CAPÍTULO 34

Noche oscura sobre Venteria

Los carromatos abandonaron el camino segando con sus ruedas las pajas amarillas de los campos de cereal. Se percibía el olor a broza seca. Tres jinetes comandaban la caravana de soldadesca y carruajes. Todos los carros mantenían oculta su carga con pesadas lonas negras. Avanzaban impulsados por mulas y bueyes. Eran carruajes fornidos, anchos, con dos bestias de tiro cada uno. A una distancia de una legua hasta la puerta de la ciudad, ahora convertida en una gigantesca mancha negra, los carruajes se detuvieron. Los soldados a caballo, cansados del viaje, retrasaron su posición hasta quedar bastante retirados de los carromatos.

—Destapad las lonas —ordenó Blecsáder.

Los que guiaban los carros bloquearon la tracción con la palanca y treparon al techo. Descubrieron la puerta de las jaulas. Los ojos brillaban. El siseo, los gruñidos y la peculiar forma de rugir de aquellas bestias helaba la sangre. Esos sonidos se propagaban aumentándose, mientras las bestias se afanaban por percibir los olores de la ciudad.

No había sido un viaje tranquilo. Cuando cruzaron las llanuras que se acercaban a la gran urbe, varias poblaciones que habían avistado la caravana enviaron sus guarniciones de vigilancia. Blecsáder y sus hombres del recién bautizado Ejército de las Sombras tuvieron que defender a espada y lanza la caravana. Le tuvo que dar la razón a lord Corvian cuando había afirmado que esos hombres eran lo mejor que tenía. Blecsáder lo comprobó. Abnegados y dispuestos, los herederos de la tradición de la Horda del Diablo se organizaron en filas provechosas para defender los carros. Los cuchilleros eran letales en las distancias medias. Aguantaron hasta tres ataques de distintas facciones comandadas por alguaciles de la zona. No hubo prisioneros y a quien intentó huir lo alcanzaron los que como él venían a caballo. Era importante el factor sorpresa. No podían descargar a los silachs con el mismo éxito si a su encuentro venía un ejército. Tal y como se calculó, llegaron a las inmediaciones de Venteria de noche.

—Soltadlos.

Con miedo, los soldados introdujeron la llave en la cerradura mientras las bestias se arremolinaban junto a las verjas de sus jaulas, prestas a salir. Los carromatos se tambaleaban inclinándose por el agolpamiento de las criaturas junto a las puertas. Al quedar la jaula abierta, los hombres permanecieron muy quietos. Los silachs rápidamente separaban la hoja de barrotes metálicos encontrando la forma de salir. Como si una fuerza superior e invisible los atrajese, salían disparados a la noche. Algunos se entretuvieron con los hombres de Blecsáder, los que habían abierto las jaulas. Los olfateaban. El miedo conocido por estos hombres hasta esa noche fue pulverizado para siempre cuando tuvieron cerca esos dientes babeantes, cuando la luz de los ojos de las bestias silachs decoró sus rostros aterrados, mientras suplicaban a los dioses que los monstruos no los hiriesen.

—Tranquilos, no os dañarán a vosotros.

Blecsáder conocía el instinto de las criaturas. Lo había aprendido en Sumetra. El olor de esos soldados no era apetecible para ellos. Olían a sangre de esbirro, sangre de su propia sangre, sangre infectada, maldita. Por orden de Blecsáder, todas las armaduras para el Ejército de las Sombras se rociaron con sangre de silach. Funcionaba, los olfateaban, parecían dudar, incluso les rugían, pero no se dio ni un solo caso de ataque. La explicación era básica y evidente. Dormido por encima del campo de cebada seca, un perfume intenso, una fiesta de tonalidades, emanaba más allá: una fuente eterna de provisión de olor humano: la ciudad de Venteria. Los silachs eran guiados por un instinto muy elemental de propagarse. La prioridad para los esbirros era la de atacar a quienes no estaban malditos. Rápidamente enfilaron su carrera y el objetivo de sus vidas nubladas por la maldición se convirtió en devorar la humanidad de esa gran urbe.

