19: Le Canard

Caminamos hasta la Botanic Avenue y llegamos a Le Canard justo cuando estaba terminando el servicio de almuerzo. Era un bistró francés del estilo del Deux Magots, con mesas en la calle, café caro y camareros insolentes. En cualquier otro sitio esto habría sido un cliché, pero en la Belfast desgarrada por la guerra del verano de 1984 representaba un soplo de aire fresco.

Conseguir una mesa en una situación normal probablemente habría sido muy difícil, atestado como estaba con tipos de la BBC y de las oficinas circundantes, pero nuestras credenciales impresionaron al maître, quien nos encontró una mesa en la parte de atrás cerca de los baños.

Pedí una copa de vino tinto para mí y un café exprés para Crabbie.

—Salud —dije, dando un sorbo al vino de la casa.

—Chinchín —respondió Crabbie, sorbiendo el café.

El vino era excelente y pedí otra copa casi de inmediato.

—¿Has leído algo de Roald Dahl? —preguntó Crabbie.

—¿El de Charlie y la fábrica de chocolate?

—Él también ha escrito uno. No es exactamente un misterio de cuarto cerrado, pero es bueno. ¿Quieres oírlo?

—Adelante.

—Llaman a la policía a una casa donde un hombre ha sido hallado muerto, aparentemente a golpes, por su esposa. El policía, con mucha delicadeza y compasión, charla con la afligida mujer, y nota el delicioso aroma de una pata de cordero que está asándose en la cocina. La consternada viuda le ruega al investigador que acepte comer un poco de carne, puesto que era el plato favorito de su marido, etcétera. Y así, consumen el arma homicida: la pata de cordero congelada.

—Bonito. Sería como una variante de la bala congelada… Pero a nuestra chica le rompieron el cuello. O bien fue un accidente o bien un ser humano se lo partió después de darle un golpe. No creo que haya ningún truco con armas homicidas en nuestro cuarto cerrado.

—No —dijo Crabbie con tono triste.

—¿Quieres que repasemos lo sucedido? —le pregunté alegremente.

—Soy todo oídos.

—A las diez y media Lizzie recibe una llamada de su madre, Mary. Todo está en orden. A las once, echa a los tres compañeros de pesca. Todo está en orden. A las once y veinte nuestro nuevo amigo, el profesor Yeats, llega a su casa. A las once y media Harper, el novio, llama a casa de Mary Fitzpatrick y pide hablar con Lizzie. Lizzie aún no ha regresado. Mary va a buscarla al pub, descubre que está cerrado con llave y que las luces están apagadas. Vuelve a casa, despierta a los vecinos, llama a la policía. A las once y cuarenta y cinco o poco después llega Harper de Belfast, tremendamente preocupado. Poco después se presentan los polis de Antrim y se inicia una segunda búsqueda. A medianoche, un policía ilumina con su linterna el pub a través de la ventana y cree ver algo tirado en el suelo. Echan la puerta abajo y encuentran a Lizzie allí, con una bombilla rota en la mano.

Crabbie asintió.

—Suena bastante correcto. Lizzie muere entre las once y las once y media.

Bebí otro sorbo de vino.

—¿Crees que Yeats dice la verdad?

—Sí lo creo. ¿Por qué? ¿Qué piensas?

—¿Podría ser que Yeats o uno de sus amigos intentase ligar con Lizzie, se produjera una riña, la mataran accidentalmente y luego montaran todo el plan del accidente y se largaran pitando de allí?

Crabbie asintió.

—Se requeriría bastante valor, ¿no? Para salirte con la tuya y luego presentarte a la policía.

—Eso sería lo último que la policía sospecharía.

—Y además está lo de los cerrojos en las puertas trasera y delantera.

—Uno de ellos se oculta en el baño y espera hasta que encuentren el cuerpo de Lizzie y se escapa cuando pasa el alboroto.

—Él no reaccionó cuando se lo sugeriste.

—Podría ser un buen actor. Y ha tenido tres años y medio para prepararse para esta clase de interrogatorio.

Crabbie negó con la cabeza.

—Es demasiado arriesgado. Nadie tendría las agallas de hacer algo así. ¿No sería más fácil marcharse? Y, de todas maneras, el inspector Beggs revisó concienzudamente todas las instalaciones, ¿verdad?

