CAPÍTULO 57
El precipicio de Goldrim
La arena caliente convertía en corteza la piel de sus antebrazos. Los labios partidos por el cambio de temperatura brusco matizaban sus palabras con sonidos sibilantes. El sol lo aplastaba todo, incluso reducía sus sombras. El viento musculoso, como una criatura salvaje en peregrinación por el vacío del desierto, se vestía con velos de arena y se los arrojaba a rachas o remolinos: no era posible respirar con comodidad sin tela en la cara.
—¡Aquí hay otro!
Las voces le sonaban todas igual, desviadas por los susurros de la tempestad. Caminó hacia la voz y vio que era Lorkun quien había gritado. Se habían dividido de veinte en veinte pasos para abarcar más terreno y, de cuando en cuando, gritaban para asegurarse de que todos seguían ahí. No era una tormenta de arena demasiado feroz que les impidiera seguir adelante, pero molestaba.
Cuando abandonaron Debindel, lo hicieron sin muchas provisiones. Remo afirmaba que conocía el camino al precipicio. Tan solo había que seguir unos hitos que los guiarían hacia la grieta. El problema era que esos hitos eran muy complicados de encontrar cuando el desierto de Désel abandonaba las explanadas pardas de tierra yerma y comenzaba a fundirse con cimas de arena, valles terrosos sin vegetación y dunas elevadas que, con los vientos, cambiaban de posición. En ese momento, encontrar aquellas pequeñas acumulaciones de piedras era tarea muy compleja.
La separación de los militares instaló en Remo un silencio cortante. Parecía viajar a disgusto. Sala se había tendido con él en la noche y regresó a las sensaciones de aquellos primeros días cuando fue a vivir con él a Belgarén. Remo se desentendía de ella, de todos. Su silencio se abrió cuando explicó lo de aquellos hitos para hallar el camino al precipicio, como si fuese toda la información que necesitaban saber. Nila y Lorkun sí que hablaban entre sí y Sala se pegaba a ellos, decidida a no amargarse más de lo debido por el carácter de Remo.
Con la tempestad de arena tuvieron que detenerse. Lo hicieron precisamente después de encontrar otro de aquellos montículos de piedras. De este modo tendrían al menos un punto de partida correcto.
La abrasión solar ya doraba su piel al segundo día de trayecto en Désel. Nila tenía problemas de quemaduras bastante serios. Sala era más morena y además había regresado de su viaje de ultramar aún más tostada. Se sentía fuerte y ni siquiera mostraba una sed excesiva, como si todavía llevase consigo un exceso de agua por haber estado surcando mares. La provisión de agua se les terminó y Remo consiguió un litro de agua obtenida de saquear dos magnolios de espino y tres pequeños bulbos del desierto encontrados en su ruta al precipicio.
—¿Cómo puede esa gente de la que hablas en el precipicio vivir sin agua? Porque no creo que estas plantas abunden mucho —sugirió Sala.
Remo no le contestó. Lo hizo Lorkun.
—Los nativos del precipicio tienen cisternas. Durante las lluvias las llenan y se abastecen de ellas el resto del año. Son gentes muy habituadas a la sed. Dicen que curan la mayoría de sus males con baños de arena ardiente.
—¿Cómo puede cambiar tanto el clima en tan poco espacio de terreno? Belgarén es verde y fértil, y Debindel tiene bosque… ¿Cómo es que hay un desierto en mitad de Vestigia?
—La voluntad de los dioses —respondió Nila.
—Ya estamos cerca.
Lo había dicho Remo, que parecía animado a seguir pese a no tener claro el rumbo que debían tomar. La principal dificultad que encontraban siempre los viajeros que deseaban ir a Goldrim era que el precipicio era invisible desde la mayoría de ángulos de visión para los caminantes o las caravanas de comercio.
—¿Se consideran vestigianos los que viven allí?
