1: La gran fuga

El busca comenzó a sonar a las 4:27 de la tarde del miércoles 25 de septiembre de 1983. Repetía un estridente do sostenido a intervalos de cuatro segundos, lo que significaba —para los que nos habíamos tomado la molestia de leer el manual— que se trataba de una emergencia Clase 1. Era una alerta que se enviaba a todos los policías fuera de servicio, a todos los reservistas de la policía y a todos los soldados de Irlanda del Norte. Había solo cinco emergencias Clase 1 y tres de ellas eran un ataque nuclear soviético, una invasión soviética y lo que los funcionarios públicos que habían escrito el manual habían denominado, con afectada despreocupación, «entrada extraterrestre no autorizada».

Por ello, probablemente habréis pensado que atravesé la habitación a toda velocidad, cogí el busca y corrí con pánico creciente hasta el teléfono más próximo. Os habríais equivocado. Para empezar, yo estaba flotando tan alto como el Skylab, colocado con una resina de cannabis turco negro que yo mismo había quemado y había mezclado con tabaco dulce de Virginia. Y también había que tener en cuenta el hecho de que me encontraba jugando a los Invasores de la Galaxia con mi Atari 5200, con el televisor a todo volumen y las cortinas cerradas para conseguir una inmersión plena y dramática en el juego. No oí el busca porque sus insistentes chillidos sonaban de manera muy similar a los que emitían las naves rojas cuando se separaban de la flota galáctica principal para lanzarse en un ataque demasiado previsible.

Esas navecillas no representaban ninguna dificultad para mí a pesar del genio enfermizo de sus programadores adolescentes de Osaka porque yo conocía sus movimientos y era hábil. Deslicé el mando a la izquierda, avancé pegado a las esquinas y esquivé fácilmente sus andanadas de bombas de dispersión. Después de sobrevivir a ese ataque, me coloqué en el centro de la pantalla y aniquilé al escuadrón entero cuando intentaba volver a ponerse en formación. No fue hasta que la pantalla quedó en blanco y comprobé que había finalizado muy cerca de la puntuación más alta que había logrado hasta el momento cuando vi sobre la mesa auxiliar el rectángulo de plástico gris gimiendo y vibrando con una vehemencia que, retrospectivamente, parecía superior a la habitual. Arrojé un cojín sobre el dispositivo, volví a sentarme en la alfombra y continué el juego en el mismo nivel que antes. Sonó el teléfono y siguió haciéndolo incesantemente hasta que por fin, más por aburrimiento que por curiosidad, puse el juego en pausa y lo cogí. Era el sargento Pollock, el oficial de guardia en la comisaría de Bellaughray.

—¡Duffy, no respondías al busca! —dijo.

—Tal vez el ejército soviético bloqueó la señal.

—¿Qué?

—¿Qué ocurre, Pollock? —pregunté.

—Estás en Carrickfergus, ¿verdad?

—Sí.

—Preséntate en la comisaría local. Esta es una emergencia Clase 1.

—¿Qué ocurre?

—Algo grande. Hubo una fuga masiva de prisioneros del IRA de la prisión de Maze.

—¡Jesús! ¡Qué follón!

—Hay situaciones de pánico en todas las comisarías, colega. Necesitamos a todos los hombres.

—De acuerdo. Pero recuerda que este es mi día libre, así que me pagaréis el doble.

—¿Cómo puedes pensar en dinero en un momento como este, Duffy?

—Es sorprendentemente fácil, Pollock. Recuerda: paga doble. Ponlo en el registro.

—Vale.

—Otro buen trabajo del servicio penitenciario de Su Majestad, ¿eh?

—No puede decirse más claro. Ojalá podamos limpiar el desastre que han dejado… Oye, ¿no te molesta ir a Carrick? Sé que no has regresado desde que te… eh… degradaron. Podría enviarte a la RUC de Newtownabbey.

—No te preocupes, Pollock. El calor de mi ciudad natal me da fuerzas.

—Así lo espero.