—Eso dice.

—¿Tienes algún motivo para no creerle?

—Tú y yo sabemos, Crabbie, que todos los policías se cuidan el culo… Pero en realidad no, parece un poli bastante meticuloso.

—Entonces tuvo que ser un accidente.

—Es lo que parece, por ahora.

Crabbie suspiró.

—No quiero ofenderte, Sean, pero este caso parece un poco una pérdida de tiempo.

—Esa es la especialidad de la RUC.

Vino un camarero para tomar el pedido. Me di cuenta de que en realidad no tenía hambre, después del relato de la pata de cordero homicida, pero Crabbie sí, y pidió el pot au feu después de que yo le explicara en qué consistía.

Pedí otra copa del tinto de la casa y cuando llegó me di cuenta de que estaba rumiando sobre lo que me había dicho Laura. Después de que el camarero se marchara, me incliné hacia Crabbie.

—Escucha, ¿crees que soy maníaco-depresivo? Soy depresivo, eso seguro, todos estamos deprimidos, pero no he visto ninguna evidencia de una fase maníaca, ¿y tú? Errores de juicio. Algunas actitudes irreflexivas. Pero no una manía de echar espuma por la boca, ¿cierto?

El tema de conversación no ponía nada cómodo a McCrabban, pero me escuchó cortésmente. Cuando se dio cuenta de que le tocaba dar una respuesta, dejó la taza de café sobre la mesa.

—Creo que discrepo con tu premisa, Sean. Yo no diría que todos están deprimidos. Yo no.

—Sí, pero eso es porque crees que irás directamente al cielo en cualquier momento, ¿verdad?

—Podrías venir conmigo si aceptaras a Jesús como tu salvador personal.

—Ahora lamento habértelo preguntado. En cualquier caso, ha llegado tu plato.

Llegó la comida de Crabbie y cuando terminó pedí hablar con el chef.

—El chef está muy ocupado —respondió el camarero con una sonrisa empalagosa.

Le mostré mi credencial.

—Le conviene hablar con nosotros.

Como suele ocurrir con numerosos chefs, Barry Connor era un hombre delgado, con aspecto de pájaro, que parecía haber sobrevivido a base de crackers. Lucía una calvicie incipiente y se había cortado al rape el resto de su pelo marrón. Era de estatura media y de penetrantes ojos grises.

Estaba vestido con una especie de chaqueta de chef encima de una camiseta blanca y pantalones marrones de pana. Parecía extremadamente nervioso.

—¿En qué puedo ayudarlos, caballeros?

Le di nuestros nombres y le conté que estábamos trabajando en el caso antiguo de Lizzie Fitzpatrick.

—¿Quién es Lizzie Fitzpatrick?

—27 de diciembre de 1980. Era camarera de barra en el Henry Joy McCracken de Antrim. Ustedes fueron los últimos clientes. Los echó después de la última ronda y luego sufrió un accidente bastante misterioso que tuvo como resultado su muerte.

Una sonrisita de alivio se le dibujó en la cara. No habíamos venido a preguntarle sobre el dinero a cambio de protección que les daba a los unionistas y a los paramilitares republicanos. Tampoco habíamos venido a interrogarlo sobre los manejos turbios de su contabilidad. En realidad lo visitábamos con relación a Lizzie Fitzpatrick… Lo que fuera que hubiera ocurrido entre ellos tres y Lizzie, no preocupaba demasiado a nuestro amigo Barry Connor.

A menos, desde luego, que él supiera que yo pensaría eso y se me hubiera adelantado.

Eso sería diabólico.

—Hablemos —dije.

—¿Le importa que termine el servicio de almuerzo? Ya casi hemos acabado. Me quedan un par de cuentas.

—No, hablemos ahora, Barry.

Se sentó a un lado de la mesa.

—Esto es fantástico, por otra parte —dijo McCrabban—. Realmente es lo que necesitaba.

—Gracias —dijo Barry.

—¿De qué conoce a Alan Yeats y Lee McPhail? —le pregunté.

—Conocí a Alan a través de Lee. Lee y yo fuimos juntos a Queen.