Sala pensó que nadie le respondería, pero esta vez Remo sí que habló:
—El precipicio está oculto entre varios túmulos y por una elevación natural del terreno del desierto. Si no sigues los hitos marcados, te pierdes y te aseguro que no encuentras la grieta. Ese es el principal motivo por el que jamás ha sido invadido por ejércitos. Pero, cuando llegues allí, entenderás que no es un lugar interesante para nadie civilizado: un tajo y salvajes. Me recuerda a Meristalia. ¿Para qué intentar poner ley en un sitio donde no hay nada?
—¿Rezan a los dioses? —preguntó Lorkun.
—No. El precipicio es gobernado por dos brujas, Gera y Mirtea. Ellas rinden culto a la grieta, a un dios subterráneo del que pocas cosas te dicen… Allí los hombres tienen la piel más oscura y todos, sin excepción, tienen el cabello blanco. Son gentes tostadas y es muy raro verlas en otros lugares. No visitan las ciudades. Raras veces se acercaban a Belgarén. De cuando yo era niño solo tengo recuerdos de haber visto una vez a tres goldrimianos en el mercado de carne del pueblo donde me crie.
—¿Cómo no se largan de un lugar como ese?
—Pronto podrás preguntárselo tú misma. Nos han rodeado.
De debajo de la arena apareció un hombre a escasos dos metros de donde estaba Sala. Verlo moverse le recordó a los cangrejos en las playas. Cuando estuvo fuera de su escondite, se elevó hasta estar en pie, aunque mantenía las rodillas flexionadas y la arena que todavía tenía adherida al cuerpo le daba un aspecto como de figura de terracota. Doce individuos más aparecieron a su lado.
—Hablan nuestro idioma, así que cuidado con lo que decís.
Remo dio un paso adelante y se dirigió a ellos:
—Venimos a ver la grieta.
Uno, que parecía el líder, se encaró con Remo y lo empujó dos veces hasta tirarlo al suelo arenoso. Sala se sintió violenta. Dos más se acercaron y derribaron a Lorkun.
—Tranquilo, Lorkun, siempre lo hacen.
Sala se agachó en cuclillas como para evitarse esos empujones, pero a las mujeres no les prestaron atención.
—¿Por qué Goldrim? ¿Por qué no ir camino de comerciantes?
Se lo preguntaban a Sala.
Remo se puso en pie y rápidamente volvió uno de ellos a intentar empujarlo. Esta vez Remo lo esquivó y le asestó un puñetazo que lanzó su melena blanca al aire retorciendo su rostro. Remo sacó su espada.
—¡Vamos a ir a la grieta! ¡Queremos ver a Gera y Mirtea!
A gran velocidad rodearon a Remo entre tres. Dos lo sujetaron por las manos y la espada cayó a la arena, inofensiva, hundiéndose como una cuchara en azúcar. Desde atrás lo agarraron por los tobillos y se desplomó hacia delante.
—Estate quieto, Remo, no los enfades… —sugirió Sala.
—Sala, habla tú, diles que te lleven a la grieta.
Ella se sorprendió.
—¡Queremos ir al precipicio de Goldrim! —gritó.
Los hombres de cabellos largos y blancos enredados por la arena se quedaron inmóviles.
—Son un pueblo matriarcal… —dijo Remo hincando una rodilla en el suelo deforme para incorporarse.
—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Sala.
—Lo descubrirás pronto.
De repente, aquella especie de guerreros guardianes se marcharon, todos menos uno que parecía esperarlos inclinado hacia sus brazos poderosos que pendían de un torso fuerte sin llegar a tocar la arena del suelo. Lo siguieron y poco a poco, después de zafarse de varias dunas, tras un recodo en el que finalizaba una cresta de una elevación del terreno, vieron una depresión amplia, un desfiladero de acantilados ocres en cuyo fondo se pudo por fin averiguar el principio de dos bordes rocosos.
—Bienvenidos al precipicio de Goldrim.
