CAPÍTULO 62
Remo y Lania
Remo entró en la notaría de Aligua. Envuelto en una capa de pieles que le había servido para cruzar el Paso de los Dragones, tenía los labios resecos, escondidos tras una barba corta. Había sombras bajo sus ojos y el desarreglo general de sus atuendos le hacían parecer un indigente. Después de atravesar el desierto de Désel gracias a las indicaciones de unos peregrinos, llegó a Belgarén. Se detuvo en su casa y alcanzó su provisión de oro. Compró la capa y dos caballos, cabalgó sin descanso hacia el este y cruzó a Nuralia. Apenas comió. Los pellejos de agua se le acabaron y tan solo procuraba descanso y alimento a sus animales. Abandonó al primero de los corceles en el Paso de los Dragones. Se lo entregó a unos viajeros que soportaban mejor que él la ventisca. La nieve dificultó mucho sus últimas jornadas en la cordillera de la Serpiente. El acceso a Aligua fue mucho más fácil ya en Nuralia. Era un puerto muy conocido, así que rápidamente pudo disfrutar de caminos llanos y bien cuidados. La premura le hizo visitar el poste notarial antes de pensar en buscar alojamiento.
Entró en la notaría agotado. Había una fila de clientes que aguardaban su turno. El vestigiano se adelantó a todos. Interpeló al intendente.
—Soy Remo, hijo de Reco. ¿Hay mensajes para mí?
—¡Se ha colado!
Remo golpeó el mostrador.
—¡Es urgente, por los dioses!
—Vestigianos…
Le entregaron un sobre haciendo oídos sordos a esos improperios despectivos. Lo abrió.
—¿Qué significa esto? —preguntó soportando la mirada de los clientes que esperaban. Era una sucesión de letras ininteligible. No la comprendía.
—Sí, se trata de un encargo para nuestro oficial. Espera, viene de camino.
Se apartó de la fila y descansó en un taburete mirando la puerta central del establecimiento. Tenía sed. Descolgó su último pellejo de licor de cerezas. Lo había comprado en la frontera, para los fríos… Estaba vacío.
—¿Vos sois Remo, hijo de Reco?
—Sí…
—¿Os acompaña alguien?
Era un hombre de mediana estatura, calvo, con pinta de negociar hasta las galletas del desayuno.
—No.
—Acompañadme.
Remo no tenía idea de qué podía suceder a continuación. Cuando estuvieron fuera de la notaría no pudo evitar preguntarle al oficial a dónde iban.
—Un amigo vuestro me pagó muy bien para que os hiciera de guía. Vamos a subir a un carro. Por lo visto, buscáis a alguien…
Remo asintió con rapidez.
—Bien, pues yo sé dónde está y os voy a llevar allí. Vuestro amigo os ha estado esperando durante días. Se alojó en la ciudad semanas, pero finalmente me dijo que os dijera…, bueno, él me habló de una tal Sala que vendría también.
Remo sintió violencia al escuchar su nombre. No deseaba pensar en ella.
—Sala no ha podido venir.
—¿Le sucede algo malo?
—No.
—Pues me dijo el grandullón textualmente esto: «Dile a Sala que he recibido noticias de Mesolia, que Éder está bien. Me escribe diciendo que te debe una». Supongo que tendréis la amabilidad de trasladarle ese mensaje a vuestra amiga…
Remo asintió. Se había ido de forma muy precipitada, sin indagar suficientemente en la historia de Sala y su rescate de Lania. No tenía idea del significado del mensaje.
—Subid al carro. Está cerca.
De repente, en el reflejo de un charco, Remo se vio. Tenía mal aspecto y le aterró que Lania no pudiera reconocerlo. Sintió que causaría muy mala impresión.
—Necesito asearme.
—Subid al carro, os llevaré adonde os podáis cambiar y recibir buenos cuidados.
—Rápido, que me afeiten será suficiente.