—¿Para estudiar qué?

—Los dos cursábamos inglés y política. Ambos queríamos ser periodistas. Al principio él sí se hizo periodista, pero yo… Yo nunca seguí adelante con eso.

—¿Cómo se metió en el oficio de la cocina? —pregunté.

—Mi madre es francesa. Estas son sus recetas. De ella y de mi abuela.

—¿Ha dicho que su madre es francesa?

—Sí.

—¿De qué región de Francia?

—De Bretaña.

—¿Duerme con la ventana abierta?

—¿Qué?

—¿Alguna vez duerme con la ventana abierta?

—Ahora que lo menciona… Creo que no. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada. De acuerdo. Bien, cuénteme la noche del 27 de diciembre de 1980 lo mejor que pueda recordarla.

—Fuimos a pescar, tuvimos bastante suerte, comimos algo y Lee nos habló de ese pub que él conocía. Nos tomamos unas cervezas y luego volvimos a Belfast. Eso es prácticamente todo.

—¿Interactuaron con Lizzie de alguna manera?

—Pagamos una ronda cada uno, así que los tres fuimos hasta la barra e hicimos los pedidos. Pero eso fue todo. Ella no alentaba las conversaciones.

—¿No era particularmente amable?

—No. Tampoco era hostil, solo que parecía que estaba con otras cosas en la cabeza. Más tarde leí que en ese momento su padre estaba en un hospital, por una operación…

—Pero sí charló con Lee, ¿no?

—Oh, sí. Lee es muy sociable. Podría hacer que una monja cartuja le diera al palique con él.

—¿Intentaba ligársela?

—Lee siempre intenta ligarse a alguien.

—Entiendo que sí, entonces.

—¿Las cosas llegaron demasiado lejos para ella? ¿Hubo alguna clase de trifulca? —quiso saber Crabbie.

—No. Nada parecido. Lee intentó soltarle algunas frases. Ella no estaba interesada. Fin de la historia.

—¿Entonces terminaron las bebidas y se fueron a casa?

—Exacto.

—¿A qué hora?

—Era el momento de la última ronda. A las once. Quizás un poco antes.

—¿Y a qué hora llegaron a Belfast?

—Lee dejó a Alan en su casa a las once y veinte y a mí dos minutos más tarde.

—¿Y a qué hora llegó él a su casa?

—No tengo ni idea. Vive a apenas cinco minutos de distancia, por Malone Road, así que supongo que no mucho después de que me dejara a mí.

—¿Cuándo fue la primera vez que supo de la muerte de Lizzie? —preguntó Crabbie.

—Dos días después. Alan me llamó. Dijo que teníamos que ir a la policía a contar lo que sabíamos.

—¿Y usted qué respondió?

—Me pareció buena idea.

—¿Y Lee, qué le pareció a él?

—Mmm… No sé.

—Sí que sabe —insistí.

—Mmm… Bueno, creo que él opinaba que no debíamos meternos.

—¿Por qué?

—Creo que es por principio. No le parecía que fuera buena idea cooperar con la policía.

—Pero Alan pensaba lo contrario.

—Alan se mostró muy insistente… Como fuera, llamó a la policía y nos interrogaron. Pero luego resultó que todo aquello había sido un accidente.

Me froté el mentón y miré a Crabbie.

Él no tenía ninguna pregunta.

—Mientras estaban bebiendo en el Henry Joy McCracken, ¿notó si había algún problema con alguna de las bombillas?

—No. Pero me parece que no es la clase de cosas que yo habría notado.

—¿Por qué?

—No lo sé. Había tenido buena pesca. Tres pintas de cerveza. En un momento así no piensas en bombillas, ¿verdad?

Le di mi tarjeta a Barry.

—Si se le ocurre alguna otra cosa, le agradecería que me llamase —dije.

Asintió.

—¿Eso es todo? —preguntó.

—Sí.

Se incorporó y sonrió.

—Ha sido bastante indoloro, ¿verdad? —dije.

—Sí, efectivamente.

—Gracias por su tiempo, señor Connor.

Terminé el vino y cuando fuimos a pagar nos enteramos de que invitaba la casa. No insistí.

Salimos y encendí un cigarrillo.

