocer.

—¿De dónde eres, amigo? —me preguntó un oficial de la policía antidisturbios.

—De la Special Branch —respondí.

—Jesús, pensaba que vosotros teníais mejores cosas que hacer que perder el tiempo con esta mierda.

Antes de que pudiera responder, el portón comenzó a abrirse lentamente y la multitud avanzó contra las vallas de contención. Se oyó el chisporroteo de la radio policial y los polis de Belfast formaron una hilera.

—Que tus hombres estén listos, McDougal —le dijo un oficial antidisturbios a un hombre pequeño y macizo de cara roja y casco protector.

—De acuerdo, muchachos. Si es necesario, avanzaremos con suavidad. El mundo entero nos mira, como se dice —ordenó el hombre de cara roja a sus agentes.

Se abrió la puerta de la limusina, salió el chófer, caminó hasta la puerta trasera y la abrió. Una limusina, válgame Dios. Ni siquiera Thatcher o la reina usaban limusinas.

Hubo befas y ovaciones y rechiflas y en ese momento alcancé a ver a Kennedy, sus gorilas y hombres del gobierno que salían de la antigua fábrica de automóviles. Paisley empezó a cantar «Jesús me ama y yo lo sé» con su apocalíptico stacatto de Ballymena.

Kennedy daba la impresión de no inmutarse ni por la lluvia, ni por el granizo ni por el recibimiento. Su padre era el senador mártir de Nueva York; su tío, el presidente mártir; su otro tío, Teddy, era el actual senador de Massachusetts. Y él era el delfín.

Sonrió y saludó con la mano a rostros que no sonreían. Tuve que admitir que era imponente. Lo primero que te llamaba la atención era el pelo. El pelo de Kennedy era mucho más avanzado que cualquier cosa que Irlanda pudiera ofrecer. Era un pelo de la era espacial. Un pelo para el nuevo milenio. El pelo irlandés había quedado fijado en 1927. El pelo de Kennedy había llevado al hombre a la jodida luna.

Joe Kennedy había heredado buena parte del encanto de sus tíos, así como su inescrupulosidad con las mujeres. A principios de la década de 1970 había protagonizado un choque con un jeep que había dejado a una mujer paralizada pero del que él había salido ileso. Aunque eso no tenía importancia en Irlanda; aquí lo que importaba era el traje azul, la muy calculada desenvoltura que emanaba de cada uno de sus bronceados poros y los rizos alejandrinos de sus mechones rubios.

Una atractiva periodista —obviamente estadounidense— se acercó con un micrófono.

—¿Qué opinas del recibimiento que te han dado aquí hoy, Joe? —preguntó.

—Siempre estoy encantado de encontrarme con hombres y mujeres de Irlanda, Sandy, incluso cuando no están de acuerdo conmigo —respondió Kennedy fluidamente, con dientes que resplandecían como un láser antimisil.

—¡Vuelve a tu casa, vago! —gritó alguien de entre la multitud.

—¡Estoy en mi casa! —respondió Kennedy con una sonrisa afable.

—¿Piensas presentar tu candidatura al congreso? —preguntó la periodista.

Kennedy sonrió y negó con un movimiento de cabeza.

—Sandy, no he venido a hablar sobre el congreso. Estoy aquí para hablar de justicia para el pueblo irlandés. ¡He venido a hablar de cómo poner fin a la política británica de dividir Irlanda!

Más silbidos de la muchedumbre.

—¿Y cuál es el propósito de tu visita a esta fábrica en particular?

—La principal preocupación de nuestro equipo investigador es asegurarse de que cualquier proyecto que reciba dólares de los contribuyentes estadounidenses emplee al mismo número de católicos y protestantes. Ya que, como tú sabes, Sandy, durante siglos, durante milenios, durante demasiado tiempo, ¡los católicos de Irlanda han sufrido a manos del imperialismo británico!