Remo tenía muchas preguntas aplazadas. Las había meditado durante días de camino hasta Aligua. Atravesando el Paso de los Dragones comprendió que no podría dormir, así que siguió avanzando incluso de noche. Se había esmerado mucho en intentar obviar esas cuestiones, como si esto aligerase su viaje. Se había esforzado tanto en eso como en tachar de su cabeza a Sala, en apartarla de su mente…, aunque cada noche en sueños se le apareciese en aquel agujero de Goldrim, padeciendo una ira que todavía no se le había disuelto en la sangre. Lorkun…, otro desengaño.
El carro se desplazaba demasiado despacio por el empedrado de las calles principales de la ciudad portuaria. Remo estaba acostumbrado a la urgencia entendida en el ámbito militar. Si él le hubiera dicho a cualquier persona en Debindel que lo llevara a una reunión o a buscar a alguien, el carro habría crujido por la exigencia de su cochero. No estaba preparado para aquella prisa civil, llevada a la simple consecución de objetivos desde la seguridad. Después de que un barbero lo afeitara, decidió no gastar más tiempo en otros acicates. Caía la tarde y no sabía lo cerca o lejos que podía estar su destino.
—Vamos, no quiero demorarlo más.
—Ahora parecéis otro: un capitán.
Remo observó que no se dirigían al puerto. El carromato tomó rumbo calle arriba hasta salir del perímetro del grueso de la ciudad. Los campos verdes se abrían entre granjas y latifundios. El oficial de la notaría era muy conocido. En la ciudad lo saludaban con frecuencia y ahora, en aquel paseo exasperante para Remo, los agricultores también le proferían palabras cariñosas.
Después de atravesar bastantes granjas, a poco de cruzar un puentecito de piedra que saltaba un riachuelo, el carro se detuvo.
—Bien, mis instrucciones son claras. El resto del camino habéis de hacerlo solo, a pie. Antes de que os vayáis, debo daros otro mensaje del grandullón: «Esto salda nuestras deudas, gracias otra vez por salvar a mi hermana».
Asintió y le dio las gracias al oficial de la notaría, que comenzó a maniobrar para dar la vuelta al carromato y emprender regreso. Remo estaba frente a una granja pequeña, junto a un pueblo en las campiñas adyacentes a Aligua.
Remo caminaba dubitativo. Sentía un temblor en las rodillas. Pensó que era a causa del ritmo del viaje a caballo. No estaba acostumbrado ya a montar. El temblor se acentuaba en las inmediaciones de la casa. No podía engañarse… De repente parecía imposible de asumir que estuviera a solo un paseo de Lania: un paseo pacífico, sin sangre ni proezas, un simple camino de agricultores, entre dos montañas de heno apilado y varias chozas de madera. Subió un altozano desde donde se derramaba la pradera donde estaba construida la casa. Descubrió otro arroyo y cruzó un puentecito de madera, donde tuvo que agarrarse a una de las barandas por seguir sintiendo esa inestabilidad física. Parecía estar famélico o enfermo. Temblaba. Se arrepintió de no haber almorzado.
Lania.
Lania…
No se veía a nadie en las inmediaciones de la granja. Remo había creído verla entre el vuelo de varias ropas, vestidos de mujer que colgaban de una cuerda presentados al sol. Se acercó, pero detuvo sus pasos al comprobar que, salvo un perro atado a un pequeño poste, el perímetro de la vivienda estaba solitario. Oscurecía, quizá alarmaría a Lania presentándose así de golpe en su hogar, cuando el sol ya estaba por ponerse. Porque aquello parecía un hogar. Olía a comida, a fermento de trigo y chacinas, era un lugar humilde y rústico. La puerta de entrada a la casa estaba entornada. Remo empujó con delicadeza.
Penetró en una estancia de suelos alfombrados con tapices humildes de lana y esparto. Era una entradilla que comunicaba dos estancias. Apartó varios velos de gasa y sintió miedo antes de penetrar en un salón. ¿Acaso no se parecía aquella macabra escena a sus sueños repetidos durante años sobre el asedio de Aligua…? Sí, era como ser joven otra vez, cuando conoció a Lania en aquel asedio y penetró en sus aposentos.
