29: Tic, tic… bum
En el empinado tramo de casi un kilómetro entre el desguace y el piso franco consiguió, de alguna manera, acelerar el Celica Supra hasta los ciento diez kilómetros por hora. Nos detuvimos delante de la casa con un chirrido de frenos y olor a goma quemada.
—Esto no es una manera precisamente discreta de llevar un coche del IRA, ¿verdad? —dije.
Dermot rio.
—¡Eso es lo que me dicen todos! —respondió encantado—. ¡La última vez que te vi ni siquiera sabía conducir!
—¡Fuera! —ordenó Martin.
Descendí del vehículo. Dermot sacó una llave y entró en la casa.
—¿De modo que el MI5 revisó todo este sitio? —preguntó.
—Sí.
—Espero que no tocarais mi té. Estaba cerrado al vacío. Si lo habéis arruinado, alguien va a pasarlo muy mal.
—No sé nada de eso.
—¿Por qué no te sientas en la sala, Sean, mientras pongo la tetera? Martin, hazme un favor y vigílalo. Mantente alerta. Es todo un personaje, este Sean, podría intentar cualquier cosa.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí? —preguntó Martin—. El plan original se ha ido a la mierda, ¿verdad?
—Sí, se ha ido a la mierda. Interrogaremos a Sean aquí y luego nos marcharemos a Londres —respondió Dermot.
Este comentario me hizo sentir que caía en picado.
Dermot estaba informándome de hacia dónde se dirigiría después, algo que no haría si fuera a dejarme con vida.
Me senté en el polvoriento sofá de la sala mientras Martin miraba su reloj con nerviosismo y trataba de sintonizar una emisora de radio en particular en mi walkman. Cuando se quitó el pasamontañas, me di cuenta de que era más feo que una patata: pelirrojo, dientes que asomaban en todas direcciones, una prominente nariz rota, mejillas hundidas, un tono blanco azulado en la piel llena de imperfecciones. No lo reconocí de ninguna de las fotos de archivo de los fugados de la prisión de Maze, por lo que debía de ser nuevo y aún no había quedado registrado. No había que ser un profesor de fonética para darse cuenta de que su acento de matón del oeste de Belfast significaba que era un tipo peligroso.
—¿Estás seguro de que no deberíamos marcharnos ahora mismo? —dijo Martin, volviendo a mirar su reloj.
Era evidente que fuera lo que fuera lo que iba a ocurrir, lo haría pronto. Esa misma noche, posiblemente. Algo grande. Un verdadero espectáculo para impresionar a los compatriotas y a la Norteamérica irlandesa…
Dermot regresó a la sala dos minutos más tarde con tres tazas de té.
—Me temo que solo hay leche en polvo, Sean —dijo, mientras me pasaba una jarra de Mickey Mouse—. Leche, una cucharada de azúcar. Es así, ¿verdad?
A menos que alguien se haya puesto en contacto con él para comentarle mis costumbres en lo referente al té, su memoria se remontaba hasta la época escolar, cuando como delegado y subdelegado preparábamos té y galletas para los otros monitores a la hora de la comida. Quince años atrás, en aquel emocionante año lectivo de 1968/1969 en que el mundo entero parecía al borde de un gran cambio espiritual.
Más bien una espiritual tormenta de mierda.
—Gracias —dije, y le di un sorbo al té.
Se sentó en el sofá que estaba delante de mí.
—Así que los del MI5 vinieron aquí a buscarnos, ¿eh?
—Sí, y los del SAS.
—También los del SAS —silbó Dermot.
—Y la Special Branch.
—¿Cómo os habéis enterado de este sitio?
—Un soplo anónimo al teléfono de información confidencial.
Asintió con un gesto.
—¿Y cuánto tiempo habéis estado en la furgoneta, si puedo preguntártelo?
—Unos diez días.
Le dio un sorbo al té y entrecerró los ojos.
—Eso es tener mucha fe en un soplo anónimo.
—Bueno, estábamos aferrándonos a nuestra última esperanza. En realidad no teníamos idea de tu paradero —respondí.
—Me pregunto quién es el Señor Anónimo… —dijo Dermot retóricamente.
—No tengo ni idea.
—Sigues siendo inspector de la RUC, ¿verdad, Sean?
—Eh… Es un poco complicado.
—Eso suena enigmático.
—Los de Asuntos Internos me echaron de la policía. Dijeron que había arrollado a un tipo con un Land Rover.
—Tú no eres de esos.
—No fui yo. Me incriminaron. Y había otras cosas. Insubordinación. Desobediencia de una orden directa.
