27: A treinta y dos kilómetros de Brighton

Kate, Tom, yo mismo y «Alex», un joven chófer del MI5, esperamos junto al teléfono en la habitación 301 del hotel Mount Royal. El SAS y miembros de la Special Branch de la policía metropolitana estaban en alerta, listos para actuar apenas se les avisara.

No pasó nada.

Tuvimos hambre y pedimos servicio de habitación; jugamos al póquer y vimos Porridge y el programa de snooker en la BBC2.

El teléfono no sonó hasta quince minutos antes de la medianoche.

La llamada era de un teléfono público.

Preguntó por mi nombre y en recepción la conectaron con mi habitación. Teníamos el teléfono en altavoz.

—¿Duffy?

—Aquí estoy.

—El número 11 de Market Road, Tongham, Sussex. Si no está allí ahora, lo estará pronto.

—¿Estará solo o…?

La línea se desconectó.

Tongham era una aldea grande que se encontraba a treinta y dos kilómetros al norte de Brighton. El número 11 de Market Road estaba justo en las afueras de la ciudad. Una cabaña con un bosque detrás y prados delante. Un lugar apartado donde nadie te molestaría.

Kate hizo unas llamadas en el camino y el equipo de investigación averiguó que se trataba de una propiedad alquilada. El dueño estaba en España.

Llegamos en seis Range Rover. Uno para nosotros, dos para los de la Special Branch y tres para la unidad de intervención inmediata del SAS.

Aparcamos en la carretera a cuatrocientos metros de nuestro destino y esperamos que los del SAS hicieran su trabajo. Tenían vestimentas negras de camuflaje, chalecos antibalas y pasamontañas. Llevaban fusiles de asalto MP5 y algunos estaban armados con pesadas ametralladoras.

Hicieron un reconocimiento del lugar durante una hora y veinte minutos. Usaban cámaras detectoras de calor y, a través de un agujero que practicaron en una pared exterior, insertaron una diminuta videocámara.

Nosotros no colaboramos en nada. Nos quedamos sentados, observando, esperando y fumando en el coche.

Nadie hablaba.

De pronto, el equipo del SAS entró. Derribaron la puerta principal y entraron uno tras otro al estilo de un equipo SWAT.

Salieron diez minutos más tarde.

Uno de ellos nos hizo la señal de que nos acercáramos.

Era fácil darse cuenta de que el sitio estaba abandonado por la absoluta falta de excitación que reinaba en el equipo.

Kate interrogó al comandante del SAS, un sargento de la zona de Tyneside que ya estaba fumando un cigarrillo para reducir el efecto del golpe de la adrenalina.

—¿Hay alguien dentro? —preguntó.

—No, y no soy ningún experto, pero aseguraría que la casa lleva mucho tiempo vacía —respondió en tono de asco.

—Nuestra información era fiable —dijo Kate a la defensiva.

—Sí. Fantástico. Debemos irnos, nuestra tarea ha terminado y nos va a llevar un tiempo infernal volver a Hereford —replicó el sargento.

—Es un buen ejercicio para vosotros, muchachos —sugerí débilmente.

—Si usted lo dice —murmuró el sargento.

Cuando los del SAS se marcharon, Kate mandó entrar al equipo forense de la Special Branch, que estaban vestidos con monos blancos con capucha y llevaban guantes de látex.

Ya no estábamos en 1984. Ahora habíamos pasado a La naranja mecánica.

Kate sacó un termo de té y lo bebimos mientras los drugos hacían su trabajo.

—¿Estás seguro de tu información, Sean? —me preguntó Kate. Era la primera vez que expresaba alguna duda.

—Tú sabes quién es la fuente. Y sabes por qué me reveló ese dato.

Kate frunció el ceño.

—¿Mary Fitzpatrick realmente delataría a su yerno?

—Al parecer nunca se llevaron bien. Y, como he dicho, me dio su palabra.

Kate asintió.

Los de la policía encendieron un ruidoso generador diésel para alimentar las luces y los otros equipos. El poli a cargo, un inspector jefe de nombre Dawson, nos dio su informe inicial media hora después.

—Parece que esta información está un poco obsoleta. Es difícil de decir exactamente desde cuándo, pero a juzgar por los excrementos de latones y las capas de polvo, yo diría que nadie ha residido en este domicilio desde hace varios meses.

—¿Está seguro? —preguntó Kate.

—Bueno, no puedo ser más preciso respecto de las fechas, pero es una estimación aproximada bastante buena. Nadie ha estado aquí en los últimos tiempos, eso sí es seguro.

Kate me miró. Su expresión era difícil de descifrar. No exactamente irritación, tampoco exactamente desilusión, pero algo por el estilo.

—¿Han obtenido alguna huella dactilar? —pregunté.

—Las hemos buscado pero no hemos descubierto nada —dijo Dawson.

Tom movió la cabeza y gimió.

—Qué desastre.

—¿No le parece un poco extraño, inspector jefe? —lo presioné.

—¿Extraño de qué manera?

—¿No han encontrado ninguna huella en toda la casa? ¿Alguna vez ha estado en la escena de un delito en la que no hubiera absolutamente ninguna huella?

Dawson era un tipo alto de bigote y pelo entrecano. No daba la impresión de ser estúpido, pero con los policías nunca se podía estar seguro.

—Nada de huellas. Ni una sola. Eso es muy extraño, ¿no? —insistí.

Dawson asintió.

—Sí, no es muy común.

—¿A qué apunta, Duffy? —intervino Tom.

—Sean está sugiriendo que en algún momento este sitio sí era un piso franco del IRA.