El goldrimiano descendía por las crestas polvorientas, saltaba barrancos confiando en la blandura que la arena depositaba en las dunas que se arrimaban a un último camino. Lo imitaron en una versión mucho menos práctica y más pobre en la agilidad, sobre todo Nila, que no podía realizar esos saltos gimnásticos.
—Si lo intentas sobre el trasero, es mejor, Nila —comentó animada Sala, que se lanzó por un cortado cayendo sobre sus posaderas—. ¡Ay, ay…! ¡Cuidado, Nila, que quema!
Después del descenso, el camino, que era de tierra blanquecina y piedra, los condujo hacia dentro del desfiladero. No se percibía, pero desde luego debían de estar descendiendo porque cada vez los lomos de los cortados eran más altos y podía decirse que los dos bordes del precipicio eran como acantilados.
—¿Dónde está la grieta? —preguntó Lorkun.
Desde donde caminaban todavía había una depresión del terreno que les impedía ver más allá, lo que faltaba, el espacio entre las dos vertientes del tajo.
—Espera y verás.
Después de caminar un rato dieron con un recodo y, ahí sí, tuvieron que detener sus pasos asombrados ante la maravilla natural.
—¡Dioses! —gritó Sala.
Tras el recodo se abría un horizonte negro enmarcado en piedra, una negrura amenazadora, como si estuvieran contemplando el cauce de un río oscuro e invisible a la vez. Los bordes de la roca de las dos márgenes del precipicio se perdían en la encrespada caída y hacían que la luz del sol no pudiera penetrarlo. Rachas de viento provocaron un sonido silbante mientras intentaban discernir animales que se movían más allá del precipicio, en la otra margen. Era inmenso y esas criaturas no eran sino más goldrimianos.
—Esta es la gran grieta, el precipicio de Goldrim; si no me equivoco, un lugar único en el mundo. Lo que veis es el principio, más allá se curva y sigue, aunque la vista más espectacular es esta.
—¿Qué hay abajo?
La pregunta quedó sin respuesta. Remo hizo caso del gesto del guía que los llevaba rezagados y continuó la marcha. Cuando más se acercaban a la gran grieta, más les sobrecogía. Mareaba mirar lo negro, la oscuridad impenetrable. Sala miraba las vetas de la piedra de la otra margen mientras el camino los acercaba más y más al borde. Había tonalidades de varios colores, todos difuminados en un aspecto general rojizo y cobre, beis y amarillento, pero algunas de esas vetas eran de un rosa claro hermoso, o de tonos verdosos y azules, como venas en la piedra que parecían navegar intentando escapar a la negrura.
—Es muy ancho, cielos… El camino se acerca cada vez más al borde.
El guía se detuvo y se postró de rodillas. Llegaron muchos más, de todos los tamaños, jóvenes y adultos, y todos se postraron hasta que por el caminito aparecieron las primeras mujeres goldrimianas.
—Van desnudas…
Remo, con la voz muy baja, contestó a Sala:
—Se cubren con arena sagrada y lodos de las cisternas. Ellas son las que gobiernan. Cuando vengan, querrán hablar solo con Nila y contigo… Para ellas los hombres son seres inferiores. Los hombres piensan que las mujeres están más cerca de la deidad, ya te explicaré por qué, lo importante es que no las ofendas. Necesitamos que nos ayuden. Necesitamos hablar con las dos brujas. No las llames así, no digas «brujas», pronuncia sus nombres: Gera y Mirtea.
Sala rio divertida. Le parecía realmente extraña aquella tradición. Le resultaba un poco cómico pretender el dominio físico sobre la fuerza bruta de los hombres y creía que aquellos tipos que las servían debían de tener corto el entendimiento.
Las mujeres acariciaban la melena blanca de los hombres como se acaricia a un perro, sin mirarlos directamente. Ellos, siempre inclinados, parecían orangutanes. Todas eran delgadas y llevaban una trenza larga de pelo blanco muy brillante. Sus cuerpos estaban desnudos salvo por una leve capa de arena adherida. Cuando estuvieron cerca, Sala pensó que el velo de arena barroso era muy similar al oro, acaso podía serlo…
—¿Cuánto tiempo estuviste tú aquí en el precipicio?
