CAPÍTULO 8
Lania
El joven Remo había quedado distinto, hechizado después de contemplar a la joven Lania en sus dependencias. Tras hacerle el tatuaje de esclava de Jor, le entregó una daga envainada y antes de abandonar la estancia le suplicó que no opusiera resistencia a los intrusos. Rogó a la chica que se vistiese con ropas blancas y las tiznara de ceniza y carbón de la chimenea. Que mostrase su hombro a sus captores. Le indicó que aporrearía la puerta con sus nudillos cuando sus compañeros abandonasen el pasillo en dirección a la azotea. Tras esa señal ella debería descender a las cocinas. Rezó a los dioses para que todo saliera bien.
En el pasillo se encontró con sus compañeros, que traían maniatado a un hombre. Selprum tenía el pecho manchado con sangre.
—¿Has rebanado ya algún cuello, Remo? Yo ya he matado a tres —decía Selprum riéndose.
—Vamos arriba, a dar la señal; guardad silencio, puede haber más guardias.
—Yo cubriré vuestras espaldas —dijo Remo.
Todos se dirigieron hacia las escaleras. Remo aprovechó la confusión y aporreó la puerta tal y como advirtiera a Lania. Después apretó el paso hasta llegar a sus compañeros. En la azotea Selprum volvió a matar. Un arquero que estaba dormido en su guardia sufrió sus cuchillos. Remo veía la sangre distinta, más roja, más atroz. Aquella chica lo estaba volviendo loco. Pensó que tan solo unos metros debajo de sus pies estaría ella descendiendo a las cocinas, con sigilo. Rezó para que así fuese. La incursión de la Horda del Diablo en la ciudad portuaria de Aligua estaba a punto de comenzar. Una invasión para la que se había preparado a conciencia, a la que vino con energías, teniendo muy claro qué estaba bien y qué estaba mal, con la seguridad de que hacer su deber era lo correcto. Ahora, después de salvar a aquella mujer, dejándose empapar de su tragedia, descubría Remo animadversión hacia su deber, sospechas de sí mismo y de su integridad.
Arkane extrajo unas varas que llevaba acopladas al cuerpo y montó un arco. Después de tensar la cuerda prendió fuego en la punta de la flecha que portaba Trento. Disparó la señal. Ya venía la Horda del Diablo rugiendo a pisar las flores, a destrozar los caminos.
Desde la azotea contemplaron la incursión de sus compañeros. Las divisiones de lanzas y los cuchilleros fueron los primeros en llegar al templete donde ellos aguardaban. Remo buscaba en la calle el séquito de prisioneros que seguro evacuarían. Los gritos, los incendios que por doquier creaban caos en la ciudad, poco a poco, se acercaban y le hacían más difícil controlar el perfil del edificio. Las columnas de humo negro se multiplicaban hacia el puerto. Oleadas de habitantes salían a las calles intentando comprender lo que sucedía, y un rumor sobre horrores y sangre se extendió y provocó el pánico en la multitud que intentaba esquivar a las guarniciones mortíferas de la Horda.
—¿Qué te pasa, Remo? Tranquilo, está todo controlado. Nadie esperaba ni podía sospechar que invadiríamos esta ciudad —dijo Trento, que lo veía inquieto.
—Esperemos que nuestro rey haya obrado con inteligencia. Los plúbeos también tienen intereses aquí —afirmó Arkane con los ojos perdidos en el fragor que se vivía en las calles, pero mirando más allá, contemplando razones y motivos que ahora Remo tampoco comprendía.
—¡Este pueblo es nural y lo hemos tomado! ¡Mirad a los hacheros allí! —gritaba como un loco sádico Selprum, contemplando cómo los hacheros hacían añicos un carro que intentaba huir. Mataron a los pasajeros sin contemplaciones. Remo pensó que no eran soldados, que no se debería obrar así. Los desdichados intentaron defenderse con cuchillos y garrotes y terminaron muertos, desmembrados por las acometidas de las pesadas hachas de guerra.
—Señor, pido permiso para entrar en batalla. Quiero ayudar a mis hermanos.
—¿Por qué, Remo? Ya has cumplido tu parte del plan… Ahora toca esperar. Cada cual tiene su función.
—Vamos, Arkane, déjanos la diversión… —suplicó Selprum, que misteriosamente parecía estar de acuerdo con Remo.
—Como queráis… Nos vemos en la plaza central para el recuento y la retirada.
Remo salió disparado escaleras abajo. Selprum lo seguía, cuestión que lo inquietaba pues de sobra conocía sus métodos sanguinarios. Dentro del palacio había mucho alboroto; la gente, cuando los vio bajar las escaleras, trató de huir a pisos inferiores colapsando las escaleras. Remo no divisaba a Lania. Confiaba en que la chica estuviese abajo en las cocinas, que hubiese tomado en alta consideración sus recomendaciones. Selprum comenzó a lanzar cuchillos a diestro y siniestro provocando pánico. Remo, viéndolo entretenido, siguió escaleras abajo sin hacer daño a nadie, mientras sus enemigos le abrían paso atemorizados por la amenaza de su arma desenvainada. La mayoría de las personas no eran militares, pero cuando encontraba algún soldado, este solía arrodillarse deponiendo las armas para recibir clemencia… Remo sabía que sus colegas no tendrían condescendencia con ellos.