La periodista y los acompañantes asintieron con un gesto. Esto funcionaría muy bien esta noche en el sur de Boston. Los manifestantes conocían su papel y volvieron a abuchear en masa. Para ellos, Joe Kennedy y el clan entero de los Kennedy representaban todo aquello que despreciaban de la diáspora irlando-norteamericana: ricos, entrometidos, con buenas intenciones pero básicamente bastante estúpidos…

Yo había dejado de escuchar a la periodista y estaba prestando atención al entorno. Había dos hombres junto a Kennedy. Uno de ellos era Gerry Adams, un parlamentario local y presidente del Sinn Fein; y el segundo era el organizador de esta visita, Lee McPhail. Yo había cogido la fotografía de Lee del expediente y la había estudiado, pero era innecesario, ya que ese hombre era totalmente inconfundible. Un metro noventa y tres, manos enormes y un rostro lobuno casi oculto tras una descuidada barba entrecana.

—¡Decid no a los terroristas y sus simpatizantes! ¡Decid no al reinado de Roma! ¡Decid no a la Bestia y al Anticristo! —aulló, sin necesidad de megáfono, el reverendo, parlamentario y eurodiputado Ian Paisley.

La multitud avanzó sobre las improvisadas vallas de contención, que parecían muy frágiles.

Y entonces, de una manera bastante abrupta, todo se fue a la mierda.

Las vallas cedieron, el pequeño grupo de policías quedó rodeado por los manifestantes y el probable congresista sin duda se preguntó si sería la próxima víctima de la maldición de los Kennedy.

—¡Sacadlo de aquí! —gritó alguien.

Un huevo cayó sobre la cabeza de Kennedy y tuvo suerte de que no fuera un pedazo de ladrillo. El oficial de la policía antidisturbios y yo mismo apartamos de un empujón a la periodista de la televisión y empezamos a empujarlo hacia el coche.

—¿Qué estáis haciendo? —exclamó Lee McPhail.

Kennedy pensó que lo estábamos atacando y me lanzó un hábil gancho de izquierda que me acertó en medio de la cara.

—¡Joder, soy policía, tiene que salir de aquí! —grité, y lo empujé hacia la puerta abierta de la limusina.

La multitud se abalanzó detrás de nosotros. Oí el estampido de una bala de goma, Paisley empezó a gritar sobre la Puta de Babilonia, pasando de lo hierático a lo popular. McPhail, Adams, Kennedy y yo mismo entramos al mismo tiempo en la limusina.

—¡Conduzca! —le grité al chófer de la limusina.

—¡Hay gente delante! —respondió él.

—¡Entonces conduzca lentamente, pero no deje de avanzar, joder!

McPhail cerró la puerta de la limusina y comenzamos a avanzar poco a poco entre la muchedumbre. Había manifestantes golpeando el techo y las ventanillas y pasaron unos tensos cinco minutos hasta que llegamos a la calle principal.

—¡La policía lo hizo a propósito! —declaró Gerry Adams.

Joe Kennedy estaba demasiado conmocionado para hablar. Le pasé un pañuelo para que se limpiara el huevo del pelo.

Miré a Adams. Él no se acordaba para nada, pero nos habíamos encontrado una vez en la prisión de Maze. Probablemente era algo bueno, ya que en aquella ocasión yo me había enfadado bastante con él.

—¿Y usted quién es? —dijo Adams cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando.

—Inspector Sean Duffy, de la Special Branch de la RUC —respondí.

—Voy a informar de esto. Es evidente que todo lo que ha ocurrido ha sido orquestado por el Servicio de Inteligencia británico para humillar a la familia Kennedy —dijo.

—Es evidente que usted no ha tenido mucho trato con el Servicio de Inteligencia británico si cree que podrían armar algo así —contesté.

—Yo creo que el inspector Duffy nos ha salvado el pellejo —intervino Lee McPhail.

—Eso es lo que se espera que pensemos. Todo esto ha sido una trampa —insistió Adams.

—¿Dónde está Helen? Tengo el pelo arruinado —se quejó Kennedy.

La limusina ya había llegado al centro de Belfast y avanzaba en dirección a Falls Road.

—¡Es hora de que se baje del vehículo! —me dijo Adams.

—¿Le importa que tengamos una conversación? —le pregunté a McPhail.

—¿Quiere hablar conmigo? —dijo.