Colgué y me dirigí a la flota de invasores galácticos que se movían silenciosamente en la pantalla del televisor: «¡Regresad con vuestros amos alienígenas y decidles que nosotros, los terrícolas, no nos dejamos aplastar fácilmente!». Con esas palabras, desenchufé la Atari de la parte trasera del televisor y puse las noticias. La prisión de Maze (antes conocida como Long Kesh) era una cárcel de máxima seguridad considerada una de las penitenciarías más a prueba de fugas de toda Europa. Por supuesto que cada vez que oías las palabras «a prueba de fugas» inmediatamente pensabas en esa otra gran innovación de Belfast, el «insumergible» Titanic. Los sucesos me llegaron gota a gota mientras me ponía el uniforme y el chaleco antibalas. Treinta y ocho presos del IRA se habían escapado del Bloque H 7 del edificio. Habían utilizado armas introducidas clandestinamente para tomar rehenes, luego habían cogido una furgoneta de la lavandería y habían atravesado con ella la puerta. Un funcionario de prisiones estaba muerto y había otros veinte heridos. «Entre los fugados hay asesinos convictos y algunos de los principales fabricantes de bombas del IRA», anunció una atractiva y agitada presentadora desde el estudio de la BBC.

—Bueno, fantástico —murmuré, y me pregunté si entre los que se habían fugado habría alguno al que yo hubiera mandado a la cárcel personalmente. Me preparé una taza de café instantáneo y me comí un cuenco de Frosties para limpiarme el negro turco del cuerpo y luego salí a la calle, donde me aguardaba mi BMW.

—¡Oh, señor Duffy, no habrá oído las noticias! —me dijo la señora Campbell desde el otro lado de la cerca. Yo me había puesto un chaleco antibalas, un casco antidisturbios y tenía un subfusil Heckler and Koch MP5, así que no se trataba de una deducción particularmente brillante la de la señora C, pero de todas maneras le dediqué una sonrisita triste.

—¿Se refiere a la fuga? —dije.

Ella se colocó unas hebras de pelo de un subido tono borgoña tras una oreja.

—¡Sí, es espantoso, nos van a asesinar a todos mientras dormimos! ¿Qué podré hacer yo, con mi Stephen en el piso de arriba y su invalidez? —La «invalidez» de Stephen consistía en una dieta constante de ginebra y vodka baratas, lo que significaba que para la hora del almuerzo estaba tan borracho como Oliver Reed durante el rodaje de los tres mosqueteros. Era una mujer atractiva, la señora Campbell, incluso teniendo en cuenta sus problemas y su camisón de la década de los cincuenta y la colilla de un cigarrillo que le colgaba de la boca.

—No se preocupe, señora C, volveré pronto —respondí, tratando de sonar como Christopher Reeve en Superman II cuando le asegura a Lois que el general Zod no es rival para él. No estoy seguro de que detectara el tono autoparódico en mi imitación de Reeve, pero lo cierto es que se inclinó por encima de la cerca, me dio un beso lleno de ceniza en la mejilla y susurró «Gracias».

Respondí con un pequeño movimiento de la cabeza, avancé por el sendero y me subí a mi BMW. Antes de poner la llave en el contacto volví a bajarme y miré debajo del vehículo por si había bombas lapa de mercurio. No las había, por lo que me subí nuevamente y puse la casete The Principle of Moments de Robert Plant. Era la cuarta vez que escuchaba el álbum en solitario de Plant y todavía no conseguía que me gustara. Solo consistía en sintetizadores, máquinas de ritmo y vocalizaciones agudas. Era un signo de los tiempos, y con el otoño ya sobre nosotros no era arriesgado afirmar que 1983 estaba convirtiéndose en el peor año para la música popular de casi dos décadas.

Conduje por el Scotch Quarter y giré a la derecha en dirección a la comisaría de la RUC de Carrickfergus por primera vez en mucho tiempo. Era una experiencia muy extraña, y el joven guardia de la puerta no me conocía. Examinó mi credencial, asintió con un gesto, me miró, frunció el ceño, levantó la barrera y finalmente me dejó pasar. Dejé el coche en el aparcamiento de mierda de los visitantes, lejos de la comisaría, y llegué andando hasta el escritorio del oficial de turno. Había algunos cambios. Habían pintado las paredes con el típico color rosado de los loqueros y habían puesto macetas con plantas por todas partes. Me había enterado de que el inspector jefe Brennan se había jubilado y que para reemplazarlo habían traído a un oficial de Derry al que llamaban director Carter. Yo no sabía mucho de él salvo que era joven y enérgico y que estaba lleno de ideas, lo que, hemos de admitir, sonaba sencillamente horroroso. Pero este ya no era mi feudo, por lo tanto, ¿qué me importaba lo que hacían con él?