—¿Sabes lo que pienso? —dijo Crabbie.

—¿Qué piensas?

—Pienso que Lizzie Fitzpatrick se cayó de la barra y se rompió el cuello. Creo que el padre de la chica no puede aceptar el hecho de que un acto azaroso de Dios matara a su niñita. Creo que está presionando a la Special Branch para que reabra el caso y que la Special Branch lo hace porque él es un tipo influyente dentro del movimiento republicano y nadie quiere enfadarlo.

Le di unas palmaditas en el coco.

—No eres tan tonto como pareces, ¿verdad?

—¿Estoy en lo cierto?

—¿Y cómo encaja Dermot McCann en tu hipótesis?

—Tú piensas que si averiguas qué le sucedió a Lizzie Fitzpatrick, alguien de su familia te pasará una pista sobre Dermot, lo que, francamente, es demasiado optimista, incluso para ti…

—¿Sabes lo que me gusta de ti, Crabbie?

—¿Qué?

—Me haces mantener los pies en la tierra, amigo.

—Lo tomaré como un cumplido. ¿Ahora dónde vamos?

—Vayamos a ver al último de los tres intrépidos pescadores.

Buscamos en las Páginas Amarillas y encontramos a Lee McPhail en el epígrafe de representantes y agentes. Tenía la oficina en Botanic Avenue, cerca de la plaza Shaftsbury.

Caminamos hasta allí y averiguamos que su despacho se encontraba en el tercer piso de un edificio de oficinas que daba al Ulster Bank. Era un edificio antiguo, pero habían remodelado la oficina hacía poco tiempo. Había dos secretarias. Una mayor y la otra más joven. Una para hacer el trabajo, la otra como atractivo visual para los clientes. La más joven era una rubia despampanante que se desconcertó con nuestras preguntas sobre el paradero de su jefe. La mayor nos informó de que Lee no estaba disponible puesto que estaba paseando por la ciudad a unos personajes VIP que venían de Estados Unidos.

—¿Y quiénes son estos VIP? —pregunté.

—Joe Kennedy, de Massachusetts, por ejemplo —respondió con expresión de triunfo.

—¿El señor McPhail estará en la oficina en algún momento de esta semana?

Buscó la agenda de Lee en un cajón.

—No. Tiene todo el calendario lleno —anunció.

—¿Puedo echar un vistazo? —le dije, y le quité la agenda de la mano, pero no sirvió de nada. Era cierto que sería uña y carne con el clan Kennedy durante toda la semana.

—¿Tiene una fotocopiadora? —le pregunté.

Ella admitió a regañadientes que sí.

Fotocopié la ocupada vida de McPhail y devolví la agenda.

Nos marchamos y analicé el cronograma mientras bajábamos por las escaleras. Kennedy iba a reunirse con sacerdotes y políticos, además de recorrer cárceles y fábricas en su visita a Irlanda del Norte. Una de las visitas que me llamó la atención era a la antigua fábrica DeLorean en Dunmurry, instalaciones que yo mismo había visitado cuando todavía producían unos toscos coches deportivos con motores de potencia insuficiente y aletas. Ahora era un parque empresarial, lo que fuera que eso significaba.

—¿Te apetece acompañarme mañana a la antigua fábrica DeLorean para conocer a McPhail? —le pregunté a Crabbie.

—Me encantaría, compañero, pero no puedo. Estaré en el juzgado todo el día.

—¿Qué has hecho? ¿Algo relacionado con ovejas?

—No he hecho nada. Tengo que testificar.

—Una historia plausible.

Volvimos al Land Rover, revisamos debajo del vehículo por si había bombas y llevé a Crabbie de regreso a Carrick. Devolví el Land Rover, me subí a mi BMW y me trasladé a Ballykeel para ver a Mary Fitzpatrick.

Annie atendió a la puerta.

—Otra vez tú —dijo.

—Otra vez yo —admití.

—¿Quieres entrar? Mamá y papá no están. Se han ido a Belfast.

Vacilé en el umbral.

—Mmm… En realidad quería ver a tu madre. Quería informarle de los avances de la investigación.

—¿Después de cuatro años ahora hay avances?

—Bueno, no exactamente, pero quería comentarle lo que he hecho.

