CAPÍTULO 40

El templo del dios Huidón en Venteria

Pesemio rechazó la oferta de Trento de facilitarles un transporte.

—Es mejor acercarse andando al templo. En nuestra Orden… Lorkun puede contarte lo importante de subir montañas. Ha estado en la mejor escuela.

Lorkun tenía prisa. Sobre sus hombros pesaba la responsabilidad de curar a los contaminados y aliviar el padecimiento de toda la ciudad. Dejó a Nila a cargo de las tareas de organización en la lista de espera en la biblioteca con ayuda de Trento y partió solo junto al sumo sacerdote para lo que quisiera mostrarle en el templo. Sin embargo, Pesemio parecía totalmente desapasionado con el conflicto que se cernía en Venteria, como si le importase un bledo la invasión de los silachs. Explicaba las cosas de forma pausada y caminaba sin nervios, paseando.

Pesemio lo invitó a pasar al templo principal. Las grandes puertas que atravesaron los llevaban a la Sala de la Estatua. Como en todos los templos de Huidón, una gran estatua del dios presidía sus rezos. La estatua estaba en un nivel inferior al que ellos pisaban y parecía que estuvieran a media altura y que el dios apareciese como emergiendo de la montaña.

—¿Conoces el manantial? —preguntó Pesemio.

Comenzó el verdadero conocimiento para Lorkun sobre qué guardaba el templo del dios Huidón en Venteria. Descendieron detrás de la representación del dios por unas escaleras, en espiral. Allí pasaron a través de un corredor que se alejaba del Salón de la Estatua. Comenzó a oler a jazmín. Se escuchaba agua. Aparecieron en un paraje rocoso integrado en el templo. Allí un manantial brotaba de las rocas y sus aguas pulían varias piedras cercadas por un gran plato de mármol de donde rebosaban a un conducto.

—Este es el manantial.

Pero allí no se detuvieron. El sumo sacerdote de la Orden se acercó al punto donde nacía el riachuelo. Introdujo su mano en la abertura de donde salía el agua y extrajo una pieza metálica de forma irregular que estaba provista de un gancho. La colgó en un aro que llevaba en la muñeca.

Siguió adentrándose en la parte trasera del templo y pasó por varios saloncitos privados donde había mosaicos jalonando las entradas a unas residencias. Descendió por una cuesta suave hasta una puerta que no llamaba la atención. Estaba abierta. Después de esa puerta aparecieron ante una caída en piedra hasta lo que parecía un pequeño lago. Entonces, en una abertura de la pared cercana al lago, después de haber descendido bastantes peldaños, Pesemio introdujo lo que debía de ser una llave, aquello que extrajera con cuidado del manantial.

—Ya está.

El agua comenzó a descender de nivel después de un sonido mecánico de tracción, como un engranaje de un carro atascado. Cesó al instante. Poco a poco el nivel del agua descendió y comenzó a descubrirse algo que sorprendió mucho a Lorkun.

—¡La Puerta Dorada!

—No…, ojalá fuese así. Esta no es la Puerta Dorada que buscas.

La desazón de haberse equivocado no estorbaba el suspense y el misterio por saber lo que encerraba esa otra puerta dorada que aparecía bajo las aguas de aquel lugar sagrado.

—Es una forma imaginativa de ocultar un lugar sagrado, ¿no te parece?

Lorkun pensaba que había sido parte de un rebaño conducido por unos principios generales, dirigido por secretos más allá de su comprensión. Ahora necesitaba más que nunca ese misterio que lo atara a la fe; ahora que tenía que inmiscuirse en asuntos de dioses, necesitaba creer.

—Mucho cuidado, resbala —advirtió el sumo sacerdote—. Antes de entrar quiero hacerte una advertencia. Esta sala no es como la de Mialco: no debes pasar unas pruebas para ganarte el derecho a contemplarla, pero sí que te pido que guardes discretamente este conocimiento y la existencia de nuestra cámara sumergida porque solamente los sacerdotes que llegan al nivel de Arine pueden entrar y conocerla. Es el último peldaño para un sacerdote de nuestra Orden.

—Es un honor…

Ahora el sumo sacerdote hizo un gesto extraño y logró usar la faldilla de su túnica pisándola con la mitad del pie. El borde rugoso de la tela traccionaba mejor en suelos resbaladizos. Ese hombre sabía lo que hacía y no era casual la confección de aquella túnica tan distinta a la de otros sacerdotes. Pasaron con cuidado a la placeta resultante de vaciar la piscina. Pisaban con tiento sobre una delgada cama de algas. Pesemio fue el primero en entrar por la puertecita dorada. A Lorkun le costó tres resbalones llegar a suelo seco.