Sabía que estaba muy cerca de su objetivo y el corazón le palpitaba en el pecho, los brazos le hormigueaban y creía que el tacto de sus manos era extraño. Apretó los puños como para sentirse, deseaba alejar el sentimiento de ensoñación. Era real: después de años y años, de mil trabajos…, estaba a punto de reencontrarse con Lania. La memoria le traía tantos recuerdos… Se sintió un monstruo de nuevo, un ser terrible que había amañado el destino de Lania hacía años.
Así, sin más, encontró a una mujer sentada sobre una poltrona, más allá del umbral del salón, ensimismada en el bordado de una tela con hilo dorado, hermano del color de sus cabellos, recogidos en una cinta celeste.
—Lania —logró susurrar.
Remo miró su rostro y fue descubriéndola. Era como mirar un recuerdo borroso y ver cómo, poco a poco, se materializaba. No era como la recordaba. No era ni tan siquiera parecida a lo que tenía en la cabeza. Al instante, sus torturadas memorias la aceptaban, la convertían en lo que veía, porque era Lania. Era ella. Aquellos ojos y su pelo rubio, el mentón delicado, fino, los labios expresivos matizados por dos cúspides bajo la nariz. No hacía falta acercarse más. No hacía falta mirarle el hombro cicatrizado. Sí, fueron sus ojos lo primero que Remo reconoció. Esos ojos, ese rostro, esa mujer a la que tanto había amado no podía contenerse en recuerdos. Ahora que por fin la volvía a mirar después de años, pensó que era como si el tiempo no hubiera transcurrido en esa mirada distraída de él y atenta en la tarea que llevaba a cabo. Era un sueño en movimiento, la irrealidad que lo rodeaba todo hacía que Remo tardase en comprender su rostro y sus rasgos, que luchaban con su memoria. La reconoció de una forma tan tangible que los nervios aún se acrecentaron más. Había tenido miedo de ese reencuentro durante todo el camino hacia Aligua… y durante años. Porque Remo la había amado en una juventud enterrada en montañas de sufrimiento.
Regresar a ser el hombre que había sido, el maestre de la Horda, pleno de orgullo y honor, que retornaba a su casa para abrazar a su mujer, era un camino demasiado abrupto como para hacerlo en tan corto espacio de tiempo, pero así se sintió por momentos Remo frente a ella, como si nada hubiera cambiado.
Estaba distinta, claro, estaba distinta, y acaso él tampoco era el mismo muchacho fiero y limpio, guerrero servidor de su patria. El tiempo los había zarandeado a ambos. Ella parecía más bondadosa, más pausada, como si los años le hubieran restado algo de vitalidad y sus cejas pareciesen apuntar más hacia el cielo en su mirada benevolente. Despejó dudas sobre estragos y cicatrices que ahora podía poseer, lamentos extraídos de sus pesadillas donde había imaginado ese encuentro con la mujer abrasada por fuegos antiguos o víctima de alguna mutilación.
Estaba sana y bella.
Remo miró a su alrededor intentando averiguar si acaso estaba sola. No sabía absolutamente nada de aquella casa y sus posibles dueños. En ese momento, Lania levantó la cabeza y lo vio.
Quedó estupefacta, angustiada por los susurros de un atardecer que se dejaba seducir hacia la oscuridad. Dejó caer al suelo el remiendo de hilos y tela que sostenían sus manos delicadas. Pálida por el susto, pálida por la aparición de su pasado, se llevó decorosamente la mano al rostro hasta casi taparse un ojo para sostenerse la frente. Con la otra agarró un velón y contagió el fuego a un candelabro, como si temiera que Remo fuera un fantasma. Todo lo hizo sin dejar de mirarlo, todo con los ojos muy abiertos clavados en él. Sus ojos traspasaban al hombre. Remo no podía soportar mirarla más a los ojos y se postró de rodillas.
—Mi señora…, Lania.
—¡Por los dioses, Remo…! Remo, hijo de Reco.
Su exclamación de asombro se le quebró en una risita como de otra época, la misma risa que quizá hubiera esbozado cualquier día de buena mañana al verlo despertar; aunque rápidamente, sostenida por la sorpresa apabullante que la sobrecogía ahora, posó su mano en el pecho, como si su corazón padeciera de golpe el susto. Pronto adoptó una actitud más apremiante.
