CAPÍTULO 22
La batalla inesperada
Acaso lo ordenaron así para infundir temor, acaso fue por otras circunstancias, pero una de las catapultas que acarreaban consigo las tropas de Rosellón disparó varios proyectiles rondando el mediodía. No estaba orientada hacia el castillo: disparó contra la ciudad. Impresionado por los disparos, Remo mandó llamar a los artilleros que se encargaban de las que ellos poseían para la defensa.
—Son artilugios nuevos. Supongo que desean amedrentarnos, que veamos que disponen de máquinas mejores que las nuestras.
—¿Por qué disparan a la ciudad?
—Porque si una de esas piedras se estrella en nuestra muralla, no provocará grandes daños y nos dará pistas sobre el alcance de sus máquinas. En la ciudad, cada piedra arruina un tejado y puede matar gente. Piensan seguro que tendremos más presión de los que viven abajo para entrar aquí.
En ese preciso instante un chasquido seguido de un latigazo restalló en el vado propagándose hasta donde estaban contemplando ellos en las murallas, y otra de las catapultas se desperezó en la lejanía, agachando su brazo de contrapesos para liberar la gran palanca que arrastraba con correajes el último latigazo donde estaba el proyectil. Al poco tiempo escucharon el crujido del mecanismo, que fue lo último en oírse.
—¿Habéis visto eso?
A Gaelio le fastidió el tono casi emocionado que mostraba uno de los artilleros, el más bajito, de nariz prominente. Señaló la trayectoria de la piedra que había lanzado la catapulta.
—Mi señor, esos contrapesos… ¡Esas catapultas son una obra de arte! Pueden alcanzar el castillo desde una distancia imposible para nuestras defensas.
—Pues eso no es una buena noticia. Nosotros tenemos el ángulo a favor, el castillo está en una elevación del terreno.
—Sí, pero esas catapultas lanzan más fuerte que las nuestras.
En la ciudad comenzaban los gritos y las alertas. La última piedra se había estrellado en una edificación de tres pisos acostada junto a la gran nave del mercado. En ese momento del día, y pese al inminente asedio, las calles estaban repletas de gente intentando organizar sus víveres. Se desplomó un muro que seguro era importante en la estructura porque acabó vencida también la bóveda del último piso. Al derrumbarse, cedió el suelo de la segunda altura y estuvo a punto de caerse la casa entera. Una nube de polvo llenó de pánico la calle y espolvoreó arena y cal sobre las cabezas de todos los viandantes.
—Envía un mando a Dárrel; dile que concentre a todo el mundo en la plaza, tal y como habíamos pactado, hasta mi señal. Ni mercado, ni otra cosa que no sea permanecer a buen recaudo en la plaza.
El soldado al que Remo comunicó la noticia salió con la misma diligencia que uno de esos proyectiles.
—Mejores armaduras, armas más ligeras, catapultas que llegan más lejos con sus proyectiles… Estoy deseando tumbar a esos hijos de mala madre en algo —espetó Uro Glaner.
—¡Tenemos estos muros! —tronó Akash.
—A ver por cuánto tiempo.
—Si no me falla la vista, Rosellón Corvian no ha venido con todo…
El comentario de Remo silenció a los demás, que escrutaron la lejanía con más ímpetu.
—Hay diez mil hombres, como mucho… Menos, creo que menos —argumentaba Pese Glaner señalando la lejanía poblada de armaduras negras con su dedo índice y levantando las cejas como si estuviera calculando.
—Creo que nuestra estrategia ha dado ciertos frutos… Ese malnacido piensa que le vamos a entregar el castillo. Ni siquiera cuentan con que haya combate. Nos muestran su artillería para amedrentar al pueblo, para dar una excusa a Furberino de cara a la muchedumbre ajena a la política y poder rendir las puertas sin rebeliones. Lord Decorio debe de haber recibido nuestro mensaje.
—A mí me parecen más de diez mil… —susurró Gaelio.
—Pues ahí te aseguro que no hay más de seis mil hombres. Lo justo para mantener esta ciudad cómodamente controlada si no se les ofrece oposición.
Pese lo decía tan convencido que todos asintieron.
—¿Crees en serio que no pretenden combatir?
—Lo descubriremos pronto. Ahora es mejor que adelantemos el almuerzo.