—En la escuela siempre eras un buen chico.
—Puede ser. En cualquier caso, el jefe de Policía se enfadó conmigo y yo le servía bien como chivo expiatorio.
—¿Entonces qué haces ahora, si no estás en la RUC?
—Me reincorporaron temporalmente. El MI5 hizo que la RUC me readmitiera y me asignara a la Special Branch.
—¿Para qué?
—Para ayudarlos a buscarte.
Asintió con un movimiento de la cabeza y un gesto de que ya lo sabía y cruzó las manos enguantadas bajo el mentón.
—Ya veo, entonces todo era por mí, ¿verdad?
—¿Qué cosa?
—Que te metieras con mi familia y mis amigos, haciendo preguntas sobre la muerte de Lizzie Fitzpatrick.
—Oh, ¿eso? Al principio era por ti, pero luego me desvié. No me gustó que todos estuvieran dispuestos a aceptar que la muerte de Lizzie se convirtiera en un caso sin resolver.
—¿Y finalmente descubriste quién la mató?
—No. Aún no.
Le dio otro sorbo al té.
—No estoy seguro de creerte, Sean.
—Bueno, es la verdad. Si hubiera tenido más tiempo, más recursos, tal vez habría logrado averiguar algo.
—Recursos. ¡Ja! Míranos a Marty y a mí. No tenemos nada, ¡y de todas maneras estamos a punto de cambiar el mundo!
—¡Cierto! —dijo Marty.
—Bueno, sí tengo conocimientos de química, ¡por supuesto! No me sirvieron de gran cosa en la escuela, ¡pero ahora deberías ver lo que somos capaces de hacer! Por ejemplo, ¿sabías que en una reacción de descomposición el resultado suele ser exotérmico? Probablemente te estarás preguntando qué es una reacción de descomposición, ¿no es así, Sean? —me dijo, y me dio una palmada amable bajo el mentón.
—Sí, Dermot.
—Bueno, las reacciones de descomposición tienen lugar en materiales como el trinitrotolueno (TNT) y la nitroglicerina. Las moléculas de estas sustancias contienen oxígeno. Cuando la molécula se descompone, se producen gases de combustión, que se generan a temperaturas extremadamente elevadas, lo que da como resultado altas presiones en la zona de reacción. Fascinante, ¿no?
—Extremadamente. ¿Te parece bien que te haga una pregunta, Dermot?
—Tal vez.
—¿Cómo has conseguido llevar la bomba a Brighton? Quiero decir, sorteando todas esas medidas de seguridad…
Abrió mucho los ojos y Marty dejó de tontear con mi walkman. Los dos hombres me miraron horrorizados.
—Repite lo que has dicho —ordenó Dermot.
—Solo sentía curiosidad por saber cómo llevaste la bomba a Brighton. Quiero decir, el lugar está atestado de policías. ¿Cómo te arriesgaste a pasarla por un control de carretera?
—¿A qué bomba te refieres, Sean? Específicamente.
—Al camión bomba que harás estallar delante de la convención del Partido Conservador.
Soltó un suspiro de alivio.
Martin se echó a reír.
—Eres un buen adivinador, Sean, lo admito, pero en realidad no lo has hecho del todo bien, ¿verdad? —dijo.
—Es demasiada coincidencia. ¿Por qué otra razón estaríais aquí, cerca de Brighton, cuando no cabe duda de que tenéis pisos francos por todo el país?
Dermot sonrió y asintió.
—Pero hablemos de ti, Sean. Jamás habría imaginado que serías un traidor.
—¿Por qué traidor?
—Por trabajar para el Castillo.
—¿Te refieres a la policía?
—Sí, la jodida RUC. ¿Cómo ocurrió eso? ¿Fue por dinero? He oído que os pagan bastante bien.
Estaba erizándose, listo para una pelea, pero yo no pensaba morder el anzuelo.
—¿Por dinero? ¿Eso es lo que te han dicho? ¡Vivo en una casa subvencionada de Carrickfergus y mi coche no es un Toyota Celica Supra!
Por supuesto que no le expliqué que era propietario de mi vivienda y que mi coche era un BMW; eso habría restado eficacia al mensaje.
—¿Entonces por qué te uniste a esos cabrones, Sean?
—Quería poner fin a toda esta locura. Perseguir a los desquiciados de ambos bandos y encerrarlos donde no pudieran causar más daño.
Bebió un poco más de té y adoptó una pose reflexiva.