—Remo…, ¿cómo me has encontrado?
Él sintió un impulso y habló en voz alta. Sentía que lo que iba a decir no podía ser impedido por fuerza humana. Allí arrodillado frente a Lania, como quiera que su sentimiento estaba muy al fondo, tuvo que hurgar ahí, entre toda la poesía que había olvidado, entre toda la felicidad enterrada, para hablar de este modo tan ajeno a él en sus vivencias:
—He surcado todos los mares conocidos, he marchado sobre los lugares más impíos, me he arrastrado con la muerte, años y años, Lania, años y años he perseguido tu rastro…, pero tus huellas no estaban. Me las tuve que inventar. Los mares me han vapuleado, las montañas me han congelado, las fogatas abrasaron mis dedos. He sembrado de muerte el mundo en la búsqueda más terrible que es ahora el único motivo de mi existencia que recuerde que mereció la pena porque por fin…, Lania Serei, por fin te tengo delante.
Remo percibió un olor. Era perfume de mujer. Sintió que no era capaz de seguir hablando, que las lágrimas acudían a sus ojos, que un ser invisible lo ahogaba cruelmente.
—Tus amigos, creí despistarlos en Mesolia. Intuía que vendrías, tuve ese presentimiento durante semanas, como si alguien me observara. Sin embargo, nadie venía a visitarme… Y ahora te miro y no puedo creer que, después de tantos años…, estemos juntos en el mismo lugar.
Lania se acercó a Remo sin que sus pasos sonaran sobre la alfombra.
Una mano de dedos finos se posó en la cabeza del guerrero, que seguía sin poder mirar a Lania durante lapsos de tiempo largos. Sentir su caricia, los dedos enredados en su pelo, lo llenaba de algo indescriptible, misterioso, que vapuleaba sus pulmones como asediados por puñetazos. Remo lloraba. No podía ni pensar.
—Te confieso que, en parte, deseaba que vinieras, pero es tan peligroso que estés aquí, Remo… —dijo Lania de repente. Guardó silencio durante una eternidad y después se escucharon sollozos—. ¡Creí ver la muerte el día que nos separaron! ¿Cuánto hace…? ¿Trece o catorce años?
—Catorce.
Remo continuaba arrodillado a sus pies y volvió a mirarla. Sus ojos azules, enmarcados por un rostro bondadoso, por dos cortinas de cabellos dorados, derramaban gotas de rocío salado.
—Sé que me has buscado, pero yo estaba sola… Mi vida, estos años, la mayoría de ellos, fueron un castigo. No puedes verlo en mi cara o en mi cuerpo, no puedes imaginar lo que he pasado. Varias veces traté de quitarme la vida. Varias veces lo intentaron otros. Mi virtud, que era tuya, mi orgullo y mi honor, que eran las pertenencias que yo poseía cuando me sacaron de tu lado, me las robaron todas, Remo. Solo mantener la cordura para mí ya ha sido un logro.
Todas las pesadillas que había sufrido sintiendo la impotencia de querer salvarla de esos abusos, la ilusión perfecta que a veces tenía sobre caudillos nobles y venerables que trataban bien a sus esclavos, pensando en que Lania podía haber tenido suerte y haberse evitado las torturas y las vejaciones, se hicieron palpables. Aquella ilusión era el alimento para seguir cuerdo, el alimento para poder seguir su búsqueda. Remo sintió un escalofrío que tensó su corazón y dejó de llorar. Se puso en pie y ella dejó de mirar el infinito.
—Remo, no puedo callar por más tiempo. Sé que has venido a llevarme lejos, a cambiarme la vida como ya hiciste una vez. Me regalaste los años más felices de mi existencia. Me hiciste mujer, me ofreciste tu amor y yo te di el mío. Pero han pasado muchos años…
Lania se giró y le dio la espalda.
—No puedo ir contigo. Hace años que ya es imposible nuestro encuentro. Temía que esto pasara, temía la sinrazón de volver a verte y no poder estar contigo.
—¿De qué hablas? Estoy aquí y te juro que nadie podrá apartarme de tu lado.
