17: Vértebras

Cerramos con llave el Henry Joy McCracken y regresamos a la casa de los Fitzpatrick a través de la aldea. No hablamos, pero noté que a veces ella me miraba de reojo cuando pensaba que no la veía.

Todavía estaba evaluándome, la buena de Annie.

Y yo a ella, la verdad. Y ahora me sentía un poco culpable, además. ¿Cómo podría no hacerlo?

Me quedé a tomar té con los Fitzpatrick.

Jim Fitzpatrick regresó de pescar a las cinco en punto, apestando a barro y whisky. Era un cabrón tan grande que daba miedo: casi un metro noventa, calvo, más de cien kilos. Un republicano de vieja escuela, pero de esos que refunfuñan sobre los «hombres de violencia» y se mudan a un pueblo pequeño y abren un pub, no de los que guardan rencores durante décadas. Y era de familia de dinero, lo que lo distinguía de la mayoría de los tipos que terminaban enganchados a la heroína y sin nada que perder.

De hecho, la pesca había dado resultado. Una inmensa trucha marrón que él ya había eviscerado y decapitado.

Mary hizo puré de patatas para acompañar la trucha frita a la sartén con cebollas y hablamos del tiempo y de esto y de aquello.

Jamás mencioné el caso y el nombre de Lizzie no surgió en la conversación. Sus fotografías ya no ocupaban las paredes, y estaba claro que la herida de ese hombre seguía en carne viva. De hecho, era una herida que lo mataría. Daba cuenta de por lo menos una botella al día; probablemente más.

Me marché a las seis y conduje de regreso hasta Carrickfergus.

Estuve deliberando si mantener este asunto en secreto o no, pero sabía que aquello no era más que posponer lo inevitable, de modo que llamé a Kate y le conté toda la historia.

Ella no estaba segura al respecto y me dijo que en su opinión yo no debía destinar todo mi tiempo a investigar la muerte de Lizzie Fitzpatrick puesto que no había garantías de que Mary Fitzpatrick pudiera entregarme a Dermot.

Respondí que tenía razón y que trabajaría sobre otras pistas.

Me reí después de cortar la comunicación. No había ninguna otra pista. Ni la habría. Era posible que cuando Dermot finalmente activara su célula y empezara a volar gente en pedazos, tal vez cometiera algún error y dejara algún rastro forense, pero ninguna persona de Irlanda iba a entregarlo. A menos que hubiera alguna buena razón.

El martes siguiente me trasladé en mi coche hasta el aeropuerto de Aldergrove y cogí el vuelo de las 10 de la mañana rumbo a Aberdeen. No había estado nunca en Aberdeen, pero sentía que la conocía porque Telly Savalas siempre nos contaba que era una gran ciudad en un cortometraje cutre que pasaban antes de cada una de las películas que yo había visto en los últimos cinco años. A veces solo alcanzábamos a ver al televisivo Kojak hablar de Aberdeen durante cinco minutos antes de que hubiera una amenaza de bomba y evacuaran la sala de cine.

El avión aterrizó en el resplandeciente y flamante aeropuerto y cogí un taxi.

Aberdeen era un lugar extraño para encontrarse en el verano de 1984. Probablemente se trataba del único sitio en Gran Bretaña que no era una mierda. Después de que sus valientes muchachos hubieran recuperado las islas Malvinas, la señora Thatcher había ganado las elecciones de 1983 con bastante facilidad. A principios del año siguiente, la señora había tomado la optimista decisión de poner fin a los subsidios gubernamentales a la industria del carbón. Como ella sabía que ocurriría, el sindicato nacional de mineros había convocado una huelga. Ese mismo sindicato había hecho caer al gobierno tory anterior y la señora Thatcher estaba decidida a vengarse de ello y a terminar para siempre con el poder del gremio. Había acumulado reservas de carbón para varios años en las centrales eléctricas y había garantizado que mantendría abiertos los pozos para cualquier trabajador que quisiera desafiar los piquetes. Cada día los periódicos ingleses se llenaban de imágenes de las batallas entre los policías y los huelguistas delante de las minas de carbón de Gales y el norte de Inglaterra. Pero Aberdeen estaba por encima de todo aquello. Se sostenía sobre un combustible fósil completamente distinto. Era una ciudad hecha gracias al boom petrolífero. El precio de la vivienda se disparaba y los salarios estaban por las nubes. Una limpiadora de casas del Puente de Don ganaba más que un inspector de la RUC.

Mi exnovia, Laura, se había mudado a esta ciudad porque le habían ofrecido una cátedra de patología en la pujante Universidad de Aberdeen.

