CAPÍTULO 19
La isla en ruinas
El oleaje se desmenuzaba en el viento. Formaba estelas de espuma, velos que flotaban hacia las fauces de la siguiente ola. Las aguas en la playa tronaban rompiendo la arena. El mar había cambiado de color. La trasparencia y los cristales verdes que solían mecerse en la superficie y que mostraban en planos de luz el fondo cuajado de corales y arrecifes se habían transformado en una mar oscura, removida con turbidez y ensombrecida por las arenas batidas por la marea, rota por dientes de espuma. Las olas eran espesas y el viento las traía con más vigor del habitual.
Lorkun Detroy lo venía observando callado. Otorgaba a la naturaleza la sabiduría de conocer las circunstancias de la isla. El pesar y la rabia que él sentía se parecían mucho a lo que expresaban aquellas aguas bestiales, sucias y alteradas que ahora arremetían contra Azalea.
—Lorkun, tenemos que hablar.
Llovía copiosamente y se formaban torrentes rojos desde los barrancos y los precipicios hasta la mar embravecida. Nila sostenía el faldón de su túnica rajada con una mano. Su pelo mojado, sucio, se pegaba como si los finos cabellos se fundieran en un paño rubio. Tenía los pies semienterrados en la arena de la playa, junto a un charco lodoso donde un fantasma le copiaba la pose. Sus ojos azules brillaban con la luz temblorosa que alumbra un secreto que no se cuenta, pero que se presiente.
—Necesito que hablemos sobre lo que ha sucedido y sobre lo que viene ahora.
—No puedo ayudarte mucho, Nila. No sé ni por dónde empezar.
—Mialco se merece un funeral. Aunque de él no quede más que ceniza y viento, se merece un homenaje.
La joven tenía los labios resecos, partidos por el sufrimiento, ojeras, la nariz rozada por el dolor soportado… Tiritaban sus manos a veces, cuando perdía los nervios y volvía al llanto. En esos momentos siempre se retiraba del campamento, se marchaba disimulando paseos. Pero él la veía llorar. Los demás la obedecían con precisión y parecían no interesarse por su estado de ánimo. Hacía por lo menos dos semanas desde que las tropas de Rosellón arrasaran la isla buscándolos, desde que Lasartes, ese ser descomunal, matara al sabio e irrepetible Mialco, sumo sacerdote de la Orden del dios Kermes. Todavía eran incapaces de dormir sin pesadillas, sin lamentarse al amanecer.
Lorkun estaba paralizado, como el resto de supervivientes. No más de quince habían logrado sobrevivir sanos al destrozo del templo. Lo más horrible fueron las primeras noches. Las tropas del intruso batieron Azalea en una búsqueda letal. Tuvieron que huir con habilidad y, si no hubiera sido por el dominio de los parajes que poseían Nila y varios de sus ayudantes, los hubieran encontrado. Se ocultaron en cuevas junto a los acantilados cercanos al templo. Después fueron a los bosques del interior. Más tarde regresaron a las playas junto a la gran catarata de la isla, donde las ruinas del templo seguían desprendiendo peñas y arena.
En las primeras noches de vigilia, el viento les trajo gritos, alaridos. No eran sus perseguidores. Esos solían hacer ruidosos campamentos, pero bien entrada la noche se dormían dejando centinelas que oteaban la oscuridad. Los gritos venían de las ruinas. De día, los pájaros de las selvas con sus cantos distraían los sonidos y era más complicado escucharlos.
—Son nuestros hermanos —susurró Nila abriendo mucho los ojos, como si tuviera la capacidad de ver más allá del espacio que la separaba de las ruinas.
Se trataba de supervivientes atrapados en el templo derruido que clamaban auxilio. Lorkun decidió situar su campamento más cerca de la catarata. Allí las aguas evitaban el sonido de esos moribundos que permanecían aprisionados y maltrechos en las ruinas. Días enteros dedicaron a su búsqueda cuando se aseguraron de que los hombres de Rosellón se habían marchado de la isla; días enteros en los que no lograron averiguar nada salvo que al menos dos o tres compañeros estaban atrapados en lugares inaccesibles. Ni toda la magia que Lorkun conocía podía apartar las toneladas de piedra que les impedían salir a la superficie. Entonces lo peor fue dejar de escuchar sus lamentos y ruegos, el silencio de noches pesadas y sórdidas, noches en las que la muerte volvía, se colaba entre las ruinas y asfixiaba poco a poco a los supervivientes.