—Usted es un hombre difícil de localizar.

—¿Hablar de qué? —preguntó con toda tranquilidad.

—Sobre la muerte de Lizzie Fitzpatrick. Soy de la brigada de casos abiertos y estamos analizando su muerte desde otro ángulo. ¿Sabe de qué hablo?

Él asintió.

—Efectivamente. Sí, me bajaré con usted. ¡Pare aquí, chófer!

—¿Quién es Lizzie Fitzpatrick? —preguntó Kennedy.

—Eso. ¿Quién es Lizzie Fitzpatrick? —quiso saber Adams.

—La cuñada de Dermot McCann —explicó McPhail. No era necesario explicarle a Adams quién era Dermot McCann.

La limusina se detuvo en Great Victoria Street. Lee abrió la puerta del vehículo.

—Gracias por el pañuelo —dijo Joe Kennedy.

—De nada. Disfrute del resto de su estancia en Belfast. No estamos todos desquiciados. Solo lo parecemos.

Lee y yo nos bajamos y la limusina se incorporó al tráfico.

—¿El bar Crown? —sugirió Lee.

—Perfecto.

Esquivamos autobuses, Land Rovers de la policía y taxis negros y entramos en el Crown.

Era mi pub favorito de Belfast, no solo porque consistía en un salón Victoriano con lámparas de gas, o porque mi película preferida se había rodado allí (Larga es la noche, de Carol Reed) o porque servían una cerveza negra excelente… No, me gustaba porque estaba dividido en docenas de acogedores reservados, donde podías cerrar la puerta y tener una conversación confidencial.

—¿Qué va a tomar? —le pregunté.

—Lo mismo que usted —dijo, lo que era una manera inteligente de calibrarme.

—Dos Black Bush y dos Guinness, por favor —le dije al barman.

Llevamos las bebidas a un reservado íntimo cerca de las ventanas de la parte delantera.

—Y bien. Lizzie Fitzpatrick —dijo Lee.

—He hablado con sus compañeros de pesca —expliqué.

—Supongo que el cabrón de Arnie Yeats le dijo que yo no quería llamar a la policía.

—Sí que me lo dijo. ¿No es cierto?

—Claro que es cierto. Yo vengo de Ardoyne, hijo. Nací y me crie allí. Y si algo he aprendido en este triste mundo es que uno no proporciona voluntariamente información a la policía.

—¿Por qué no?

—Por dos razones. Uno no se chiva. Y, en segundo lugar, tratarán de endilgártelo a ti, sea lo que sea.

—¿Quiere hablarme de la noche de la muerte de Lizzie?

—De acuerdo.

Repitió la línea temporal que habían trazado Yeats y Barry Connor. O bien esa parte era cierta o los tres se habían puesto de acuerdo para contar la misma historia.

—De modo que a las once y media usted ya había dejado a sus dos amigos en Belfast. ¿Qué hizo después?

—Me fui a casa.

—¿Dónde vive?

—Como si no lo supiera… Botanic Avenue.

—A dos minutos de la casa de Barry.

—Sí.

—¿Entonces a las once y media ya se encontraba sano y salvo en su cama?

—Sí.

—Estuvo intentando ligar con Lizzie Fitzpatrick la noche de su muerte, ¿verdad?

Lee dio un gran sorbo a la Guinness y me sonrió. Tenía una sonrisa fácil y una mirada alerta.

—¿Debo interpretar su razonamiento, inspector Duffy? ¿Cree que dejé a mis compañeros en Belfast a las once y media y luego volví a toda pastilla a Antrim para asesinar a una niña que había rechazado mis intentos de ligármela y a continuación diseñé este plan jodidamente elaborado para hacer que pareciera que el pub estaba cerrado desde el interior y que ella se había caído de la barra? ¿Y que hice todo eso justo antes de que llegara la policía y derribara la puerta?

—Bien, ¿lo hizo?

Se rio.

—¿Quién lo ha metido en esto? ¿Annie McCann? —me preguntó con una mirada ladina bajo sus gruesas cejas negras.