El séquito compuesto por Gaelio, Welón, los Glaner, Akash y tres maestres a sus órdenes descendió los peldaños de la muralla y atravesó el corredor de más altura que se dirigía hacia el interior de la torre. Más allá cruzaron otro corredor al aire libre, largo, sujeto por arcadas fornidas que abajo separaban los patios mayores de la fortaleza, orientado hacia la nave principal del castillo. Al fondo, después de una escalera, daba acceso a una puerta lateral, cruzando un descansillo, hasta el salón del trono. En todo ese paseo, Remo y sus hombres saludaron a todos los soldados que mantenían posición de guardia y a los que abajo, en los dos patios de armas, preparaban pelotones y hacían revista de armaduras. A todos les proferían sonrisas y gestos amistosos, como si lo que acababan de ver más allá de los muros no fuese una amenaza.
Fue por consejo de Gaelio:
—Saludad a todo el mundo como si la suerte en la batalla que nos espera no sea trascendente.
Remo saludó incluso a los esclavos del castillo, que seguían limpiando las manchas de sangre de los tapices y corrigiendo algunos piquetazos que tenía el mármol del salón del trono.
—Gaelio, quería preguntarte algo… —dijo Remo como extrayendo de la memoria una cuestión importante.
El muchacho, que ya tan solo lucía un vendaje leve en su brazo herido, se acercó al capitán. Era ya inercia, la costumbre que tenía de pegarse al capitán para comer con él o acompañarlo. En la tropa, después de la batalla de Lamonien, Gaelio era ya uno más y no temía que lo acusaran de intentar tomar una posición de privilegio con el capitán.
—¿No es acaso presuntuoso tener un salón de trono en un castillo sin rey? —preguntó Remo.
—Muchos nobles adquieren la costumbre de construirse de este modo sus salones. La razón es que es muy fácil recibir visitas y además procura cierta dignidad. Si os fijáis en el calzo del trono, la base sobre la que se asienta, será como mucho de dos palmos de altura. El rey y sus tronos se elevan siempre dos palmos por encima de esa marca.
—¿Lo tienen medido?
—Claro, nadie puede sentarse más alto que el rey. Si visitara Debindel y viera que este trono es más alto, eso sería tomado como una ofensa.
Pasaron hacia una nueva escalera descendente que llegaba hasta una estancia amplia, provista de mesas horizontales con taburetes para el dispendio de comidas para más de cien hombres. Allí la orden de Remo ya había hecho efecto y se proveía del almuerzo adelantado a no menos de cincuenta soldados que, cuando vieron entrar a Remo y los suyos, guardaron silencio marcial. Después de los almuerzos avisaron de nuevo a Remo.
—¡Cuatro corceles se acercan! Traen bandera de parlamento.
—¿Cuántos soldados de escolta?
—Unos quince…
—¿Qué mierda de respuesta es esa? —tronó Remo—. ¿Cuántos soldados de escolta? Dime con exactitud cuántos hay, no me respondas «unos quince»: ¿son quince o no son quince?
El soldado, como no estaba seguro, se largó de inmediato para cotejarlo. Remo siguió comiendo con tranquilidad. Gaelio estaba nervioso y no podía probar bocado.
—Mi capitán, ¿qué pensáis hacer?
—Gaelio, te sentarás a mi lado en el trono de Debindel. Parlamentaremos con los enviados para el acuerdo. Representaremos bien nuestra función.
—Pero verán que Furberino Decorio está ausente.
Se escucharon pasos acelerados y ruido como de rejilla metálica. El centinela de los muros regresaba con la cifra exacta de la escolta de los jinetes.
—Están ya a las puertas. Cuatro caballos, diez escoltas a pie. Piden ver a lord Furberino Decorio.
—Debemos usar el factor sorpresa en el salón del trono.
Vestido sin armadura, Remo se sentó en el trono del salón y esperó pacientemente. Gaelio se colocó a su derecha por expreso deseo del capitán. El muchacho pensó que lo valoraba como consejero. Uro y Akash organizaban la guardia para colocar un comité que no amedrentase en exceso a los usurpadores. Diez hombres junto a Remo y otros diez repartidos por el salón.
—Gaelio, te cambio el asiento.
El joven quedó muy sorprendido.
—Mi capitán, pero…
—Serás el Furberino que ellos piensan que rige esta ciudad. Con un poco de suerte, puede que no lo conozcan personalmente.
La cara de Gaelio adquirió una mueca tan amedrentada que Remo se inclinó hacia él para decirle en susurros.
