CAPÍTULO 7

El Pórtico de los Mares

Amarraron la goleta en el centro de la bahía, donde se balanceaban ya numerosos barcos atracados de diferente calado y procedencia. Predominaban las embarcaciones de Avidón, pero podían distinguirse algunos bajeles de Plúbea y sampanes amplios de Meristalia, la mayoría con velas gastadas y decoraciones un tanto siniestras. Delante de estas naves sujetas a las dársenas, infinidad de pequeñas góndolas y vainas se les aproximaban ofreciendo mercancías, trabajos para reparación y otros servicios.

Saltaron al puerto. Desde su desembarco, pudieron contemplar un desfile de porteadores que nacía de cada uno de los grandes navíos, que se tapaban unos a otros dejando solo visibles las imponentes proas donde sus mascarones parecían asomarse al muelle por encima del tajamar de cada embarcación. Los había de todas clases, normalmente escultóricos, con motivos mitológicos o representando criaturas como los zrahules. Todos lucían sus respectivos faroles, que pendían de diferente forma en aquellas figuras.

La distancia, por encima de las cabezas de la multitud, ofrecía una visión de varias construcciones en madera y palma, bambú y otros materiales insulares que configuraban lo edificado para surtir al puerto de comercios, cantinas y otros negocios. Por encima de sus tejados se divisaba una ladera verde sobre la que los cortinajes de niebla trataban de ascender para disiparse en las cimas. Desde el lugar de atraque podían contemplarse solamente dos de los famosos «cuernos» de la isla. Ensombrecidos por los nublos se divisaban los picos escarpados, uno al frente y otro al fondo a la izquierda, siguiendo el perfil de la bahía montañosa.

—Es evidente que aquí no encontraremos aduana.

—Ni falta que nos hace.

La marinería comandada por Solandino se negó en rotundo a descender del barco. Ablúfeo no se molestó con ellos, pero ordenó a Éder desmontar el timón y esconder bien las cartas náuticas. Habían tenido una discusión fuerte con el contramaestre y tenían claro que los marineros se sentían estafados al atracar en un lugar prohibido como aquel sin haber consentido antes. Solandino gritaba a Granblu que él conocía perfectamente los tejemanejes de esos bandidos de la mar y que no estaba dispuesto a pisar el puerto siquiera.

Sala, una vez en tierra firme, se sintió aliviada y jovial.

—Me bailan las tablas —dijo después de que se le trastabillaran los pies.

Azira la sujetó por los hombros. Deseaba cruzar los muelles. No sabía si era por seguir pisando tablones y madera, pero el balanceo del barco parecía acompañarla todavía.

—Estaré cerca para que no te rompas la cabeza.

En compañía de Éder caminaron por la dársena hasta el puerto. Había infinidad de puestos ambulantes, mercadeo que llamó mucho la atención de Sala por unos precios reveladoramente más baratos de lo normal.

—¡Por los dioses, si es seda ilávica! —gritó la mujer encariñándose con un manto—. Tiene que ser falsa o…

—Sí, señora…, ¡robada, es robada! —gritaron al unísono los dos mercaderes de aspecto tabernero.

Caminaron alejándose de aquel bullicio y persiguiendo el olor a pescado a la brasa. Una ristra de parrillas alimentaba a toda suerte de mujeres y hombres apiñados como en subasta para cazar espetos de jureles, sardinas, doradas y pinchos de patas de pulpo rojo tostadas. Lo curioso era en sí el puesto de asados. Lo habían construido usando dos anclas gigantescas, semienterradas en el suelo, entre las que habían dispuesto una techumbre de hojas de palma y, más abajo, las parrillas sobre un cajón lleno de brasas.

Después de comer siguieron avanzando por el puerto. Había después un ensanchamiento y los tenderetes ocupaban dos márgenes y se distribuían por gremios, con mercancías más elaboradas y tiendas más sólidas, mejor construidas: armerías de calidad, venta de aperos de la mar, puestos de carnaza para pescar, incluso tiendas para comprar mobiliario marino. La pasarela de madera en la que estaban apostados todos estos mercados se fundía con un empedrado muy básico que se adentraba en la isla, dejando a un lado una elevación de terreno sembrada de palmerales hacia uno de los tres cuernos de la isla.

—Ahí es donde estará el espectáculo dentro de tres días.

Éder señaló en la lejanía una construcción algo siniestra. Avanzaron por la avenida de mercadeo mezclándose entre comerciantes y clientes, piratas y algún hombre de buena fe, hasta que no supieron distinguir unos de otros. Toda suerte de constitución humana y de vestimentas deambulaba en aquel mercado.

—Eso es el Pórtico de los Mares —dijo un viejo lobo de mar canoso viendo la cara que ponían Azira y Sala cuando se acercaron a la construcción más llamativa de toda la isla.

Era un barco cortado por la mitad, abierto como si fuera una maqueta. De los mástiles no pendían velas, pero sí numerosos tapices y sedas casi transparentes, celestes y azules, amarrados en algún punto detrás de tan titánico escenario. Aquella estructura estaba encajada delante de un corte natural de roca muy elevado, que mostraba veteados de pirita mezclada con granito. Delante del barco, un escenario amplio salía de la madera del propio navío diseccionado hacia el público, con tres escaleras: dos a los lados y una más amplia y central. Era un buen lugar, con altura suficiente para mostrar a todas las gentes reunidas en aquella placeta los bienes que se iban a subastar.

