CAPÍTULO 54
El gigantesco Lasartes
A plena luz del día, un ser emergía de entre las tropas enemigas dejando las cabezas de los rebeldes más lejanos a una altura inferior a sus rodillas. Se hacía cada vez más voluminoso y grande. Lasartes se acercaba a la fortaleza creciendo ante sus ojos. Cuando vieron al gigante paso a paso, despacio, mientras los soldados de armaduras negras corrían a sus pies dejándole espacio para acercarse, muchos comenzaron por fin la retirada que ya exigiera el capitán Remo.
Antes de que se marchara, Remo agarró a Akash.
—¡La vía de escape, guía a todo el mundo hacia la vía de escape!
El capitán asintió.
—¿Qué hacemos con Furberino?
—Déjalo en la celda, ahora no necesitamos estorbos. ¡Retirada!
—¡Retirada! —se propagó a la espalda de Remo, que se había instalado en la más absoluta mueca de asombro—. ¡Retirada!
Dárrel barría las murallas gritando para que todos tomaran la vía de escape. Los enemigos que quedaban en las cornisas de los muros, viendo venir al ser gigantesco, intentaban retroceder a sus torres de asalto correspondientes. El pánico se repartía por doquier en ambos bandos.
Sobre su cabeza le llegó una voz familiar. Sala se había asomado a la cornisa de la muralla. Estaba justo encima de él.
—¡Remo, por los dioses, huye!
Pero Remo no se retiró. Dárrel se la llevó casi a rastras de la cornisa.
Lasartes traía una espada en la mano y una tela sedosa que le bajaba desde un broche en el hombro hasta la cintura, donde una banda de cuero sostenía un telón negro hasta la mitad de las piernas. Esos eran sus atuendos. Lo demás era músculo bajo una piel broncínea que daba la impresión de ser dura como un metal. Su rostro paralizaba a quien lo miraba por el asombro.
Se detuvo delante de Remo. Debía de verlo diminuto, insulso. Remo contempló su fisionomía. Le llamó la atención aquella mancha negra. No había cara. Era una especie de nube, más parecida a un fluido quizás, como una máscara líquida oscura que estaba en movimiento. Se rizaba o se extendía. Remo advirtió que lo único fijo en aquella masa opaca eran los dos ojales, las dos ranuras de aspecto felino que indicaban la amenazante y poderosa mirada del gigante.
—Hola, Remo.
La voz de aquella criatura pobló la fortaleza como si un hombre gritara dentro de una enorme caverna y esta aumentara y propagase su lamento. Ni el sonido monótono de la lluvia que comenzó a caer lograba distorsionarla.
—Tus días de inmortalidad han acabado.
Dicho esto y rápido, teniendo en cuenta sus dimensiones, Lasartes izó el brazo con su espada atacando a Remo en un golpe con el que catapultó su cuerpo. Tembló la tierra que pisaba pero no acertó en él.
Remo pudo saltar hacia dentro de la fortaleza. Corrió por el túnel de acceso hacia el patio donde ya solo descansaban cadáveres repartidos en charcos de sangre y agua. Remo pensaba con velocidad. «Tus días de inmortalidad se han acabado». Eso había dicho ese Lasartes, al que vitoreaban los soldados enemigos y del que tanto le habían hablado Lorkun y Nila.
—De nada te va a servir huir… —se escuchó a su espalda.
Remo corría, ya le había perdido la vista dentro de las murallas y, sin embargo, aquella voz parecía rodearlo como antes.
Lasartes se tomó su tiempo en perseguirlo. Estaban coreando su nombre fuera de la fortaleza. Llegaba el zumbido de cientos de gargantas proclamando «¡Lasartes, Lasartes…, el divino Lasartes!». Su sola presencia podía decantar una batalla y tenerlo de aliado debía de enardecer de valor a las tropas de Rosellón mientras propagaba el pánico más básico y atroz en sus enemigos.
