CAPÍTULO 35
El mito
Nila pareció fascinada desde el principio por la figura de Pasonte. Mientras Lorkun se desesperaba repasando numerosos volúmenes sobre las diversas puertas doradas, Nila leía el poema más antiguo que recopilaba el mito de Pasonte y ya tenía preparados dos libros recomendados por Birgenio donde se explicaba el mito. Era tal su pasión que, hasta cuando se iban a dormir y descansar, Lorkun desde su habitación podía divisar la luz de la vela encendida en la estancia de Nila, que seguía sin tener la costumbre de cerrar la puerta antes de dormir.
—Me rindo —dijo Lorkun asomándose a su habitación por la puerta entreabierta—. Háblame de Pasonte… No puedo dormir.
Ella levantó su cabeza del libro grueso, se levantó de la silla y fue hacia él. Lorkun pensó por un momento que venía a abrazarle. Ella se acercó mucho, le cogió una mano y le dio un beso en la cara.
—Toma asiento… Te contaré un cuento.
Nila, divertida, lo guio hacia su propia cama. Lorkun tomó asiento de forma muy estoica e incómoda. Ella, acuclillándose un poco, lo forzó a reclinarse sobre las almohadas y a estar en una postura más cómoda.
—Bien, veamos…, empezaré por el principio.
Parecía estar jugando a ser una cuentacuentos. Hasta le cambió la voz cuando comenzó a narrar:
Sucedió que Pasonte nació junto a un arroyo. Como era el primer hombre que habitaba este mundo fue cuidado en su niñez por un oso que lamía su cuerpo y le daba alimento, sobre todo pescado. Pasonte recibía también visitas de otros animales, como la cierva que lo amamantaba con permiso del oso.
—Vaya…, sí que tenía suerte el tal Pasonte —dijo divertido Lorkun.
Ella arrugó de una forma muy graciosa su nariz.
—¡Déjame seguir! Te resumiré más rápido…
Lorkun asintió.
Pasonte creció fuerte con el oso, sintiendo extrañeza al no encontrar un ser igual a él, mientras que sí que había más osos, ciervos y demás bestias del bosque. Contempló la naturaleza y aprendió de ella. Entonces se topó un día con un camino, un verdadero camino, no una senda hecha por animales. Era un camino provocado por el tránsito calculado de seres diferentes a los habitantes del bosque. Descubrió a los mugrones, que lo capturaron y lo llevaron a su ciudad. Allí lo enjaularon y descubrió que no era el único humano en el mundo. Sí que tuvo la certeza de ser el primero, pues aquellos y aquellas con los que compartió celda eran más jóvenes que Pasonte. Dice el poema que Maesa lo hechizó por completo con sus ojos cuando la descubrió entre los prisioneros. Era más joven que Pasonte, pero la mayor entre las hembras.
Lorkun escuchaba el mito. Como conocía muchos de aquellos pasajes, el sueño fue venciéndolo. Nila seguía hablándole mientras pasaba páginas del libro. Interpretaba las voces de los distintos personajes que iban apareciendo en la vida de Pasonte:
Pasonte y sus iguales fueron liberados y comprendieron que debían emprender una vida alejada de los mugrones. Subieron a las montañas.
Lorkun se quedó dormido.
Pasonte, entonces, ya anciano, miró a sus semejantes más jóvenes y se dispuso a morir. Los dioses no supieron qué hacer con él. El plan para la humanidad suponía que debía morir. Pasonte había sido el primero de unos seres que vivían de forma distinta, que padecían más que los animales mundanos y que, en definitiva y a los ojos de los dioses, eran mucho más hermosos. Pasonte sabía que se acercaba su hora y comenzó a sufrir, y este sufrimiento inédito en los seres hasta ahora creados, que no tenían la angustia de la existencia, hizo que su padre, Fierul, obrase con él de otra forma. En sueños se le apareció y le mostró un camino. Pasonte, durante varios días, vagó solo persiguiendo su sueño. Llegó a un lugar escondido, un santuario creado por su padre para que pudiera prescindir de su mortalidad. Le permitió cruzar la Puerta Dorada estando vivo. Quedó entonces como custodio de esta. Cuando sus semejantes murieran, tendrían que comparecer ante la misma puerta y, si no eran dignos de cruzarla, no podrían visitar la tierra de los dioses…
Estaba sumido en sueños cuando sintió un cosquilleo en la cara. Abrió el ojo y, después de centrar su visión, vio que Nila había desaparecido. Se irguió en la cama. No estaba en la silla.
—¿Me buscas?
Estaba tendida junto a él.
—Perdona, lamento haberme quedado dormido. Me marcho a mi habitación.
Hablaba apresuradamente, trastabillando algunas palabras por el sueño que todavía lo poseía.