—Pero esa información lleva varios meses desactualizada —dijo Tom, y me miró con furia bajo la luz de la luna.

Dawson me examinó con evidente desdén. Mi acento irlandés y mi falta de uniforme de la policía podía hacerlo sospechar que yo era alguna clase de cerdo informante.

—Creo que estamos pasando algo por alto —dije.

—Lo engañaron, Duffy. Su informante lo engañó. Le dieron una pista verdadera pero se aseguraron de que estuviera muerta. Es una jugada clásica. Nos ocurre constantemente —dijo Tom.

—¿Puedo echar un vistazo? —le pregunté a Kate.

Kate miró a Dawson enarcando las cejas.

—Nosotros ya hemos terminado, adelante —respondió Dawson.

Entramos los tres.

Era una casa bastante desvencijada con olor a moho. Los polis habían instalado lámparas de arco, pero cuando accioné el interruptor se encendieron las luces, lo que me reveló dos cosas: la policía a veces descuidaba lo obvio y alguien seguía pagando el recibo de la electricidad.

Los muebles eran insulsos. Un par de sofás, sillas de plástico en la cocina, un televisor blanco y negro marca Grundig, de alrededor de 1970.

Dos dormitorios con dos camas en cada uno.

—Cuatro camas en total. Eso es lo que necesitaría una típica célula del IRA —le sugerí a Kate.

Ella asintió y tomó nota mental al respecto.

Cubiertos en los cajones, vajilla en el aparador. Una vieja caja de copos de maíz, leche en polvo, azúcar en una jarra de cristal, té en bolsas de plástico.

Junto al inodoro había un ejemplar del Sun de marzo de 1983. Examiné el periódico en busca de mensajes o de claves ocultas en crucigramas resueltos pero no había nada. En la página tres se veía a una rubia de grandes pechos llamada Suzanne, que esperaba llegar a ser cantante de crucero algún día.

Abrí los grifos del fregadero y comprobé que el gas funcionara.

—No hay teléfono, pero hay electricidad, gas y agua corriente —le dije a Kate.

—¿Y eso qué te hace pensar, Sean?

—La han usado antes y van a regresar —respondí.

Ya eran cerca de las cuatro de la mañana.

Kate se sentó a mi lado a la mesa de pino de la cocina.

—No te atormentes por ello, Sean. Estoy segura de que lo has hecho lo mejor que has podido —dijo con voz tranquilizadora.

—Deberíamos mantener vigilado este sitio. Van a volver. Pronto. Tenemos que reparar la puerta delantera y dejar todo tal cual estaba.

—Sean, mira, tú…

—Mary no me habría dado una información falsa. Van a venir.

—¿Y ella cómo podría saberlo, Sean? Tenemos sus teléfonos intervenidos, interceptamos su correspondencia.

—¡Ella lo sabe!

Kate puso su mano sobre la mía.

—Tienes que aprender a no tomarte estas cosas personalmente.

—No me lo tomo personalmente. Sé que tengo razón. Quiero que vigilen esta casa. Si no la están usando ahora, van a usarla. Necesito un equipo en este lugar veinticuatro horas al día. Yo formaré parte de él.

Ella reflexionó.

—Sé lo que me responderán en Gower Street; dirán que tenemos que usar nuestros recursos de la manera más sensata posible. Que esto es una quimera y una pérdida de tiempo.

—Entonces tendrás que convencerlos, ¿verdad? Un equipo de vigilancia, las jodidas veinticuatro horas del día.

Kate suspiró.

—¿Durante cuánto tiempo, Sean?

—Durante el tiempo que haga falta.

—En Gower Street querrán saberlo. Querrán saber con precisión qué compromiso se les pide.

—Ese es tu trabajo, Kate. Usa la diplomacia. Convéncelos. Dermot va a venir aquí. Lo sé. Puedo oler al cabrón. Está planeando un golpe espectacular y vendrá aquí con su equipo. Este es el sitio donde llevarán a cabo los últimos preparativos o donde se refugiarán cuando hayan terminado. A mitad de camino entre el puerto de ferris y Londres. A veinte minutos de Gatwick. Es perfecto.

Ella sonrió con indulgencia.

—Si tú lo dices, Sean.

—¿Lo harás? ¿Pondrás la casa bajo vigilancia?

—Como has dicho, habrá que reparar la puerta y poner todo tal cual estaba.

—Y el puto polvo y los excrementos de ratones. Es un tipo cuidadoso y astuto.

—De acuerdo.

—Quiero formar parte. Quiero estar aquí cuando llegue. No quiero que le disparéis con las manos levantadas.

—¿No confías en nosotros?

—Y una mierda. Y tampoco confío en el SAS. No estoy en el mundo de los asesinatos. Soy un policía. Nosotros tratamos de aprehender vivos a los sospechosos si podemos.

Ella levantó las cejas levemente. No es lo que había oído. Se quitó el polvo de los pantalones.

Salimos.

—Tengo que dirigir un departamento. Debo regresar a Irlanda del Norte —dijo Kate.

—Bien.

—Lo que significa que estarás a las órdenes de Tom. Tendrás que hacer lo que él diga.

—Puedo soportarlo.

—Y tampoco habrá ningún acto heroico, Sean. Voy a dejar instrucciones estrictas al equipo de vigilancia. Si divisas a Dermot o, por cierto, a cualquier otro que venga aquí, tendrás que informar de ello y dejaremos que el SAS se encargue. Tu tarea aquí consiste en observar, nada más. ¿Entendido?

—Alto y claro —respondí.

—Bien. Llamaré a nuestros sabios y venerables amos y veré qué puedo hacer.