—¡Dioses…, cómo resbala…!

—Silencio, por favor.

La advertencia y aquella orden para que callara logró atraer más expectación sobre lo que se guardaba detrás de aquella portezuela. Pesemio pronunció una especie de salmo y después accionó un picaporte. La puerta se abrió tras ser empujada con energía. Lorkun acarició su frontal y comprobó que era pesada y estaba provista de gruesos postigos. No recordaba ver una puerta con tanto refuerzo ni en las cárceles.

Dentro, el sumo sacerdote de la Orden del dios Huidón hizo fuego sobre una antorcha aplicando un conjuro.

—La llama de Kermes… —susurró Lorkun.

—Sí, domino ese poder, aunque no con la destreza que Mialco posee.

Lorkun estuvo a punto de comentar el final tenebroso que había tenido Mialco, pero estaba tan maravillado por lo que comenzaba a ver dentro de aquel pasadizo que lo obvió. Las paredes estaban repletas de pictogramas y runas, jeroglíficos parecidos a los de la sala secreta de Azalea. Podía incluso reconocer algunos.

—Esta gruta no pertenecía al templo.

—Exacto…, aunque fue motivo de que se construyera precisamente aquí. La mayoría de la gente no conoce el verdadero origen de la ciudad de Venteria, que tiene mucho que ver con este sitio sagrado, antaño lugar de culto, reverenciado por todos los creyentes de las cinco estirpes. Seguro que en las paredes reconocerás muchos motivos que te recuerden al templo de Azalea. Se trata de arte leforano, sí, el pueblo perdido, nuestros más antiguos antepasados.

Pasaron a una cueva más alta y amplia. Era natural, no tenía las paredes pulidas. Se escuchaba el agua goteando desde los chupones pétreos del techo. Las estalactitas apuntaban al suelo, que parecía hacerle espejo, igualmente puntiagudo. En mitad de esa explanada de rocas sin lisura había un camino que sí disponía de losas encajadas en la roca. Su avance en la profundidad de la cueva no se estrechaba, al contrario: los techos se alejaban y las paredes parecían retirarse para mostrar una oquedad amplia donde rápidamente detectaron formas pulidas, un altar.

—Este es el altar de Huidón. El más antiguo del mundo. Venteria fue en su origen un pueblo creado por los pastores de cabras que descubrieron este lugar. Cuentan que dos hermanos tuvieron una visión en sueños mientras pastoreaban por la montaña…

El altar precedía a una estatua de diez metros de piedra oscura, con una imagen de Huidón muy arcaica, hierática, que poseía signos de ser muy primitiva. No era realista, ni una obra vistosa. Pero Lorkun enseguida percibió su misterio. Un magnetismo tremendo encadenaba su mirada a los ojos marcados en la piedra, a las barbas dibujadas por surcos torcidos. Siendo tan antigua, colosal, imponía más en cada paso que restaba distancia. Representaba al dios emergiendo de la piedra, como si fuera agua. El altar, enorme, era precisamente el lugar donde el dios tenía posados sus pies.

El sumo sacerdote de la Orden del dios Huidón se acercó al altar y contagió las llamas de su antorcha a varios candelabros y a dos braseros de hierro que alimentaron el fuego sobre platos dorados, altos, que marcaban el final a ambos lados del altar.

—¿Tenéis referencia aquí sobre el pacto? —preguntó Lorkun cuando vio que Pesemio había terminado de prender luz clarificando murales que rodeaban el altar.

—Sí, ven, acércate… ¿Ves esos escritos en rúnico a la derecha de la gran estatua? Explican los pilares básicos de la creación del Todo Visible y del Todo Invisible por Atrone, Fierul y Mera, sus descendencias y demás genealogías divinas.

Lorkun deseaba concretar más. Pesemio cambió de mural y se dirigió a una pared con una historia construida con relieves.

—Aquí se cuenta cómo los Cinco Dioses encargaron a los hombres elevar a sus desdendencias al conocimiento de los dioses y a ejercer la religión como salvaguarda de las buenas costumbres. Así se construyeron los cinco templos de los leforanos.