Al frente del Departamento de Investigación Criminal se encontraba, en calidad temporal, mi exadjunto, el recientemente ascendido sargento John McCrabban, y eso era bueno. Subí, me ubiqué en la parte trasera de la sala de reuniones y traté de no llamar la atención.

—… Podría sernos de utilidad. Vamos a iniciar la Operación Caldero. Bloquearemos todas las carreteras hacia y desde Maze. Nuestra zona abarca las carreteras de acceso al norte y al este, la A2 y, por supuesto, las carreteras que van a Antrim. Estamos coordinándonos con la RUC de Ballyclare…

Carter era alto, tenía una nuez prominente y el pelo castaño y rizado. Tenía un cuerpo larguirucho y se inclinaba sobre el estrado de una manera amenazadora, como si fuera a darte un tortazo. Escuché su arenga, que hablaba de peligros y desafíos y que terminó con un eco de la frase «lucharemos en las playas» del discurso de Winston Churchill. Como retórica, era de una exageración brutal, pero algunos de los agentes de reserva más jóvenes aplaudieron cuando acabó. Mientras salíamos de la sala de reuniones saludé a algunos amigos de antes. El inspector Douggie McCallister me estrechó la mano.

—Encantado de verte, Sean. Por Dios, si hubieras llegado cinco minutos antes te habrías cruzado con McCrabban y Matty, pero se han ido con los antidisturbios. ¿Cómo te ha ido?

—He tenido algunos altibajos, Douglas. ¿Qué tal es tu nuevo jefe?

Douggie movió los ojos y bajó la voz.

—Si no midiera más de un metro ochenta, te habría dicho que es un tío bajito al que le hace falta un púlpito.

—Oh, vaya. Siempre podrías usar el viejo truco de la clorpromazina en el whisky.

—Es un completo abstemio, Sean. Bebe té. Quiere prohibir el alcohol en la comisaría; de hecho, en toda la isla, a juzgar por sus panfletos.

—Creo que lo intentaron en Estados Unidos, con resultados decididamente poco satisfactorios.

—Sí, claro; las crisis, de una en una. Déjame registrarte en la lista de turnos. ¿Todavía puedes conducir un Land Rover?

—¿Caga el papa en el retrete?

Me asignaron un Land Rover blindado de la policía y me dirigí junto a un grupo de nerviosos agentes a un lugar llamado Derryclone, en las costas del lago Neagh. Nos llevó más de dos horas y media atravesar todos los controles policiales de las carreteras para poder llegar a nuestro destino e instalar nuestro propio control policial. Así era la afamada Operación Caldero en acción.

En Radio 3 ponían el Requiem de Ligeti y las nubes negras, la lluvia ligera y los solitarios cuervos que graznaban en nuestra dirección desde los combados cables telegráficos no contribuían a aligerar la sombría atmósfera. Cuando abrí las puertas traseras del Rover, dos de los hombres estaban leyendo El nuevo testamento de Gideon, uno daba la impresión de que había estado llorando y, en un gesto embarazoso, el único reservista católico estaba frotando un rosario.

—¡Por todos los demonios, muchachos! Esto parece un minibus de Ciudad Juárez el día de los muertos. ¡Vamos! Es pura rutina. No vamos a toparnos con ningún terrorista, os lo prometo.

Instalamos el control en la adormilada carretera B junto al lago Neagh y después de una o dos horas de nada se hizo evidente, incluso para el más apesadumbrado de los polis, que ninguno de los fugados de Maze pasaría por allí.

Vimos helicópteros con focos que iban y venían desde la base aérea de Aldergrove y por la radio oímos que, primero, el secretario de Estado de Irlanda del Norte había presentado su renuncia y más tarde que la misma señora Thatcher había renunciado.

Pero no tuvimos tanta suerte. No había renunciado nadie y yo les profeticé a los muchachos que cuando se hiciera pública la investigación sobre la fuga ninguna persona por encima del rango de inspector recibiría siquiera una regañina. (Podéis leer el Informe Hennessy de 1984 si queréis una prueba de mis asombrosas habilidades adivinatorias).