El templo estaba tan machacado que las únicas partes que aún permanecían en pie, las galerías más profundas excavadas en la montaña, presentaban un riesgo de derrumbamiento que no podían asumir. La piedra crujía de cuando en cuando, se deslizaban arenas y había grietas abiertas que terminaban por derrumbar alguna techumbre.
Fueron junto al mar, a una playa cercana a la catarata, un lugar donde los cocoteros y algunos árboles frutales los proveían suficientemente. Pero Lorkun sabía que no podían pasar más días así, vacíos. La locura podía acabar desembarcando en la isla y eso acabaría con ellos.
La única maniobra mecánica que realizaban a diario era la protección del fuego. Sí: la Llama Eterna de Kermes. Aquellas antorchas que habían usado los compañeros de Nila para salir del templo eran veneradas como reliquias de lo que había sido el templo de Azalea y permanentemente traspasaban el fuego de unos palos a otros, de unas antorchas a otras, para que no se extinguiera. Cuando los perseguían, fue motivo de discusión entre la joven sacerdotisa y Lorkun:
—Tenemos que apagar esas antorchas o nos verán.
Ellos no lo consintieron.
El barco de velas negras dejó por fin la isla y los supervivientes pudieron salir de sus escondrijos. Días desolados vinieron después, repasando lo que quedaba de los formidables salones de oración, los vestigios de un templo hermoso y antiguo. Paseaban en la barbarie y ningún rincón estaba exento de las huellas demoledoras que Lasartes había sembrado. Los invasores habían dañado las barcas del puerto antes de partir y, gracias a la transparencia del agua, pudieron verlas rotas y hundidas junto al muelle.
En todo eso pensaba Lorkun cuando Nila vino a discutir con él en la playa. Después de la visita al templo, él le había confesado sus deseos de regresar a Vestigia. Ella no pareció encajar muy bien la noticia.
—¿Qué debemos hacer ahora?
—Nila, creo que te corresponde a ti decidir. Yo debo regresar a Vestigia.
La joven caminó a su lado por la playa. Ignoraban la lluvia y el viento, su compañía era el mayor cimiento con en el que soportaban el dolor por lo que se había perdido.
—Lorkun, creo que no entiendes lo que ha sucedido. Mialco era el sumo sacerdote de la Orden de Kermes. No se trata de que fuera el máximo responsable de este templo, sino que era el jefe supremo de todo nuestro credo en este mundo. Su sabiduría, su experiencia, sus conocimientos… se han perdido.
Le había cogido afecto a Mialco, tanto que lo había descendido un poco de ese pedestal en el que las personalidades destacadas suelen colocarse. Con Lorkun, Mialco había sido cercano y accesible.
—Creo que nunca conocí a una persona más sabia. Estoy de acuerdo en que le hagamos un funeral como es debido —afirmó sin vacilar.
—Lorkun, tú posees parte de lo que él tenía. Eres, te guste o no, la persona que debería regir ahora en la cabeza de nuestra Orden. Lo he estado hablando con mis hermanos de Orden, Lorkun, y todos estamos de acuerdo en que aquel que superó las pruebas y pudo visitar la cámara secreta durante un día y una noche; la persona que Mialco eligió para conservar el secreto de ese lugar sagrado y logró activar el mecanismo ancestral que guardará sus revelaciones, esa persona, creemos, posee un conocimiento tan elevado como debió de tener el propio Mialco al comenzar a regir nuestros destinos en la Orden del dios Kermes. Nadie, ningún sumo sacerdote en cualquiera de los templos que hay esparcidos en el mundo, está mejor preparado que tú para afrontar esa responsabilidad. Nosotros te avalaremos frente a cualquiera.
Se detuvo y miró a la mujer. Nila hablaba totalmente en serio, miraba el horizonte como si las palabras que necesitaba las dibujaran aves en la lejanía al son de una brisa divina.
—Debes asumir que tú ahora sostienes muchos de los secretos de la Orden de Kermes. No puedes irte sin más. Este templo ha de reconstruirse y creo que nosotros somos los elegidos para esa tarea.
Y era una tarea noble. Un proyecto al que dedicar la vida entera. Un lugar como la isla de Azalea sería realmente un refugio estupendo donde pasar hasta el último día de su vida. Además con ella, con Nila junto a él… Pero Lorkun hacía días que sabía que no debía continuar allí. En él había un camino. Sintió que la vida se lo había revelado. El propósito por el que él quizá encajaba en la historia de su tiempo estaba marcado desde el momento en que Mialco le habló de Lasartes.