Lorkun hizo recuento: El de Azalea de Kermes, el de Sumetra de Senitra, el de Venteria de Huidón… Le faltaban el de Fundus y el de Okarín. Supuso que la legendaria isla de Lorna donde había estado Remo albergaba el de Okarín. Ahora se lamentaba de no haber aprovechado mejor su tiempo en el templo de la diosa Senitra en Sumetra.

—Pero ahí no se explica el pacto.

—Ven a ver este mosaico.

Se acercó al sacerdote, que había subido los peldaños hasta arrimarse al altar, y fue allí, en la repisa, debajo de la estatua gigantesca, donde se podía ver el mosaico.

—Las guerras… —dijo señalando las escenas en las que se veían ejércitos organizados en hilera sobre la tierra, pájaros con piernas y no patas, dragones y el rostro de los dioses más alto en el cielo, soplando vientos contradictorios. Era una obra de arte.

—¿Qué son esas aves con piernas humanas?

—Creemos que son la forma de representar a los guardianes celestiales. Este es el resultado de las guerras…

Ahora la escena era truculenta: llamas que envolvían ciudades, tornados que batían los cielos y las caras de las deidades entre nubarrones en la misma posición que antes, pero ahora riendo… Todos reían, menos la que parecía ser la diosa Okarín.

—Es Okarín, hija de Fierul; creemos que lloraba porque ella es la madre de la humanidad.

No tenía sentido. No era como lo que él había leído en los textos de Azalea. Okarín no era la madre de la humanidad, ni tampoco hija de Fierul. Según lo que él había leído en el templo de Kermes, Senitra era hija de Fierul, padre de Kermes.

—Este es el pacto…

Ahora se veían cinco montañas en llamas de diferentes colores y los mismos dioses, en el mismo lugar elevado, cada uno encima de una montaña. Ya no soplaban o reían. Ahora, simplemente, se miraban.

—El pacto, y después se ve claramente lo que sucede: los dioses ya no están. Se marcharon.

En esa escena aparecía un mundo con ciudades, pájaros normales en el cielo, un cielo limpio sin caras. Para Lorkun fue frustrante otra vez comprobar que el Pacto de las Cinco Montañas, cambiara lo que cambiara, seguía diciendo lo mismo: los dioses dejaron a su suerte a los seres humanos.

—Son mosaicos con detalles muy interesantes. No te podría resumir en un día toda la información que aportan, a veces de forma velada.

—¿Qué sentido tiene rezar a los dioses, pedir cosas, seguir sus enseñanzas y observar sus preceptos?

—Fíjate en la última parte del mosaico.

Lorkun llevaba rato mirando los cielos de esa representación, buscando algún vestigio de las deidades. No encontraba nada que le llamara la atención.

—Mira abajo, las ciudades…, fíjate bien.

—¡Hay templos!

—Exacto… Lorkun, la espiritualidad de los hombres es una baza importante, no se trata de engaño… Los dioses existen realmente, no sabemos si un día regresarán o cuál fue realmente la verdadera motivación por la que se fueron. Tal vez desearon que nosotros, con nuestros cultos, los buscásemos; quizá tenerlos cerca nos perjudicaba, nos relajaba el espíritu, como sucede al hijo al que su padre socorre siempre impidiéndole aprender de las caídas.

Meditó las palabras sabias de Pesemio y recordó los consejos que Mialco le había dado.

—Y si se rompe el pacto de los dioses…

—Los dioses no han roto el pacto. Han sido los hombres.

—¿Y qué se debe hacer? Todas las pistas me llevan a la Puerta Dorada. Pero no sé ni dónde está, ni siquiera sé lo que es con exactitud. Por favor, háblame de ella.

—¿Qué sabes sobre el oráculo?

Le sorprendió la pregunta precisamente cuando él le acababa de sugerir que le faltaba información.

—El oráculo…

Lorkun se quedó pensativo, rebuscando en sus conocimientos la cita exacta. Había sido en el templo de Azalea, la inscripción después del pacto, lo que Mialco le había recomendado leer. Recordó las palabras sin pronunciarlas:

Resuelve la entrada y la salida, el dónde y el cómo ha de abrirse la Puerta Dorada para visitar el oráculo, donde tendrás voz entre voces, luz de luces, fuerza y viento, para enfrentar tu vida y tu muerte, y quedar en equilibrio en la contemplación de los dioses.