«Tus días de inmortalidad…». ¿Se refería a la piedra o a la nutrida leyenda sobre su milagrosa salvación del agua hirviendo? ¿Cómo sabía ese Lasartes su nombre? No iba a ponerse a calcular el alcance de esas preguntas, sencillamente porque debía huir hacia un lugar donde poder tomar mejor ventaja sobre ese ser gigantesco. Corría seguro de que podía escapar gracias a su velocidad. La evacuación del castillo debía de estar llevándose a cabo después de su orden. Necesitaba dar tiempo a su gente a descender al pasadizo secreto. Combatiría. Desde los inicios en los que disfrutó de la piedra de poder, sus efectos siempre eran instigadores de trabajos y proezas para las que la fuerza y sus poderes curativos siempre le garantizaban cierta ventaja. Aquel adversario superaba a todos. Lasartes poseía un aura especial. No era simplemente su tamaño. Hasta el tono de su piel, la hermosa proporción de su cuerpo descomunal, esa voz de pesadilla que hacía vibrar las costillas de Remo… Sabía que era una criatura de poder superior, como un guardián celestial o un dios, real, caminando entre vivos y no entre versos de canciones. Pero Remo confiaba en sorprenderlo.
Mientras esto sucedía, en el interior de la fortaleza Akash y los hombres de confianza de Remo dirigían a todos los que integraban las tropas del castillo hacia las plantas inferiores de la nave central. Había dos accesos al túnel de evacuación. Uno era en una trampilla oculta en la bodega. Otro una alcantarilla en un pequeño patio cerca de la zona privada de los bajos de las dependencias de lord Furberino Decorio. No era fácil la evacuación teniendo en cuenta la poca capacidad de admisión que tenían las escaleritas de caracol de los accesos en el castillo, preparadas para recorrerse en fila india.
Remo trepó con agilidad gatuna el costado de la nave principal de la fortaleza, dando saltos por las balconadas y los boquetes que habían provocado los disparos de las catapultas. Saltó a los puentes que conectaban los grandes salones con las murallas, hacia un rellano descubierto por el agujero resultante de los desperfectos de la estructura por el castigo de la artillería, y desde allí pudo ver al divino Lasartes destrozar lo que quedaba de la puerta sur. La emprendió a golpes con la muralla y la torre. Los muros de Debindel eran altos y macizos. El umbral de la puerta abierta del castillo medía aproximadamente lo mismo que el gigante, unos nueve metros de altura. Incluso para Lasartes esos muros eran altos, pero Remo se maravilló de su capacidad destructora. Lasartes desde fuera del castillo parecía empeñado en derruir esa parte del muro. Estaba propinando golpetazos sonoros como truenos con sus puños y su espada. Cuando usaba el arma, antes del sonido de las rocas explotando, se escuchaba un roce acerado («finnn, finnnn…») que llegaba lejano a los oídos de Remo, pero que se acababa instalando en su cabeza. Desde la altura donde él se encontraba, se podía ver cómo la muralla inmóvil comenzaba a vibrar con los golpes y después se agrietaba mientras Lasartes ejercía más ferocidad en sus acometidas. Una nube de polvo comenzaba a flotar en el exterior apenas disuelta con la lluvia y superaba ya los bordes de la altura de los macizos de piedra.
Finalmente el muro cedió hacia el patio, como si fuera de arena, derruido. Algunas piedras salieron disparadas y chocaron veloces contra las paredes de internas del castillo. El ruido era molesto, estremecía. El cuerpo de Lasartes apareció embarrado por el polvo, la arena adherida y el agua de los cielos, con numerosos cascotes que se despeñaban de sus hombros y piernas, con los que literalmente había atravesado las murallas. No quedaba torre. Lasartes, si ya antes era descomunal, ahora pisaba las ruinas crujientes de toda la construcción vencida hacia el patio y parecía un dios. Su rostro, misteriosamente oculto tras esa sombra, parecía estar satisfecho.
Remo sabía que Lasartes no lo veía porque los ojos de la criatura, las dos rayas agresivas en la oscuridad multiforme de su rostro, lo buscaban en el patio entre los cadáveres y el derrumbe. Su actitud era confiada. Era una buena oportunidad de tratar de herirlo. Lasartes cruzó hacia el patio y sus piernas quedaron semienterradas en escombros.
Remo saltó hacia la criatura con la espada sobre los hombros y descargó una estocada brutal en el trapecio derecho del cuerpo de Lasartes, entre el cuello fornido y el hombro. Clavó la espada sorprendiéndose al principio de poder herir el cuerpo de aquel ser. Lasartes gritó, pero reaccionó muy rápido. Una sangre espesa y casi negra salpicó el cuerpo de Remo, que se mantenía en equilibrio sin soltar el mango de la espada, apoyando sus piernas en la espalda del gigante. Lasartes sabía dónde estaba Remo. Enterró su hombro y media espalda en el plano del muro del frontón principal tratando de aplastarlo. Se libró de milagro al saltar al suelo justo antes de estrellarse contra la pared. La espada seguía en la carne de Lasartes.