A nuestro control llegó otro Land Rover proveniente de la RUC de Ballymena y los polis hablaban en un dialecto tan cerrado que nos costó entenderlos. Gran parte de su conversación parecía tener que ver con Jesús y los tractores, una combinación improbable para cualquiera que no conozca Ballymena. Y al anochecer llegó un Land Rover. Este transportaba a muchachos desde un lugar tan lejano como Coleraine. A nadie se le había ocurrido traer chocolate caliente o comida o cigarrillos, pero el inspector de la RUC de Coleraine sí se había venido con un tablero de ajedrez, solo por la satisfacción de ganarnos a todos. Le conté una anécdota sobre Boris Spassky (Periodista: «¿Qué prefiere, señor Spassky, el ajedrez o el sexo?». Spassky: «Depende mucho de la posición»). Pero no quedó impresionado y me hizo jaque mate en once jugadas.

Cerca de la medianoche empezó a llover con más fuerza y el resto de la noche fue largo y frío. De madrugada por fin detuvimos un coche: un Austin Maxi con una anciana al volante que había ido a la iglesia y llevaba desde el mediodía tratando de volver a su casa. En el maletero, por desgracia, no había ningún prisionero fugado. Pero la mujer sí tenía una lata de galletas de mantequilla y, luego de unos momentos de discusión y en interés de las buenas relaciones dentro de la comunidad, le permitimos conservarla.

Aburridos hasta decir basta, seguimos escuchando las confusas y contradictorias comunicaciones policiales por radio. Se habían producido disturbios en el oeste de Belfast pero obviamente eran una treta para distraer a la policía, así que el mando central no había desviado muchas tropas ni agentes para resolverlos.

Justo antes del amanecer sí hubo un poquito de emoción en la parte septentrional del lago cuando el piloto de un helicóptero del ejército creyó ver a alguien escondido en los matorrales. La radio cobró vida y a nosotros, junto con varias patrullas móviles más, nos hicieron salir pitando para comprobarlo. Cuando llegamos allí, una pequeña unidad de Guardias Galeses estaba disparando al agua con subfusiles. Al subir el sol pudimos ver que había masacrado con suma eficacia a una exhausta bandada de gansos de Groenlandia que habían cometido la tontería de tocar tierra en ese sitio en su trayecto hacia el sur de Francia.

Los muchachos de Ballymena cogieron un ganso cada uno y volvimos a nuestro puesto de avanzada. Me senté en la cabina del Land Rover y sintonicé Radio 4 de la BBC. Las últimas noticias eran que habían capturado a dieciocho de los fugados pero los otros se habían esfumado limpiamente. Al mediodía llegó la lista de nombres. Todos me resultaron desconocidos salvo uno… ese era Dermot McCann. Habíamos ido juntos a la escuela St. Malachy de Derry. Era un tío muy listo, que había sido delegado estudiantil en la misma época en que yo había sido delegado suplente. Atractivo, hábil en los juegos y encantador, Dermot planeaba trabajar en algún periódico y posiblemente convertirse en periodista televisivo. Pero el conflicto de Irlanda del Norte había cambiado todo aquello y Dermot se había ofrecido como voluntario para el IRA, lo mismo que en un momento pensé hacer yo, en la época del Domingo Sangriento.

Tras una serie de sucesos, yo me incorporé a la policía y Dermot estuvo varios años con los «Provos», los del IRA Provisional, antes de que lo arrestaran. Se había convertido en un experto en explosivos y fabricante de bombas muy talentoso a quien, finalmente, traicionó un informante. El soplón señaló a Dermot como un miembro importante del IRA, pero no había evidencias, por lo que un poli astuto lo había incriminado poniendo una huella digital suya en un bloque de gelignita. Lo habían declarado culpable y hasta su fuga llevaba diez años en prisión por conspiración para realizar atentados con explosivos.

No había pensado en Dermot desde hacía mucho tiempo, pero en las semanas posteriores a la fuga nos enteramos de que había sido uno de los cerebros del plan. Había encontrado la manera de introducir armas en la cárcel y había sido idea suya coger oficiales penitenciarios como rehenes y vestirse con sus uniformes para no llamar la atención de los guardias de las torres.

Dermot llegó hasta South Tyrone y desde allí cruzó la frontera y entró en la República de Irlanda. Más tarde me enteré, gracias al MI5, de que él y un grupo de élite del IRA habían sido vistos en un campo de entrenamiento de terroristas de Libia. Pero ya aquella triste mañana de lunes en la costa oriental del lago Neagh, con la neblina elevándose sobre el agua y la llovizna que caía desde el gris cielo de septiembre, supe con la fría lógica de un cuento de hadas que nuestros caminos volverían a cruzarse.