—Remo, sí que pueden. Sí que pueden separarnos. Ya lo hicieron una vez…
—Maté a Selprum Ómer, lo maté con mis propias manos.
Remo esperaba ver en el rostro de Lania un poco de alivio por aquella noticia. Lania se quedó como mirando un punto infinito imposible de alcanzar.
—Sí pueden separarnos.
—Los mataré.
Remo tenía la espada amarrada a su cinto, la sentía pesando en la cadera. No tenía miedo.
—No puedes matarlos, no sabes lo que dices…
Ahora la mujer agachó la mirada y agarró la mano del hombre. Tiró de él. Remo fue conducido hacia otra estancia.
—Remo, no puedes matar a mis hijos.
Allí, durmiendo entre cortinas y almohadones, tres niños hermosos calcaban la perfección de los ojos de la mujer.
Remo soltó la mano de Lania. Sintió un mareo imprevisible. Sintió que habitaba una pesadilla. Aquel rostro, Lania, todo hervía a su alrededor mientras le fallaban la vida y el equilibrio. Apretó las mandíbulas, miró las caras dormidas, se sintió un fantasma caminando entre vivos.
—Escapé en el puerto de Mesolia de tus amigos para venir con mis hijos. Supliqué para que no me siguieran el rastro… Esta es mi verdad, mi vergüenza y lo más hermoso que he tenido en la vida: mis niños. A ellos los protejo con mi vida, incluso de ti y tu influencia. A ti te persigue una guerra, te persigue la muerte. Por eso sé que no puedo ir contigo. Tú tienes enemigos, tu vida está ligada al peligro. Lamento… Ellos son ahora mi vida y mi responsabilidad. Lamento mucho que este encuentro no se produjera hace años.
Lania lloraba. Remo no podía sacar más lágrimas. Su cuerpo las retrasaba en el choque que ahora estaba sufriendo su alma:
—Esta no es la choza de una esclava —susurró Remo para sí mismo.
—Hace cuatro años que no soy esclava.
Otro golpetazo en las sienes.
—¿Quién es tu esposo? —se aventuró a preguntar Remo—. ¿Por qué no viniste a verme?
—Tuve hijos. No es fácil para mí. ¿Crees que no estuve tentada a salir de aquí? Cedrián se llama mi esposo… Me trataba muy bien, pero al principio yo no estaba enamorada. Cuando me hizo libre, yo ya tenía dos hijos. Una gran responsabilidad. Ir contigo…, ni siquiera sabía si aceptarías a mis hijos, ni siquiera sabía si seguías vivo. Me daba pánico regresar a Vestigia. Me daba pánico volver a pisar la tierra de quienes fueron tan crueles conmigo. Todavía tengo pesadillas con lo que nos pasó, Remo. Todavía hay mañanas que corro al cuarto donde están los niños por si alguien viene a arrebatármelos, por si alguien reclama alguna venganza sobre ti. He tenido pesadillas años y años en las que ese maldito, Selprum, te castigaba hasta la muerte. Pero esas son las pesadillas más llevaderas.
Las lágrimas de Lania no impedían sus palabras. Parecía muy acostumbrada a llorar.
Remo caminó hacia atrás, buscó un asiento. Lania lo miraba mientras volvía a cerrar primorosamente la estancia donde dormían sus hijos, estirando un visillo. Remo la miraba como a un sueño. Ella habló, le contaba algo, pero él tenía los ojos vacíos.
—¿Me escuchas? Debes marcharte. No tardarán mucho en regresar Cedrián y sus hermanos. Si te ven aquí, todo se estropeará. Cedrián es comerciante. Vendemos lo que da esta tierra, no es un hombre que pueda combatir contigo, pero por defenderme perdería su vida y sus hermanos con él.
Remo se moría de ganas de matar a ese Cedrián.
—¿Lo amas?
—Mi vida lo ama. Es la mejor respuesta que puedo darte. Cuando yo no era más que una ramera a la que todos escupían y pateaban, Cedrián me recogió.
Remo sintió pánico, pero necesitaba esa historia. Necesitaba admirar mucho a Cedrián y sus favores para con ella, para no matarlo esa misma noche.