Era la oportunidad de construirse una vida nueva y ella la había cogido.

No la culpaba. Incluso hasta era posible que sintiera un poco de envidia. Ella había conseguido dejar atrás la culpa, las lealtades y las emociones, y se había marchado.

Por supuesto que la echaba de menos, pero no creía que hubiera nada más profundo que eso. Al menos, eso esperaba.

Habíamos quedado en encontrarnos en el bar del centro de estudiantes, que ella consideraba un espacio neutral. Por supuesto a la hora de la comida era un lugar caótico, y tardé un rato en divisarla. Tenía el pelo corto, y no le sentaba bien. Llevaba un discreto vestido rojo, zapatos negros de tacones bajos y un anillo de compromiso con diamantes.

Me besó en la mejilla y me dijo que tenía muy buen aspecto.

Yo le dije lo mismo.

Ya estábamos mintiendo los dos, y eso me entristeció un poco.

—¡Salgamos de aquí! Hay más gente de lo habitual —dijo.

Nos trasladamos a una cafetería adyacente a un campo de golf con vistas al mar del Norte.

—¿La vida te trata bien? —le pregunté.

—Me trata bien —respondió—. Veo que has vuelto a ser inspector —dijo.

—Sí.

—Eso significa mucho para ti, ¿verdad? ¿Qué era lo que me habías dicho…? La separación entre un investigador y un poli de barrio es la división más clásica que existe dentro de la policía.

Me agradó que se acordara de eso.

—Así es —respondí.

Llegó un camarero. Le pregunté qué estaba bueno y Laura dijo que tenía que ser el abadejo a las brasas. Pedimos dos y una botella de vino que escogió ella.

—Vas a casarte —dije.

—¿Te has cruzado con mi madre?

—¿Él es buena persona?

—Te caería bien. Es submarinista. Profesional. Uno de esos tipos que caen bien. Uno de los tuyos.

Le dije que eso sonaba maravilloso para evitar futuras discusiones al respecto pero ella supuso que yo realmente quería saber, así que me hizo el tratamiento completo: la historia familiar de su futuro marido, su infancia, cómo se conocieron. Escuché cortésmente y no presté atención a nada.

Llegaron los platos y después de comer le pregunté sobre el caso.

—¿Has tenido oportunidad de mirar los documentos que te envié?

—Sí, lo he hecho.

—¿Y?

—Este doctor Kent parece un poco…

—¿Qué? ¿Excéntrico? ¿Desquiciado?

—Anticuado en su terminología y su técnica.

—Tiene más de setenta años. Creo que casi ochenta.

—Eso podría explicarlo.

—¿Entonces se equivoca?

Ella abrió su bolso y sacó el expediente que yo le había mandado por correo expreso.

—¿Quieres los detalles o solo un resumen? —pregunté.

—Bueno, prefiero los detalles. Ya me conoces. Duffy el detallista.

—Hay siete vértebras cervicales. En su autopsia, el doctor Kent descubrió que las siete habían sufrido traumatismos y que las tres vértebras superiores habían sufrido un traumatismo severo. El doctor Kent insiste en que las fracturas por sobrecarga de estas vértebras son principalmente latitudinales, no longitudinales, y eso lo convenció de que el trauma sufrido por tu víctima fue una torsión violenta, no el impacto de una caída o de un golpe.

—¿Tú qué opinas?

—Yo diría que las evidencias tienden a apuntalar la tesis del doctor Kent, aunque es una pena que no se le ocurriera hacer una radiografía del cuello de la víctima. Sí incluyó dibujos de su análisis patológico…

—Le pregunté al respecto. Supongo que en su época lo único que se hacían eran dibujos. Pero él dijo que podríamos desenterrar el cuerpo, si era necesario.

—Sí. Tiene toda la razón. Los huesos no se habrán descompuesto. Todavía podrías hacer una buena fotografía.

—¿Puedes descartar una caída como causa de las lesiones de Lizzie?

Ella negó con la cabeza.

—¿Descartarla? No. De hecho, el cuerpo humano es un resorte grande, y cuando dejas caer un resorte desde cierta altura… bueno, puede pasar prácticamente de todo.

—Sé que esto no es lo tuyo, Laura, pero si asignaras probabilidades a las dos hipótesis: Lizzie se cayó de la barra mientras cambiaba una bombilla o a Lizzie le dieron un golpe en la cabeza, alguien le rompió el cuello e hizo que pareciera un accidente…

Ella lo pensó un rato.

—Sesenta/cuarenta: homicidio/accidente.