—¡El terror se tragará la ciudad! —gritó Blecsáder—. ¡Hemos terminado nuestro trabajo!

Una turba de seres corvos en posiciones imposibles para un humano, más cerca de ademanes de gorila o de lobos rabiosos, a grandes zancadas se alejó masticando el campo a su paso, tronchando varas secas de cereal, enloquecidos ante la idea de alimentarse en aquella ciudad gigantesca.

—¡Regresemos a Agarión!

Ya estaba hecho. Blecsáder y su destacamento condujeron los carromatos de vuelta al oeste. Regresaría a su trabajo en las minas. Corvian deseaba rearmar su peculiar bodega de engendros, volver a crear una tropa de silachs sería costoso si no tenían prisioneros. Agarión no podía exprimirse más. Mendigos, borrachos, malhechores y bastantes esclavos que llegaron a la ciudad persiguiendo el sueño de establecerse en libertar y servir a Rosellón eran la principal fuente de engrose de la tropa de silachs que ahora atacaría Venteria. Recopilar más hombres sin levantar sospechas no sería sencillo.

Los hombres del Ejército de las Sombras tenían un gesto apagado en sus rostros. Se suponía que acababan de cumplir de forma impecable su misión. Eran hombres de acción, la élite del ejército. Acababan de soltar una jauría de monstruos, criaturas abominables y, aunque eran un grupo selecto de confianza de lord Corvian, había temores y tareas, ocupaciones para los que la obediencia militar no preparaba. Blecsáder escuchó con atención a los hombres de regreso y comprobó sus ánimos.

—¡Alegrad esas caras, llegará el momento de combatir! Hoy hemos sembrado una semilla que nos facilitará la victoria final.

Para Sáder era fácil ver que una guerra como aquella, una contienda entre paisanos, era más complicada de llevar para el ánimo de las tropas. Por eso a Rosellón le fascinaban aquellas bestias que, sin pensamientos ni juicios, destrozarían cualquier oposición.

En los muros la mayoría de los centinelas no advirtieron la llegada de las criaturas que treparon las murallas con facilidad, escalándolas en un punto de la vertiente sur. Todos los silachs se habían arracimado en un solo grupo compacto. Hubo algunos soldados que se les enfrentaron. Otros lograron dar la alarma a voces. La voracidad con la que llegaban era tal que esos acabaron siendo devorados o sus cuerpos quedaron desparramados por las murallas después de sufrir el desgarro provocado por las zarpas venenosas, los mordiscos y el hambre silach. La noche se cernía en Venteria y los silachs comenzaron a saltar sobre tejados, a surcar en tromba callejones: uñas afiladas, dientes punzantes y unos ojos de hielo brillante que caminaban velozmente y se echaban encima de quien salía a su paso. Devoraron transeúntes que fueron sorprendidos cuando las bestias saltaron de las murallas y comenzaron a extenderse por los primeros barrios. Parecieron delimitar un territorio. Corrían matando en la calle hasta que comenzaron a interesarse por lo que pudieran guardar las casas que sobrepasaban. Así destrozaron infinidad de puertas, se colaron por chimeneas y tragaluces, traspasaron ventanas y asediaron corrales y buhardillas… No había quien pudiera estar a salvo.

Los primeros asaltos en masa acaecieron en cantinas y posadas puesto que mantenían las luces de chimeneas y antorchas prendidas y el canto en las gargantas humanas provocaba ansia en las criaturas silachs, ávidas por masticar aquella carne blanda, por segar vidas y propagar su simiente.

—¡Por tres cervezas me vas a cobrar diez centavos de cobre…! ¡Ni siquiera me pones un pedazo de pan con aceitunas para acompañar…!