—Recuerdo a un Sean Duffy bastante diferente, que en 1972 vino a Derry a rogarme que lo dejará entrar en los provisionales. Un Sean Duffy a quien rechacé porque estaba haciendo un doctorado en la Universidad de Queen y se fue con lágrimas en los ojos. Le dije a ese mierdita sensiblero que el movimiento necesitaba pensadores. ¿Lo recuerdas, Sean Duffy?
—Claro que sí. Fue justo después del Domingo Sangriento. Estoy seguro de que todos los hombres de Derry llamaron a tu puerta ese fin de semana.
—Así fue, Sean. Así fue. Pero me acuerdo de ti. Con tu pelo largo, tu barba y tu chaqueta de piel de cordero y tu bufanda de la universidad. Y recuerdo cómo me miraste cuando te dije que no… ¿Todo esto es por eso? ¿Por eso te uniste a los putos policías? ¿Para vengarte de mí?
Era un comentario justo. Dermot, que había sido delegado escolar; Dermot, que era capitán del equipo de hurling; Dermot, que siempre estaba informado de lo último en música, de la moda más reciente; Dermot, que siempre conseguía a las chicas, que siempre impresionaba a los chicos…
—Te das demasiada importancia, amigo. Hasta que me reclutaron para seguirte la pista, tu nombre jamás me pasó por la cabeza. Cuando me ascendieron a inspector, tú ya estabas en la cárcel, ¿verdad? ¿Y quién eres, en cualquier caso? En términos absolutos, no eres nadie. ¿Qué has hecho desde que te escapaste de la prisión de Maze? ¿Has escrito unos pocos poemas en el Hilton de Bengasi? ¿Has tramado alguna que otra conspiración? ¿Pero qué has hecho realmente?
Martin ya no pudo contenerse.
—¡En poco tiempo verás lo que ha hecho, amigo! ¡Ya lo verás! ¡El cabrón de Lee Harvey Oswald no será más que una jodida nota a pie de página!
De modo que se trataba de la Thatcher.
Yo tenía razón.
¿Y si no era un camión bomba, qué era?
¿Un asalto con subfusiles al estilo de Carlos, el chacal? No. Demasiados policías y soldados.
¿Entonces qué?
¿Un francotirador solitario en la sala de conferencias?
¿Cómo podrían hacer pasar un rifle por los detectores de metal?
Revisé varias posibilidades en mi mente a toda velocidad y no obtuve ningún resultado aceptable.
—¿Qué te está pasando por la mollera, Sean? —preguntó Dermot.
Sonreí y negué con la cabeza.
—No puedo deducirlo, Dermot. Estoy desconcertado. ¿Cómo harás para acercarte a ella?
Dermot se encendió un cigarrillo y me ofreció otro. Asentí, lo encendió y me lo pasó.
—Es tu turno, Sean —dijo—. ¿Qué sabéis de mí? Tú, el MI5, la RUC.
Inhalé humo de tabaco. No tenía objeto mentirle a Dermot. Él se daría cuenta en un instante.
—Tienen todo un equipo dedicado a ti —dije para halagarlo—. Al parecer creen que eres el líder de todas las células que se entrenaron en Libia. Que eres algo así como el cerebro de la organización. Les dije que todas las células operarían independientemente una vez que llegaran a territorio británico, pero no sé si me prestaron atención.
—¿Qué información tienen sobre mí?
—Bueno, sabemos que Gadafi te hizo arrestar y te retuvo en una celda durante tres meses. El MI5 o puede que el MI6 consiguieron el diario que escribiste allí. Lo leímos en busca de pistas, pero eres demasiado astuto como para dejar alguna…
Dermot sonrió. Le gustaba que le acariciaran el ego tanto como cualquiera.
—¿Qué más tenéis?
—Eso es todo. Por supuesto que han intervenido teléfonos. El de tu madre, el de tus hermanas, el de tus compañeros. El de los padres de Annie. Los de tus tíos. Los de todos tus jodidos amigos y vecinos. Pero jamás los usaste, ¿verdad?
—¡Claro que no!
—Había un rumor de que estabas en Alemania. La mayoría sigue creyéndolo.
—¿Alemania? ¿Qué demonios iba a hacer en Alemania?
—Al parecer creen que ibas a atacar una base británica allí.
Se encogió de hombros.
—Sí. No es una mala idea. Pero ese territorio es más de la Facción del Ejército Rojo, ¿sabes?
—Bueno, eso es todo lo que tenemos. Una pérdida de miles de horas de trabajo.
Martin se rio.
—¡Os tenemos corriendo como locos!