—Remo, no ves la realidad. Eres osado, pero inútil contra mí.
Su voz nuevamente hacía temblar su corazón. Alargó una de sus manazas y logró asir la pequeña espada del humano con tres dedos. La apartó como si fuera la espina de un limonero. Remo corrió hacia donde su arma fue a caer de forma sonora. Lasartes emitió un gemido estirándose.
—¡Probaré a ensartar tu corazón, Lasartes!
El monstruo, que seguía sangrando, giró una de sus manos de forma extraña. Un destello de luz verde nació de la masa negra que cubría su rostro. Varios ramales de humo oscuro se derramaron sobre la herida desde la máscara negra.
—Tu acero es impuro, guerrero; tu fuerza, inusual. Me has herido la carne porque tu fuerza no es humana. Pero no volverás a tocarme.
Remo se desanimó un poco al ver cómo la herida había desaparecido. Lasartes parecía con esas palabras indicarle que no le iba a subestimar más. Agarró su espada y fue hacia el humano.
Estuvo a punto de triturarlo, pero él logró esquivar la acometida gracias a la velocidad prestada por la piedra. El arma de Lasartes se hundió hasta tres veces en el patio sin conseguir tocar a Remo que, con saltos y carreras, salía de las trampas de su adversario.
Remo pensó contestarle con otro buen tajo que hiciera a Lasartes dudar de su superioridad, pero no tuvo tiempo. La enorme espada del divino adversario volvió a descargarse, esta vez con más violencia, destrozando el suelo del patio en un estallido de baldosas pétreas. Provocó un cráter enorme y propagó grietas en toda la extensión de baldosas que quedaba intacta. Remo saltó ahora para intentar algo arriesgado, trincharle un ojo en aquella masa oscura, pero esta vez la criatura lo estaba esperando. Avanzó su enorme espada y ensartó a Remo en el aire con ella. Le rebanó el costado derecho. Sintió miedo, se asustó por sentir dolor y haber sido herido gravemente pese a estar bajo el efecto de la luz de la piedra. ¿Cómo era posible?
—Esta espada está bañada por venenosas plantas marinas, de un mar prohibido para vosotros los humanos. ¿Sientes su mordida?
Le ardía. Remo miró su espada. Sabía que la piedra permanecía oscura, sin carga alguna. Disfrutaba todavía de la energía prestada pero tenía miedo sobre cuánto tiempo le durarían sus efectos. Sintió que podía liberarse del ensarte como se saca un melón del cuchillo que lo cala. Así que lo hizo sin miramientos. Comprobó que el beneficio curativo de la piedra de poder no lo había abandonado y rápidamente su herida quedó sellada.
Ahora Lasartes frenó sus pasos. Parecía intrigado.
—Remo, veo que dominas misterios insondables para tus enemigos.
—¡Hablas mucho, Lasartes!
—Escondes secretos.
Entonces el gigante lo apresó con su manaza. Esta vez sus movimientos fueron demasiado rápidos y no pudo esquivarlo. Lasartes fue a estrellarlo contra la nave principal de la fortaleza, contra el muro. La piedra horadó la silueta de Remo. Pero nuevamente los dones curativos de la joya sellaban a gran velocidad sus heridas y recomponían los huesos que se le quebraban. Dio gracias a los dioses por haber luchado en el túnel de la puerta. La energía que consiguiera allí matando enemigos todavía le estaba salvando la vida. Decidió atacar. Apretó las manos cerradas sobre el mango de la espada y comenzó a rebanar, con varias secciones, el antebrazo de Lasartes, mientras permanecía soportando la presión de su tenaza contra la pared. Sin embargo, de todos los tajos que le propinó tan solo uno cortó algo de carne. Era como golpear metal. Entonces Lasartes lo sacó de la pared y lo soltó hacia el patio. Parecía querer comprobar si Remo lo había herido.
—¡Maldito! —tronó el Espectro Abisal que comprobaba cómo Remo había logrado hacerle un pequeño corte.
