CAPÍTULO 13
Combate a muerte
En una playa de mar apacible, alejados por fin de la inmundicia de la Ciénaga Nublada, Remo había encendido un fuego hermoso, decorando la noche con la luz que verdeaba las oscuridades en la espesura. Los troncos de las palmeras, sanos, perfectos, se intercalaban con flores y helechos, con las cañas de azúcar silvestres y la retahíla del oleaje esmeralda en la playa cercana. Abandonando la Ciénaga cualquier panorama hubiese sido idílico.
La fogata doraba la piel de Sala y secaba el barro adherido a su cuerpo. Inconsciente, presa en las garras del veneno, en su fase terminal, permanecía con sus enormes ojos cerrados. Las sombras danzantes provocadas por el fuego no maquillaban la llegada de la muerte, que inminente ya adelgazaba las sienes y las mejillas de la mujer. La fiebre subiría incontrolada hasta llevar su cuerpo al límite. Moriría inconsciente asada por el calor y la locura. El remedio para la vainilla de maísla era muy caro y nada fácil de encontrar. Remo dudaba que existiese en aquellas tierras un lugar donde poder adquirirlo.
Quería salvar la vida a Sala y para eso necesitaba volver sobre sus pasos. Tenía una posibilidad para evitar su muerte. Sabía que los hombres del Nigromante les habían seguido. Ahora que tenía a Sala a salvo en la costa, debía regresar a las inmediaciones de la Ciénaga Nublada. Aligeró su equipo, portando únicamente la espada de Fulón, la empuñadura de la suya y el cuchillo. Después abandonó la fogata. Debía darse prisa si quería salvar a la mujer.
Ascendió por los palmerales hacia el cauce de un río que le había servido de guía para abandonar la Ciénaga, y volvió siguiendo sus propios rastros hasta abandonar un bosque bucólico y hundirse de nuevo en las profundidades pestilentes de los pantanos y los barrizales, a través de una llanura cortada por los árboles esqueléticos que servían de recibidor de la Ciénaga Nublada.
—¡Moga el Nigromante! —gritó haciendo vibrar su garganta. En las tinieblas de aquel bosque anegado, la voz de Remo se vestía de odio y oscuridad. Remo siempre había pensado que era buen guerrero porque era capaz de acumular su furia. Arkane, en cambio, siempre había defendido que el hombre con más posibilidades de vencer en una batalla era el sereno, el que conseguía tranquilizarse. Remo había aprendido a tranquilizarse, pero gustaba de encontrar su furia arrinconada en ocasiones como aquella, en ocasiones en las que la desventaja o la premura lo acuciaban. Le servía de acicate, le daba zancadas más hábiles y brazos más veloces aquella rabia enérgica en la que sumía su corazón.
Remo quería llamar la atención de los esbirros del brujo. Seguro que estarían alertados de la muerte de su compañero de la cabaña, de la liberación de Sala. Pretendía hacerles pensar que podrían capturarlo. Él necesitaba cazar al menos a uno, conseguir apresar su último aliento en la piedra negra de su espada rota.
Desesperado, después de correr gritando como un loco, después de perderse mil veces, pensó que estaba todo perdido. Vagaba apesadumbrado entre los árboles negros, encharcados sus huesos de derrota. Aquella sensación de pérdida, de faltarle tiempo para lograr su suerte, de llegar tarde y mal, en aquel bosque enfermo y neblinoso, le calaba más profundamente.
No eran buenos tiempos para Remo, comenzaba a sentir comodidad en la negación. Comenzaba a sentir confortable la derrota en su lecho, acariciándole en sueños todas las noches. Perdía ya el hilo de aquellas glorias viejas que parecían alumbrarlo, agudizar su ingenio, en aquellos tiempos en los que Remo podía acertar un camino escogiendo entre cuatro desvíos.
Estuvo a punto de abandonar, de hacer el camino de regreso a la playa para enterrar a Sala cuando abandonase el mundo de los vivos, pero siguió caminando, paso a paso, sin sentido, sin encontrar motivación para perdurar en aquellas tierras fangosas, rebelándose quizá contra el tedio de volver a la fogata de la playa y sumirse en viejos recuerdos. Sabía que después de aquel nuevo desastre, Lania lo visitaría en sueños. Siempre aparecía en sus derrotas y no deseaba añorarla, rememorar la desgracia. Siguió andando, manteniéndose en las tierras oscuras sin esperar nada. Y su suerte cambió de golpe.
Entre los árboles, a lo lejos, vio una antorcha en la lejanía. Remo salió disparado hacia allí desenvainando su nueva espada. Era una espada muy ligera para el tamaño que tenía. Su equilibrio entre hoja y puño debía ser perfecto, aunque para su gusto era incómoda y lenta. Remo estaba cansado, pero la cuenta atrás sobre Sala lo torturaba obligándose a presionar sus músculos. Tanto que decidió cometer una imprudencia.
—¡Eh, vosotros!