—Nadie me metió en esto. Pertenezco a la brigada de casos abiertos. Nos dedicamos a estas cosas —dije. No me convenía que siguiera por esa línea de deducción.

—Ustedes se ocupan de homicidios no resueltos. La investigación del juez de instrucción determinó que la muerte de Lizzie Fitzpatrick fue un accidente.

—No, el juez declaró que era un caso abierto.

—Vamos, es lo mismo.

—No exactamente.

Lee terminó su pinta y puso el vaso sobre la mesa.

—¿Otra? —sugirió.

—Sí, de acuerdo.

Volvió con dos pintas de Guinness y dos cuencos de estofado irlandés.

Comimos y bebimos y cuando acabamos Lee me ofreció uno de sus cigarrillos Camel.

—Y bien —dijo—. ¿Cómo terminó un tipo prometedor como usted en la brigada de casos abiertos de la RUC?

—¿Un tipo prometedor?

—Usted acabó con esos asesinos de maricones unionistas de Rathcoole. Le dieron una medalla. He hecho algunas averiguaciones sobre usted, Duffy.

—¿Averiguaciones?

—Era necesario, después de que Barry me llamara y me dijera que estaba haciendo preguntas sobre mí.

—Suena razonable.

—Apuntaba a lo más alto, pero de pronto la historia se desvanece durante un tiempo, ¿y ahora está en esta gilipollez de la brigada de casos abiertos? ¿Qué le sucedió, muchacho?

—Enfadé a la gente equivocada.

—¿Qué gente equivocada?

—No es asunto suyo, McPhail.

Asintió.

—Fue el jefe de Policía, ¿verdad? Un pajarito me contó que les jodió el caso DeLorean. ¿No?

—¡Jesús! ¿De dónde ha sacado eso?

—Del mismo pajarito.

—Su informante avícola estaba equivocado. Yo no jodí nada. ¿No leyó los periódicos? DeLorean está imputado por el FBI. Irá a la cárcel —dije.

—Eso no es lo que me han dicho, sino que saldrá libre.

A decir verdad, yo había evitado cualquier mención del caso DeLorean en los periódicos, pero la valoración de Lee no me sorprendía. El equipo del FBI a cargo de DeLorean con el que yo me había topado no parecía estar formado por los policías más competentes del planeta.

—Hablemos de usted, Lee. Es todo un ascenso haber pasado de periodista, delincuente de poca monta y violador a un personaje que se junta con gente como los Kennedy.

—No se pase con los comentarios sobre la violación, Duffy. A ella le faltaba una semana para cumplir diecisiete años. Al otro lado del agua eso ni siquiera sería delito.

—De todas maneras… Los Kennedy.

—El abuelo del futuro congresista era un criminal, un contrabandista y un matón de poca monta. Toda esa jodida familia está corrupta de arriba abajo. Bobby era el único decente de ellos.

—Jesús, qué comentario más agradable.

—Usted es católico, ¿verdad?

—Sí —dije.

—Bueno, entonces no sigo. Estoy seguro de que sus padres tienen una fotografía enmarcada de JFK en el salón.

—Sí que la tienen.

—No era ningún santo, y Joe tampoco lo es. Todos creen que podría llegar a ser presidente, pero entre usted y yo, y que no salga de estas cuatro paredes…, no tiene la más mínima posibilidad.

—Me crucé con Adams una vez, en Maze. No me recuerda —dije.

—Considérese afortunado, Duffy. No le conviene que lo recuerden. La única manera de sobrevivir es mantener la cabeza gacha. Baje la cabeza durante cincuenta años.

—¿Cincuenta años? ¿Es entonces cuando debe comenzar la edad de oro?

—No. Ese es el momento en que el resto de Europa estará tan arruinado como Irlanda. Cuando el petróleo se haya acabado, los americanos hayan regresado a su país y los chinos dominen el mundo.

—Volvamos al condenado asunto que nos ha traído aquí.

—Adelante.

—Esa noche en el Henry Joy McCracken… ¿Es posible que hubiera alguien escondido en el baño?

—¿En el baño?

—Sí. ¿En el de damas, tal vez?