—De todas formas este encuentro acabará mal: no vamos a entregar la ciudad.
El corazón del joven comenzó a galopar. ¡Esto se avisa! Le dieron ganas de rebatirle a Remo esa decisión extraña, pero los pasos se acercaban y las puertas del gran salón se abrieron. Remo quedó sorprendido cuando vio una cara conocida.
Mientras esto sucedía, Oswereth, apodado «el Fuerte», cuando vio en la lejanía que el séquito de parlamento encabezado por el general Sebla se perdía dentro de las murallas, tomó una decisión que agradó mucho a sus hombres:
—¡¿Hemos venido a saquear o no hemos venido a saquear?!
Se le acercaron algunos maestres y el capitán Rubel para intentar que desistiera de sus intenciones. Pero el Fuerte tenía rango de general en el ejército y poco pudieron hacer. Sus hombres, los órdalos, lo jaleaban. Así pues, con un destacamento de más de quinientos órdalos hambrientos por saquear y sacar provecho, se dirigió a la ciudad de Debindel haciendo caso omiso a las órdenes de Sebla de esperar el resultado de su parlamento. Lo que temía el líder de los órdalos precisamente era que el pacto al que seguro llegaría Sebla con los inquilinos de tan fornida fortaleza le impidiera saquear la ciudad.
Una tromba de salvajes se internó por las primeras calles de la ciudad saltando con facilidad el murete sur que la decoraba.
—¡Mi señor Dárrel, entran desde el sur!
El maestre, en la plaza central de la ciudad, había contado con algo así. Pero tenía noticias de sus oteadores de que en la fortaleza se estaba parlamentando y quedó sorprendido por la maniobra traicionera de sus adversarios.
—¡A los tejados! —gritó.
Habían construido durante días pasarelas y puentes rudimentarios que colocaban a los arqueros en las posiciones más elevadas en las distintas partes de la ciudad. Hasta allí fue el mismo maestre Dárrel para supervisar la defensa. Los intrusos estaban ya bloqueados por las empalizadas que habían orquestado en las primeras calles. Sin embargo, su ansia de destrucción y latrocinio consiguió medrar y pudieron saltarse en la arteria principal de la ciudad las montañas de escombros que había colocado Dárrel para impedirles el acceso. Allí las calles se estrechaban. Los hombres del maestre se repartieron por los tejados y se acostaron para no ser vistos mientras escuchaban improperios de los invasores.
—¿Es que no hay ni una fulana en la ciudad?
Se oían vasijas rompiéndose, porrazos que destrozaban puertas, cristales, golpes de toda índole. Pero la evacuación de aquellas calles decretada por Remo semanas atrás estaba dando sus frutos.
—¡Derribad aquella empalizada!
El instinto saqueador de Oswereth le decía que, si habían construido defensas, era para guardar algo y que finalmente debían lograr encontrar a quién saquear.
Remo reconoció inmediatamente al capitán de la Horda del Diablo, Sebla. Le sorprendió ver su armadura, pues era diferente a las del resto: una filigrana. No parecía la armadura de un capitán.
—Venimos de Agarión con una orden estricta de lord Rosellón Corvian, futuro rey de Vestigia, guía de la Cadena de la Libertad, para que se nos entregue esta ciudad…
El malestar de Sebla fue patente de inmediato. Ver a Remo sentado junto al supuesto caudillo de la ciudad era algo que no esperaba.
—Lord Decorio, veo que se deja aconsejar por ese hombre, por Remo…
Gaelio no sabía qué decir. La treta de Remo había surtido efecto. Aunque pareciera imposible, el enemigo pensaba que él era Furberino Decorio.
—Vino aquí a ofrecerme ayuda y nunca viene mal el consejo de un hombre experimentado en armas.
La respuesta al principio se le atragantó, pero la conclusión de la frase, exquisitamente pronunciada, hizo al propio Remo sentir orgullo por el aplomo que Gaelio demostraba.
—Te aseguro que a mí también me sorprende hablar contigo, Sebla…
—Para ti, «general Sebla»… Deseo hablar con quien rige el destino de la ciudad de Debindel, no con alguien de rango inferior al mío.
Remo se levantó de su asiento como si estuviera dispuesto a retirarse, pero siguió hablando.