—Cuentan que ese barco es el galeón de Tuscán el Frío…, el insumergible Témpano de Hielo, pero yo no me lo creo —dijo el viejo.

Sala y Azira, sintiendo cierta seguridad entre el gentío indiferente a su paseo, se encaminaron hacia otra parte más allá del decorado del Pórtico de los Mares. Entonces descubrieron la faz más cruda y triste de toda aquella empresa de piratas: las jaulas donde se guardaban las mercancías más preciadas, los hombres y mujeres secuestrados que serían objeto de las subastas más reñidas. Allí, entre todas aquellas mujeres que ahora las miraban con gesto distraído y desesperanzado, debía de estar Lania.

—Vámonos —pidió Azira.

—¿No quieres que la busquemos? Hasta dentro de tres días no podremos comprarla. Ella está ahí, en alguna parte, seguro.

—Vámonos… —insistió la hermana de Granblu.

Pero Sala llevaba imaginando a Lania durante días, más tiempo en realidad, desde que Lorkun le contase una noche apacible en las Montañas Cortadas el origen de los males que atormentaban a Remo, cuando conoció su historia triste de separación. Tenía que verla, tenía que saciar sus miedos o despejarlos para siempre. Sí, Lania podía no ser la Lania de Remo. Podían haberse equivocado. Podía estar lisiada, ciega o mutilada, todos hechos que lamentaría profundamente por no desearle ningún mal… Deseaba saber ya cuál había sido su destino, saciar también su curiosidad. Podía ser menos atractiva de lo que su mente le ofrecía en sueños. Definitivamente, ella quería verla.

—Azira, vete tú, yo voy a desvelar el maldito misterio de mi vida ahora mismo.

Se acercó resuelta hacia las jaulas donde varios transeúntes se divertían señalando a algunas mujeres atrapadas, desnudas. Sala tenía en mente dos cosas: Lania era rubia y tenía una marca en el brazo con el símbolo de las cocineras de la isla de Jor.

—¿Lania…? —susurró arrimándose a la primera jaula. Cuando se acercó, las mujeres se apiñaron en el lado contrario—. No voy a haceros daño, quiero saber si Lania está con vosotras.

En ese momento Azira se le echó encima de forma más violenta.

—Sala, ¿estás loca? —la reprendió en susurros.

Pronto uno de los centinelas que vigilaban las jaulas se acercó a ellas.

—¿Qué buscáis, jovencitas? ¿Tenéis una hermana perdida? Una madre no será… ¿Buscáis dos madres? ¿Dos hijas tal vez? Una morenita jugosa y una negra… Una negra como tú debe de parir hijas estupendas.

Aquel comentario debió de divertir mucho al pirata porque tuvo que agarrarse a uno de los barrotes de la jaula donde Sala había preguntado para soportar de pie las carcajadas. Azira ignoró al centinela, pellizcó el brazo de Sala hasta casi hacerla sangrar y la sacó de allí.

—Me haces daño, ¡suéltame! —le gritó ella cuando se alejaron de las jaulas.

—¿Estás loca de remate?

Sala no discutió y se perdió entre la gente en dirección a las dársenas del puerto Azira debió de contárselo a su hermano porque, en la cena que dieron en la cubierta del barco, Granblu sacó el tema nada más comenzar a repartirse el vino.

—Sala, entiendo que para ti este viaje, este lugar y las circunstancias que lo envuelven todo pueden ser especiales —dijo Ablúfeo demasiado comprensivo—. Pero si vuelves a poner en peligro la misión, aunque tengas el oro que necesitamos, te juro que no pisarás otra madera que la de tu camarote… ¿Qué demonios pensabas al preguntar por Lania? ¿Es que no te hemos explicado bien que, si se enteran de que tenemos interés especial en esa mujer, la subastarán?

—Estaba ahí… Quería verla, no era más que eso. Entiendo que no fue una decisión inteligente. Lo siento, ¿vale? Lo siento.

Tres días pasan más rápido en un lugar como la isla de los Tres Cuernos. El buen tiempo además llenó de colorido los días y las noches. Cada jornada llegaban nuevos barcos, más comerciantes, más género y más gentes variopintas a las que observar con curiosidad. Era un espectáculo simplemente ver los amarres, contemplar las maniobras de los navíos entrando en la bahía y deteniendo sus barcos ordenados por los piratas que organizaban el cotarro. Había peleas, a veces auténticas batallas entre unos y otros; disputas de orgullo y honor entre piratas y clientes. Pero también había arte, espectáculos circenses, torneos de combate… Si no fuera por las circunstancias, Sala habría disfrutado mucho de aquella estancia. Se sintió tentada a participar en el desafío de un arquero que ofrecía oro a quien lo venciera tirando a una diana, pero cada vez que la mujer deseaba hacer algo Azira la reprendía para que no llamara la atención. Le caía bien, se preocupaba por ella, pero llegó a pensar que Azira no era humana, no tenía corazón ni emociones… Sí, le recordó a Remo.

Ella prefería ir con Éder, que era mucho más divertido y le permitía comprar y hacer cosas entretenidas como apostar a las cartas con algunos marinos.

Los tres días pasaron con bastante rapidez y dio comienzo el verdadero espectáculo para el que todos habían acudido a la isla: la famosa subasta en el Pórtico de los Mares.