Remo no había imaginado que fuesen cinco los hombres que acompañaban esa antorcha. Cuando lo escucharon, Remo ya no tuvo que perseguirlos más: ellos se encargaron de acortar su distancia.
—¡Este debe de ser! —dijo uno jaleando a los demás—. ¡Rodeadlo!
Remo respiró hondo. Se olvidó de Sala, de Lania, del Nigromante, de todo. Una espada contra cinco. Terreno viscoso, resbaladizo, a la par que pegajoso y traicionero. Dos lanzas y tres espadas. Caminó despacio hacia atrás, trataba de evitar que le rodearan del todo.
—Sois unos cobardes…, cinco contra uno…
Remo seguía su marcha lenta hacia atrás mientras ellos se acercaban. Bajó su espada. Con la guardia baja, uno de los lanceros, sintiéndose suficientemente cerca, embistió para intentar ensartar a Remo. Él lo estaba esperando y se echó a un lado. Con la mano agarró la lanza cuando quedó quieta después de fallar la acometida. Después giró sobre sí mismo y se plantó junto al hombre con la espalda tocando el palo de la lanza. La espada entró con suma facilidad en el cuerpo del agresor. La extrajo rápido, pateando para ayudar a la hoja a salir. La represalia de sus compañeros no se hizo esperar. Estaba claro que ya no se arriesgarían a atacarle por separado. Remo se hizo con la lanza mientras su dueño se moría.
—¡Vamos malditos! —gritó Remo mientras daba un paso largo hacia atrás.
Entonces atacaron todos a la vez. Remo, que había calculado la distancia, se tiró al suelo rodando con la lanza bien agarrada y con ella trabó las piernas de tres de los hombres, que cayeron ayudados por el barro resbaladizo. Se incorporó rápido y pudo clavar la lanza en uno de los caídos. Remo sintió el lamido cortante de una espada aguijonearle el hombro derecho. El dolor le hizo clavar una rodilla. Herido, era un blanco fácil para el remate. Sintió como le retiraban la espada del brazo y calculó que ahora el atacante estaría buscando fuerza para la estocada final. Antes de esa estocada, Remo se revolvió y clavó a «Silba», la espada de Fulón, todo lo más adentro que pudo en su adversario. Quedaban dos hombres y muy pocas fuerzas. Remo extrajo una daga del cinto del hombre que acababa de herir de muerte y se la lanzó a la cabeza de otro. Acertó en el cuello. El tipo cayó desplomado y comenzó una agonía que seguro terminaría en muerte. Así que solo le quedaba uno.
Este último, con mucha precaución y la espada en postura marcial, lo esperaba mostrando más prudencia que sus compañeros. Remo lo atacó con furia con varias acometidas, pero el tipo le sujetó los sablazos sin cansarse mucho, sin torpezas. Remo intentó una puntada rápida y también la detuvo. La espada de Remo trazó un arco en el aire después de la parada del guerrero, tratando de cogerlo por sorpresa en las piernas, pero volvió a chocar contra la defensa del sicario de Moga. De nuevo Remo atacó con velocidad, intentando estocar el pecho, y la espada de su contrario se elevó retirándole la suya en un sonoro chasquido de aceros.
—¿Militar? —preguntó Remo ganando tiempo y fuerzas.
—De la Quinta División, de los espaderos del Norte —contestó el extraño mientras se despojaba de la capa con la insignia de Moga. Su atuendo, con una cota de malla, brillaba en la oscuridad mortecina—. ¿Y vos?
—Tercera División. La Horda del Diablo. De los cuchilleros de Arkane el Felino.
Al escuchar aquel nombre, el tipo debilitó su postura.
—Un cuchillero con espada… Remo… ahora sé porqué me sonaba tu nombre. Se escuchaban cosas sobre ti en la Gran Guerra pero sobre todo tu capitán, Arkane, es de los pocos héroes que hubo aquel día de «la Serpiente».
—¿Qué hace un soldado como tú al servicio de un loco?
—Necesito dinero… ¿Acaso a tú estás aquí por otra razón…? —preguntó el desconocido.
Remo extrajo de su cinto la empuñadura de su antigua espada y la clavó en el cuerpo del hombre que lo había herido en el hombro. Estaba a punto de morir, era el momento para la piedra…
—Moga es un loco despiadado.
—Tú vienes aquí por encargo de nuestro rey, que también es despiadado y acabará loco cualquier día de estos. No nos diferenciamos tanto.
—¿El rey?
—¿Quién sino está detrás de cuatro asesinos que intentan matar a un brujo en los confines oscuros del reino?
—A mí no me ha contratado el rey.
—Te aseguro que al final todo parte del rey y el desencuentro que tuvo con el Nigromante.
—Si es como tú dices… ¿Tanto te paga el Nigromante como para estar en el bando de los que acabarán ahorcados o sin cabeza? —preguntó ahora Remo, amenazador—. ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es poco importante para ti.
—Lo recordaré siempre como el tipo que no maté en la Ciénaga Nublada. Dime tu nombre y vete lejos de este lugar. Te perdono la vida.