—Quizá en el de damas. En el de caballeros no. Todos entramos en él en algún momento y no había nadie.

—¿Está seguro?

—Por supuesto. ¿Y cómo podría haber salido? Las puertas estaban cerradas con llave desde el interior, y tenían el cerrojo echado, ¿verdad?

—Que estuvieran cerradas con llave no significa una mierda. Esas viejas cerraduras pueden forzarse con un poquito de habilidad. Lo que no puedo explicar son los cerrojos en la puerta de delante y de atrás. Unos enormes cerrojos deslizantes que solo pueden moverse desde el interior. Pero digamos que si el asesino se hubiera escondido en el baño de damas y luego de alguna manera hubiera conseguido salir después de que derribaran la puerta…

—Eso suena posible —admitió Lee.

—Sí, pero no lo es. Eso no fue lo que ocurrió. Cuando derribaron la puerta, un agente se ubicó en la entrada hasta que aparecieron los del Departamento de Investigación Criminal. Y cuando estos llegaron, revisaron todas las instalaciones y no encontraron a nadie.

—Entonces es un verdadero misterio, ¿verdad? —dijo Lee.

—Solo es un misterio si no fue un accidente.

—Bien, entonces usted está fuera de peligro, Duffy. Fue un accidente.

—Hay dos patólogos que piensan otra cosa.

Se echó a reír.

—Me alegra que sea su dolor de cabeza y no el mío.

—¿Por casualidad notó si alguna de las bombillas de ese sitio funcionaba mal?

—No noté ningún problema con las bombillas. No estoy diciendo que no lo hubiera, pero yo no lo noté.

—Y después está ese jodido atraco.

—¿Qué atraco?

Le conté lo del robo en el despacho jurídico de Lizzie y cómo el inspector Beggs, el primer investigador del caso de Lizzie, creía que se trataba de una serie de atracos realizados por una panda de pilluelos.

—¿Conque pilluelos? No le haga caso. Los polis perezosos siempre culpan al IRA o a unos pilluelos de todos los crímenes sin resolver. ¿Este inspector Beggs es un tipo eficiente? —preguntó Lee.

—Ese es otro problema. Sí que lo es.

—¿Y qué opina sobre Lizzie Fitzpatrick?

—Oh, él ha sido muy claro al respecto. Fue un accidente.

—Es bueno tener certezas.

—¿Verdad? Escúcheme, ¿cómo consiguió eliminar el cargo de estupro?

—Me casé con ella.

—Eso ayuda, ¿verdad?

—Sí.

—¿Sigue casado con ella?

—No funcionó. ¿Otra ronda?

—Sí, por qué no.

Pidió otra ronda y yo pedí otra ronda y seguimos así el resto del día.

Me empezó a palpitar el ojo en la zona donde Kennedy me había golpeado y Lee salió durante cinco minutos y volvió con un bistec congelado.

—Póngaselo y quedará como nuevo. Y si no, demande a ese cabrón. Él puede costeárselo.

Me caía bien Lee McPhail. No lo deseaba, pero no podía evitarlo. Era alegremente amoral y despreciaba a todos los bandos de las absurdas guerras religiosas de Irlanda del Norte. Para él el nacionalismo era una resaca perversa del siglo XIX, y cuanto antes empezaran todos a pensar en sí mismos en lugar de en el país, mucho mejor.

Bebimos hasta la hora de cerrar y fui andando hasta la comisaría de la calle Queen, donde había aparcado el BMW. Los policías no me dejaron llevármelo con el argumento de que me encontraba en estado de ebriedad, lo que bien podía ser cierto después de nueve o diez pintas de cerveza negra, pero de todas maneras armé un escándalo.

—Olvídelo, Duffy, busquemos un taxi —dijo Lee.

Encontramos una parada de taxis y nos despedimos como viejos amigos…

Llovió durante todo el trayecto hasta Carrick y el taxista me cobró cinco libras más porque mi destino estaba fuera de zona. Le pagué y cuando se marchó reparé en un coche desconocido aparcado fuera de mi casa. Un Jaguar negro. Sabía que prácticamente cualquiera de los bandos podría haber mandado a un grupo de asesinos para matarme, pero estaba demasiado alcoholizado, cansado y harto como para ponerme nervioso por eso.