—El oráculo… En Azalea, Mialco me guio hasta un texto en el que se hablaba de encontrar la Puerta Dorada para ir al oráculo. Pensaba solucionar primero lo de la puerta y después preocuparme del oráculo. Pero no consigo solucionar ni tan siquiera el primer enigma. No sé dónde buscar, ni qué es la Puerta Dorada.

—Te explicaré lo que sé, lo que me explicaron a mí hace años, lo que otros le explicaron a mis maestros aurines, lo que la tradición ha ido pasando de generación en generación: la Puerta Dorada que tú buscas es la de Pasonte.

Ahora sí que Lorkun se quedó fundido en plomo, pesado y sin esperanza. Es cierto que era bueno que esa duda quedase resuelta, pero la solución era demasiado etérea.

—¿La Puerta Dorada es la del mito de Pasonte?

—Sí. Ven.

El sacerdote agarró otra vez la antorcha del apoyadero donde la había dejado y guio a Lorkun por detrás del altar, hacia la espalda de la estatua.

—Pero la puerta de Pasonte es la puerta de la muerte. De todos es sabido. Pasonte, primer hombre en la tierra, fue también el primero en morir y cruzar el dorado umbral en el que los dioses lo dejaron encargado de recibir a los muertos. Es la muerte en sí.

—Bueno, eso es tradición oral. Sí que se le llama así. ¿Pero tiene sentido que Pasonte pase el resto de su existencia velando unas puertas que se cruzan además de forma masiva? Piensa con lógica.

—He leído el mito original; bueno, yo no, mi compañera. Se habla de que Pasonte viajó a un lugar construido para que pudiera ir a la tierra de los dioses y que después se quedó custodiándolo. ¿Acaso el mito no se refiere a que Pasonte murió, de forma metafórica?

—Esa es la interpretación. ¿Y si no fuese una metáfora? ¿Y si Pasonte no murió como un humano? Eso es lo que lo hizo especial. Era el primer humano y ese fue el regalo: su inmortalidad.

Le dieron la vuelta a la estatua. Allí había varias planchas de piedra con escritura.

—Estas tablas explican el verdadero mito de Pasonte. Son tan antiguas que se volvieron de piedra.

—Conozco ese texto; tenemos…, Nila tiene una transcripción al sidinio. Pero se supone que eso es mitología…, que esa puerta es un símbolo, que en realidad se referían a la muerte.

—La Puerta Dorada de Pasonte simboliza la muerte en la tradición, pero, si lo leemos de forma literal, vemos que se habla de un lugar, de un sitio al que Pasonte tuvo que acceder.

—Casi todas las historias mitológicas explican sucesos concretos con sucesos inventados. Es como la lluvia. ¿Acaso la diosa Okarín llora desde los cielos la lluvia todos los días que cae agua del cielo? Yo no me lo creo.

—Lorkun, estoy de acuerdo en que la mitología no hay que tomarla como algo literal. Aun así, ¿y si estas tablillas no fuesen mitología? ¿Y si fuesen el relato de hechos que, con el paso del tiempo, hemos mitificado porque hablan sobre dioses y hombres primitivos, pero que en gran medida y a su modo relataban hechos ciertos?

Lorkun no lo aceptaba. Estuvo a punto de volver a contradecirlo pero entendió que ese no era el camino más útil. Lo dejó hablar.

—Se supone que la Puerta Dorada fue ubicada en un lugar escondido. Si algún humano deseaba dirigirse a los dioses, interpelarlos, debía cruzar la misma puerta que Pasonte. Imagino que no cualquiera puede hacerlo. Pero no te muestro las tablillas por el mito en sí, veo que tú estás ya bien informado sobre eso. La biblioteca es un lugar muy útil para esta búsqueda. La última tabla…, en la última tabla se habla del oráculo. Estoy seguro de que en vuestra copia de este texto traducido esa tabla no aparece.

Ahora Lorkun se agachó para ver mejor la escritura antigua de esa tablilla. No podía saber lo que allí se decía, así que tampoco podía saber si faltaba o no. Desde luego, Nila habría podido corroborar si se mencionaba al oráculo en el mito de Pasonte. Se había convertido en toda una experta.

—En Azalea leí textos que se consideran sagrados y aluden a un oráculo.

—Gracias a otros textos que mezclaban idiomas antiguos hemos logrado saber su significado textual: «Si quieres tener voz para ellos, demuestra en el camino que eres digno: el oráculo de Estépal es el viento y la luz, voz entre voces para el Todo Invisible».