—No teníamos nada de nada hasta que recibimos la llamada anónima sobre este piso franco. E incluso eso parecía que finalmente sería una patraña, hasta que, bueno…
—¿No tienes idea de quién denunció este lugar? —preguntó Dermot.
—Revísame, si quieres. Era el teléfono confidencial y ya sabes que esas llamadas no se graban. Es la política.
—Sí, lo sé.
Antes de darle tiempo de preguntarme si tal vez yo mentía sobre el anonimato de la información, inquirí rápidamente:
—¿Tienes algún enemigo en el movimiento? ¿Alguien que pudiera estar celoso de tu posición?
Dermot se frotó el mentón.
—Es posible. Tendremos que pensarlo un poco, ¿no? ¿Era un hombre o una mujer el que dejó el soplo?
—Un hombre.
—Mmmm… Me pregunto quién sería.
Martin volvió a examinar su reloj.
—Deberíamos cargarnos a este tipo y seguir adelante, ¿no crees, Dermot? Si ya conocen este lugar, en un par de horas va a estar lleno de jodidos polis, ¿no?
Dermot asintió.
—Sí, Marty, siempre metiendo la pata, tú. Pero supongo que tienes razón. No estaría bien que infringiera mis propias reglas, ¿verdad?
—No, claro que no.
Dermot le pasó la taza de té a Martin.
—Lávalas cuidadosamente y vuelve a ponerlas en el armario.
—¿Para qué? —dijo Martin.
—Si incluyeras entre tus lecturas la revista New Scientist en lugar de leer solo Penthouse, Marty, mi querido amigo, sabrías que existe una cosa llamada prueba de ADN. Con solo escupir en el lugar equivocado, ahora ya la policía puede rastrearte y encontrarte.
—En realidad no es tan preciso —sugerí.
—Hombre precavido vale por dos, ¿eh, Sean?
Asentí débilmente.
Martin cogió mi taza de té y entró en la cocina.
Dermot me examinó de una manera abstracta, con gesto de aburrimiento. De una forma bastante similar a la de un viejo gato mirando a un ratón con el que ya ha jugado mucho.
—De modo que en realidad no sabes nada, ¿verdad, Sean? —dedujo.
—Sé que intentarás atentar contra Thatcher.
—Pero no sabes cuándo ni sabes cómo, y ahí está la clave, ¿no es cierto?
—Supongo que sí.
—Podría dejarte aquí y no tendrías idea de dónde iríamos, ¿verdad?
—¡Ya le has dicho que a Londres! —gritó Marty desde la cocina.
—Sí, ¿pero dónde en Londres? —dije—. Y tal vez sea un doble farol.
Comencé a divisar un rayo de esperanza. ¿Era posible que me dejara con vida? ¿Que me atara y me amordazara hasta que fuera demasiado tarde para que yo pudiera hacer algo? Tal vez algo así era lo que le gustaba. Disfrazar un acto de sadismo de acto de piedad: si me dejaba seguir viviendo mientras otros morían, mi fracaso quedaría manifiesto. Tendría que pasar el resto de mis días sabiendo que él me había vencido. Una vez más, el gran Dermot McCann se revela más inteligente que el no tan grande Sean Duffy.
—Realmente no tengo la menor idea de hacia dónde irás, Dermot —dije.
Miró su reloj.
—Bien, todo esto ha sido muy interesante. Y divertido. Y hay muchas más cosas que me gustaría preguntarte, pero como mi molesto y joven colega no deja de recordarme, debemos marcharnos. Tic, tac, tic, tac.
De pronto, me di cuenta de todo.
—Creo que lo tengo —dije.
Sonrió.
—¿Qué tienes?
—Una bomba de relojería. Es eso, ¿no? Colocada semanas atrás. No, meses atrás. En el hotel, ¿correcto?
Dermot volvió a reírse.
—Te pasas de listo, Sean, y no te conviene. ¡Martin! ¡Ven aquí! —Martin regresó a la sala y se puso a mi lado, preparado para hacer lo necesario cuando su jefe le diera la orden.
—Te dije que era un cliente difícil, ¿no?
—Sí lo hiciste, jefe.
—¿Cuándo va a estallar la bomba, Dermot? ¿Esta noche?
Ninguna reacción.
—Será esta noche, ¿no? ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo les queda?
Dermot levantó la Glock y me apuntó con ella.
—¿Cuánto tiempo?
—Tienen un poco más que tú, amigo, eso seguro.
De pronto sentí terror. No quería morir. No allí, ni de esa manera.
—¡No, Dermot, no lo hagas! Por favor, lo lamento —dije patéticamente. Lamento haberme unido al bando equivocado, lamento haberme follado a tu exesposa. Lo lamento todo…
—¿Lo lamentas?