—Espera, Lorkun. No te vayas. Sabes, me agradaría que durmieras así, como estabas, a mi lado. No me malinterpretes, me gusta tanto tu compañía que dormir junto a ti… sería maravilloso.
Como si se tratase de un hermano mayor, Lorkun se sentó en la parte que ella le dejaba de la cama. Sintió la tentación de marchar, de levantarse y cerrar la puerta para dormir donde a él le correspondía. Pero no lo hizo. Sin saber por qué, sentía que dormir a su lado no implicaría nada malo. Se sentía bien junto a ella, como si su presencia lo enviara a un trance delicioso donde descansaba mejor, donde reía más pausado y podía tocar una paz inédita en los últimos tiempos.
—Nila, tenerte aquí, conmigo, es un regalo.
Ella no parecía tener sueño.
—Lorkun, háblame del mejor día de tu vida… Sí, dime cuál fue el mejor de tus días.
Sonrió divertido ante la pregunta de ella.
—No lo he pensado nunca. Quizá el día en que…
Se frenó. ¿Qué demonios iba a decirle?
—Recuerdo con nostalgia mi infancia. Pescar con mi padre en la playa… Recuerdo el día en que me admitieron como cuchillero en la Horda del Diablo.
Lo había improvisado sobre la marcha.
—Vaya… ¿Y el peor?
Ahora su rostro se ensombreció.
—Perdona, soy estúpida, menuda conversación para esta hora de la noche. Lo siento.
—Hay muchos días malos, seres queridos que emprendieron el último viaje…, aunque supongo que esos momentos no son en mí especiales. Si tengo que elegir un día horrible, fue cuando me dejaron tuerto —respondió Lorkun.
Entonces se llevó las manos a la nuca, como para comprobar que el nudo del parche seguía allí bien ajustado. Sus manos se encontraron con las de Nila. Se estaban tocando. Sin hablar, ella parecía pedirle permiso para desatar ese nudo, pues mantenía las manos encima de las suyas. Cuando Lorkun retiró sus manos, ella lo desató y, en un silencio cómplice, muy lentamente, retiró de su cabeza la correílla que sostenía el trozo de piel forrado en seda que tapaba la cicatriz.
—Nila, es mejor que no… No es algo hermoso.
—Quiero verlo, Lorkun.
Él se giró hacia ella. La miró. Nila no hizo ningún gesto de asco, pero en su rostro se formó una mueca como de lástima, de pena, de comprensión.
—Es una pena lo que te hicieron, Lorkun.
Agradeció que no intentara consolarlo o decirle cosas para quitarle importancia.
—Eras tan bello…
—Lo perdí por defender a un amigo.
—¿A quién?
—A Remo…, aquel que te conté que está implicado con nosotros en esta búsqueda.
—Debió ser algo terrible. Debe de ser tedioso tener que llevar siempre esto puesto. ¿No te cansa?
—Estoy acostumbrado.
Nila sonrió presa de no saber muy bien qué hacer.
—Creo que conmigo, si quieres, no haría falta que lo tuvieras puesto.
—Prefiero llevarlo puesto.
—Es como si estuvieras desnudo…
—No, es muy distinto: es como si vieras lo horrible que puedo llegar a ser, y no quiero que lo veas.
Ella ahora acarició el contorno de ese ojo. El corazón del hombre se aceleró. Los dedos de Nila pasaron hacia abajo hasta sus labios. Entonces Lorkun se acercó a ella con intención de besarla como fruto de un viento saturado, como se desborda de un vaso el vino cuando ya rebosa, como es imposible frenar a un cordero que pasta sobre hierba fresca y tiene hambre.
—Lorkun, no…
Se detuvo.
—Lorkun, ve a tu cuarto… Lo siento.
Se levantó con una inercia inexplicable que perseguía no agraviarla. Sentía que le hormigueaban las piernas. Ella lo deseaba. Ella lo había invitado con sus ojos, mantenía la misma lucha que él. Lorkun estaba seguro de eso.
—Nila, te pido disculpas. No volverá a pasar.
—No creo que tengas que disculparte de nada. Yo también…
—Tendremos más cuidado.
Ella asintió. Cuando él cerró la puerta y se fue a acostar, albergaba la duda que lo llevaba atormentando desde que conociera a esa mujer y fuese consciente de la existencia del Pacto de las Cinco Montañas: ¿por qué sacrificarse de esa forma si ese sacrificio era vacuo? Los dioses no nos miran, se repitió. ¿Por qué no contarle a Nila la verdad sobre aquella alianza de dioses? Así sabría, como él, lo absurdo de conservar esos votos que los mantenían separados. Después de aquel momento tan íntimo que habían vivido… Él y Nila compartían más de lo que podían admitir sus corazones. Le faltó valor para abrir la puerta y regresar a su cuarto.