—Sigue hablando, Lania…, ¿qué pasó…?
—Cedrián me apartó de la prostitución… —La voz de Lania se iba y volvía con temor y angustia—. Y del abuso de mis captores. No pongas esa cara, no te sientas ultrajado; lo que hoy has perdido, lo perdiste en realidad hace muchos años. Yo no soy la mujer que tú deseabas, no soy la misma mujer que te esperaba en la casa. Ni mi piel está sin mácula como entonces, ni mis besos saben a fresa. Años de pena Remo, años soportando la lujuria de otros. Mi pesadilla más atroz no se diferenciaba de la luz de mis días.
Remo lloró. No pudo más. Rompió a llorar. Era impotencia, rabia y furia que no podía aplacar reventando los cuerpos de quienes ahora en su imaginación abusaban de Lania. Ella, como para aliviarlo, siguió narrando su historia.
—Pero no me quitaron la vida gracias a ti, gracias a nuestros recuerdos. Cada día que pasaba lejos, en barcos, en compañía de otras mujeres, o sirviendo a nobles y señores, cada noche terrible, mi querido recuerdo de Remo, mi hombre, mi valiente pretendiente, venía a rescatarme, me liberaba y se vengaba de cada uno de los que me hacían daño… Piénsame así, tal y como yo era, piénsame así tal y como yo te pienso a ti.
—Lania, lamento mucho todo eso…
—No es culpa tuya. Uno de los motivos por los que no deseaba verte es porque todo está ya hecho y ya no podemos estar juntos. Deseaba ahorrarte este dolor… Para mí siempre serás un apoyo, la ilusión de días felices, un ideal en el que mirarme.
Remo respiró hondo. Secó sus lágrimas con el dorso de las manos y apretó los puños.
—Estoy aquí, soy real, no soy humo.
—Lo sé, pero no quiero aceptar eso. Tengo mis niños. Cada uno es de un padre distinto, y te juro que no sé de quién. Sufrí años y años de tormentos. Por darles de comer aún tuve que arrastrarme más. Por mantenerlos sanos, aún tuve que humillarme más…, y cuanto más te pisan, más daño te quieren hacer.
Remo pensó que Lania podía hacer una lista con los nombres de esos captores que la habían maltratado, con cada nombre que recordase que abusó de ella y dedicaría su vida a darles muerte…, pero no lo dijo. Seguía en el vacío. Dos lágrimas descendían por su cara, pero él ya no sentía que estaba llorando. Estaba concentrado en conseguir convertir su corazón en una piedra.
—¿Cedrián te trata bien?
—Sí, Remo, me trata bien. No es un hombre de armas, pasa tiempo fuera en las ferias de comercio, pero yo con mis niños soy feliz. Los cuido… Uno lleva tu nombre: Remo, aunque jamás le he hablado de ti a Cedrián. Mis últimos familiares vivos emigraron de esta ciudad después de vuestra invasión. Cuando Cedrián me hizo libre, Aligua era una casa vacía para mí, para poder llenarla y no tener recuerdos.
Remo ahora sintió una punzada de dolor en el pecho, un dolor que le resquebrajaba el pulmón. Le habían clavado espadas menos filosas, era como abrasar su humanidad.
—¿Qué edad tiene Remo?
—Remo tiene once años, Doriena siete y Cedrián tres.
Remo no pudo evitar echar un vistazo por entre el visillo a aquel que Lania había otorgado su nombre. Era moreno, más que sus hermanos, bien desarrollado y sano. El cálculo de edad dejaba claro que no, no era hijo de Remo.
—Remo, vete. Vete ya.
—Si ahora entran, si ahora vienen por mí tu hombre y sus hermanos, mi muerte será un descanso: no me defendería.
Lo decía con el corazón, no eran palabras con intención. Pero Lania las sufría.
—Ahora no sé por qué lucho ni sé cuál es mi patria. No sé mis motivos. Mi muerte es paz.
—Márchate lejos. Huye de esta guerra. Sigues siendo un hombre poderoso y atractivo, empieza de nuevo… Sé que hay quien te ama bien, quien te quiere como para sacrificarse por ti.
