9: Las dos hermanas
Puse la alarma a las seis, comprobé que no hubiera bombas debajo del BMW y lo conduje por la costa en dirección a Ballycastle. Una lluvia torrencial hacía que la carretera estuviera resbaladiza y peligrosa, pero de todas maneras lo mantuve a buen ritmo.
Kate me esperaba en el aparcamiento del ferry de Ballycastle.
Llevaba un abrigo largo de lana negra y gruesa, y una boina negra inclinada a un lado. Era una combinación muy atractiva. La hacía parecer joven. De veintitantos. A la moda. Dispuesta a triunfar.
—Entonces vives en la isla de Rathlin, ¿verdad? —dije, señalando la isla en forma de L que estaba al otro lado del mar de Irlanda, a unos ocho kilómetros de la zona continental.
—Sí.
—Nunca conocí a nadie que viviera en Rathlin.
—Bueno, lo hacen unos cuantos cientos de personas.
—¿No es un inconveniente para un agente del MI5?
—En lo más mínimo. Hay un servicio regular de ferris. Teléfono. Electricidad. Unas vistas para morirse, por supuesto.
—Y supongo que es seguro, además —dije.
—Oh, sí. Seguro. No ha habido homicidios en Rathlin desde hace doscientos años. Claro que aquel fue un homicidio múltiple. La masacre de toda la población… —dijo, y sonrió.
—Bueno, sube. Quizás lo mejor sea que no digas nada. Te presentaré como… No estoy seguro de haber oído tu apellido…
—Uso el apellido de soltera de mi madre. Randall.
—De acuerdo. Diré que eres la agente Randall, pero si hablas con acento inglés se levantará la liebre.
—Puedo hablar con acento irlandés. Mi padre pertenece a la alta burguesía angloirlandesa.
Puse los ojos en blanco.
—Estoy seguro de que lo haces maravillosamente, pero me parece que será mejor que mantengas la boca cerrada.
Ella subió al coche.
—Sus padres viven por aquí, ¿verdad? —preguntó—. Podemos pasar a visitarlos, si quiere.
—No quiero.
—Por Dios, para usted lo que importa es el trabajo, ¿verdad?
—Sí, lo que importa es el trabajo. Cuando estoy con un caso, estoy con un caso.
Rebusqué en la caja de las casetes y puse el lado B de Kind of Blue.
Por lo general Miles Davis es una buena manera de indagar sobre los conocimientos musicales de alguien, pero Kate no puso ninguna objeción, no tarareó, ni hizo comentario alguno. En cambio, siguió con el mismo gesto intenso y pétreo de siempre, el labio superior tenso, como si dijera «voy a salir un momento».
No me convenció. Se le notaba mucho el esfuerzo.
Avanzamos por la concurrida A2 en dirección de Portstewart. La lluvia tenía la fuerza de los elementos de la naturaleza y no podía verse nada, lo que era una pena, porque en un buen día aquella era la parte más atractiva de la costa. Seguimos por la carretera y pasamos por Coleraine y Limavady, donde finalmente me detuve delante de un pequeño café que conocía.
—¿Tienes hambre? —le pregunté a Kate.
—Podría ser —dijo, y miró con escepticismo el sitio, que era un típico local de carretera igual a los demás de la zona del pantano.
—Hacen un Ulster fry magnífico cuando Suzanne está de turno, y siempre sabes si Suzanne está de turno porque su moto Vincent Black Shadow está aparcada en el exterior.
—¿Eso que está ahí es una Vincent Black Shadow?
—Sí.
—¿El fry es la especialidad de la casa? —preguntó Kate.
—Sí.
—Entonces lo probaré.
—Yo invito —insistí.
Entramos. Pedí dos Ulster fries y dos tés. Cogí un Irish News y una Newsletter y nos sentamos en un reservado junto a la ventana. Leí las noticias deportivas y Kate leyó las noticias de verdad.
Llegaron nuestros platos: pan de patata, pan de soda, tortitas, huevos, gruesas salchichas de cerdo, beicon con grasa, morcilla… todo eso frito en grasa de carne.
—No creo que pueda comer esto —dijo Kate.
—¡Y una ración de tostadas! —le grité a Suzanne.
Kate mordisqueó una tostada, pero yo tenía que ganar peso, así que me tragué la mayor parte del plato.
La lluvia no había amainado, de modo que corrimos hasta el coche y casi nos resbalamos en el barro. Seguimos conduciendo y llegamos a Derry justo después de las diez.
