CAPÍTULO 35

La leyenda de los hombres de barro

Corriendo, con las armaduras manchadas de lodo, los tres supervivientes de la incursión en la Ciénaga entraron en el pueblo jadeando. Solicitaban audiencia con el capitán Sebla.

El joven capitán los recibió alarmado, cuando sus hombres advirtieron que tres, únicamente tres soldados habían regresado de los cien que componía la facción que el maestre Trento había seleccionado.

En la plaza central de Pozo de Luna habían hecho una gran fogata con largos maderos, alrededor de la cual la mayor parte de la tropa descansaba y comía carne asada. Los rumores y las habladurías del regreso de los tres supervivientes se difundieron como el aceite, engrasando la imaginación y la fantasía, mientras los restos del dragón, aún en el tejado de una de las casas, parecía vigilarlos.

—Dicen que fueron atacados por demonios de barro.

—Hablan de cientos de criaturas de barro que los emboscaron.

Ese tipo de comentarios se extendían por los corrillos de soldados y apartaban de las conversaciones el otro gran tema: el dragón muerto.

—Contadme lo ocurrido —pidió el capitán Sebla, que los había apartado de los demás soldados para tener audiencia privada con ellos.

—Señor…, ocurrió todo tan deprisa…

Podía verse el miedo pintado en sus rostros y Sebla sabía que no era bueno para el batallón un golpe de moral así. Quiso informar cuanto antes al general Selprum, pero no tuvo que ir en su busca. El rumor del regreso se había extendido tanto que el propio General hizo acto de presencia. Selprum traía consigo un enfado visible y al principio los hombres temían su reacción.

—¿Qué ha sucedido? ¿Y los demás? ¿Dónde está el maestre Trento?

Los hombres se encogieron ante la presencia del general.

—¡Hablad! —gritó enfurecido mientras miraba de un lado a otro a los posibles oyentes que tenían pese a andar apartados—. Venid conmigo.

En la avenida principal del pueblo, cerca de la posada, podía adivinarse fácilmente la casa donde habían ubicado el cuartel general porque, patrullando fuera, rígidos como la piedra; se concentraba la guardia personal de Selprum. El general estaba alterado. ¡Cien hombres! La moral de sus compañeros podía venirse abajo con una noticia así. Debía manejar el asunto con inteligencia.

—Señor…, caminábamos en fila de a dos, como tantas veces. Trento lideraba el grupo. Sentimos algo extraño…

—Explícate…

—Fue como si nos observasen desde todas partes incluso desde el suelo…, atravesábamos una zona muy empantanada y era como si el agua tuviese ojos.

Los otros dos soldados no hablaban, pero asentían ante la descripción del compañero.

—Desde mi posición todo acabó rápidamente. Vi a esas criaturas saltar sobre nosotros rugiendo. Proferían gritos espeluznantes.

—¿Qué eran? —interrumpió el General.

—Eran de barro, algunos surgieron del mismo suelo anegado que nos rodeaba, otros vinieron desde una ladera. Nos estaban esperando, de eso no cabe duda. Eran demonios de barro. No tiene otra explicación…

—Demonios…, los demonios no emboscan. Eran hombres con barro en el cuerpo —sentenció el General—. ¿Hubo combates? Trento vendería cara su muerte. Lo conozco desde hace muchos años… ¿Qué me dices de los combates?

—Fue todo tan rápido que solo se explica por la obra de diablos. Agarraban a nuestros compañeros y los hundían en el lodo con tal rapidez, que en cuanto giré mi cabeza de un lado a otro me vi prácticamente solo. Los gritos aterradores de los nuestros me hicieron salir corriendo. Escapé de milagro. No fue posible combatir. No era una batalla.

—¿Y vosotros? —preguntó Selprum a los otros dos.

—Yo vi aún menos…, me empujaron al lodo. Caí en una charca profunda. Pensé que me ahogarían pero me soltaron. Cuando me levanté no vi ni rastro de los nuestros. Había cientos de esas figuras horrendas retirándose. Pero no había ni rastro de nuestros soldados. Corrí cuanto pude para alejarme de allí.

Con un gesto el general invitó al tercero a contar su versión.

—Mi general…, me agarraron por atrás y me pegaron en la cara. No pude ni mirar el rostro negro del que me agredía. Me soltaron y corrí. Corrí hasta toparme con ellos dos. Nos costó mucho volver al pueblo. Creo que nos persiguieron hasta la linde de la Ciénaga.

Selprum tragó saliva. Sentía una rabia interna que lo devoraba. Le daban ganas de asesinar a los tres desgraciados por no traer al menos una historia más alentadora, menos fantasiosa y más práctica. Hubiera preferido mil veces un enemigo real a esa sarta de supersticiones.

—Es importante que no contéis esa historieta a nadie. ¿Me oís? Sé que el mal ya está hecho y que ahora mismo todo el regimiento anda contando estupideces sobre los hombres de barro…, pero es importante que no aumentemos la incertidumbre. Decid ahí fuera que eran hombres de carne y hueso. Estáis asustados, la razón la tenéis nublada por todo lo sucedido. Si se propaga el rumor de que hay demonios en esa ciénaga esperando para emboscarnos, vuestros compañeros mañana tendrán miedo…, os aseguro que fue una emboscada de hombres. Hombres muy bien organizados…

Trató de imaginar esa emboscada y los hombres necesarios para neutralizar a un contingente en formación de a dos, de cien hombres, en poco tiempo…, no le salían las cuentas. Cabía también otra posibilidad…, miró a los supervivientes. Eran jóvenes, inexpertos, quizá escaparon nada más comenzar el baile. Estaba seguro de que esa era la explicación más plausible. Se asustaron y salieron corriendo abandonando a sus compañeros en la batalla. Si les perdonó la vida fue porque pensó que no debía escatimar más efectivos para la batalla del día siguiente.

Había otra posibilidad, la misma que poseía las mentes de la mayoría de los soldados arracimados al calor de las hogueras en el pueblo. Ese Moga había convocado un dragón…, cuando en todos los rincones del reino jamás se había avistado uno en siglos. Si podía convocar a un dragón… ¿Acaso no podría reunir a demonios con el favor de la diosa oscura?