En la taberna La Balada había siempre un jolgorio cuando no se calmaba a los bebedores habituales con alguna actuación. Discutían en una de sus barras sobre el precio cuando se escuchó un crujido que venía del portón de la taberna. La madera se venció astillada hacia dentro del local y un ser oscuro de ojos brillantes apareció en el hueco, pisando con habilidad la puerta rota.

—¡¿Qué demonios es eso?!

El silach contempló a sus víctimas como indeciso ante a quién atacar primero. Le cortó la cara al más cercano, saltó y desgarró el cuello del camarero gordo de la barra de otro zarpazo, después agarró las entrañas por la barriga al cliente que no deseaba pagar… Devoró sus tripas mientras sus ojos brillantes contemplaban el pánico que suscitaba en los demás humanos que ya se aplastaban en el fondo del salón, intentando en vano salir por un ventanuco demasiado estrecho. Se pegaban unos a otros por intentar desaparecer por el agujero. El ruido despertó interés en algunos clientes que ocupaban con prostitutas los pisos superiores y, al bajar por las escaleras y ver la guisa de sangre y monstruosidad, despejaron los escalones con rapidez atrancando sus puertas.

Entonces corrió el tabernero con una sartén pesada en la mano y le asestó en la cabeza al monstruo un golpetazo que hubiera sentado de culo al más corpulento de los hombres. Pero el silach, después de retorcerse con ademanes esquivos como un gato que no quiere que lo acaricien, lo abrió en canal con sus uñas prominentes de arriba abajo, agachando su ropa y su carne en el pecho. Un zarpazo más le quitó uno de los ojos y la oreja izquierda. Murió y el bicho se lo quitó de encima como si no pesara. Entonces se lanzó hacia la pared del salón. Se acercó hacia donde había más víctimas posibles. Apartaba las sillas y las mesas como si fueran de paja con zarpazos originados por cualquiera de sus extremidades. Las astillas salían despedidas de sus uñas, como la carne y la sangre cuando comenzó a destrozarlos. En la desesperación hubo quien le hizo frente con un cuchillo. Se lo clavó mientras la criatura devoraba el pecho de otro hombre, mientras tenía cada zarpa haciendo daño a sendos cuerpos. La criatura sintió el pinchazo del cuchillo.

—¡Muere, maldita bestia!

Las puñaladas lo hicieron retroceder. Sangraba copiosamente. El valiente, herido en el brazo, vio la luz de los ojos de la criatura y sintió aversión. Le clavó el cuchillo en donde se suponía que podía estar su corazón bajo esa piel gruesa y negra circundada por vello hirsuto. El silach agonizaba. El hombre se acercó a la pared donde se guardaba la leña. Allí había un hacha. La agarró y, sin dudarlo, la descargó sobre su cabeza.

—¡Cuidado! —gritó una moza que antes tenía en las manos un arpa y se disponía a cantar canciones para deleite de los clientes de La Balada. Ahora señalaba pálida del pánico hacia un lugar cerca de la entrada.

La chica señaló la barra del mesón. Algo se movía arrastrándose por el suelo. Pese al cansancio, el miedo y lo demás, el intrépido albañil que esa noche había decidido ir a La Balada a escuchar canciones y beber cerveza, desatascó el hacha del cuerpo del silach y dio pasos repasando con la mirada el local destrozado.

—¡En la pared! ¡Ahora en el techo! —gritó la mujer que describía la ruta de uno de los que habían sido devorados anteriormente por el silach, el que tenía los intestinos fuera y él ya había dado por muerto. Ahora sus manos estaban deformadas. Tenía el mismo brillo sobrecogedor en los ojos y sus movimientos recordaron al héroe del cuchillo a los insectos que su padre le echaba encima para reírse de él en su juventud.