—¿Puedes repetirlo por favor?

El sumo sacerdote de la Orden del dios Huidón se lo repitió dos veces más. Lorkun deseaba memorizarlo.

—No comprendo qué hace esa tablilla junto a las del mito de Pasonte.

—Yo lo tengo claro: La Puerta Dorada es el acceso al oráculo de Estépal. La voz de voces…, ser escuchado por los dioses.

No quería darle información sobre el texto prohibido del templo de Azalea, pero Lorkun hacía ya rato que había visto ese paralelismo.

—Esto es cada vez más enrevesado y complejo.

—Sin la fe, no creo que llegues a buen puerto en este viaje.

Era un golpe bajo. Lorkun tenía fe, pero su fe ya no era inspiradora. Delante de sus narices estaba el mayor misterio al que se podía enfrentar en toda su vida. ¿Acaso se podía negar la fe teniendo las huellas de los dioses palpables enfrente de sí?

—No se trata de una cuestión de fe. Se trata de capacidad. No tengo la convicción de ser capaz de resolver estos misterios con la brevedad que Vestigia necesita.

—Confía en los dioses.

Claro que tenía fe, pero era precisamente eso lo que le fallaba: la confianza en los dioses. No dejaba de toparse con pruebas de la existencia de los dioses, lo que no le gustaba era descubrir que esos dioses no parecían tener el más mínimo interés en los humanos; lo que no le gustaba era sentir que los sacrificios que exigían a personas como Nila, como Pesemio y el difunto Mialco eran del todo inútiles.

—¿Y dónde está la Puerta Dorada? —preguntó por dejar de pensar.

—No lo sé.

—¿No sabes dónde está la Puerta Dorada?

—No.

—Pensé que me ibas a revelar su paradero.

El sumo sacerdote negó con la cabeza.

—Pensé que la Puerta era una especie de hito sagrado que nos conferiría el poder para terminar con las amenazas, una fuerza para lograr compensar el equilibrio roto. Pensé que se refería a algo así como un remedio fulminante. Pero si la Puerta es un paso más, simplemente una puerta, la búsqueda es una búsqueda dentro de otra.

Lorkun se agobiaba. Estaba a ciegas, no lograba ver más allá.

—Lorkun, tú tienes todas las piezas del rompecabezas. Sabes mucho más de lo que sé yo… Al menos, después de ver este texto y de hablar conmigo, eres quien está mejor informado. Yo no he estado en Azalea, no sé qué pistas puedas tú haber averiguado, pero aquí no hay más.

—Creo que la empresa que pretendo es algo demasiado etéreo e ilusorio. Tenemos a nuestros enemigos aplastando Venteria y todavía no sé ni dónde está la Puerta y ya tengo una nueva búsqueda hacia ese oráculo de Estépal. Esto me supera. Sería estupendo que vosotros, los aurines, os encargarais de este asunto. Yo puedo daros toda la información que sé… Me comprometo a ayudar.

El sumo sacerdote tuvo una vacilación.

—Lorkun, sé que con tus manos puedes curar la maldición silach y me contaron mis compañeros que sabes realizar la llama sagrada de Kermes mucho mejor de lo que yo pueda conseguirla entrenando todos los días. Sé que conoces muchos secretos… No puedo aceptarlos. No me vuelvas a tentar con ese conocimiento, porque incluso yo puedo mostrar debilidad… ¡Ten fe!

—Mi fe se quebranta con cada nueva historia, con cada leyenda y con cada camino que me acerca a los dioses… ¿Cómo es posible?

—Olvida lo que sabes y aprende otra vez a amarlos. Tienes el resentimiento del hijo ignorado que no llega a ver la extraordinaria labor que sus padres realizaron para cuidarlo sano y fuerte.

—Puede ser.

—Debes volver a encontrar el camino del amor. Debes pedir perdón y humillarte ante ellos, ante la maravilla de la creación del Todo Visible y el misterio del Todo Invisible. Confía en sus designios.

Palabras vacías para Lorkun. Asintió por no contrariar a Pesemio, cada vez más efusivo.

Apagaron las llamas y con la antorcha se dispusieron a salir de la cueva. Lorkun echó un último vistazo para grabarlo mejor en su memoria. Retuvo en su cabeza aquellas palabras que el sacerdote le había leído sobre el oráculo de Estépal.

—¿Qué es Estépal?