Durante los mil años anteriores a la llegada de los normandos al Ulster en el siglo XII, este había sido territorio de los O’Neill, un pueblo particularmente feroz e independiente. Los colonos ingleses habían rebautizado a la ciudad como Londonderry y en 1690 sobrevivieron a un célebre sitio de los ejércitos católicos del rey Jaime. Después de 1690, el este del río Foyle había seguido siendo una ciudad protestante e inglesa y el oeste se había convertido en la católica Derry. Desde entonces la ciudad había quedado dividida entre católicos y protestantes, lo que era trágico. Entramos en la zona católica a un lado del pantano, que puede ser intimidante para los forasteros, entre los murales del IRA y el laberinto de urbanizaciones. Pero no para mí, a pesar de que era policía y de que me habrían secuestrado y asesinado en un abrir y cerrar de ojos. Yo había ido a la escuela en esa zona y conocía la ciudad y sus códigos como la palma de mi mano. De hecho, me agradaba estar de vuelta. Jamás sentiría Belfast como mi hogar, pero Derry… Sí, en Derry podía arreglármelas.
Atravesamos la urbanización de Shantallow con sus hileras de casas grises, sus pilluelos callejeros, sus hogueras, sus coches quemados y sus incitantes dibujos de AK-47 en cada muro. Luego cruzamos la A515 hacia Lenamore Road y la urbanización Ardbo.
A exactamente 1,6 kilómetros de la frontera con Donegal y la República de Irlanda, este sitio era, básicamente, imposible de patrullar. La RUC y el Ejército británico sostenían que no había ninguna zona en Irlanda del Norte en la que no pudieran penetrar, pero a mí me hubiera sorprendido que las leyes de la reina estuvieran en vigor en esta zona.
El desempleo superaba en mucho el cincuenta por ciento y las viviendas consistían en casas bajas construidas deprisa y en casas adosadas cuya propiedad era del principal terrateniente de Europa, la Dirección de la Vivienda de Irlanda del Norte. Tampoco era algo para enorgullecerse. Un tercio de las viviendas estaban tapiadas o en cualquier caso abandonadas y el resto se encontraba en distintas fases de deterioro. Había pandillas de niños y jaurías de perros callejeros merodeando por el vecindario. La basura y la ropa vieja estaban tiradas por todos lados o apiladas en pequeñas pirámides al estilo de Charles LeDray. Todos los árboles plantados con tanto optimismo en la urbanización habían ido a parar a hogueras y entre los animales que se veían por la ventanilla había caballos y cabras que pastaban sueltos por el paisaje entre los edificios marrones de poca altura.
Al oeste se cernía un fantasmagórico caparazón rojo que era alguna clase de fábrica vacía; y al norte se erguía la presencia extraña e imponente de las montañas Donegal.
—Si has cambiado de idea, puedo dar la vuelta sin problemas —dije cuando vi la expresión en el rostro de Kate.
—No estoy para nada preocupada —mintió ella.
En otros tiempos este había sido un sitio cotizado para vivir. En los sesenta se había establecido aquí un proyecto audaz y resplandeciente de demolición de viviendas insalubres. Y eso se había mantenido al menos durante unos años. Derry se había salvado de lo peor del conflicto hasta aquel día fatídico, el domingo 30 de enero de 1972, cuando unos paracaidistas del Ejército británico habían reaccionado desproporcionadamente con respecto a un «francotirador del IRA» y habían matado a trece personas desarmadas durante una manifestación por los derechos civiles.
El reclutamiento del IRA se había disparado de la noche a la mañana y en pocos meses amplias extensiones de Derry habían pasado, en la práctica, a manos de los paramilitares.
—Busca en la guantera. Hay una dirección en una hoja de papel. ¿Qué dice? —le pregunté a Kate.
—Calle Cowper, número 22.
—Bien, calle Cowper. Creo que sé dónde es.
Me interné más profundamente en la urbanización Ardbo, a través de torres y casas adosadas derruidas, hasta que encontré la calle. No me gustaban las miradas que me lanzaban los críos cuando pasaba a su lado con mi BMW. Chicos de trece años con corte de pelo estilo mullet, tatuajes de telarañas y chaquetas de denim, a quienes les encantaría robar un coche como este para salir a dar un paseo.