Llegué hasta la mitad del sendero cuando noté que salía música de la sala. Con un poco de dificultad saqué el revólver reglamentario y puse la llave en la cerradura.

—¿Quién anda ahí? —pregunté en tono firme mientras abría la puerta de un empujón.

—¿Estas son horas de llegar? —preguntó Kate desde la sala, en tono igualmente firme—. La cena está arruinada. Sabía que esta era una mala idea.

Guardé el arma.

Ella salió al vestíbulo y me miró con preocupación.

—¿Qué te ha pasado en el ojo?

—El sobrino del presidente Kennedy me dio un golpe en la cara.

—¿Qué?

—No te pongas como si fuera un incidente diplomático. No lo hizo a propósito. Al menos, eso creo.

—¿Tienes un bistec? Deberías ponerte un bistec sobre el ojo —dijo.

—Ya he hecho todo eso del bistec. Aunque me vendría bien un trago. Cualquier cosa que no contenga alcohol. Creo que hay zumo de lima en la nevera.

Pasé a la sala. Kate había escuchado mi colección de Motown y había llegado hasta Gladys Knight and the Pips.

Me trajo el zumo de lima y una bolsa de hielo.

—Tal vez debería prepararte un baño o algo así —dijo.

—¿De verdad has hecho la cena?

—Sí. Pasta.

—Eso estaría bien.

—A esta altura se habrá pegado toda.

—Estoy seguro de que sabrá bien.

Comimos sentados a la mesa de la cocina.

«Y estaré con él en ese tren de medianoche rumbo a Georgia. Prefiero vivir en su mundo que vivir en el mío sin él…», cantó Gladys Knight en la sala.

La pasta estaba un poco seca pero bastante buena. Cuando terminamos, ya era más de medianoche.

—¿No vas a preguntarme cómo entré aquí? —dijo Kate.

—Supongo que en el MI5 tienen sus métodos.

—Me dejaron entrar los vecinos. La señora Campbell. Tuvimos una bonita charla sobre ti.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Me dijo que estuvo preocupada por ti un tiempo —dijo Kate, con un brillo en los ojos.

—¿Ya no?

—Ya no. Cree que ahora te está yendo mucho mejor.

—Eso es bueno.

—¿Te está yendo mejor, Sean?

—A pesar de las apariencias… Sí. Tengo algo en que clavar los dientes. Todos necesitamos un trabajo. De lo contrario piensas demasiado y ya sabes a qué lleva eso…

Formé un arma con la mano, me llevé el dedo del cañón a la cabeza e hice el gesto de apretar el gatillo.

—Hemos recibido nuevas informaciones. Creemos que Dermot podría estar en Alemania.

—En Alemania. ¿Por qué estaría en Alemania?

—¿Preparando un ataque a una de las bases del Ejército británico que hay allí?

Negué con la cabeza.

—Lo dudo. Cuando Dermot se pronuncie, lo hará con algo muy grande. Algo espectacular. No se tratará de un ataque a una lejana base del Ejército británico en la jodida Alemania.

De pronto sentí un dolor penetrante en el ojo.

—¡Jesús! Ese cabrón realmente me ha jodido.

—Déjame prepararte un baño, Sean —dijo ella, en un tono bastante dulce.

—Eso es sorprendentemente íntimo.

—Que no se te ocurra ninguna idea rara. Es solo un baño.

Cuando subió a la planta superior, me preparé rápidamente un cóctel de vodka y la seguí.

Había encendido la estufa de parafina en el rellano y estaba mirando mi biblioteca. No era tan potente como mi colección de discos. Mayormente novelas, pero una buena cantidad de ellas eran de los clásicos de Penguin. Los sospechosos habituales: grandes nombres del siglo XIX, los estadounidenses, algún que otro gabacho y los poetas Beat. La dejé con ello y me metí en la bañera. Que hubiera agua caliente a esa hora de la noche era un milagro menor. Empecé a beber el cóctel de vodka y se me subió directo a la cabeza.

