7: Claroscuro

Irlanda en matices de negro y verde bajo la luna en cuarto creciente. Irlanda bajo el dosel de nube gris, bajo el ala del cuervo, bajo el ala del cuervo y las palas del helicóptero. Un viaje nocturno sobre el valle Lagan y el país de bandidos de South Armagh. La música en mi cabeza era la Sinfonía n.º 9 de Mahler, que se abre con un motivo vacilante y sincopado que recuerda el latido irregular de su compositor…

Nunca me gustaron los helicópteros: colinas que acechan entre la niebla / fallos en el motor / misiles tierra-aire… En especial esto último. Los helicópteros de la RAF volaban en el Ulster con la precaución de lanzar bengalas de magnesio constantemente desde la parte trasera de la nave para desviar esos misiles, pero por razones burocráticas el ejército aún no había adoptado esta medida razonable. Por suerte el trayecto desde Belfast era breve y no tardé en divisar nuestro destino.

Los cuarteles del ejército de Bessbrook se habían edificado en torno a un molino reconvertido que habían construido los cuáqueros en el siglo XIX. Ahora albergaba el cuartel general regional del Ejército británico en Armagh y el helipuerto más activo de Europa. Desde aquí se desplegaban cientos de soldados hacia toda la zona fronteriza y era en este sitio donde se habían establecido los centros de mando de numerosos servicios de inteligencia y de la policía militar.

Dentro de los rollos de alambres de cuchillas y del perímetro a prueba de cargas explosivas había soldados rasos de todas las agrupaciones: infantería, pilotos de helicópteros, SAS, ingenieros, señales, infantes de la Marina Real, el que se os ocurriera. Bessbrook era una mezcla de los mejores elementos del Ejército británico en una sola cesta. Estaba rodeada de elementos hostiles por todos lados, y si alguna vez el IRA se animaba a lanzar un ataque importante, Bessbrook se convertiría en una bonita versión de la batalla de Dien Bien Phu.

Descendimos hasta los cuatrocientos cincuenta metros. Por todas partes había lámparas de arco, focos, bengalas rojas. El pueblo de Newry a apenas dos kilómetros a la izquierda; la frontera con la República de Irlanda a un tiro de piedra a la derecha, en una franja de una oscuridad imponente.

—¡Prepárese! Haremos un aterrizaje duro. Usted sale y nosotros despegamos —explicó el artillero.

—¿Qué quiere decir con aterrizaje duro? —pregunté, pero a esa altura ya habíamos emprendido un descenso veloz. El Wessex aterrizó sobre una inmensa H blanca.

—¡Aquí se baja! ¡Fuera! —gritó el artillero.

Asentí, me desabroché el arnés y me quité los cascos. Salí corriendo del helicóptero y tan pronto estuve en un lugar seguro, fuera de su alcance, el Wessex volvió a despegar.

Un joven policía militar se acercó con un portapapeles.

—¿Inspector Duffy?

¿Inspector?

—Soy Duffy.

—Por aquí.

Atravesamos una puerta a prueba de cargas explosivas y nos internamos en el laberinto de cemento. Descendimos dos niveles y atravesamos diferentes zonas de seguridad antes de llegar al nivel más subterráneo de todos: un húmedo y lúgubre subsuelo.

—Esto es como los últimos días de Hitler.

Era evidente que el policía militar ya había oído eso antes, pero sonrió de todas maneras.

Me llevaron a una sala de interrogatorios y me dejaron con una jarra de agua, una silla, un cenicero y el Daily Mirror. Leí el Mirror y fumé un cigarrillo.

El titular versaba sobre el mago y comediante Tommy Cooper, quien había sufrido un infarto la noche anterior y había muerto en directo en la televisión. Todos pensaron que aquello formaba parte de su actuación y siguieron riéndose mientras él se esforzaba por seguir respirando en el suelo del escenario. «Es la manera en que habría querido irse», dijeron varios de los amigos de Cooper citados en el artículo, pero en realidad eso era difícil de creer.

Tom y Kate entraron diez minutos después. Tom llevaba un jersey negro, cuello polo, sobre unos pantalones negros y mocasines marrones con borlas. Hacía un gran esfuerzo por aparentar informalidad, pero tenía bolsas debajo de los ojos y un tono ceniciento en el rostro. Kate tenía una camisa blanca y vaqueros azules descoloridos. Tom traía una grabadora de casete, ella un maletín. Él instaló la grabadora, le enchufó un micrófono y apretó el botón de grabar.