Ninguna de las casas tenía número, y tuve que dar la vuelta dos veces, tiempo suficiente para llamar la atención. Finalmente me di cuenta de que el 22 correspondía a una torre de cuatro pisos construida con bloques de hormigón y un cemento sucio color pizarra. Habían puesto ventanas en todas las plantas inferiores y un grafiti me indicó que este era territorio del Ejército Nacional de Liberación Irlandés, otra de las numerosas sectas nacionalistas paramilitares.
Aparqué el BMW delante del número 22, me bajé y esperé a que se acercara la pandilla de críos.
—No digas nada —dibujé las palabras con la boca en dirección de Kate— y trata de no mirar a nadie a los ojos.
—Vivo aquí, Sean, me estás tratando como si fuera un teniente novato en su primer período en Vietnam.
—Esto no es la isla de Rathlin, cariño. Haz lo que te digo, ¿de acuerdo?
Los pandilleros se acercaron.
Le di dos monedas de una libra al más alto y más malvado de ellos, que iba en plan cabeza rapada / chaqueta de denim / botas de tachuelas y que daba la casualidad de que llevaba en la mano un pedazo de madera con un clavo sobresaliendo de un extremo.
—Te daré diez libras más cuando regrese si y solo si no hay un mínimo raspón en el vehículo —le dije.
Él me midió con la mirada y asintió.
—Sí, tranquilo, yo me encargo —dijo.
Pensé que tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de que me lo robara y otro cincuenta de que me lo cuidara.
—De acuerdo, vamos —le dije a Kate.
Se le apreciaba un ligero temblor en el labio, que tal vez fuera la primera señal de nerviosismo que había dejado traslucir ese día.
«Edificio en Memoria de Francis Hughes, Huelguista de Hambre y Luchador de la Resistencia», era el pomposo nombre con que se llamaba a sí misma la torre del número 22 de la calle Cooper.
Encima de la entrada había un inmenso mural en el que se veía a un paramilitar con un Kalashnikov en una mano y la bandera tricolor irlandesa en la otra, encabezando un variopinto grupo de refugiados que atravesaban un paisaje apocalíptico. En realidad era bastante bueno, ya que estaba por encima del primitivismo ingenuo de la mayoría de los murales de la zona y era convincentemente terrorífico.
Entré y me tapé la nariz por el olor a orina.
Encontré un plano del edificio cargado de grafitis y averigüé que el 4H era un apartamento que estaba en la esquina del cuarto piso.
Caminé con garbo hacia el ascensor. Mis años de entrenamiento policial no fueron necesarios para comprobar si funcionaba o no. El hueco del ascensor era un enorme agujero con maquinarias destruidas, basura y un cochecito de bebé en el fondo. No me habría sorprendido encontrar un bebé vivo o muerto en el cochecito.
Llegamos a las escaleras y subimos hasta la cuarta planta. El arquitecto había supuesto que las escaleras se utilizarían con poca frecuencia, ya que eran estrechas y apenas iluminadas por la luz que entraba por unas ventanas rotas. Hedían a vómito, cerveza, hojas podridas y basura. Las ocasionales manchas negras, del tamaño de un zapato, no eran de moho, como sospeché al principio, sino, de hecho, ratas pardas muertas y en putrefacción.
Kate tuvo el tino de no decir «encantador» ni nada parecido. Esto iba más allá de su agudo sentido inglés de la ironía.
Llegamos a la cuarta planta y nos tomamos un respiro.
—¿Estás totalmente segura de que el MI5 intercepta la correspondencia que llega a este lugar? Los servicios parecen bastante básicos en esta zona —le dije.
—Si esta es la casa de la madre de Dermot, puedo asegurarte que hemos leído su correspondencia y hemos intervenido sus teléfonos.
—Si tú lo dices —murmuré, y me pregunté qué agente del MI5 tendría los cojones de venir aquí, a la zona central del EILN, allanar la residencia de la señora McCann e instalar una escucha telefónica… si era esa la manera en que se instalaba.
Avanzamos por un pasillo húmedo y oscuro, y golpeamos la puerta del apartamento 4H.
—¿Quién es? —preguntó una mujer.
—Policía —dije.
—¡Idos a la mierda! —dijo la mujer.
—Es sobre Dermot —dije.
Hubo una pausa y un poco de discusión, y finalmente se abrió la puerta. Maureen, la mamá de Dermot, era delgada, 1,55 o 1,57 de altura, una cosita frágil, una brizna, con el pelo en una coleta negra que estaba poniéndose gris. Tenía ojos color avellana, labios rojos y la piel como papel absorbente. Yo había visto vampiros en las películas con más color en las mejillas. Ya tenía más de cincuenta años y era evidente que no me recordaba, aunque de niño yo había estado en la vieja casa de Dermot, en Creggy Terrace, al menos media docena de veces.