Remo se extrañó del tono de las palabras de la mujer.
—Ella es extraordinaria. Compasiva y valiente. Yo se lo debo todo. A ella y a tus amigos. Lamento mucho lo que padecieron por mí. ¡Remo, tienes que seguir adelante! Si pude hacerlo yo, sin honor, arrojada a la calle…, tú podrás también…
Lania no mencionó el nombre de Sala, pero Remo la dibujó en su cabeza. Odió verla; odió inmiscuirla en aquella conversación.
—Lania…, dame una buena razón para no matar a Cedrián y a esos niños. Para no robarte. Para irme sin más.
Lania se acercó y agarró sus manos besándolas. Era como si pétalos tropezasen con sus dedos.
—Yo…, lo que tú y yo tuvimos nunca morirá en la memoria.
—Para mí eso es lo que me ha mantenido con vida, pero ahora precisamente es lo que me está matando.
—Yo he aprendido a vivir. Cuando andaba hecha pedazos por las calles, alcoholizada, pisoteada, cuando los hombres se reían de mí, cuando recibía palizas, Remo, mi bello caballero, me venía a rescatar. Ese pensamiento, ese sueño, me dormía y me acunaba, me daba sonrisas pensando realmente que venías y te reías tú de ellos. Siempre fuerte, siempre infalible en mis sueños.
—¡Aquí estoy, por todos los dioses, Lania! —exclamó Remo aguantando el grito con sequedad en su voz—. He venido al fin. He muerto mil veces en mi búsqueda, he sangrado de todas las formas posibles, he enfermado de todas las plagas que puedas nombrar… Dices que no eres la misma, y yo tampoco. No soy el caballero honorable que conociste. He matado por dinero, Lania. He asesinado sin miramientos a todo tipo de personas. He torturado a informadores y colgué de sus tripas a muchos tratantes de esclavos buscándote. En la isla de Jor me llaman Harull, el demonio de las noches sin luna. Lania, no puedo matar lo que te ata ni puedo escapar contigo. ¿Qué he de hacer?
Lania se encogió al escuchar las palabras de rabia que salían de la boca de Remo: pena, angustia, todo podía resumirse en sus pupilas.
—Dejarme aquí es el acto de amor que te pido. Sin muertes, sin enemigos ni victorias. Sé que te pido mucho. Sé que Remo puede matar a Cedrián y sus hermanos, porque Remo tiene en la mirada todas las sombras de la noche, pero no debes pensar en él. Piensa en mí y en esos niños… Todavía eres la persona de la que yo me enamoré, la que con su recuerdo me resguardó de la locura y la muerte. Sé que obrarás bien.
Él se levantó como de un sueño. Secó su cara. Miró a Lania. Vio los caminos de su rostro. El azul de sus ojos. Sus labios rosados. Sintió el impulso de besarlos…
—Lania, ¿no queda ya nada?
Ella lo miró con condescendencia y le sonrió. Remo le acarició el rostro. Había pasado el tiempo. Tenía algunas imperfecciones junto a los ojos, algunas manchas, sus labios algo más agrietados. Pero Remo seguía pensando que era bella. Era su Lania y no pudo evitar inclinarse para besarla. Ella le dejó hacer. Remo entró en un sueño moviendo su mandíbula lentamente sintiendo el calor de ella. Se detuvo cuando percibió que se perdía. Ese beso lo condujo al pasado. El compás de la mandíbula, la forma de recibirse, era un beso que tenía en el pasado, era el beso que siempre se daban, tenía algo del primer beso, algo del último…, era el beso de siempre. Se perdía, sí, se extraviaba en una pesadilla de la que sería consciente después, cuando saliese de aquella granja.
—Remo…
Lania parecía abandonar la posición distante y de rechazo. Le temblaba la voz.
—… lo que más miedo me daba de que vinieras… era esto. Volver a amarte. Te lo suplico…, márchate. ¡Márchate, por los dioses!
Se separó de ella. Le pesaban los brazos y le escocían mucho los ojos, casi no podía hablar del enorme nudo que tenía en la garganta:
—Dile a Cedrián que no visite Vestigia jamás.