—Así que te han elevado a general… Tu ascenso meteórico me recuerda a alguien… Sí, ya sé, a Selprum Ómer, el lameculos número uno de Rosellón. Veo que tú te adaptas bien al oficio.
Gaelio comenzaba a sudar. Sebla venía con un séquito de parlamentarios, con estandartes de tregua, con cinco soldados de escolta primaria que se habían quedado en el pasillo y otros cinco que lo acompañaban. El silencio obligó a Gaelio a decir algo.
—Bien, creo que esta situación debe hacerse con sumo respeto a la ciudad y a sus gentes… —improvisaba sobre la marcha, pero logró captar la atención del general.
Remo se había retirado del campo de visión de Sebla. Este miraba al falso Furberino. El capitán hizo un gesto a sus hombres, desenvainó la espada y avanzó a grandes pasos hacia Sebla. Pateó a uno de los escoltas que perdió el equilibro y cayó al suelo. Remo ya enarbolaba su espada por encima de la cabeza y descargó hacia Sebla. El joven general fue rápido. Logró zafarse del ataque de Remo escuchando el sonido de la espada ajar el aire a poca distancia de su oreja. Dio varios pasos atrás y logró alcanzar uno de sus cuchillos y lanzárselo a Remo. Le acertó, pero este no se detuvo pese a recibir de lleno la daga voladora en el pecho. Pese a ir sin armadura, el peto del capitán era grueso, de cuero reforzado con tachuelas, y tan solo se había clavado la punta. Era posible que ni tan siquiera estuviese herido. Remo avanzó sobre él y proyectó un nuevo ataque. Le cortó la cara fallando una acometida que debiera haberle sesgado el cuello a Sebla. La sangre hizo un solo hilo que descendía del corte hasta la mitad de la mandíbula inferior. Entonces comenzó el combate entre la guardia. Uro fue implacable. Cuando Remo recibió el cuchillo, él ya estaba sacando el suyo del ojo de uno de los hombres de Sebla. Los soldados gritaban feroces.
—¡Te voy a matar! —gritó el general Sebla.
Logró esquivar otro ataque de Remo y volver a clavar un nuevo cuchillo, esta vez en la espalda. El dolor era insoportable. Remo tuvo que recurrir a un sesgo de espada bajo. Apuntó a las piernas de Sebla y logró cortar allí parte del gemelo izquierdo. Después le golpeó la cabeza con el pomo de su espada. Lo aturdió. Sacó el cuchillo que tenía alojado en el pecho y con él degolló a Sebla, que terminó por arrodillarse mientras perdía su sangre a borbotones que se le derramaban en aquella armadura de diseño exquisito. Remo lo atacó con la intención de atravesarlo con la espada calculando el lugar exacto donde le latía el corazón. Pero aquel peto no permitió a la espada de Remo clavar carne. Era macizo, muy duro, y ni se arañó por el ataque de un Remo debilitado por sus heridas. Necesitaba matarlo con premura, sus fuerzas ya fallaban y debía recobrar el aliento gracias a la piedra.
—¡Quítame el cuchillo! —le gritó a Uro que, rápidamente, extrajo el dardo metálico de la espalda. Con ese mismo cuchillo Remo, atravesó el cuello de Sebla desde atrás, atrayéndolo sobre sí mismo. Remo, cuando comprobó que la joya enrojecía, se arrodilló sobre Sebla para dejarlo inerte en el suelo y bebió la energía de la piedra.
Fingió tambalearse y seguir sufriendo para que nadie sospechara nada de los dones recibidos. Pero estaba totalmente curado, impoluto y fuerte. Los combates cesaron. El último de aquellos soldados se rindió.
—Encerradlo abajo… —dijo provocando una pausa como si le faltase el aliento. Agarró una cortina con la que se cubría la parte visible desde el trono de una de las columnas—. Vamos, el tiempo cuenta…, ¡quitadle la armadura!
—Mi señor, deberíais curar vuestras heridas… —sugirió Gaelio.
El capitán lo apartó como a un estorbo y con la cortina comenzó a limpiar de sangre la armadura de Sebla. Remo cruzó las puertas principales y bajó los peldaños hasta el patio de armas de la puerta sur.
—¡A mí los capitanes y maestres! —gritó el capitán—. ¡Quiero que toquéis cornetas y fanfarrias, y que cambiéis las banderas!