—8:01 PM, 16 de abril de 1984, Bessbrook, condado de Armagh, Irlanda del Norte. Entrevista con Sean Duffy, exmiembro de la Royal Ulster Constabulary.

—¿De modo que todavía ex?

Kate abrió el maletín y me pasó una hoja de papel. Era un documento legal según el cual me reincorporaban temporalmente en la RUC hasta el 31 de diciembre de 1984 con el grado de inspector.

Lo miré y luego la miré a ella. Se percató de que no estaba complacido.

—¿Qué es esta mierda del 31 de diciembre?

—Me temo que es lo máximo que pudimos sacarle al jefe de Policía —respondió Kate.

—Usted no le cae nada bien —añadió Tom.

—¿Dónde está la carta de Thatcher?

—La primera ministra fue informada de su solicitud y rehusó firmar una carta de disculpa o de arrepentimiento por el mal trato que supuestamente ha recibido del gobierno de Su Majestad —dijo Kate, intentando dibujar una sonrisa de compasión.

—¿Al menos se la habéis pedido?

—Sí, se la hemos pedido.

—¡Qué vieja cabrona!

Miré a Kate, a Tom y la cinta negra que giraba en la grabadora.

—Sean —dijo Kate en voz baja. Había algo extraño en su cara, algo difícil de explicar. Bajo ese severo corte de pelo, era atractiva e inteligente, no sabías qué estaba pensando, de dónde era o incluso cuántos años tenía en realidad. No me habría sorprendido averiguar que tenía veintidós y acababa de salir de Oxford o que tenía cincuenta y una larga trayectoria como veterana de la guerra fría—. Esto es lo mejor que podemos hacer, por ahora —continuó.

—No es suficiente. Quiero una reincorporación definitiva y una disculpa. Estos matones me llamaron «cabrón feniano» prácticamente en la cara. ¿Tenéis alguna idea de lo que significa soportar esas gilipolleces durante tantos años?

Por supuesto que no la tenían. En realidad, no. Sus guerras religiosas ya habían pasado. Los ingleses habían superado todo aquello cientos de años atrás.

Tom tamborileó en la mesa con los dedos.

Miré el techo. ¿Qué iba a hacer? ¿Mudarme a la condenada España? ¿Comer tapas y escuchar el jodido flamenco?

—Estoy dispuesto a olvidarme de mi exigencia de la carta de disculpas, pero no voy a ceder en ninguna otra cosa —dije.

Tom miró a Kate moviendo la cabeza, como diciendo: te lo dije, es un puto divo.

—Sean, mire, este es el mejor trato que hemos podido conseguir. Una reincorporación temporal, un regreso al Departamento de Investigación Criminal. ¡Con el mismo rango de antes! Hicieron falta muchísimas negociaciones para convencer a la jerarquía de la RUC.

—No tiene ningún valor. Lo único que esto significa es que después del 31 de diciembre me van a volver a echar —dije, agitando el papel como un Neville Chamberlain más triste y más sabio.

—No, ese no es el caso —insistió Kate.

—¿Entonces qué significa?

—Significa que lo reincorporarán temporalmente con la cláusula de que a fin de año la reincorporación será definitiva… si se cumplen determinadas condiciones.

—¿Y cuáles son esas condiciones?

—Que usted no perjudique la reputación de la RUC, que no incumpla ninguna orden directa de sus superiores en la RUC y, finalmente, que el MI5 le entregue al jefe de Policía un informe favorable sobre sus actividades en este servicio.

Arrugué la nariz, asqueado.

—Entonces vuelvo a estar a prueba y en la práctica estaré sirviendo a dos amos. ¿Tengo que tratar de mantener contentos a la policía y al MI5 al mismo tiempo?

—Supongo que sí —respondió Kate.

Pero ¿volver a la policía? ¿Con mi rango anterior? ¿Volver a ser un inspector? Empezaba a sentir la antigua excitación…

—Me gustaría ver todo esto por escrito.

—No abuse, Duffy —murmuró Tom.

Me incliné hacia atrás en la silla de plástico y miré el rostro sonriente del pobre Tommy Cooper con su fez rojo.

—¿En qué piensa, Sean? —preguntó Kate.

Albion perfide, eso es lo que pienso.

—Sí, tiene razón en recelar del servicio pero se equivoca desconfiando de mí. Siempre me cuido de dar mi palabra solo cuando sé que la puedo cumplir.

—Oh, qué hábil eres —le dije, pero en realidad sus palabras eran extrañamente tranquilizadoras.