La criatura parecía lamentarse con la cara mientras seguía moviéndose de esa forma extraña, con acelerones y paradas súbitas. Entonces otro silach hizo estallar lo que quedaba de la puerta del local. Entró como un toro, estrellándose contra la barra. Sin saber cómo, el monstruo recién llegado se revolvió de la embestida y se coló en los armarios botelleros después de sobrepasar la barra trepándola en un espásmodico movimiento casi imposible de seguir por su rapidez. Sus zarpas vencieron las estanterías y decenas de botellas se estrellaron en el suelo mientras sus uñas se clavaban en la madera del armario que usó para catapultarse hasta el techo, donde se quedó inmóvil, clavándolas en el adobe y mirando hacia donde estaban las víctimas.

—¡Necesito ayuda! —gritó Tesión, que así se llamaba el pobre hombre que había matado al primer silach.

La mayoría de los heridos no querían saber nada y los demás hombres que estaban inmaculados tenían tanto miedo que no se atrevían ni a mirarlo a él a los ojos. La chica, sí. Agarró un pincho para mover troncos de chimenea y se puso hombro con hombro.

—Voy a intentar que ese baje del techo; si ves que el otro se mueve, chilla fuerte.

Descargó un hachazo saltando. El pobre hombre que ya era medio silach no hizo por defenderse y recibió el corte que terminó por derramar sobre el suelo todas sus entrañas. Cayó al suelo chillando como un humano y, de vez en cuando, rugiendo como una de esas bestias. La chica gritó cuando Tesión le cortó la cabeza. No gritaba por el asco o la escena cruel… Gritó porque el otro acababa de moverse. De hecho, saltó encima de ella después de avanzar como una araña topo por el techo, raudo y ágil. Ella proyectó por miedo sus manos adelante y, cuando la bestia iba a abrazarla, se encontró con el pincho para leña de la taberna La Balada, que entró en su pecho como una espada sostenido por los brazos firmes de una arpista de poca monta que no había podido ser contratada para actuaciones mejor pagadas en las tres semanas que llevaba de paso por Venteria. La criatura pataleó y sus movimientos de dolor lanzaron a la joven sobre unas mesas mal ubicadas. Tesión logró alcanzar a la bestia y le asestó hasta seis hachazos, hasta que dio con el definitivo que lo dejó inerte. La joven y Tesión escucharon gritos en el piso de arriba. Abandonaron la idea de subir allí a esconderse.

Ella se fue con él, que decidió que era mejor moverse de allí antes de que otra de aquellas criaturas entrara a terminar lo que habían empezado los otros. Cuando salieron a la calle comprendieron lo grave del asunto. Manadas de bestias trepaban por las casas de enfrente. En el callejón varios puntos brillantes anunciaban más criaturas. Corrieron por el empedrado hacia una plaza. En su carrera vieron desplomarse varios cuerpos inertes, algunos dañados por los cortes que provocaban las zarpas de aquellos seres, otros sencillamente parecían haberse lanzado al vacío para huir de la atrocidad. Lograron zafarse de varios silachs que se entretuvieron con víctimas que huían de una tienda de repuestos para carruajes. Giraron precisamente rodeando el establecimiento. Entraron en las cuadras que tenían para guardar a las bestias de tiro y, en una de esas cuadras, encontraron un pequeño zulo donde se almacenaban aperos, hecho con listones de madera separados y más afirmados, pero que podía servir para esconderse una vez que obviaron el olor insalubre de las heces de animal que había esparcidas junto a la trampilla que lo abría. Pensaron que era el escondite perfecto cuando vieron a los silachs entrar sin dañar a los caballos y marcharse descartando la cuadra donde ellos se escondían.

—¿De dónde eres?

—Vengo de lejos, de Odraela, allí donde aprendí a cantar.

La joven le contó cosas bonitas. Tesión la hizo hablar mientras escuchaban gritos desesperados, llanto de niños, tumulto y caos. Allí ocultos pensaron estar a salvo. Se acomodaron, ella echada en él.

—¿Qué está pasando, Tesión?

—No lo sé. Esto no es natural. Es algo de dioses. Deben de andar furiosos por la guerra.

—¿Eso crees?

—Sí. ¿Tú que opinas?

La joven parecía dudar antes de decir lo que pensaba de veras.