Antes de que se abrieran de nuevo las puertas de la ciudad, el sonido de las trompetas anunció el cambio de bandera en Debindel y se sustituyó el trapo con el escudo de la ciudad por otro, el de parlamento, a media asta, justo como lo hacen las ciudades que rinden sus puertas. Remo esperaba que los hombres del difunto Sebla y de Oswereth lo vieran.
En la ciudad, las tropas de Dárrel contenían a duras penas a las de Oswereth. La estrechez de las calles fue un aliado para no estar obligados a sostener combate contra aquellos saqueadores profesionales. Dárrel no contaba con tropas experimentadas y eso jugaba en su contra. Sin embargo, los arqueros y hostigadores que había colocado en los tejados se convertían en una pesadilla para sus enemigos.
—¡Retirada!
Su orden fue acatada de inmediato en la vía principal que desembocaba en la plaza. Los órdalos en tropel perseguían a los que corrían ya internándose en callejuelas colindantes. Cuando Oswereth vio que la calle desembocaba en la plaza, dejó de perseguirlos.
—¡Vamos a la plaza! Allí estará la notaría y el tesoro de la ciudad.
Eran dos edificaciones colindantes. Pero Dárrel vendería cara esa conquista para quien quisiera realizarla. Los órdalos, que se habían encontrado con más dificultades de las que esperaban, se lanzaron en carrera hacia la plaza. Dárrel dejó que alguno lo consiguiera. Pisaban charcos en ese último tramo de la calle. No le dieron importancia con tanta avaricia y rabia.
Desde los tejados, a una señal de Dárrel, los arqueros esta vez lanzaron flechas pobladas de fuego. Y en aquel tramo final de la calle que desembocaba en la plaza se propagaron las llamas con tal virulencia que no podía ser otra cosa que petróleo lo que pisaran con ignorancia. El sonido del fuego y los gritos, primero de pánico y después de dolor, confundieron las órdenes del líder que trataba de detener a sus hombres cuando vio lo que sucedía en esa calle. Envió voceros para avisar a los que estaban en las calles adyacentes con la orden de no ir a la plaza. Pero aquel barrio señorial de Debindel ardió por completo pues Dárrel incendió también con éxito a las tropas de las demás arterias de la ciudad. Dos callejuelas subterráneas, alcantarillas grandes que venían de la fortaleza, le sirvieron para colocarse en la retaguardia de los invasores; los mil ciudadanos armados con espadas caseras, tridentes de los que se usan para estibar heno, cuchillos, hachas de carnicero y piedras cortaron la retirada de los hombres que huían de la lluvia constante de flechas y del fuego que se venía sobre ellos. Dárrel logró capturar a Oswereth el Fuerte.
Con la miel de aquella victoria en la boca, Dárrel recibió un mando.
—¡Remo está combatiendo en la llanura! ¡Vamos a ayudar a nuestros hermanos!
Akash y sus maestres ya estaban preparados y llegaron prestos al patio de armas.
—Akash, deberás rodear por el este la ciudad y atacar por su flanco. ¡Partid de inmediato!
Remo, vestido con la armadura de Sebla ya limpia de sangre, comandaría a doscientos hombres que fingirían ser la comitiva que entregaba la ciudad a los intrusos. Remo sabía que en la lejanía su ardid no sería detectado. No sospecharían que hubiera sido tan vil el señor de la ciudad como para liquidar a los parlamentarios y vestirse con sus armaduras. Eso no era propio de alguien que se suponía que estaba a punto de entregar la ciudad ni de un noble de alta cuna como Furberino, por lo que esperaba coger por sorpresa a las tropas acampadas en el prado.
Remo impuso un ritmo lento a su comitiva. Cabalgaba despacio, a paso de hombre andando. Tenía que dar tiempo a los hombres de Akash para rodear el perímetro de la ciudad. Entonces vio el humo negro por encima de algunas casas.
—¿Qué se supone que está pasando ahí? —espetó hablando solo.
Llamó al soldado a cargo de los mandos.
—Dile a Dárrel que estamos combatiendo en la llanura. ¡Date prisa!
Confiaba en que nadie sospechara de un hombre a caballo que abandonaba la formación. Su avance siguió siendo timorato y lento. Akash debía rodear toda la ciudad y aparecer desde el este.
—Vamos a atacar —dijo con voz queda el capitán.