—Y si realmente lo desea, puedo escribir una nota en la que se expliquen las condiciones y las cláusulas de su reincorporación definitiva —añadió Kate con una sonrisa.

Asentí.

—Bien —dijo ella, abrió el maletín y me pasó varios formularios para que leyera y firmara. No hubo ningún dramatismo. Todos sabíamos lo que yo haría.

Puse mi firma en dos versiones diferentes de la Ley de Secretos Oficiales y en un formulario en el que descargaba de responsabilidad al Ministerio del Interior por la muerte o las lesiones que pudiera sufrir en el cumplimiento del deber. Cuando terminé, Kate cogió los formularios con cuidado y los guardó en el maletín.

—Estupendo. Ahora debe entender que lo que estamos a punto de revelarle es extremadamente confidencial… —empezó a decir Kate.

—De acuerdo.

Ella se aclaró la garganta.

—Muy bien, pues… Desde hace unos años sabemos que el IRA recibe entrenamiento sobre manejo de armas en Libia. Después de la fuga masiva de la prisión de Maze de septiembre pasado, conseguimos localizar a nueve o posiblemente a diez fugados del IRA en Trípoli. Con la ayuda de nuestra agencia hermana, hemos podido identificar a la mayoría de esos individuos. Uno de ellos, como usted adivinó correctamente, es Dermot McCann.

—Es todo un hombre, ¿eh? Deberíais haberlo vigilado mejor.

—Cierto. Ahora bien, las relaciones entre el coronel Gadafi y el IRA han sido algo complicadas, incluso tirantes, podríamos decir, y a finales del otoño del año pasado nuestra agencia hermana logró instalar la sospecha en el régimen de Gadafi de que los hombres del IRA en realidad eran agentes del Mossad. Gadafi los hizo arrestar a todos y los arrojó a una de sus mazmorras.

—Buen trabajo.

Ella negó con un movimiento de la cabeza.

—Como suele ocurrir en los ardides bastante barrocos del Servicio Secreto de Inteligencia, el SIS, esa desinformación solo sirvió para obtener beneficios a corto plazo, e incluso es probable que haya perjudicado nuestra causa. Desde entonces Gadafi ha liberado a todos los miembros del IRA y ha redoblado sus esfuerzos para equiparlos y entrenarlos.

Tom prosiguió con el relato.

—Aunque el SIS sí nos hizo un favor. Consiguieron una copia del diario que McCann escribió en la prisión. Por desgracia, no es de gran ayuda, pero de todas maneras nos gustaría que lo leyera.

Me pasó dos docenas de fotocopias en una carpeta negra. La abrí y vi que contenía garabatos, comentarios políticos, dibujos, poemas y el intento resumido de una autobiografía.

—¿Vosotros ya lo habéis leído?

—Sí, y me temo que McCann no fue lo bastante estúpido como para escribir algo comprometedor.

—¿Tenéis el original?

—Sí.

—Me gustaría leer esa versión, si no os importa.

Kate asintió y Tom me pasó un cuadernito cubierto de cera de vela que olía a arena y sudor y a ful medames.

—¿Qué otra cosa tenéis sobre Dermot?

—Hemos logrado recopilar muy poca información sobre las actividades del IRA en Libia, pero es evidente que los hombres se entrenaron en fabricación de bombas y manejo de armas. Y pensamos que se dividieron en dos o tres células separadas.

—Estas células cuentan con dinero y capacidad operativa como para subsistir completamente independientes de la cúpula militar del IRA cuando vuelvan a las Islas Británicas —continuó Kate.

—Eso debe de haberos puesto nerviosos. Tenéis un topo en dicha cúpula del IRA, ¿verdad?

A Tom se le fue la sangre de la cara. Kate extendió la mano por encima de la mesa y apagó la grabadora.

—Inspector Duffy, en realidad no debería especular sobre esta clase de cosas —dijo con severidad, formando un surco nada atractivo pero extrañamente fascinante entre las cejas.

Rebobinó la cinta hasta el punto en que había dicho «Islas Británicas» y volvió a pulsar el botón de «Grabar».

—La semana pasada nos llegó un dato bastante alarmante del SIS de que les habían suministrado pasaportes falsos a los operativos del IRA y que algunos de ellos tal vez ya habían salido de Libia.

—Brillante. De modo que les habéis perdido la pista hace tiempo.

—Sí.

Cruzó las manos sobre la mesa y miró a Tom. Este no tenía nada que añadir.

—Adelante —dije.