—¿Qué hay de él? —preguntó Maureen.
—¿Puedo pasar, señora McCann?
—¿Qué hay de Dermot? ¿Está muerto? ¿Lo habéis liquidado?
—No. ¿Puedo pasar?
—¿Cómo sé que sois de la policía?
Le mostré mi credencial.
—Os daré cinco minutos de mi tiempo y ni un minuto más.
Entramos.
El apartamento era grande, estaba ordenado y bien cuidado, pero olía a humo de cigarrillo, alcohol y desesperación callada. Tenía unas vistas espectaculares del nordeste de Donegal, la ciudad de Derry y el lago Foyle.
—¿Quién es, mamá? —dijo Fiona McCann desde detrás de una tabla de planchar en la cocina.
Fiona me llevaba dos años y yo la recordaba de mis visitas a la vieja casa de Dermot. Entonces era extremadamente hermosa, de una manera en que no lo eran las otras chicas de Derry. De una manera en que no lo eran las chicas irlandesas. Era de tez oscura y de ojos oscuros y su voz había sido modelada deliberadamente como la de Janis Joplin. Siempre había habido algo exótico en ella (y, dicho sea de paso, en todo el clan). El exotismo de aristócratas en decadencia o de monarcas exiliados en una tierra lejana. Fiona había vivido cinco años en Estados Unidos, había trabajado de enfermera, tuvo un hijo, dejó a su marido y volvió a Derry justo cuando Dermot entró en la cárcel, su padre estaba muriendo de insuficiencia cardíaca congestiva y sus otros hermanos y hermanas estaban marchándose a otra parte. No había sido precisamente la jugada más brillante de la década.
—Son policías que vienen a hablar de Dermot —dijo la señora McCann.
Fiona apartó la mirada de la tabla de planchar. En su cabello rojo había franjas blancas y tenía profundas grietas en las mejillas. Parecía de cincuenta, o incluso de sesenta, y me pregunté si estaría consumiendo la gran H. Le colgaba una colilla de la boca y ya estaba encendiendo otro cigarrillo adelantándose a la muerte del primero.
—No lo han encontrado, ¿verdad? ¿Está bien? —preguntó.
—No lo hemos encontrado. Sigue fugado —dije.
Fiona frunció el ceño.
—¿Eres tú? ¿Sean Duffy?
—Soy yo. Y ella es la agente Randall.
—¡Joder! ¡El puto Sean Duffy viene aquí a preguntar por Dermot! —dijo Fiona, prácticamente escupiendo las palabras de la boca.
—¿Es el pequeño Sean Duffy? —preguntó la señora McCann con un tono más amable, antes de añadir—. ¿Quieres una taza de té?
—No voy a negarme, si no es molestia, señora McCann —dije.
—¡Ah! Ninguna molestia. Siéntate. Siéntate. ¿Y tú, cariño, un té?
Kate negó con la cabeza.
—No, gracias —respondió.
Hicimos a un lado una pila de delgados libros de poesía y nos sentamos en un sofá sin cojines.
Fiona desenchufó la plancha, apagó el primer cigarrillo en un cenicero Rothmans lleno, atravesó la sala con el nuevo y se sentó delante de nosotros en una caja de envíos de plástico que estaba puesta con la parte inferior arriba y que hacía las veces de mesa de centro.
—Me enteré de que te habías metido en la policía. No lo podía creer. ¿Cómo consigues dormir de noche? —preguntó.
Me habían hecho esa pregunta tantas veces que tenía una lista de respuestas preparadas con niveles ascendentes de sarcasmo (dependiendo de mi desprecio por el interrogador), pero estos no eran ni el momento ni el lugar para eso. Hice caso omiso de la pregunta y dije:
—¿Por qué vivís aquí? ¿Qué pasó con la casa de Creggy Terrace? Era muy bonita.
Sí que lo era. Luminosa, espaciosa, cinco dormitorios…
—¡Ay! ¡La incendiaron y nos echaron! —explicó Fiona.
—¿Quién?
—¿Quién sabe? La UVF, el INLA, la UDA… ¿Qué importancia tiene? La casa desapareció hace mucho tiempo.
—¿Eso fue después de que metieran a Dermot en la cárcel?