—Tal vez tú hayas tomado la decisión correcta y tal vez yo he tomado la incorrecta. Ambos hicimos lo que creíamos que era correcto, ¿no? ¿Vas a matarme por eso?
Dermot suspiró y miró a Martin.
—¿Sabías que hay un sacerdote en la India que se pasa toda la vida contando los números enteros? Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y así sucesivamente. ¿Sabes por qué lo hace?
—Ni idea, Dermot —respondió Martin.
—¿Tú sabes por qué, Sean?
—No.
—Lo hace para asegurarse de que estén todos allí. ¿Lo entiendes, Sean?
Sí, lo entiendo. Estás como una chota, amigo.
—En realidad no, Dermot —dije.
—Tienes que ser meticuloso. Tienes que contar los números enteros. Hay media docena de razones por las que debo matarte, Sean. Que seas un traidor está, sin duda, en lo alto de la lista, pero escamotearle a la inteligencia británica incluso la más mínima pista de quién colocó el dispositivo en Brighton tiene que ser una consideración más apremiante. Is binn béal ina thost. Eres un tipo astuto, Sean. Seguramente te das cuenta de que no es posible que te deje con vida.
—Éramos amigos, Dermot.
—Y si nuestras posiciones se invirtieran, ¿me dejarías ir o cumplirías con tu deber y…?
Me incorporé de un salto, enganché la pierna derecha en la pantorrilla de Martin y lo derribé hacia atrás con el codo derecho. Cuando se derrumbó, caí encima de él y en el momento en que se golpeó la cara contra el suelo de madera dura me aseguré de aplastarle la sien con el codo. Una bala silbó a mi lado y otra se hundió en el suelo a pocos centímetros. Di vuelta al inconsciente Martin y agarré su nueve milímetros. Otra bala pasó silbando muy cerca.
Corrí hacia la cocina, me acomodé la semiautomática entre las manos esposadas, disparé a la luz de la sala y metí otra bala en la bombilla que estaba directamente sobre mí en la cocina, para luego zambullirme bajo una mesa en el momento en que Dermot disparaba dos veces en el espacio donde yo había estado.
Dejé el arma para volcar la mesa.
Cayó sobre el suelo de linóleo con un estrépito tremendo.
—¿Todo bien por allí, Sean? —gritó Dermot desde la sala.
Me agaché detrás de la mesa y volví a levantar el arma.
—Estamos en un impás, Sean. Tú allí y yo aquí. ¿Cómo resolveremos este punto muerto?
Siempre fanfarroneando, siempre un bocazas. Cogí una taza de té del fregadero y la arrojé hacia el sonido de su voz. Se hizo trizas cerca de él y, furioso, disparó dos veces hacia la cocina.
Disparé tres veces en la dirección del fogonazo de su nueve milímetros.
Silencio.
Cinco segundos.
Diez.
—¿Dermot?
—Uf.
—Dermot, ¿te he dado?
—Uf.
Entré en la sala, encendí una lámpara de pie y lo vi despatarrado boca abajo sobre el suelo. Todavía tenía la nueve milímetros en la mano.
Le pisé la muñeca y aparté el arma de una patada.
Le di la vuelta. Tenía una herida en el estómago, bastante seria, un disparo al intestino.
Me arrodillé a su lado y le cogí la mano.
—¿Cuándo va a explotar la bomba, Dermot?
—¿Eres tú, Sean? —dijo en la oscuridad.
—Sí, soy yo, Dermot.
—¿Cómo hemos llegado a esto? —gimió.
—No lo sé, Dermot.
—¿Estoy malherido?
—No lo creo. Puedo conseguir ayuda. Pero la bomba, Dermot. Vidas inocentes…
Reflexionó un momento.
—Sean, escúchame.
—Te escucho…
—¿Quieres ser un héroe?
—Cuéntame.
—Tienes hasta las cuatro de la mañana.
—¿Va a estallar a las cuatro?
—En el sexto piso, Sean, ve al sexto piso antes de las cuatro…
Un repentino disparo en la oscuridad le acertó a Dermot en la cara.
¡Mierda!
Me tiré al suelo.
Martin tenía una segunda arma o había cogido la que yo le había quitado a Dermot.
Me cubrí con el cuerpo de Dermot y traté de deducir dónde estaba el cabrón.
Una sombra pasó fugazmente por la ventana, en dirección de la puerta principal.
Le disparé.
La sombra me devolvió dos disparos.
Vacié el cargador.
La sombra cayó.