El mensaje se propagó por doquier. Estaban a tan solo cien metros del campamento y no parecía que los que allí se apostaban tuvieran el menor interés en quienes se acercaban. Algunos, sí. Remo divisó un capitán, a juzgar por sus atuendos, sin armadura, junto a varios soldados que agrupaba justo en la dirección que él tomaría. Debían de estar esperando a Sebla para informar o ser informados.
Cuando la columna de Remo respondió a la orden del capitán de atacar, los hombres de Sebla estaban resolviendo tareas de avituallamiento, afilando espadas, recolectando leña, montando tenderetes y preparando un campamento que pensaban provisional, para ser trasladado a la ciudad. El cambio de banderas había provocado que incluso los encargados de las catapultas estuvieran ya desmontando las poleas y los contrapesos.
Antes de espolear a su caballo, y convenida la señal con los de la muralla del castillo, Remo desenvainó su espada en alto. Sus hombres corrieron ya para comenzar el empuje. Las puertas de la fortaleza volvieron a abrirse y todas las tropas que quedaban en reserva en el castillo, caballería y soldados pesados, comenzaron a cubrir la distancia hasta donde estaba el campamento enemigo.
El capitán y sus doscientos hombres, a escasos veinte metros, todavía no fueron detectados como enemigos. Remo cargó con furia. Montado en el caballo de Sebla, al que costó trabajo domar en el patio de armas, sesgó el cuello del primer hombre que gritó: «¡Es una farsa, son enemigos!».
—¡Nos atacan!
Comenzó el combate. Al principio fue muy desigual. Los soldados de Remo ensartaban y cortaban hombres paralizados por la sorpresa. Los asediaban sentados o los mataban por la espalda cuando intentaban huir. Los militares enemigos más alejados rápidamente fueron a buscar sus lanzas y espadas, pero carecían de organización. Los hombres de Remo avanzaron hasta el corazón del campamento sin dificultad, sin importarles que los rodearan.
Desde el caballo, girando a uno y otro lugar, pudo ver el desconcierto de los enemigos, que ya intentaban defender algunas posiciones. Embistió una tienda donde varios guardias parecían proteger a un capitán que había entrado para alcanzar su peto metálico y su espada. Remo lo pisoteó con su caballo que, viendo que pisaba un ser vivo, se encabritó y estuvo a punto de lanzar a Remo al suelo. Aguantó el equilibrio y lo dispuso a correr mientras cruzaba el acero con los escoltas del capitán. Le rajó el brazo a uno, a otro lo dejó sin ojos, pues con un tajo de su espada horizontal acertó de lleno en ellos. Como vio que se desesperaban y podían herir a su caballo, le dio rienda suelta y el animal saltó hacia delante abandonando esa posición. En la estampida, Remo lanzó cortes aquí y allá, recibiendo golpes en el yelmo, el peto y los brazos, de cuchillos y piedras que le lanzaban los enemigos. Con la energía de la piedra ni siquiera los notaba más allá de su sonido. Se giró para comprobar el avance de sus soldados, que acuchillaban por doquier todavía a las tropas sorprendidas. Eran hombres, sin armas en muchas ocasiones, que trataban de sujetarlos a puñetazos o de vencerlos. Las ayudas comenzaban a llegar de hombres armados y bien organizados por unos mandos intermedios que trataban de agrupar el ejército útil.
Remo subió su caballo a una pequeña elevación de terreno sorteando adversarios y pudo ver el refuerzo que esperaba. Un torrente de acero se desbordó entonces por el linde de la ciudad cruzando campo y cambiando el buen paso por la estampida. Era Akash, a unos trescientos metros de donde ya se combatía. Venía con más de mil soldados bien pertrechados y en perfecta conjunción. Lanceros y hostigadores causaron terror en las tropas de Sebla, que no acertaban a distinguir ya por dónde debían defender la posición.
Entonces llegó el refuerzo de Dárrel: más de mil hombres con una división de arqueros preparada y con la sensación positiva de haber vencido en la refriega de la ciudad. La pesadilla para las tropas de Rosellón acababa de comenzar. Remo, vestido con la armadura de Sebla, bajó del caballo después de estrellarlo en una tienda de mando. Agarró una antorcha y comenzó a prender fuego a todas las construcciones enemigas que tenía al lado. Sus hombres lo copiaban y propagaron incendios por doquier. Muchos murieron intentando detenerlo. Era rápido, su espada silbaba con violencia y sus enemigos morían como niños peleando con adultos. Las descargas de los arqueros de Dárrel, la furia de Remo y sus hombres, y la desorganización generalizada provocaron que los pelotones malformados que trataban de oponérseles comenzaran a intentar una retirada con suerte para unos pocos que acertaban el rumbo donde las tropas de Remo no tenían presencia. Pero aquellos que corrieron en dirección equivocada, hacia el castillo o la ciudad, murieron bajo las espadas de los hombres acorazados que ya respondían a las órdenes de Akash, quien había unido sus fuerzas a las que partieron del castillo y engullía literalmente la posición enemiga empujando con filas bien organizadas, donde los relevos y la coordinación destrozaron a sus opositores.