—Me tuvieron prisionero varios días…
Sala ahora comenzó a preocuparse. Remo no había sido claro en todo el viaje. Podría haberlos advertido mucho antes de las peculiaridades del lugar.
—¿Qué pretendéis al venir a nuestra tierra? Venís cruzando el Désel, siguiendo los hitos… Venís aquí, donde nadie viene.
La mirada de aquella mujer esbelta, que tenía algo felino en sus andares, le recordó a Azira, la hermana de Granblu.
—Queremos hablar con Gera y Mirtea —dijo Sala.
—No os dejaremos pasar si vuestros hombres nos desafían.
Remo hizo un gesto a Lorkun para que se inclinara. Los dos se postraron de rodillas y ahora sí que Sala tuvo dificultades para no reír.
—Llévanos a hablar con las… —Sala estuvo a punto de decir «brujas», pero rápidamente corrigió sus palabras… bravas mujeres que lideran este lugar.
—Lanza a uno de tus hombres al precipicio para que nuestra diosa esté satisfecha y podrás seguir el camino.
Sala tragó saliva. ¿Quería que despeñara a un hombre?
—No mataré a ninguno de mis hombres —dijo entonces Nila—. Son hombres dignos de servirnos en nuestro viaje. Si somos dos y nos falta uno, no podrán servirnos bien.
—¡El precipicio necesita un sacrificio!
Sala miró por encima de sus cabezas y descubrió que estaban siendo rodeados por decenas de goldrimianos y goldrimianas. Trepaban por las crestas y se quedaban con agilidad asomados sujetos por un brazo o trabando el tobillo en algún saliente rocoso. Eran fuertes y parecía que su modo de vida consistía en ese ejercicio constante.
—Si no nos dejáis pasar, nuestros dioses se enfadarán —afirmó Nila.
La jefa pareció dudar ante sus palabras.
—Estáis en la tierra de nuestro dios, aquí vuestros dioses no pueden veros. Exigimos un sacrificio… Sea de este modo: vuestro mejor hombre luchará con nuestro mejor hombre. Si vencéis, yo misma os llevaré con Gera y Mirtea. Si perdéis, una de vosotras deberá quedarse para siempre en nuestro hogar.
Sala se puso nerviosa, no sabía qué responder. Miró a Remo. Lo vio asentir. Lorkun, sin embargo, estaba callado, pero decía que no con la cabeza.
—Está bien…, aceptamos el reto.
—Sala…, no —dijo Lorkun.
—¿Qué debía hacer? No iban a dejarnos pasar.
Remo pensaba con celeridad. Tenían un problema y era muy sencillo. La piedra de poder estaba descargada, con lo que era especialmente complicado que Remo pudiera vencer.
—Remo…, ¿y si combato yo? —sugirió Lorkun—. Tal vez pueda usar mi magia.
—Podría funcionar, pero ¿y si tu magia los asusta tanto como para que piensen que eres una especie de demonio o algo demasiado amenazador y nos arrojan a todos al precipicio?
—Espera, Remo, les diré que no. Que no aceptamos esas condiciones.
—No creo que eso esté ya en tu mano, Sala.
—Esperad, creo que tengo un plan.
Lorkun comenzó a dibujarse la simbología sobre sus brazos mientras los goldrimianos llamaban a quien sería el oponente de Remo. Él ganó tiempo para Lorkun realizando ejercicios de calentamiento. Se desvistió hasta quedarse con un pantalón y los tatuajes de la Horda del Diablo sorprendieron mucho a los goldrimianos.
Remo se acercó con el torso desnudo a los que no paraban de hacerle gestos para que se acercase. Ellos lo guiaron hacia el borde y desde allí caminaron hasta una pequeñísima plataforma de piedra que había en un saliente rocoso.