—Puedes decírmelo a mí. Pasa. Toma un té.

Entré en la sala y me senté en el sofá. Estaban poniendo Countdown en la televisión.

—¡Avísame cuando sea el juego de los números! —gritó Annie desde la cocina.

Era un juego de palabras. Los dos participantes consiguieron solo palabras de cinco letras, pero el tipo del Rincón del Diccionario obtuvo una de nueve.

—¡Es el de los números! —grité, y Annie regresó con dos tazas de té y un plato de galletas de chocolate. Mientras ella miraba la pantalla, yo la miraba a ella. Era muy hermosa. No era sorprendente que hubiera sido Annie quien finalmente hubiese logrado que un tipo carismático como Dermot sentara cabeza. Tenía los mismos ojos de su hermana y de su madre. Era inteligente y altiva y peligrosamente oscura.

—Diez más cinco igual quince. Quince por cincuenta igual setecientos cincuenta. ¡Setecientos cincuenta más nueve igual setecientos cincuenta y nueve! —chilló Annie encantada, y se sintió incluso más complacida cuando ninguno de los dos participantes dio con la solución.

Apagó el televisor.

—Lo lamento. Tengo que hacer los números. Es lo único que me mantiene cuerda aquí.

—¿No tienes trabajo, o algo de media jornada, o…?

—No.

—¿No estabas preparándote para ser profesora en Magee?

—Sí, pero abandoné. ¡Dermot, ese viejo romántico, dijo que ninguna mujer suya tendría que trabajar!

—Un poco como de la edad de piedra, ¿no?

—Así es Dermot. Anticuado. Pero en realidad no necesitaba trabajar, ¿verdad? Papá siempre me consintió y Dermot recibía una buena… eh… asignación financiera.

—¿Qué hiciste todos esos años en que Dermot estuvo en la cárcel?

—Todavía recibía la asignación de ya sabes quién y Dermot movió algunos hilos y escribí algunos artículos para An Phoblacht. Eso me gustaba mucho. Se me ocurrió que tal vez podría negociar para convertir esa colaboración en algo más permanente, pero entonces, bueno… ya sabes lo que ocurrió.

—¿Qué ocurrió?

—Bueno, Lizzie murió y cerramos el pub y Vanessa se marchó a Canadá. Fueron unos años bastante malos, ¡y entonces ocurrió lo más desquiciado de todo!

—¿Qué cosa?

—¡Él se divorció de mí!

—Me enteré de eso.

—¡El idiota se divorció de mí desde dentro de la prisión de Maze! ¡Así de sencillo! No podía creerlo. Realmente no podía creerlo. Ni siquiera se dignó a verme.

—¿Te dio algún motivo?

—Ninguno. Solo un comentario lacónico a través de sus abogados.

—¿Qué decía el comentario? Si no te importa que te lo pregunte.

—Me lo sé de memoria, maldita sea. Decía: «Confío en que Annie no rechace este divorcio. No tengo deseos de arrastrar su nombre por el barro ni perjudicar la causa en la que ambos creemos tan profundamente».

—¿Qué quiso decir con eso?

—Tú ya sabes lo que quería decir. Y era un montón de mierda. Alguien debe de haber difundido rumores o algo así…

Annie negó con la cabeza y apartó la mirada de mí, dirigiéndola hacia la ventana y el jardín de la parte trasera de la casa.

Cruzó y descruzó las piernas. El reloj de la repisa hacía tictac.

—Bueno, supongo que será mejor que me marche, Annie. Si pudieras decirle a tu madre que todavía seguimos investigando, te lo agradecería.

Annie contuvo las lágrimas y se volvió para mirarme.

—¿Vuelves a Carrickfergus?

—No, todavía no. Como estoy en la zona, se me ocurrió hacer una breve visita a ese chico que salía con tu hermana.

—¿Harper McCullough?

—Sí, ese.

—¿Sabes dónde vive?

—Tengo la dirección en mi libreta.

—Ah, ya te acompaño yo. Son unos cuatrocientos metros por el sendero del lago… Si no te molesta que vaya contigo. No quisiera arruinar tu investigación.

—No, no me molesta. En realidad, sería un gran placer.