Él se recompuso en el suelo y logró saltar hacia la bestia y paseó la espada por la parte baja del pecho con una prolongada sección horizontal, apoyando sus pies sobre la propia cintura del mastodonte. No logró cortar la carne, como si el filo de la espada no estuviera bien amolado, pero recibió un golpe tremendo de una de las poderosas rodillas del monstruo. Salió volando literalmente y, en el aire, preocupado en no perder la empuñadura, Lasartes lo cazó como en un juego de pelota: con el puño cerrado impactó en Remo, que proyectó su vuelo hacia los pisos superiores de la fortaleza. El puñetazo fue como un parpadeo de oscuridad seguido de luz, cielo y cristales rotos. Remo aterrizó en uno de los salones del palacio. Su vuelo destrozó un ventanal y patinó por el encerado arrollando mesas, candelabros y butacones, hasta rebozarse en un tapiz donde terminó semienterrado, acolchando su caída. Había llegado el momento de huir. Ese Lasartes era demasiado fuerte. Comenzaban a dolerle de verdad los golpes, como jamás le hubieran afectado. Lo peor era la sensación de que Lasartes no estaba combatiendo con todo lo que tenía. Si al menos pudiera recargar la piedra…, eso podría ofrecerle más oportunidades.
Los cristales estallaron cuando su enemigo dirigió hacia allí su espada silbante, que arrancó pedazos del techo artesonado de la sala y creó un balcón natural al golpear por segunda vez el salón. Estaba buscando a Remo. Su enorme cuerpo se rindió hacia delante para observar y su cabeza deforme apareció nublando la luz del sol en la estancia. Remo lanzó uno de los candelabros que había en el salón, como jabalina, tratando de dejar ciego al monstruo, pero no acertó en los puntos de luz felinos. Comenzó una serie de espadazos que hacían temblar toda la estructura y Remo bregó por escapar hacia pisos inferiores avanzando por una de las empinadas escaleritas, mientras la espada de Lasartes devoraba el salón en cada nuevo sablazo. La estructura temblaba, había explosiones de piedra. Todo saltaba para todas partes mientras aquella espada calaba la construcción mucho más hondo de lo que medía en sus tres metros de longitud. En cada corte, una energía misteriosa propagaba el poder de destrucción del acero.
En la planta inferior, Remo apuró una carrera huyendo. De cuando en cuando perdía el contacto con el suelo, cuando los golpes de aquel demonio se acercaban hacia donde él estaba. El castillo parecía de trapo y maderos ante la fuerza y la potencia de la espada de Lasartes.
Dárrel y Sala se habían quedado a esperar a Remo, sosteniendo la verja de hierro para que no quedase oculta por las arenas de los derribos que iban precisamente a verterse al agujero. Estaban preocupados. La lluvia se colaba en el patio interior donde se encontraba la entrada a la galería y estaba empantanando el principio del pasadizo por el que debían huir. Los golpes del combate singular que mantenía el capitán Remo con ese ser descomunal hacían temblar el castillo y Dárrel sentía miedo a quedar sepultado también allí, pensando que el derrumbe era inmediato. Entonces lo vio.
—¡Remo!
El capitán, que acababa de aterrizar sobre el cascajo de lo que antes fuese una escalera de maderas y mármol, rodó destrozando aún más sus vestimentas, y después corrió hacia donde estaba Dárrel. De la armadura solo conservaba el peto abollado y las protecciones de los antebrazos. Los líquenes comenzaron a derramarse desde grietas que se abrían en el techo. La arena, como cortinajes desvencijados, descendía en chorros hacia el suelo. Remo corría a toda velocidad mientras las piedras comenzaban a desprenderse y flotaban ya cerca de su cabeza. Dárrel, viéndose aplastado, se lanzó al interior de la alcantarilla para esquivar lo que se le venía encima. Tiró de Sala para que tampoco se dañase.
Su corazón latía fuerte. Había silencio. Como truenos lejanos seguían los desprendimientos. Pero en la tenue iluminación de las antorchas del pasadizo, se supo a buen recaudo.
—Ha faltado poco… —dijo Dárrel.
—¡Abre otra vez, Remo estaba fuera! —gritó Sala.
Con gran esfuerzo lograron entre los dos levantar la trampilla. Entonces vieron a Remo a punto de detener la espada de Lasartes con la suya propia. El gigante tenía el cuerpo atravesado en una de las plantas superiores que daban al patio y alargaba su brazo como si la placeta fuese una ratonera molesta y ellos roedores que la poblaban, un lugar de difícil acceso para su tamaño, donde meter la mano y limpiar. Remo detuvo la embestida inicialmente, pero su espada se quebró instantes después. Lasartes envió de nuevo su filo de regreso y esta vez Remo solo pudo apartarse.
—¡Remo, aquí! —gritó la mujer.
