CAPÍTULO 29
Muerte, pena y sediciones
—¿Se puede?
Un soldado del castillo cruzó el umbral de la estancia de Tomei después de recibir el permiso de este. Se acercó sin echar ni una ojeada a los aposentos para entregar directamente algo que tenía en la mano.
—Mi señor Tomei, lord Corvian le envía un mensaje.
No era habitual. Estaba anocheciendo. Miabel permanecía en la terraza y a Tomei le llegaban sus silbidos; estaba entonando la canción que solía cantarle a la niña cuando era pequeña para dormirla. En ese ambiente pacífico, Tomei deslizó un puñal de plata para romper el sello lacrado y desenrollar el mensaje. La nota decía así:
Tomei, acabamos de recibir noticias horribles desde Debindel. Sebla y nuestras tropas han sido derrotadas. Los salvajes que allí se han hecho fuertes son comandados por un canalla: Remo, hijo de Reco. Él mismo decapitó a Sebla y nos ha enviado su cabeza. Ni me imagino el esfuerzo que te costará hablar de ello a Zubilda. Si te parece bien y en honor a su memoria, ese detalle jamás se sabrá en Agarión. Comenta simplemente que ha muerto en combate. Si me necesitas, estaré en mis aposentos despierto hasta tarde.
—Miabel…
El rollo de papiro le temblaba en las manos cuando salió a la terraza. Su mujer estaba regando unas flores que había plantado en varias macetas. Le encantaba verlas crecer, mimarlas y comprobar cómo sus esfuerzos lograban mantenerlas vivaces. Se acercaba el invierno y, pese a que eran plantas perennes, temía que se le estropeasen con las heladas.
—Miabel.
La mujer desvió la mirada hacia su esposo. Se giró y enseguida comprendió que algo malo había sucedido.
Miabel lloró hasta sentarse en el suelo. Tenía tal disgusto que a Tomei se le removieron las entrañas de verla así. De pronto, muy seria, miró a su esposo.
—Esto la va a destrozar. Jamás debe saber lo de la cabeza cortada, ¡por los dioses…!
—No sé ni cómo vamos a decírselo —confesó abrazándola.
Tomei, rápidamente, centró su mente. Ahora lo importante era estar junto a su hija y trasladarle la desgraciada noticia de una forma adecuada. Se le aceleró el pulso pensando en lo mal que recibiría Zubilda la muerte de quien ella había tomado como el hombre con el que compartiría su vida. En la perspectiva de trasladar ese dolor llegó a sentir pena por Sebla.
Rosellón no dejaba de ser el responsable último de todo aquello. ¡¿Qué demonios pensaba?! No había enviado a Sebla a recolectar flores a Debindel, sino a tomarla, al saqueo y a matar a los opositores. Era hora de que algo le saliese torcido al insurrecto.
Fue Miabel la encargada de darle la horrible noticia a Zubilda.
—Déjame que sea yo la que vaya a decírselo. Quédate aquí.
Desde sus aposentos, Tomei escuchó un grito desgarrado, un llanto que se filtró por las piedras de los muros del castillo. Los lamentos y los lloros no cesaban; él percibió que la joven había salido a su propia terraza para respirar porque aumentó la claridad de los sonidos. Al rato escuchó pasos y puertas. Tomei apretó los puños temiéndose precisamente lo que estaba a punto de suceder. Miraba las llamas en la chimenea del salón que, ajenas al dolor, bailaban como en una fiesta macabra.
¡Es culpa tuya, padre! ¡Es culpa tuya!
—Niña, no digas eso… —decía Miabel, que había seguido a su hija desde sus aposentos.
—¡Si lo hubieras aceptado, si no te hubieras opuesto al matrimonio, él no se habría marchado!
Un cuchillo al rojo en su corazón; una herida eterna, siempre abierta, sería el recuerdo de aquella noche para Tomei. Su hija, después de verter esas acusaciones se derrumbó, y lloró como si la estuviera quemando algo por dentro. Era el mismo fuego devorador que mantenía a Tomei sentado en su butaca mirando el hogar frío y distante, mientras las lágrimas descomponían su realidad y pensaba que su hija jamás lo perdonaría.