—Jesús… Eso no es muy convincente. Pensaba que dirías ochenta/veinte.

—No. Como ya te he dicho, podría haber sido una caída. Creo que la corazonada del doctor Kent es acertada, pero no querría defenderlo en un tribunal.

Asentí e hice un rápido apunte en mi libreta.

Cuando terminé, me di cuenta de que ella había cruzado las manos y estaba sonriéndome.

—¿Cómo te encuentras, Sean? —preguntó.

—Bien.

—¿Te alimentas bien?

—Sí.

—¿Y no bebes demasiado?

—No más que todos.

—Todos beben demasiado.

—¿Los culpas?

—No.

Era muy hermosa cuando sonreía así. Tan hermosa que no podía mirarla.

—¿Y tú? ¿Qué tal estás?

—Jamás he estado tan feliz —dijo, y era en serio—. Cuando nos hayamos casado e instalado, intentaré traer a mis padres.

Tras ella el mar del Norte era un índigo frío con cabrillas que se deslizaban por la superficie. Había buques cisterna y otras embarcaciones inmensas que zarpaban del puerto hacia el nordeste en dirección de las torres de perforación. Ahí estaba el futuro, no en el oeste, no en Irlanda, no en las envejecidas minas…

—El mar parece estar helado. Supongo que nunca sales a nadar… —dije.

—No. Nunca.

—¿Cómo llamarías a ese matiz de azul? ¿Índigo?

Ella dibujó una pequeña sonrisa. Era un intento muy poco convincente de mantener una conversación casual.

—¿Has considerado mudarte a Gran Bretaña, Sean? Estoy segura de que la policía metropolitana recibiría con los brazos abiertos a alguien con tu talento.

—¿Qué talento? Yo soy el clásico pez gordo en una laguna pequeña. Permíteme una pregunta. Si estás cambiando una bombilla y eres diestra, ¿no tienes que tener la bombilla nueva en la mano izquierda? Necesitas la mano más hábil para desenroscar la bombilla, ¿verdad?

Laura reflexionó un momento sobre ese asunto e imaginó sus propias acciones. Negó con la cabeza.

—No estoy segura. Si se tratara de mí, sostendría la bombilla nueva en la mano derecha hasta que estuviera bien equilibrada y lista para desenroscar la bombilla estropeada, y solo entonces pasaría la nueva a la mano izquierda y desenroscaría la bombilla estropeada con la derecha.

—Eso es lo que he dicho. ¿Entonces no crees que podamos sacar ninguna conclusión del hecho de que la bombilla nueva estuviera en la mano derecha? ¿La que precisaría para desenroscar la vieja…?

—No.

Moví la cabeza.

—A mí también me parecía un argumento muy débil.

Volví a contemplar el mar y Laura empezó a mirar su reloj de reojo.

—Este caso te tiene desconcertado, ¿verdad? —dijo.

—Así es. Si no fuera por lo que tú y el doctor Kent habéis dicho, aseguraría que es un caso clarísimo de muerte accidental. El pub estaba cerrado herméticamente desde el interior. No había ninguna otra manera de entrar ni de salir. Había fuertes cerrojos en la puerta delantera y en la trasera.

—¿El asesino no podría haber manipulado los cerrojos desde el exterior de alguna manera?

—Consideré esa posibilidad y la eliminé. Son demasiado pesados.

—Y si el doctor Kent y yo estamos equivocados, entonces todo sería más fácil, ¿verdad?

—¡Desde luego que sí!

—¿No hay un cuento sobre un cuarto cerrado y un asesino que de alguna manera se las arregla para entrar?

Me eché a reír.

—¿Bromeas? ¡Hay toda una literatura al respecto! Todo un género. Solo en las últimas dos semanas he leído una docena. El gran misterio de Bow, Los crímenes de la calle Morgue, El misterio del cuarto amarillo… Un par de Wilkie Collins, Agatha Christie…

—¿Y qué hace el asesino en esos relatos?

—Hay distintos métodos. Algunas de las técnicas son un pasaje secreto, una trampilla oculta, matar a la víctima de lejos; después están los trucos de magia, usar animales para que maten, lo sobrenatural… Los dos que consideré seriamente eran el pasadizo secreto o la posibilidad de que el asesino estuviera escondido en el bar cuando llegó la policía y que luego se escabullera a través de la puerta delantera, que estaba rota, uno o dos días después.

—¿Y lo hizo?

—¿Te refieres a escabullirse?

—Sí.