—Fabuloso, es un combate al borde del precipicio.
El adversario de Remo era un hombre más alto que él, de una musculatura muy pronunciada. Solo verle acercarse descolgándose a saltos sobre riscos y pequeñas terracitas naturales hasta saltar al camino hizo comprender a Remo que no tendría muchas posibilidades de ganar esa pelea. Remo desenvainó su espada rota. El goldrimiano se hizo con un cuchillo largo. Esas serían las armas. Antes del combate, Sala, siguiendo las indicaciones de Lorkun, dijo en voz alta:
—¡Alto, nuestro luchador debe realizar una plegaria!
Remo se acercó adonde estaba Sala y ella le entregó un pequeño punzón metálico. Remo lo miró y vio que era la punta de una de sus flechas. Estaba ennegrecida.
—Clávaselo como puedas a ese grandullón y asegúrate de que no se lo quita. Es muy importante que lo hagas.
Remo asintió sin saber qué demonios pretendía Lorkun con aquello. No iba a ser fácil esa tarea. Regresó entonces al pequeño rectángulo donde se iba a proceder al combate. Después de una señal, el gigantesco goldrimiano se le vino encima. Sus brazos rodearon a Remo y él trató de sujetar su empuje, pero, casi como si lo tratase como a un niño, el enorme luchador lograba que Remo diera pasos hacia atrás hasta que llegó al borde. Parecía que Remo no podría defenderse. Entonces el tipo dejó de empujarlo hacia fuera y lo atrajo hacia sí rápidamente. Le clavó la rodilla en el pecho. Remo perdió todo el aire. Escupió por el golpe y acabó mordiendo polvo en el suelo. En ese momento su adversario le pisó una mano y le asestó un puñetazo en la cara. Después le levantó la cabeza. Remo pensaba que lo iba a degollar como a un cordero y que después lo tiraría al tajo sin que pudiera hacer nada por defenderse…, pero en la mano que le quedaba libre estaba la punta de la flecha de Sala.
Después de aguantar la presión de la torsión en su cuello que lo asfixiaba, puso todo su empeño en colocar de forma adecuada la punta de la flecha en su mano y se la clavó en el gemelo musculoso al guerrero del precipicio justo en el momento en el que el guerrero le colocaba el cuchillo en el cuello. Pareció extrañado por aquella punzada. Le soltó la cabeza. Remo tosió. Esperaba un golpe de gracia o, simplemente, que el grandullón lo pateara hasta sacarlo por el borde. Se veía cayendo al vacío en breve. Pero tal cosa no sucedió. Cuando pudo respirar bien, miró al tipo y vio que tenía los ojos inmóviles sin pestañear. Todos sus compañeros parecían jalearlo con furia y él no hacía nada. Remo aprovechó para incorporarse. Le hundió un puñetazo en el abdomen con todas sus fuerzas y el tipo se inclinó hacia delante. Al moverse, la punta de la flecha se salió de la pierna y Remo temía que aquel hechizo que estuviera usando Lorkun se desvaneciera, por lo que aprovechó su ventaja para clavar la espada en la nuca del infeliz.
Se hizo el silencio en todo el precipicio cuando Remo extrajo su espada rota de la nuca del guerrero y este se desplomó quedando muerto con un brazo descolgado hacia el vacío en el borde del pequeño territorio pétreo donde se había desarrollado el combate. Remo miró a su alrededor y buscó los ojos de las mujeres del precipicio. Con un gesto desafiante, empujó con el pie el cuerpo inerte del guerrero, que cayó al vacío. Pudo escucharse como allá, en las profundidades, ese cuerpo chocaba varias veces con paredes y rocas sin poderse determinar si había encontrado suelo alguno para descansar.
Nila estaba sobrecogida. Jamás había visto a Lorkun recurrir a la magia sagrada del templo fuera de aquella vez en la cámara secreta.