—Yo no creo en los dioses. Seguro que esto no tiene nada que ver con ellos.

No discutieron. Tesión no estaba casado. Había sido rechazado por una moza que se había enamorado de su hermano. Si esa joven trovadora hubiera aparecido en las circunstancias adecuadas, Tesión podría haberla amado. Lo pensó mirando cómo ella misma se acariciaba las manos manchadas de sangre. Antes del alba, Tesión sintió frío. Abrió los ojos y vio a la joven cantante inclinada sobre él con su preciosa boca desencajada por una malformación repentina y unos dientes chorreando fluidos rojos… Sus ojos brillaron en la penumbra antes de inclinarse sobre él y morderlo.

Quizá la escabechina más truculenta esa primera noche la protagonizaron diez silachs que lograron colarse en el Truco y Ensayo, un corral de teatro afamado por sus representaciones musicales vespertinas que atraían a muchos enamorados y nobles disfrazados de comerciantes. Mientras una arpista y un trovador narraban historias sobre antiguos amoríos entre níbulas y espíritus del bosque, unos sonidos secos, arañazos sobre las tejas, se esparcieron todo alrededor del escenario y el patio de butacas. La mujer que cantaba su parte pudo presenciar cómo, en menos de lo que ella tardaba en encadenar cinco versos, los casi treinta espectadores que tenía esa noche fueron masacrados por sombras nervudas que provocaban salpicaduras de sangre aquí y allá, posándose como abejas en los cuerpos de los asistentes. Gritó y varias cabezas en aquellos cuerpos oscuros se giraron hacia ella. Entonces fauces babeantes y unos ojos que brillaban más allá de lo que la iluminación de las antorchas podía afectarles se posaron en ella. Tantos silachs devorándola consiguieron que ni siquiera su cadáver pudiera servir para la maldición. No quedó de ella más que una tela y algunos cabellos mojados.

El griterío era generalizado. El bullicio iba retardado frente al avance de las criaturas y, cuando los habitantes de los barrios bajos de Venteria se despertaban a causa de los gritos de los vecinos, los bichos, las mandíbulas babeantes, ya estaban en sus habitaciones. Los que huían comenzaron a encontrarse en las calles de las barriadas del sur intentando escapar hacia las avenidas que conducían al Primio. El primer puesto de alguaciles que no fue destrozado por los silachs fue asediado por gente aterrorizada.

—¡Nos atacan, nos atacan!

Los soldados despertaron al alguacil que vivía en una edificación colindante al estadio de las banderas. Escuchar los relatos de aquellas personas que habían huido y ver cómo cada vez en su puerta se acumulaban más y más vecinos suplicantes le hicieron tomar la decisión de dar por buenas aquellas historias sobre terribles monstruos silachs… Lauto, que así se llamaba, prendió fuego a la pira de alarma, la linterna de urgencia nocturna, e hizo tañer también las campanas de aviso de los tejados. Mientras la maquinaria defensiva de los barrios se desperezaba, comenzaron a escucharse campanas en más lugares, un clamor que alertó a la guarnición de la parte baja del monte Primio y a su capitán Bósbler, que rápidamente pidió más información.

—Hordas de…, sé que suena un poco extraño…, pero hablan de, bueno, unas bestias que… parecen…

—¡Habla claro!

—Silachs, mi señor; dicen que la ciudad está siendo asediada por silachs.

Juntó sus cejas como incrédulo.

—Sacad a pasear a nuestra guardia montada. Que me informen de lo que se topen en los barrios de inmediato.

Cuatrocientos jinetes bien pertrechados enfilaron las calles después del aviso y no fue hasta las cercanías a la plaza de las sillerías donde por fin se toparon con la amenaza. Aunque fue diferente a como ellos pensaban.

En la plaza varias personas estaban intentando organizar una defensa cuando llegaron los jinetes. Calier era quien estaba al frente de la columna que Bósbler había ordenado partir. Se fijó en que muchos de aquellos hombres y mujeres estaban manchados de sangre a causa de lo que quiera que estuviera atacando las calles de Venteria aquella noche.