—Lo siento mucho… Es una guerra atroz.
Eso fue lo único que pudo decirles a sus dos mujeres, abrazadas, llorando frente al fuego. La noche se disolvió en el cielo y Miabel y Zubilda quedaron dormidas al alba, entre pieles, abrazadas junto a la chimenea.
«Es culpa tuya…». Tomen no pensaba lo mismo. Le dolía que su hija lo acusara de esa manera desesperada, pero no perdió el norte. Sebla estaba deseando ascender y destacar y, a poco que Rosellón le hubiera insinuado algo sobre la misión, se habría presentado voluntario. Se tragó palabras que pudieran justificar esa muerte, puesto que ahora no era el momento más que de dar consuelo, pero sintió que los dioses no correspondían con justicia los esfuerzos que un padre como él hacía por velar por su hija.
Tomen salió de allí. Tenía lágrimas en los ojos y, aunque la conciencia no le pesaba por la muerte de Sebla, sufría al pensar en cómo su hija podía asimilar algo tan abominable como la pérdida de su pretendiente. En su paseo se encontró inexorablemente rumbo a la torre donde Tondrián estaba recluido. Más allá de la pena por Sebla, despejando la tristeza y sintiendo abominable la muerte del joven, en el fuero interno de Tomei, con una perspectiva de futuro, se alentaba la esperanza de que la guerra diese un vuelco. Y la noticia del fiasco en Debindel quería dársela en persona su querido amigo Tondrián.
Apretó el paso cuando observó una comitiva en los pasillos. Portaban un cadáver. Como llegó a sospechar que pudiera tener relación con el difunto Sebla se acercó hasta alcanzarles. El capitán que organizaba a los porteadores le explicó lo sucedido:
—Se trata de Oswereth… el extranjero. Tuvo una disputa con Rosellón por lo sucedido en Debindel.
El capitán le contó lo sucedido en la terraza y cómo se encontró con el cadáver y el cuchillo en el ojo. Tomen no vio más que una sábana de seda que ocultaba el cadáver, pero sintió un escalofrío al intuir la figura humana que moldeaba los contornos de la seda funeraria. Giró en el siguiente pasillo y regresó a su ruta.
—Es joven, Tomen… La juventud alarga las primaveras. Lo que ha sucedido la hará más fuerte, más mujer, y ella volverá a tener esperanza. No conocía a ese hombre. El amor se fecunda en la convivencia y el conocimiento.
Tondrián se estaba volviendo fundamental para mantener la cordura de Tomen. Más que nunca, ahora necesitaba rebelarse contra todo.
—Tondrián, ¿qué podemos hacer? Rosellón está alterado, en el castillo hay mucho movimiento. Ese aliado suyo, lord Perielter Decorio, partió de forma urgente para Venteria. Creo que tejen un golpe definitivo a Tendón.
—Debemos esperar nuestra oportunidad. Puede que te parezca sombrío lo que voy a decirte, pero deberíamos estar contentos. Sí, las circunstancias lamentables que inundan la derrota de Rosellón lo hacen complicado, pero… Allí, en Debindel, hombres fieros guardan sus murallas y las tropas de la mal llamada Cadena de la Libertad han cosechado su primera derrota.
Tomei asintió pensando en ese Remo:
—Remo, hijo de Reco, así se llama el rebelde que venció a los órdalos y a Sebla.
—Hoy brindaré por él —apostilló Tondrián.
—Yo no… Es como todos, un salvaje brutal. Cortó la cabeza de Sebla y se la entregó a Oswereth para que se la mostrase a Rosellón. Corvian perdió los estribos por lo visto. Me ha llegado la noticia de que mató a Oswereth allí mismo, en la terraza. Le lanzó un cuchillo.