—Perfidia, he usado perfidia, un conjuro que me permitió inmovilizarlo. Bastó con quedarme quieto para que él no pudiera moverse. La perfidia convierte en marioneta de mis actos a quien se conjura.
Esa fue la explicación que Lorkun susurró a Remo cuando volvió a verlo, postrados los dos a los pies de Nila y Sala.
—Preparaos… Tal y como habíamos prometido, yo misma os llevaré a ver a Gera y Mirtea.
A Sala le resultó divertido verse rodeada de esas mujeres matriarcas, esas que disponían de los hombres y eran reverenciadas como superiores por ellos. La condición de madres era el motivo, según Lorkun, que hacía que en sus costumbres, desde tiempos ancestrales, los habitantes de Goldrim las considerasen seres especiales. Definitivamente, Sala no pudo evitar un pensamiento un tanto desolador. Remo, a quien ella no había podido confesar que Lania estaba con vida, ostentaba a dos mujeres: era un caso realmente aberrante para cualquier habitante del precipicio. ¿Cómo podían esas mujeres dominar a los hombres? ¿Cómo podía ella aprender a dominar a Remo? Le divertía esta pregunta.
El paseo fue largo, entre cuevas y más cuevas donde pudieron observar cómo vivían los habitantes de Goldrim. Los hombres eran más numerosos que las mujeres en el precipicio y cada mujer era dueña de una cueva donde disponía de la competencia de varios hombres. Sí, cada mujer en edad de procrear elegía entre los hombres al más fuerte o al más inteligente.
—Esto no es natural… —susurró Nila.
—Ahora podréis ser recibidas por las señoras de Goldrim. Los hombres no pueden subir.
A Sala se le escapó otra de aquellas sonrisas pícaras. Pese a la gravedad de las situaciones vividas allí, seguía sin poder evitar sentir que pisaba una tierra gobernada por un sistema demasiado extraño. Alcanzaron unos peldaños hasta una cortina de pieles tras las que parecía que podrían hablar con las brujas. Sala no olvidaba el apelativo que les había adjudicado Remo.
Fue una sorpresa. Las dos matriarcas no eran goldrimianas en absoluto. Una era rubia, delgada, con la naricita algo respingona, y la otra, morena, con el pelo negro como el azabache, de ojos de caramelo; distaban mucho de ser precisamente goldrimianas. Vestían túnicas, no arena sagrada, y tenían las uñas largas. Sala sintió en la mirada de las brujas el poder absoluto y la magnificencia de quien gobierna sin enemigos.
—Hola, viajeras… Habéis desafiado a nuestros guerreros en el precipicio y habéis vencido. Deseáis hablar con nosotras…
Sala tomó asiento y Nila la copió cuando las mujeres las invitaron a sentarse. La estancia no era una gruta lúgubre pues estaba pintada de color rojo. Se trataba de una habitación demasiado amplia como para suponer que había sido excavada en roca. Era circular y poseía una distribución un poco dispar. Servía de recibidor de la cueva, que continuaba más adentro, tras unos escalones, hacia una altura superior donde se iniciaba un pasillo oculto tras un visillo. El mobiliario se constituía por varias butacas y lo que parecían poltronas mullidas de pieles. Había una mesa hexagonal en el centro de la estancia que tenía un cuenco y velas en su superficie. Del techo colgaban tres cuerdas de lana que sostenían, con un enrejado de tejido, un globo de cristal cada una, globos que debían de funcionar a modo de lámparas para la noche porque se podía ver deformado un cirio en su interior. Al tomar asiento en aquellas butacas cuyos cojines estaban forrados de lana y esparto, Sala y Nila repararon en que las gobernantas del precipicio no eran las únicas habitantes de aquella cueva. Vieron que en las paredes, en orificios y alacenas, había niñas, jóvenes que miraban escondidas lo que sucedía dentro de aquel salón.
Sala comenzó directa al grano.