La victoria se decretó cuando, entre golpes y gritos, los que combatían comenzaron a escuchar las bromas y los gritos de júbilo de los que ya se habían quedado sin adversarios. Entonces un grupo reducido de tropas tiró sus armas y levantó los brazos. Alguna cuchillada se llevaron, pero por lo general los capturaron con garantías.
—Recoged nuestros muertos y haced pilas con los suyos.
En mitad de la noche, en el campamento enemigo, Remo, junto a cien hombres que portaban antorchas, quemaron en grandes piras los cadáveres de los enemigos. Allí mandó que le trajeran a su presencia a Oswereth el Fuerte, capturado por Dárrel en la ciudad.
—Dime quién eres…
—Soy Oswereth el Fuerte, señor de los órdalos —dijo respondiendo a una pregunta del todo innecesaria de Remo, que parecía romper el hielo para decir algo importante.
Gaelio miraba absorto al prisionero rodeado de enemigos. Admiraba su valor.
—Me temo, Oswereth, que has venido para nada a Debindel. Ya sé lo que te prometieron —le dijo Remo con un tono de voz solemne—: «Acude a Debindel y podrás saquearla a placer cuando el mentecato de Furberino Decorio rinda sus puertas».
Oswereth ni se inmutó por el comentario de Remo. Parecía frío como una piedra. Era un hombre peligroso, no había duda.
—Debindel quiere enviar un mensaje a lord Rosellón Corvian. El mensaje lo llevarás tú —dijo Remo con un tono lapidario en la voz, señalando a Oswereth—. Es un mensaje muy sencillo.
Le entregaron a Oswereth un hato pesado. Lo colgaron en su espalda.
—Mira este fuego que responde al fuego de la venganza de Lamonien —decía Remo—, habla bien a Rosellón y dile que Debindel será su pesadilla mientras Remo, hijo de Reco, esté aquí. Entrega mi mensaje.
Le dieron un caballo y, en mitad de la noche, Oswereth comenzó su regreso a Agarión.
Remo había conseguido una gran victoria.
El alba los sorprendió todavía en tareas de campaña. Remo decretó un funeral por los caídos y permitió a sus familiares llevárselos para darles la sepultura que convinieran mejor. Los que eran de fuera o nadie los había reclamado fueron enterrados junto a la familia Decorio en el cementerio particular de los que habían gobernado Debindel hasta ese día.
Remo promovió un almuerzo donde, junto a Akash y a los demás mandos, dio permiso para el gran festín que muchos maestres deseaban dar a sus hombres en el patio central. Comenzaron las risas; el ánimo, después de los funerales, volvía a ser festivo. Fue Gaelio el único que opuso un comentario un tanto desfavorable a cuanto había sucedido:
—Mi señor, sé que es una gran victoria; sin embargo, lo de matar a un séquito de parlamentarios, según las normas de la guerra…
Remo detuvo sus palabras alzando la voz por encima de ellas.
—Gaelio, tu fe en las buenas costumbres guárdala para cuando seas prisionero de esos a los que deseabas tratar con justicia…
—Solo digo que quizá…
Dárrel fue quien lo interrumpió esta vez.
—Gaelio, mientras ese general Sebla venía aquí a parlamentar, yo defendía el saqueo de sus esbirros en la ciudad… ¿No rompieron ellos la tregua?
Gaelio asintió por no contradecir, pero en su fuero interno se alojaba, como una estaca, una verdad demoledora. Remo no conocía ese ataque a la ciudad. Remo mató a sangre fría a los parlamentarios, pese a cientos y cientos de tratados que se habían firmado por los que se obligaba a las tropas a no interferir en al menos la primera negociación de parlamento. Esas eran las reglas de la guerra. Remo no las había observado: los había engañado para tomar ventaja.