Lorkun no había presenciado el combate. Uno de los supervivientes que había logrado escapar milagrosamente al derrumbe, oculto en una oquedad fortuita por el aplastamiento de las techumbres y el desplome de los pilares, les contó cómo se había desarrollado la lucha entre Mialco y Lasartes. Las palabras de horror con las que describió los dones que poseía el gigante y la destreza de Mialco para retenerlo durante tanto tiempo hicieron que saltaran las lágrimas de los ojos de Lorkun. Recordaba las palabras del sumo sacerdote. Lo había llamado «un Cancerbero Abisal, uno de los Tres Espectros Elementales». Era un adversario para el que no podrían oponer fuerza alguna. Si Mialco, gran conocedor de la sala secreta y de todos sus poderes, no había podido vencerlo, nadie de este mundo podría. Era una criatura superior.
Se acordaba constantemente de lo que Remo le había contado en la pensión de Tena Múfler en compañía de Sala: aquella aparición de la guardiana que le había salvado la vida en el agua hirviendo. Las palabras que según Remo había pronunciado la guardiana las sabía de memoria Lorkun:
Fuera del agua no puedo protegerte. El Espectro ha sido
despertado… Aléjate de él. Busca la Puerta Dorada
cuando todo se vuelva oscuridad.
Estaba muy claro que aludía a Lasartes y hacía ineludible un destino para Lorkun Detroy: buscar la Puerta Dorada. Sentía por momentos a solas una urgencia y, cuando miraba las olas del mar o cuando repasaba los cielos cenicientos, experimentaba cierta desesperación por no estar empleándose en esa tarea en cuerpo y alma. Un desasosiego juntaba su estómago al corazón y se lamentaba de no poder comprender mejor aquellas frases misteriosas, de no disponer de suficiente erudición como para conocer bien el destino de su búsqueda. En cierto modo su consuelo era que, mentalmente, ya estaba buscando. Lorkun estaba atrapado en la isla, pero su mente no descansaba transitando recuerdos o preguntas que lo acercasen a la Puerta Dorada.
Y en sus ojos debía de estar dibujado ese estado de expectativa porque Nila parecía darse cuenta:
—¿Qué te aflige, Lorkun? —le preguntó en la noche junto a la gran pira de fuego con la que habían homenajeado al sumo sacerdote.
—Todo. Me apena este fuego. Me da tristeza verte aquí tiznada, con tu casa totalmente destruida. Me hunde ver a tus hermanas y hermanos, contemplar sus rezos y su resignación… Me da rabia no disponer del sabio consejo de Mialco… Lamento no haber aprovechado mejor mis encuentros con él. Nos quedan tiempos oscuros después de su luz.
Ella le agarró de la mano.
—Danos tu luz… Guíanos, Lorkun Detroy.
Lorkun sonrió con misericordia, pero también con cierta ironía.
—Nila, algo me dice que debo abandonar esta isla. Todo lo que hemos visto aquí… Debo advertir a las personas que quiero de lo que aquí ha sucedido.
Ella se afligió.
—¿Por qué no asumes tu destino? ¿Acaso después del horror tienes otra tarea más noble que esta que el destino te ha entregado de reconstruir la gloria de Azalea? Piénsalo, Lorkun. ¿Por qué los dioses te iluminaron para lograr pasar las pruebas si no era previendo precisamente el trabajo que tendrías que realizar?
—No estoy seguro, pero juraría que esos que se marcharon no tienen intención de que este templo se reconstruya. Volverán… Este lugar no es ya un sitio seguro. Necesito vuestra ayuda. Necesitamos una balsa o un barco que resista la travesía de vuelta.
—Lorkun, me apenan tus palabras.
—Ven, acércate…
La chica se acercó a él para que le procurase susurros. Su rostro, tan cerca, iluminado por el fuego milenario, la hacía parecer una diosa.
—Nila, tengo que contarte algunas cosas que desconoces.
—Lorkun, ni siquiera me he atrevido a decirles a los demás que entré contigo en la sala sagrada. Ni siquiera me atreví a eso… Te suplico que guardes para ti lo que allí estaba escrito.
—No, no me refiero a revelarte los conocimientos de la cámara, aunque todo está relacionado, créeme. Tengo que contarte algo y espero que no me odies por ello. Si no te lo he contado antes fue precisamente porque temía que te alejases de mí y me repudiaras.
—Nada en este mundo podría conseguir eso, Lorkun Detroy.
Lorkun rescató aquella sonrisa extraña.
—Nila, creo que yo soy el responsable de lo que ha pasado aquí.