—¡Por supuesto! ¿Crees que se habrían atrevido a tocarnos si Dermot hubiera estado fuera? —dijo la señora McCann, que volvía con el té y bollos de coco que claramente había hecho ella misma. Parecían un poco antiguos, pero sería descortés no coger uno.
—¿Cómo acabaste en la policía? —preguntó Fiona.
—Supongo que no había suficiente emoción en mi vida.
—Me sorprende que aún estés vivo. Hay una recompensa para los polis católicos, ¿no?
—Claro que sí.
Le di un mordisco al repugnante bollo de coco. Lo único que distinguí fue un sabor a soda al horno y melaza. Tragué un poco de té para bajarlo. También era vomitivo. Tal vez ellas dos quisieran ganarse la recompensa en ese mismo momento.
—Entonces, ¿Orla también vive aquí? —quise saber.
—¿Eso es lo que dicen tus informecillos de inteligencia? —preguntó Fiona con una risita.
Asentí.
—Eso es exactamente lo que dicen. Que vosotras tres compartís este apartamento.
—Se ha mudado —dijo la señora McCann con un suspiro.
—¡No le digas dónde, mamá, sería colaboración! —siseó Fiona.
—¡Sí se lo diré! Se lo diré a quien quiera saberlo. Se ha mezclado con Poppy Devlin, ¡sí! ¡Ahora es una de sus putitas! Y está siempre colocada, sí. ¡Estamos muertos de vergüenza! ¡No podemos asomar la cabeza por la puerta de la pena!
Quedé impresionado y se hizo un silencio pesado mientras procesaba esa información. ¿La hermana de Dermot McCann se prostituía para un proxeneta llamado Poppy Devlin? ¿Acaso Dermot ya no tenía ningún peso en esta ciudad?
Por Jesucristo Todopoderoso.
Tal vez a Dermot no le importaba en qué estaba metida su familia, o tal vez los antiguos operativos del IRA estaban siendo expulsados por una nueva generación de narcotraficantes llenos de dinero a quienes no les interesaban ni la política ni «la lucha».
—¿Quién es el tal Poppy Devlin? —pregunté.
—¿Y tú que has venido a hacer aquí, en cualquier caso? —replicó Fiona.
Le mostré mi credencial.
—Estoy en la Special Branch de la RUC. Busco a Dermot. Me gustaría que se entregara.
Fiona se rio sin ninguna señal de alegría.
—Eres una buena pieza, Sean Duffy.
—Me gustaría que se entregara antes de que lo encuentren los británicos y se lo carguen.
—¡Los británicos nunca lo encontrarán, de ninguna manera! —dijo la señora McCann.
—No te diríamos dónde está si lo supiéramos, pero no lo sabemos. ¿Crees que él nos llamaría? ¿Tan idiota lo consideras? ¿Te has olvidado de a quién te enfrentas?
Negué con la cabeza.
—No lo he olvidado, Fiona. Pero si se pone en contacto, ¿me harías el favor de comentarle lo que te he dicho? Sería mejor que se entregara.
Si lo encuentran los del SAS, lo matarán. Tiene a los británicos aterrorizados.
Fiona atravesó la habitación y me clavó un dedo en el pecho.
—¡No vamos a decirle nada! ¡Y no te diremos nada a ti! Nunca le caíste bien. Jamás confió en ti. Yo creía que eras un buen tipo. Pero veo que estaba equivocada. ¡Ahora sal de aquí antes de que te dé una bofetada!
Me incorporé.
Kate me imitó un momento más tarde.
—Gracias por el té y el bollito. Delicioso, como siempre, señora McCann —dije.
La anciana sonrió.
—Siempre has sido un buen muchacho, Sean. Ay, qué pena que las cosas salieran como lo han hecho, ¿verdad? —comentó con gesto soñador.
—Sí, es cierto.
Me volví para mirar a Fiona a la cara. Tenía las mejillas rojas y una vez más apareció esa extraña luz en sus ojos, indicio de un linaje real bastardo que había terminado en esta horrenda cloaca de urbanización en el culo de ninguna parte.
—Dermot me cae bien. No querría que le ocurriera nada. No es una amenaza. Lo único que quiero es no darles a los británicos una excusa para matarlo a sangre fría. No están escatimando recursos para buscarlo, de ahí mi implicación, y sería mejor que se entregara. Por favor transmítele el mensaje si se pone en contacto.
Eso la enfureció.
—¡Vete a la mierda, poli!, ¿o tengo que echarte yo misma? —dijo entre dientes.
Abrí la puerta, y cuando Kate la cruzó, Fiona escupió en el suelo a la altura de nuestros pies y la cerró de golpe.