—¿Dónde están esos bichos? —levantó la voz por encima de los que allí se habían subido a la fuente para organizar defensas.

—¡Mi señor, son bestias, andan de tejado en tejado, por las paredes…! ¡Se cuelan por cualquier ventana, son sanguinarios, devoran incluso a los niños!

Entonces una mujer delgada, que tenía el mandil rebozado de coágulos y sangre, se clavó de rodillas.

—¡Me duele, me duele!

Se agarraba una mano. Calier arrimó su caballo y vio cómo la pobre tenía la oreja y parte de la mandíbula deshechas en el rastro de lo que parecía ser un zarpazo, uno parecido al que pudiera haber provocado un león o una bestia similar. En ese momento se escuchó como un crujido de huesos. La chica seguía gimoteando.

Sucedió sin que nadie pudiera impedirlo. Ella saltó mucho más que cualquier humano. Logró poner su pie en la crin del caballo de Calier y con ese pie empujó su cuerpo hacia él mientras le mordía la nariz y parte de la cara. Su rostro estaba deforme ya, con la mandíbula desproporcionadamente grande y unos dientes como alfileres nacían de ella y se incrustaban en el rostro del hombre al mando.

Calier no podía hablar. Lo sentaron junto a la fuente y dos guardias se quedaron para protegerlo por si aquellas criaturas aparecían. Calier respiraba con dificultad y sentía un dolor en lo que le quedaba de rostro que lo hizo desmayarse en varias ocasiones. Cuando regresaron sus compañeros a la plaza, alarmados por los ataques continuos de los que habían sido objeto, no encontraron a Calier. Sí estaban los cadáveres de los soldados que se habían quedado allí para protegerlo.

—¡Avisad a Bósbler! —gritó uno de los maestres a dos jinetes que tenían sangre en la armadura—. ¡Decidle lo que habéis visto! ¡Que no curen a los heridos! ¡Hay que matarlos! ¡Hay que matarlos a todos!

Cuando Bósbler fue consciente de todas las historias que le llegaban sobre los intrusos que se habían colado en la ciudad, ya se había hecho de día. Se dirigió en varios mandos a la guardia real y a los destacamentos de los demás barrios de la ciudad. Explicaba pormenorizadamente la devastadora presencia de un grupo de criaturas que contagiaban la maldición silach en las heridas, mordeduras y arañazos.

Con las luces del alba las criaturas comenzaron a desaparecer. No parecía que la luz del sol les hiciera ningún mal, porque seguían produciéndose ataques exteriores. Pero la mayoría tendió a esconderse, a buscar resguardo. En una sola noche habían sido transformadas o asesinadas más de siete mil personas en la parte sur de la ciudad.

Las zonas más pobres parecían ser más fáciles para los silachs en su intención de esconderse. Los alguaciles estaban muy preocupados por si las criaturas llegaban al barrio del Humo, con sus recovecos y diferentes alturas: con sus túneles y conducciones, sería muy sencillo para los silachs extenderse desde allí al resto de la ciudad. Sin embargo, la mayor parte de los esfuerzos se hicieron para cortar la maldición en la base del monte Primio, para impedir que el asedio llegase hasta la acrópolis. Allí hubo combates descarnados y muchas muertes. Sin embargo, no hubo manera de impedirlo. La maldición se propagó también a zonas pudientes en el monte Primio pese a los esfuerzos de Bósbler y sus compañeros.

Varios heridos fueron acogidos en los templos de Huidón y Fundus y, más tarde, en el de la diosa Okarín. Los heridos por supuesto acabaron por convertirse en silachs y atacaron a los sacerdotes y sacerdotisas. Se tiñeron de sangre las piscinas sagradas de Fundus y las fontanas de Okarín. Las estatuas se llenaron de salpicaduras y hubo quien comprendió que aquella guerra podía ser un castigo de los dioses.