—¿Adelante con qué? —preguntó Kate.

—¿Eso es todo? ¿No tenéis más datos?

—Me temo que eso es todo —respondió Tom con una sonrisa avergonzada.

Encendí un cigarrillo y dejé que la nicotina se disolviera en mi torrente sanguíneo durante más o menos un minuto antes de dar comienzo a mi perorata.

—A ver si os entiendo correctamente. Hasta diez miembros del IRA han recibido un sofisticado entrenamiento en fabricación de bombas y manejo de armas en Libia. Algunos eran fugados de la prisión de Maze y ya habían demostrado tener mucho talento y conocimiento técnico sobre explosivos. El servicio secreto de Gadafi les ha proporcionado pasaportes falsos, dinero y material, y muchos de ellos probablemente ya estén en Reino Unido tramando una importante campaña de atentados del IRA. ¿Ese es un buen resumen de la situación?

—Ese es un buen resumen de la situación —dijo Kate.

—Yo pienso que… —empezó a decir Tom, pero antes de que pudiera formular esos pensamientos se apagaron las luces y oímos ruidos amortiguados de golpes por toda la base. ¿Alguna clase de ataque? En ese caso, debía de haber sido bastante desganado; dos minutos más tarde volvieron las luces. Noté que Tom se había fumado casi todo mi cigarrillo.

—Entonces, ¿exactamente cuál es mi papel en todo esto? —le pregunté a Kate.

—Nos gustaría que nos ayudara a localizar a Dermot McCann. Es casi seguro que estará al frente de una de las células, o quizás de todo el grupo.

—Dermot lleva fugado bastante tiempo. Entiendo que ya lo habéis intentado con los métodos convencionales, ¿verdad?

—Lo buscan agentes de la Special Branch, el servicio penitenciario, el MI5 e incluso el SAS —respondió Kate.

—¿Escuchas telefónicas? ¿Intercepción de correspondencia?

—Todo eso y un par de equipos de campo.

—¿Los teléfonos de quién estáis escuchando exactamente? Sé que Annie se divorció de él hace unos años.

—Annie vive con sus padres, pero hemos intervenido también el teléfono de esa casa para estar seguros.

—¿De quién más?

—No se ofenda, Sean, pero me temo que no tengo la autorización para proporcionarle todos los nombres. Puedo asegurarle que hemos intervenido los teléfonos y que estamos interceptando la correspondencia de todos los parientes y de todas las personas relacionadas con él que conocemos.

—¿Y no os habéis enterado de nada?

Tom negó con la cabeza.

Era mi turno de encogerme de hombros.

—No me sorprende. Dermot es extremadamente disciplinado. Jamás se pondrá en contacto con su familia ni sus amigos, al menos mientras su célula esté operativa. Dermot no es ningún idiota. Esta será una tarea difícil.

—Ya lo atrapamos una vez —apuntó Tom.

—No. No lo atrapasteis. La policía lo incriminó. Dermot jamás habría dejado una huella digital en ninguna parte, desde luego mucho menos en una de sus propias bombas. Esa huella la colocaron los de la Special Branch —dije.

Kate me sonrió.

—Puede que debamos tomar medidas más extremas esta vez.

No me gustó su tono.

—Bueno, desde luego que yo no seré vuestro asesino —le dije con frialdad.

—No necesitamos que lo sea. Solo necesitamos que haga lo que mejor sabe hacer —respondió.

Encendí otra colilla y tiré la cerilla al cenicero, pero aterrizó sobre el gran mentón de Tommy Cooper.

—Necesitaré una lista de los amigos de Dermot, de sus parientes, de sus antiguos compañeros de prisión y de sus conocidos. Básicamente todas las personas cuyos teléfonos estáis pinchando y el círculo que los rodea.

—Algo de eso podemos hacer.

—Y quiero un despacho. Estaba pensando en la comisaría de Carrick. Está a mano y conozco el ambiente. Ahora tienen un jefe nuevo muy quisquilloso, un alto mando de Derry. Tendréis que negociarlo con él.

—Algo de eso también podemos hacer —dijo ella.

—Necesito una credencial que confirme que soy inspector del Departamento de Investigación Criminal. Mejor ponedme en la Special Branch. Eso no espantará a los clientes, pero a veces amedrenta a los policías poco cooperativos.

No se me ocurrían más exigencias en ese momento.

—Todo suena razonable —dijo Kate.

—Bien.

—Bien.

Kate me ofreció la mano y la estreché.