—¿Te molesta si leo esto? —me preguntó desde el dormitorio.

—¿Qué es?

Los monederos falsos.

—No se trata de lo que tú crees que se trata… Oh, espera, probablemente ya lo sabes. Coge un libro para mí también, ¿quieres?

—¿Cuál?

—Cualquiera… No, en el estante de abajo, a la izquierda, tráeme la biografía de JFK.

Abrió la puerta y deslizó recatadamente el libro por las baldosas del suelo.

—Gracias.

Levanté el gran volumen de tapa dura, que había sido un regalo de Navidad de mis padres que yo jamás había tenido ganas de leer. Lo abrí, leí un par de párrafos y lo hice a un lado. Nada me importaba menos que los jodidos Kennedy. Terminé el cóctel, dejé el vaso en el suelo junto a la bañera y me sumergí en el agua. Miré fijamente el mapa del mundo estampado en la cortina de baño. Australia estaba toda arrugada en una esquina. Groenlandia era demasiado grande.

—Supongo que querrás saber cómo va la investigación… —dije.

—No me importaría enterarme de lo que has averiguado.

—No he encontrado al asesino de Lizzie. De hecho, ni siquiera sé si fue asesinada. Y si no lo fue, no sé si Mary Fitzpatrick me proporcionará el paradero de Dermot.

—Si lo conoce.

—Buena observación. Pero ella se mueve en viejos círculos republicanos. Tiene algunos contactos de antaño. Oye, debería haberle preguntado a Gerry Adams dónde se encuentra Dermot. Hablé hoy con él.

Me daba vueltas la cabeza. El vodka había sido un error.

Kate dijo algo.

—¿Qué?

Ella volvió a decirlo.

No le presté atención y me sumergí bajo el agua. Salí a la superficie; todavía me dolía el ojo.

—Oye, podrías prepararme otro cóctel, verdad. Jamás lograré dormirme con el ojo así.

Ella dijo algo que podría haber sido «Creo que ya has bebido bastante».

—Me muero de sed.

—¿Estás presentable?

—La bañera está llena de espuma.

—Te traeré un poco de agua.

Regresó con un vaso de cerveza lleno de agua con hielo. Lo bebí y se lo devolví.

Se sentó sobre el cesto de la ropa sucia.

—He averiguado tu nombre completo. Una seguridad bastante deficiente de tu lado. ¡Kate Prentice!

—Te lo habría dicho. No es ningún secreto.

—Eso lo dices ahora, cuando ya lo he averiguado. Hazme un favor, pásame ese libro. —Me dio la biografía de JFK y regresé al párrafo que había leído poco antes—. Escucha esto… Todo tiene que ver con el pelo de Kennedy. Aquí dice que el 22 de noviembre de 1963 la Cámara de Comercio de Fort Worth le dio a Kennedy un Stetson en el hotel Fort Worth. Sus asistentes le rogaron que lo llevara puesto en el recorrido por Dallas porque ese detalle le encantaría a la gente. Pero John Kennedy tenía un pelo grandioso y la política de no dejarse fotografiar nunca con sombrero. Se negó a ponerse el Stetson y todos sabemos qué ocurrió.

—¿Qué?

—El tercer disparo de Oswald acertó a JFK en el centro mismo de su inconfundible corte de pelo. Si hubiera tenido el Stetson puesto, toda la historia del mundo habría sido diferente.

—¿Se lo has comentado al sobrino del presidente? ¿Fue por eso por lo que te golpeó?

—Me golpeó por accidente. ¡Fue un malentendido!

—Creo que deberías tomar un par de aspirinas y meterte en la cama.

—De acuerdo.

—Me marcharé para que puedas salir.

Me puse la bata, tomé dos aspirinas y me tumbé en la cama. La cabeza volvía a dar vueltas y me palpitaba el ojo.

Kate se sentó a mi lado y me ayudó a taparme con la manta.

—Bésamelo para que se mejore —dije—. Y di «sana, sana».

—Sana, sana —dijo ella.

No me besó, pero estaba bien. Sonreí bajo las frescas sábanas y en menos de media docena de latidos me quedé dormido.