Bajamos las escaleras en silencio.
—¿Eso ha sido normal? ¿Estás contento con la manera en que ha ido? —preguntó Kate cuando llegamos abajo.
—Ha ido exactamente como lo esperaba. Lo mismo va a ocurrir con todos los familiares de Dermot. Nadie va a contarnos nada.
—¿Entonces cómo le seguirás la pista?
Encendí un cigarrillo para mí y le ofrecí otro.
Ella negó con la cabeza.
—Para ser honesto, cariño, no tengo la más remota idea —dije.
Kate se mordió el labio inferior.
—¿Entonces qué hacemos ahora?
Inhalé humo de tabaco y dejé que su calor me cubriera los pulmones y me despejara la cabeza. Me froté el mentón.
—Bueno, hay un tío de Dermot que todavía vive en la zona de Derry. Lo intentaremos con él. Y luego con Annie, su exesposa, que está en Antrim con sus padres. Probaremos con ella.
—¿Y después?
Hice un movimiento con la cabeza.
—El resto de la familia está al otro lado del agua. ¿No dijiste que estaban todos en Estados Unidos, Australia y en sitios así?
—Sí.
—Eso se encuentra un poco más allá de nuestra jurisdicción, ¿verdad? Y sus viejos camaradas están en la cárcel o se han fugado de ella…
—Por eso, repito la pregunta. ¿Qué vas a hacer?
—¿Si nadie quiere hablar?
—Si nadie quiere hablar.
—Esperar que alguien cambie de idea o que Dermot cometa algún descuido.
Aunque intentó disimularlo, me di cuenta de que la había decepcionado. Ella se había arriesgado por mí y les había prometido milagros a sus jefes, pero yo no obraba milagros. Yo era un investigador estándar, tal vez inferior al estándar, en una fuerza policial bastante mediocre. Nada más, nada menos. Ella me había dado otra oportunidad y yo lo agradecía, pero había un límite para lo que un hombre solo podía lograr.
Salimos del edificio y encontramos al rey de la pandilla cuidando mi coche de todos los que se acercaban. Le di un billete de diez libras.
—¿Dónde puedo encontrar a un tipo que se llama Poppy Devlin? —le pregunté.
—En la tienda de bebidas de Carlisle Gardens. No vaya. Es caro. Yo puedo conseguirle lo que quiera, si busca caballo o… —Miró a Kate con nerviosismo—. ¿Alguna chiquita, o algo así?
—No, está bien.
Subimos al BMW. Estaba lloviendo, por lo que puse los limpiaparabrisas. Esta parte de Derry era mejor bajo la lluvia y detrás de los limpiaparabrisas.
—¿Ahora dónde vamos? —preguntó Kate.
—A ver al tío.
Me aseguré de pasar primero por la tienda de bebidas alcohólicas de Carlisle Gardens. Era el habitual búnker de cemento cubierto de rejas metálicas y grafitis. Bajo el alero había un par de matones con abrigos Peter Storm y fumando un cigarrillo tras otro.
Tomé nota mental de ellos, de la ubicación y del ambiente.
Regresaría.
—¿Dónde vive el tío? —preguntó Kate—. ¿Habías dicho que era por aquí cerca?
—Está en Muff. Justo al otro lado de la frontera, en Donegal.
—Oh, por Dios, supongo que tendremos que pasar por el Ministerio de Relaciones Exteriores para que nos autoricen a entrevistarlo.
—No. Ni siquiera tendremos que cruzar un control policial.
—¿Qué? ¿Cómo es posible?
Conduje por Lenamore Road y giré a la izquierda en una vía de acceso semioculta que conocía. Era un sendero comarcal muy poco frecuentado que atravesaba una granja ahora abandonada. El sendero estaba lleno de surcos e inundado, pero el BMW lo sorteó casi sin protestar.
—¿Qué es esto? ¿Un camino de contrabandistas o algo así? —preguntó Kate, un poco excitada ante la perspectiva.
—No, los contrabandistas usan mejores carreteras que esta —respondí.
—¿Qué haremos si nos topamos con un control del ejército? No he traído mi verdadera acreditación y tú tienes un arma. ¿Cómo vamos a explicarnos?
—No habrá problemas —le aseguré.
El sendero terminaba abruptamente cerca de Derryvane y casi habíamos llegado a Muff cuando Kate se dio cuenta de que ya habíamos cruzado la frontera y nos encontrábamos en la República de Irlanda.