—La ira muestra el reverso de nuestro enemigo, su verdadera naturaleza.
—Ese Remo fue muy cruel enviando la cabeza de Sebla.
—Pues creo que responde con la misma saña con la que se ve golpeado.
Tomei masajeó sus sienes. La controversia entre la pena y la sensación de suerte o victoria desgastaba la maquinaria de su pensamiento, lo atascaba.
—Si pudiera advertirlo de alguna forma de todo lo que sé, si pudiera acudir al mismísimo Tendón y contarle el horror que se incuba en estas montañas…
—¡Es una gran idea, Tomei!
Durante unos minutos, Tomei escuchó a Tondrián aducir ciertas elucubraciones sobre la importancia de tener un espía en las filas enemigas. De repente, Tondrián se tomaba muy en serio esas conversaciones sobre la sedición.
—No creo que estés en tu sano juicio si piensas que podría establecer comunicación con el otro bando.
—¿Por qué no?
Tomei se levantó de la butaca.
—Porque de todos los mensajes que les envían a los notarios se hace copia y esa copia es revisada. Estamos en guerra. Cualquier palabra que parte al frente enemigo estará seguro intervenida.
—Conozco las dificultades, pero no seas ingenuo… ¿Acaso no crees que, al igual que Rosellón tiene infiltrados en el reino, aquí, en Agarión, no habrá espías del rey?
Esa posibilidad la vio Tomei descabellada.
—Además es muy arriesgado. Si Rosellón Corvian se enterase… Yo tengo responsabilidades familiares aquí mismo, Tondrián.
—Tenemos todo el tiempo del mundo para pensar en la forma de hacerlo, para diseñar bien cómo conseguirlo. Hay que localizar un correo seguro, Tomei… Tú tienes acceso a los planes, a las reuniones de estrategia, a la información que necesitan nuestros aliados.
—Últimamente intento no acudir a esas citas.
—¡Eso debernos cambiarlo! Implícate, debes empaparte bien de cada traza en los planes de Rosellón mientras que yo pienso qué vía o fórmula podría salvaguardar nuestro trabajo en la sombra.
Tomei no sentía el peso de su cuerpo cuando subía los peldaños para acudir al ala privada de los aposentos del caudillo de Agarión. Flotaba en él un ansia de hacer algo grande por una causa que parecía lejana y etérea y que ahora, después de la victoria de ese Remo en Debindel, parecía más tangible. Estaba convencido de que Rosellón Corvian deseaba dar un golpe de efecto, un fuerte puntapié a las esperanzas que pudieran anidarse tras esa victoria, y estaba convencido de que podía sonsacarle al propio Rosellón el contenido de ese plan.
Cuando llegó al corredor donde se ubicaba la habitación del difunto Sebla, contempló que multitud de soldados se habían acercado al castillo para dar condolencias al líder general y que se había dispuesto un duelo. Cuando Tomei entró en uno de los despachos que antecedían al dormitorio, el ahora joven Rosellón permanecía abrazado a una mujer. Tomei tardó en reconocer a Zubilda. Miabel lo saludó con la mano. La joven lloraba en los brazos de Corvian y esa visión le provocó a Tomei el escalofrío más grande que jamás le hubiera trepado por los costados de su espalda. Cuando lord Corvian detectó la presencia de Tomei, entregó a Zubilda despacio al abrazo de su madre. Tomei tragó saliva. Rosellón se le acercó y lo estrechó como a un familiar.
Tomei se emocionó pese al miedo que le provocaba su anfitrión. El dolor de su hija era tan palpable que era vértice de muchas miradas.
—Estamos preparando ya un funeral digno para él. Esto es un duelo improvisado con sus seres queridos. Hemos avisado a sus padres y sus compañeros de la Horda del Diablo están preparando un desfile y una tumba digna.
Tomei recibía esta información como si tuviera que dar su visto bueno. Asintió.
—Te juro por los dioses que ese hombre, Remo, hijo de Reco, morirá.