—Desconozco su significado. Puede ser un lugar o quizá alude a la naturaleza del oráculo sin que sepamos en nuestro corto entendimiento a qué se refiere.

Cuando el portón se cerró, ascendieron y percibió a cada paso que puso de distancia con aquella puerta dorada, conforme fue caminando por corredores hasta que salió a la luz del día y a los exteriores del templo, que regresaba la sensación de desasosiego, de prisa, y no ya por curar infectados, sino de emprender la búsqueda de la Puerta Dorada.

Pesemio, antes de que Lorkun se marchara, le ofreció ayuda.

—Cualquier cosa que necesitéis: caballos, atuendos, armas, escoltas, lo que penséis que os podrá ser de utilidad para vuestro viaje…, solo tenéis que pedírmelo. Mantendré en secreto ante los militares y ante cualquiera la naturaleza de vuestra misión, pero si os encontráis en problemas allá donde se extiende Vestigia, enviadme un mensaje a la notaría central de Venteria y pondré todos los medios y mi influencia para lograr que os ayuden.

Se despidieron con un abrazo fraternal.

De regreso a la biblioteca, desde la altura de la acrópolis, pudo comprobar cómo se movilizaban tropas en todo el Primio para acudir en relevo y ayuda de los que luchaban contra la maldición. Varias columnas de humo indicaban incendios ya sofocados y otros que continuaban activos por toda la ciudad.

En las inmediaciones de la biblioteca vio cómo había crecido la columna de soldados que custodiaban a los contaminados en espera de que les dieran la solución de una cura o el encierro. Prefirió dar un rodeo y acercarse por otras calles a los jardines traseros de la edificación.

Se reunió con Nila y los demás en una de las estancias amplias de la biblioteca, iluminada por tragaluces.

—¿Qué tal te ha ido con el gran jefe? —preguntó Trento.

—Ha sido amable y me ha entregado todos sus secretos sin recelo.

Había jaleo en las puertas de la biblioteca, podía escucharse desde allí. Trento preguntó a uno de sus hombres y después vino para que disculparan su ausencia.

—Luego os veo, yo voy a enterarme de cómo llevamos la batalla contra esos bichos. Pondré un poco de orden en la puerta.

Ya a solas con Nila, ella no pudo evitar preguntarle.

—Cuéntame solo lo que puedas contarme, pero dime qué te aflige.

—Nila, tenemos que buscar algo llamado el oráculo de Estépal.

—¿Y la Puerta Dorada?

—Llevabas razón, se trata de la Puerta de Pasonte. La Puerta Dorada nos conducirá al oráculo.

—¡Cielos!

—No se trata de una interpretación de la leyenda, es un lugar físico escondido al que Pasonte acudió en sus últimos días en este mundo.

—¿Pasonte realmente existió?

—Eso parece.

—Fabuloso… yo tenía esa corazonada, ¿recuerdas?

—Puede que tus conocimientos sobre él nos sean de gran ayuda, Nila. Necesito hablar con Birgenio y preguntarle por el oráculo a él. Esto es un rompecabezas cada vez más complicado.

—Creo que vamos en la buena dirección.

—Sí, pero todavía no sabemos adónde dirigirnos.

—Te veo desanimado.

—Nila, lo que me preocupa… ¿Y si emprendemos este viaje y, en caso de que no nos pasemos toda la vida buscando, en el mejor de los paisajes posibles en que consigamos dar con la Puerta Dorada y logremos acudir al oráculo, y si después de todo el esfuerzo y el tiempo empleado, no obtenemos lo que necesitamos? Porque nada de cuanto sé o he averiguado nos garantiza que podamos vencer a Lasartes, por ejemplo… ¿Y si todo es en vano? Aquí, por lo menos, hago algo útil curando la maldición a los heridos.

La joven parecía no saber cómo responderle a eso.

—¿Cómo puedo yo ir a un viaje semejante al que nos espera y dejar a su suerte a esta ciudad con la maldición recorriendo sus calles?

—Tú no puedes responsabilizarte por todos ellos —repuso Nila.

—Pero te recuerdo que soy el único que puede curarlos.

—También eres el único que puede resolver el misterio. Lorkun, yo iré contigo allá donde decidas, mi intuición me dice que estamos en el buen camino. No olvides que los dioses están con nosotros, que de algún modo velan por ti y por mí.

Lorkun estuvo a punto de contradecirla, de explicarle la verdad del Pacto de las Cinco Montañas. Pero no lo hizo.