—No. Los policías que llegaron al bar eran bastante listos. Lo trataron como la escena de un crimen, no dejaron que nadie tocara el cuerpo ni permitieron la salida ni la entrada de ninguna persona. El inspector Beggs llegó poco después y realizó un análisis concienzudo del sitio. Me ha asegurado que no había nadie escondido allí y yo le creo.

—¿Algún pasadizo secreto?

—Muchos de esos viejos pubs tienen una entrada o salida secreta, o una desvencijada puerta que da al sótano para la entrega de provisiones. Pero yo revisé el lugar de arriba abajo y no había ninguna otra entrada excepto las puertas cerradas con llave y con el cerrojo echado.

—¿Entonces qué nos queda? ¿Fantasmas? Muchos de esos viejos pubs los tienen.

—Hay otras explicaciones. En uno de los primeros relatos de cuarto cerrado, El gran misterio de Bow, nos enteramos de que en realidad la víctima no estaba muerta hasta que tiraron la puerta abajo. El asesino se valió de engaños y administró el golpe de gracia mientras nadie lo miraba.

—Pero seguramente eso no ocurrió en tu pub, ¿verdad?

—No, efectivamente. Pero si tú y Kent estáis en lo cierto, algo extraño ocurrió esa noche, y no fue un fantasma.

Ella sonrió y me cogió la mano. El diamante reflejó la luz del sol y resplandeció en mis ojos.

—Es una circunstancia desagradable, pero me alegra ver que estás interesado en algo, Sean. Durante un tiempo tuve la sensación de que ibas a desaparecer…

Me aclaré la garganta.

—Sí, es cierto. Me gusta este trabajo. Averiguar cosas. Restablecer el orden. Reparar el mundo.

—Me alegro —dijo, y me dio un apretón en la mano.

—Pero este caso es especial. Es uno, dos, tres, cinco. Algo se me escapa. No lo veo con claridad.

—Lo harás. Siempre lo haces, ¿verdad?

—No. No siempre.

—Estoy segura de que saldrá bien —dijo, y sonrió con paciencia. El tono anodino de sus palabras era sencillamente perfecto.

—¿Vas a misa con frecuencia? —preguntó.

—¿A misa? No. Nunca… ¿Tu novio es católico?

—No. Eso no tiene mucha importancia aquí. Nada de eso la tiene.

Ella sonrió.

—¿Crees que podría haber funcionado? Me refiero a lo nuestro —pregunté.

Negó con la cabeza.

—¿Por qué?

—Diferentes mundos. Diferentes necesidades, sabes —dijo tímidamente.

—Eso no es una verdadera respuesta.

Ella apartó la mano.

No estaba de ánimo de que la presionara o la interrogara.

—¿Crees que tengo un problema? —pregunté.

Ella negó con la cabeza.

—¡Claro que no!

—Dime la verdad. Yo lo haría —insistí.

—¿Quieres que te diga si creo que tienes un problema?

—Sí.

—No tienes ningún problema, sabes, solo que… ya sabes.

—¿Qué, por el amor de Dios?

—¿Quieres una opinión médica? —preguntó.

—¡Adelante, dispárame!

—¿Con los dos cañones?

—¿Los dos cañones están cargados? De acuerdo, puedo aceptarlo.

—De acuerdo. Tienes tendencias maníaco-depresivas. Tienes dependencia del alcohol. No comes adecuadamente ni haces el ejercicio necesario. Fumas demasiado. Y trabajar para la policía te ha institucionalizado y, eh, te ha quitado parte de tu chispa y tu personalidad.

—Eso es bastante duro.

—Lo siento. No debería haberlo dicho…

—No, no lo lamentes, si eso es lo que crees.

Ella negó con la cabeza.

—No es lo que creo. Solo me ha salido espontáneamente. No deberías haberme puesto en esta posición.

—Es cierto. Lo lamento.

—No, yo lo lamento.

Nos quedamos allí sentados, avergonzados. Ninguno de los dos era capaz de pensar en qué decir.

Laura volvió a mirar su reloj.

Me incorporé.

—Bueno, tengo que coger un avión. Te agradezco tu tiempo.

Le ofrecí la mano. Ella, en cambio, me acercó para que le diese un beso en la mejilla.

—Me alegro de poder ayudarte, Sean. Ten cuidado, ¿de acuerdo?

—Sí.

—Revisa debajo de tu coche por si hay bombas.

—Siempre lo hago.

—Hay una parada de taxis fuera; déjame acompañarte.

—De acuerdo.

Me acompañó hasta la parada de taxis y volvió a besarme, y el taxista me llevó a través del blanco granito de Aberdeen, que resplandecía y brillaba y se veía adorable bajo el sol de verano. Kojak habría estado feliz.