Tom me acompañó hasta la plataforma de aterrizaje del helicóptero.

En el vuelo de regreso leí el diario de Dermot: autobiografía, teoría política, poesía de imitación, un plan utópico para un trigésimo segundo condado, una Irlanda democrática y socialista. Si se trataba del auténtico Dermot McCann y no de una sarta de estupideces que había redactado para dar algo que leer a sus guardias, se había vuelto un poco embarazoso.

La sociedad está intrínsecamente muerta y la estasis es la característica definitoria del régimen poscapitalista. Todo consenso en la narrativa postextual se utiliza para reprimir la inversa sectaria. Si examinamos el paradigma preconceptualista de Irlanda antes de la invasión normanda, se nos presenta una alternativa: o aceptamos esta jerarquía rural o defendemos una anarquía de reinos tribales. Debemos erigir un puente hacia el pasado y entre las clases y las identidades sectarias construidas. Y si el racionalismo pretextual sobrevive a la Revolución, creo que no tendremos que escoger entre la teoría capitalista posdialéctica y alguna forma de marxismo capitalista…

Páginas y páginas así. Busqué acrósticos o significados ocultos, pero no encontré nada. Tal vez era una sátira del más alto nivel.

Aterrizamos en la base de la UDR en Carrickfergus, donde nos aguardaba un Mercedes para llevarme de regreso a Coronation Road. Seguí leyendo en el coche. La única parte realmente interesante del diario era el material biográfico: los primeros años en Derry, la escuela, la rabia por las palizas que le propinaban las duras manos de los Hermanos Cristianos, la música de los cincuenta, la radicalización después de 1968, protestas, cárcel. Nada sobre un servidor. Nada sobre nuestro encuentro después del Domingo Sangriento. Y nada sobre ese curioso momento en el colegio en que me abofeteó en la cara por alguna ofensa que yo había cometido sin darme cuenta.

El coche me dejó en el número 113 de Coronation Road.

Entré, cogí una lata de Bass y me senté junto al teléfono.

Llamé a mis padres y les conté que estaba otra vez en el cuerpo con el rango de antes. Mi mamá empezó a llorar. Yo empecé a llorar.

Llamé a McCrabban.

—Crabbie, soy yo.

—Por Dios, Sean, hace una eternidad que no sé nada de ti. ¿Qué ocurre? Me enteré de que habías dejado el cuerpo.

—¡No! ¿Yo, renunciar? No es más que un rumor. Estoy de regreso. De vuelta en el CID —dije, incapaz de contener mi alegría.

—¿En serio? ¡Qué gran noticia!

—Me han puesto al frente de un caso para la Special Branch. Me preguntaba si te molestaría que cogiera un despachito en Carrick. Sé que es tu territorio y no quisiera abusar, pero…

—¡No lo pienses dos veces! Será maravilloso verte, Sean.

—Gracias, Crabbie.

Cotilleamos, colgué y me dispuse a revisar los expedientes sobre Dermot. Kate también me había proporcionado el informe completo de inteligencia sobre McCann del MI5, al que le habían añadido fotografías y un árbol de familia. Para mi sorpresa, me di cuenta de que ya me lo conocía casi todo. Dermot tenía cinco hermanos, tres varones y dos mujeres. Uno de los hermanos estaba preso, cumpliendo una condena de veinte años por homicidio; los otros dos habían emigrado a Australia para abrir un restaurante. El padre había fallecido y la madre vivía en Derry con sus hermanas, Orla y Fiona.

Todos los parientes que le quedaban con vida eran firmes republicanos que jamás hablarían.

Terminé la Bass, me serví un whisky, puse a los Velvet Underground y volví a leerlo todo.

La tercera lectura del diario me permitió advertir algo que se me había pasado en las dos anteriores: un diminuto dibujo de una mujer de pelo rizado que estaba tachado. Si examinaba cuidadosamente el garabato, podía verse que la mujer llevaba un collar con letras muy pequeñitas: «A» tachado, tachado, «I», «E».

—Annie —dije en voz alta. Estaban divorciados, sí, pero tal vez él seguía enamorado de ella. Mi primera orden del día consistiría en desplazarme hasta Derry y preguntarles a su madre y a sus hermanas qué sabían y luego arar el territorio más fértil que podía brindarme una exesposa descontenta…

Nico empezó a cantar «All Tomorrow’s Parties». Por alguna razón, parecía totémico. «Este caso va a basarse exclusivamente en las mujeres», profeticé en voz alta.

Y resultó que estaba totalmente en lo cierto.