El rostro de la mujer ahora se ensombreció.
—¡Calla, Remo, mírame!
Remo se dio la vuelta.
—No te marches como si me repudiases. No vayas a estropear este encuentro. No me castigues porque nada malo hice contra ti. No seas tú, Remo, mi amado Remo, un hombre cruel conmigo… No podría soportar eso, por favor.
La miró. No pudo resistir aquellos ojos azules, suplicantes. Asintió.
—¡Por los dioses que no merecimos esto que nos pasó! —dijo Remo al fin—. ¡Por los dioses que te amé hasta dolerme el alma el día que te arrancaron de mi lado! No sabes cuánto te he buscado, no te imaginas cuánto y cuánto…
—Yo te amaré siempre…, aunque no esté contigo. Es algo inevitable. Te tengo delante y sé que te amo, pero…
Él apartó su mirada de la de ella. Respiró hondo. Lania protegía a sus retoños como una madre que era, pero en aquellas palabras, en aquellos besos, había temblado como él.
—Lania, no voy a hacerte ningún mal… Hablar contigo es como hablar en sueños. No molestaré más tu paz.
—Bendito seas…
Ella besó sus manos y levemente sus labios.
Así fue cómo Remo abandonó la casa y dejó atrás a Lania Serei. Sentía algo quemarlo por dentro. Se rompía, se descomponía sin poder evitarlo. Pensó en esos niños, dormidos en paz a la luz de las candilejas, mientras su madre tejía con oro mandiles. Pensó en Cedrián regresando a la tienda y acostándose junto a Lania. Pensó que esa podía haber sido su vida. De repente la odiaba como para volverse y quitarles la vida a todos. Sí. Después volvía ese dolor inexplicable a abrasarlo, ese dolor con rostro de níbula y cabellos de seda dorada. El dolor se parecía a aquel que sintió los primeros años en los que había pasado buscándola, frustrado por no dar con su paradero. Sin embargo, este dolor no tenía fin, era de una naturaleza distinta, no sujeto a suerte ni azar. El dolor vaciaba a Remo. Le hizo gritar y, sin importarle si algún caminante lo escuchaba, gritó a la luna llena hasta romperse la garganta. El dolor lo vaciaba por completo. Le hacía sentirse un animal sin instintos que siente arder sus tripas. Sin apetencias por nada. Sentía que podía matar con sus manos, que podía resarcirse matando. Pero la guerra no lo alimentaría.
Caminó hasta ver todas las estrellas del cielo. Siguió la brisa del mar hasta la ciudad. Cruzó sus calles hasta las cantinas en el puerto. Comenzó a beber. Tenía oro de sobra.
—Hoy harás un buen negocio. No dejes que mi vaso esté vacío y seré generoso contigo.
—Págame una botella antes de que estés tan borracho como para no saber dónde tienes la cabeza.
Remo pagó tres botellas. El whisky entró áspero en su garganta. Le calentó la barriga. Sus ojos miraban la madera pulida de la barra y el vaso que se rellenaba. Los tragos pronto hicieron efecto. No había comido en todo el día. Pronto comenzó a pensar desde lejos, desde un lugar apartado de aquel bar, pero siguió bebiendo hasta que se desplomó de aquella banqueta. Permaneció días como un salvaje, rodeado de niebla, una densa y tupida niebla que lo invadía todo y que hacía imposible detectar sus presas, ni riachuelos, ni bosques, ni piedras, ni sus manos, ni sus piernas. Un mareo, una pérdida, una furia incontrolada, el vacío, la insensatez de nadar en un océano sin tierra, la amargura de estar en el vacío de un precipicio y sentir que las rocas afiladas habrían de destrozarle…
—Mamá…, ¿quién era ese hombre? —preguntó el pequeño Remo.
—Un viajero…
—No llores, mamá.
—No, cariño, no lloro, no lloro.
—¿Por qué le dijiste mal mi edad?
—¿Cuántos años tienes?
—Tengo trece años, pero a él le dijiste once.
—Sí, amor mío, a veces se me olvida que eres mayor, creces rápido… Eres fuerte y valiente. Duérmete, anda…