—Me llamo Bécquer y mi orgullo me impide salir corriendo.
Lejano le vino a Remo el recuerdo de conversaciones remotas. No sabía si le fallaba la mente, pero juraría que había oído hablar de un maestro de espada con aquel nombre.
—Sirves a un hombre que abre en canal a la gente para revolverles las tripas y después inventarse estupideces futuras y, para colmo, cobrar dinero por ello ¿qué orgullo te queda? ¿Te fastidia que te quiera perdonar la vida? ¿Te fastidia que presuma de que te mataría en combate?
—Creo que es eso último. No se me da nada mal el manejo de la espada. Fui maestre de mi orden de espaderos.
—Tu nombre no me es del todo desconocido…
De pronto, Bécquer atacó. Tan rápido que a Remo no le dio tiempo a posturas ni ademanes. Solo pudo hacer un bloqueo torpe y desviar la estocada tratando de no perder el equilibrio. Bécquer insistió con otro ademán pero hizo un extraño movimiento con la espada intentando confundir a Remo. Al principio atacaba el abdomen y después, con un giro de muñeca, dirigió la punta afilada de su acero hacia la cabeza de Remo. Le hizo un pequeño corte en la cara. Remo retrocedió varios pasos. Si no hubiera bloqueado aquella envestida, Bécquer le habría ensartado la cabeza desde la garganta. La espada de Fulón era demasiado grande para hacer esgrima con comodidad y ante sí tenía a un espadachín temible.
—Eres rápido —dijo Bécquer—, llevaba tiempo matando gente con ese amago que tú has detenido. Tu amigo, el dueño de esa espada, Fulón se llamaba. Él no tuvo tiempo de bloquear arriba y murió ensartado por su orgullo.
Remo miró la empuñadura que había dejado clavada en el cuerpo del moribundo. Reconoció una lucecita roja. Estaba tentado a recogerla y usar su poder para destrozar a Bécquer. El problema era que si usaba esa energía y después no tenía tiempo de recoger el último aliento de Bécquer o de alguno de los moribundos, Sala moriría. Recordó la urgencia de su misión: necesitaba irse ya.
—Me voy. En otra ocasión nos veremos las caras —sentenció Remo.
Bécquer sonrió ante el descaro de Remo.
—No puedo dejarte marchar.
Remo recogió del cuerpo la empuñadura. Bécquer atacó trazando un óvalo con la espada en el aire; al no conseguir cortar a Remo, que pudo retirarse de la trayectoria de su mandoble, recuperó su postura defensiva.
—Está bien, Bécquer, te demostraré que estás equivocado.
Remo atacó. Un golpe hacia la cabeza. Parada de Bécquer. Otro golpe atacando su resistencia, tratando de hacerle perder la espada usando el peso del arma de Fulón. Bécquer aguantó. Remo después trazó un sablazo horizontal hacia el costado de su oponente, que acabó también bloqueado por un rápido movimiento de la espada contraria. Inmediatamente después, fueron cuatro las estocadas que lanzó Remo tratando de pinchar a Bécquer. En la última, Bécquer intentó contraatacar a Remo, pero este, en la misma retirada de su espada, logró herirlo al dirigirla hacia abajo, provocando un corte en la pierna de Bécquer. Después Remo, lejos de bajar la intensidad, la subió. Más de quince secciones dibujó la espada de Fulón en el aire. La última acometida fue devastadora, desplazando a Bécquer que a punto estuvo de perder su espada. En ese momento, Remo pensó que había conseguido doblegarle y que ahora podría lanzar una estocada limpia sin que su adversario tuviera fuerza para detenerla, mucho menos para esquivarlo. Así Remo se abalanzó sobre el mercenario tratando de clavarle la espada en el pecho. Bécquer, sin embargo, pivotó con un juego de piernas y Remo pasó como un caballo desbocado de largo, acabando por ensartar el tronco de un árbol. Remo sintió una punzada en el costado derecho. Bécquer le había clavado su espada a placer.
Sintió que un dolor insoportable le arrasaba las costillas. Cuando miró hacia abajo, se encontró a la izquierda del torso con el acero sanguinolento que salía de su cuerpo. Bécquer lo había atravesado de un costado al otro.
—Eres un fanfarrón, Remo. Te confiaste… —decía sonriente Bécquer mientras extraía la espada del cuerpo de Remo—. No se te da mal la espada… pero usas más la potencia física que la técnica. Pensabas que me tenías después de ese ataque…
Remo miraba la herida de su costado derecho, el agujero por donde había entrado la espada de su verdugo. La vergüenza de su derrota. Puso una mano allí, conteniendo la sangre, como queriendo cambiar el resultado del combate.
—Maldito… —susurró con mucho trabajo Remo.
Sintió vértigo y desvanecimiento. Clavó sus rodillas en el barro y terminó cayendo de lado. Con la mirada vidriosa contempló cómo las copas de los árboles desaparecían. Su mirada se anegaba de la bruma pegajosa del frío.