Él la miró como sorprendido. El agua de la lluvia que se colaba en el patio molestaba la visión de la mujer, pero roja, como blanca es una paloma entre muchas negras, la sangre de Remo destacó en la penumbra. A borbotones le caía sobre las manos. El cuerpo del capitán clavó una rodilla en el suelo encharcado.
Un sonido como de aleteo rebotó en el patio. Venía desde arriba. Era la risa de Lasartes. El gigante se irguió destrozando techos y provocando que muchas piedras y materiales se derrumbaran hacia donde Dárrel sujetaba a Sala. Dárrel le salvó la vida a la mujer, sosteniéndola.
—¡Déjame ir a por él! ¡¡¡Déjame ir a por él!!! —gritó la mujer hasta hacerse daño.
Miraba el cuerpo de Remo, abatido en el suelo, mientras crecía su sombra en el patio, negro el charco de sangre que lo abandonaba. Dárrel, temiendo que el gigante decidiera acabar también con ellos y viendo que a Remo no podían ayudarlo ya, forzó a Sala con dificultad para entrar en la galería.
—¡Hijo de perra, déjame salir! —gritó ella mientras chapoteaba en el pasadizo. Le estaba arañando el brazo a Dárrel. Le había mordido y varios puntapiés y codazos no habían surtido efecto en el soldado. Lorkun, con tanto jaleo, había acudido a su posición.
—¿Qué tienes, Sala?
—¡¡¡Lorkun sal, sal!!! ¡¡¡Remo está fuera…!!!
Dárrel hizo un gesto negativo con la cabeza…, de pena y respeto.
Pero Lorkun era amigo de Remo y, cuando vio la desesperación de la mujer, los sobrepasó a los dos para salir él por sus propios medios fuera.
—Déjame ir con él, Dárrel, por favor…
El soldado, que tenía un nudo en la garganta, no pudo más…, pero antes de soltarla, le dijo:
—Sala…, ¿en serio deseas verlo…? Está muerto.
Cuando la soltó, Lorkun venía de vuelta. Sala vio que traía a Remo a rastras.
—¡Ayudadme! —gritó Lorkun.
Salieron en su busca. Entonces Sala, viendo que Dárrel y Lorkun se bastaban para guardar a Remo, fue a por la espada.
—¡Sala, no! Todo se viene abajo… ¡Morirás!
Sala había alcanzado la espada rota de Remo que estaba sumergida parcialmente en la sangre abundante que había dejado el guerrero. No podía dejarla allí. Sus poderes curativos podían ser de gran ayuda.
Dárrel sonrió. Remo estaba vivo, gravemente herido, pero vivo.
—¡Mirad, respira!
Lograron alcanzar la alcantarilla de evacuación mientras el patio era golpeado más severamente. Lasartes seguía riendo, aunque ya no estaba a la vista. Se había perdido por un boquete de escombros. Justo cuando cerraron la escotilla del pasadizo, una explosión enorme provocó un temblor en la tierra.
En el pasadizo secreto hilos de polvo se descolgaban del techo, como eco a los porrazos que en la superficie seguía propinando Lasartes buscando a Remo entre las ruinas del palacio, mientras ellos avanzaban por el subterráneo.
—Dárrel, adelántate… Mira que no haya obstáculos en el camino. Llama a Nila, dile que venga de inmediato.
—El túnel es profundo, tardará en llegar.
—Pues date prisa.
Sala y Lorkun portaban el cuerpo de Remo a duras penas. Respiraba. La sangre continuaba saliendo del cuello, pero al menos lo habían sacado del patio y habían evitado el derrumbamiento final de aquella sección del castillo. Lasartes no podía haber visto el punto de la huida desde lo alto, confiaban en que el gigante no supiera dónde estaba la entrada al pasadizo, ahora sepultado por ruinas.
—Estoy bien —dijo Remo a duras penas, cuando Dárrel se marchó, como si su voz estuviera también cortada por la espada de Lasartes—. La piedra sigue haciendo efecto, aunque más lentamente. Me cura, puedo sentirlo.
Sala lo abrazó. Le plantó un beso en la cara, para no dificultarle la respiración.
—¿Por qué no huiste como todos? Cabezota.
—Llevo toda la vida recorriendo el camino difícil. Arkane decía que, si vives sin retos, no vives, solo esperas la muerte.
Lorkun asintió.
—Remo, espero que ahora confíes más en mí. Te necesito.
—Iremos a esa Puerta Dorada.