—Hemos venido para ir abajo…, a las entrañas del precipicio.
—No creo que eso sea un propósito útil… —dijo la rubia mirando el rostro de Sala.
—¿Quién de vosotros es el líder? Sabemos que ahí fuera las mujeres no son como aquí…
Sala no sabía si responder a esa pregunta. Las mujeres no le ofrecían demasiada confianza. Sin embargo, todas aquellas niñas escondidas, risueñas a veces, le daban garantía de que ese era un lugar amable con la juventud.
—¿Es el luchador tal vez?
Nila pareció preocupada cuando Sala negó con la cabeza.
—Es el otro…
—Un hombre tullido, tuerto… Vosotras os dejáis llevar por un hombre así…
—Es muy sabio.
—Sabiduría de hombres… Mirad aquí a estas niñas. Ellas aprenden a leer y escribir. Los niños se quedan en la cueva y aprenden a luchar y servir. Así debe ser. La sabiduría en los hombres los convierte en algo peligroso. Un fuerte no puede consentir que un débil lo domine a no ser que el débil sea más listo, más preparado. Por eso aquí las niñas son educadas y los niños son presa de sus propios instintos.
Sala volvió a mirar a las niñas. Ahora sintió pena precisamente por esos niños que no disfrutaban de los privilegios de aquellas.
—Queremos hablar con ese líder. A él es a quien debemos hablar puesto que nosotras somos las líderes.
Cuando Lorkun entró en la tienda, Sala y Nila se mostraron preocupadas. Gera y Mirtea parecían mujeres sabias, pero lograban transmitir la sensación de que no se podía tomar a la ligera cualquier gesto o petición que hicieran.
—Tú eres quien viene a nuestro hogar. Te preguntamos: ¿qué deseas?
—Soy ciego de un ojo, pero puedo ver que no sois más que gente asustada por demonios… Lo veo en vuestras paredes y en esos amuletos. Vuestro dios subterráneo os protege de nuestros demonios, que es a los que veláis; sois brujas, brujas escondidas en este lugar donde la ignorancia y la tradición os permite gobernar… Soy ciego de un ojo, pero veo más allá de vuestro espíritu.
Gera y Mirtea se miraron. No parecían enfadadas.
—Eres muy osado. Podríamos cenar tu ojo esta noche, el que te queda sano; podríamos dejarte andar sin tripas; podríamos quitarte la mitad de tus dientes; podríamos acabar con vuestra miserable vida.
—Las brujas del precipicio de Goldrim… ¡Jamás pensé visitar en mi vida este lugar y veo que todo lo que se cuenta sobre él es cierto! Deseamos bajar donde nadie ha bajado. Deseamos ir al corazón del precipicio.
—Podéis morir de formas más plácidas —contestó Mirtea.
—Elegimos ese destino…
—Nadie que se haya internado en el precipicio, nadie de los que antes que vosotros vinieron con ese propósito ha regresado. Nosotros, los que habitamos el lugar, conocemos el último borde, conocemos la zona prohibida, conocemos el agujero mejor que nadie. Y sabemos que es un lugar donde nuestro dios no pensó en hombres. Ninguno de nosotros llegó abajo, si acaso existe el abajo.
—Por eso necesitamos vuestra ayuda. Por eso Gera y Mirtea pueden ayudarnos.
—Antes nos has insultado y ahora pretendes que te ayudemos. Eres osado, Lorkun… Detroy.
—Soy osado y hablo con palabras grandes para intentar conmover vuestro corazón, para intentar que vosotras, que gobernáis esta morada, nos dejéis pasar a la casa de vuestro dios.
—¿Qué desesperación o riqueza os motiva?
—Deseamos la verdad.
—Nadie de tu mundo desea la verdad y pone su vida en juego.
—Nadie del tuyo tampoco. Estaría abajo.
—Estaría muerto.
Hubo silencio. Lorkun parecía una estatua.
—Necesitamos deliberar. Esperad fuera.