—Si queréis vivir, quitaos las armaduras, solo así tendréis una oportunidad —aconsejó Remo en un ataque de misericordia.
Corrió preguntando en todos los pisos por las cocinas. En los sótanos de la hacienda las encontró. Allí los hacheros hacían su agosto despachando sacos de trigo, cargándolos en carretillas. Había muertos por todas partes, gente desmayada por doquier, ensangrentando la madera pálida del suelo. Remo temía lo peor.
—¿Qué buscas?
—¿Y los prisioneros?
—De aquí nos hemos llevado pocos…, irán camino de la plaza.
Tardaría en llegar a la plaza bastante porque se vio inmiscuido en varias refriegas. Los nativos luchaban en algunas casas defendiendo familiares y posesiones. El rey Tendón no había pedido una ocupación, había ordenado la destrucción de la ciudad. Por eso había enviado al general Rosellón. Entró en batalla en una calle donde la defensa local estaba complicándoles las cosas a un grupo de lanceros. La cuestión acabó pronto porque rodearon a la resistencia por ambos flancos y subieron cuchilleros a los tejados, y desde allí lanzaron al grueso de los que resistían todo su arsenal de proyectiles, diezmando las columnas defensivas. Remo participó en la última justa con su espada, ayudando a un grupo de lanceros, pero no remató a los que huían hacia dentro de las casas. Él tenía otro objetivo.
Por fin en la plaza, casi dos horas después del inicio de la invasión, Remo logró encontrar el séquito de prisioneros. Las risotadas de los custodios que proferían burlas a los capturados, indignaron a Remo.
—¡Soldados, silencio! —tronó Remo.
Cuando reconocieron su rango de caballero, los soldados lo saludaron y guardaron el debido respeto marcial. Remo, al otro lado de la plaza, divisó a los capitanes departiendo con Rosellón, contemplando los alrededores entre un séquito de guerreros atareados. Remo buscó entre los prisioneros, desesperado. Temía pasar por alto un rostro que había visto a media luz, que quizás ahora estuviese deformado por el miedo y la angustia o por alguna herida. La mayoría de prisioneras tenían la cabeza gacha por el horror. De repente la vio, agazapada entre dos mujeres gordas, con una desesperación en la mirada propia de un animalillo acorralado. Remo se acercó al grupo de prisioneros donde estaba. Tal y como él le aconsejase, vestía un camisón mugriento de tizne con los hombros al aire. El problema era que constituía el botín de un maestre de los hacheros.
—¡Eh tú, esos prisioneros son míos! —gruñó Pales, viendo cómo Remo se acercaba a su grupo de rehenes.
Lania alzó su mirada del suelo y lo miró directamente. Su mirada lo atravesó. La muchacha pronunciaba palabras con el color difuminado de sus ojos grandes, con la mueca desesperada de sus labios carnosos. El sutil dibujo de su mandíbula que pendía de su cuello esbelto y delicado. Parecía increíble que los hacheros no la hubiesen tomado por una princesa, y que la tizne y la marca del hombro los hubiera conseguido desviar de la hermosura que poseía. La habían capturado como simple mercadería.
Remo sabía que no podría convencer a Pales de que le entregase a Lania. No tenía moneda de cambio y jamás creería Pales que Remo le pagaría a la vuelta del viaje. Ella lo miraba suplicante y él no podía arrancar de aquella locura y cumplir su promesa de salvación. Por fin llegó Arkane. Remo se alejó para hablar con él, mientras Lania lo seguía con la mirada. Sentía urgencia por sosegarla, por perder de su rostro la inseguridad y la humillación. Varios hacheros a las órdenes de Pales comenzaban a manosear a varias rehenes y Lania tenía motivos para sentir pánico después de contemplar el río de sangre que se había derramado en aquella noche.
—Arkane… mi capitán, necesito pedirle un favor. Aquella muchacha…, quiero que me entreguen a esa chica.
—¿Quién?
Arkane se acercó junto a Remo al lugar donde se repartían los prisioneros. Al llegar el capitán, todos se cuadraron inmediatamente.
—Maestre Pales, esa chica de ahí se la quiero regalar a Remo por su valentía en la incursión sigilosa.
—Mi capitán, esa chica es una cocinera de Jor, están muy cotizadas. ¿No le podría satisfacer otra a su pupilo?
Arkane miró a Remo. Él negó con la cabeza y rápidamente volvió a mirar los ojos de Lania tratando de comunicarle compasión y alivio.
—Esa es la elegida por Remo. Vive solo, querrá quien le cocine.
—Mi señor, hasta que lleguemos a Vestigia el botín es del rey. Si no me autoriza el capitán de mi orden, no entregaré a esa mujer a nadie —negó Pales.
Remo sintió un mareo leve. No estaba seguro de la forma de proceder y tampoco quería meter a Arkane en un problema, pues la Ley estaba de parte de Pales.
Arkane en ese momento se acercó a la fila de futuros esclavos y cogió de la muñeca a la mujer. Con un cuchillo cortó la soga que la ataba al grupo. Diligentemente, y como si no hubiese escuchado las palabras del maestre, la entregó a Remo. Cuando tuvo en su mano el pequeño antebrazo terso de Lania sintió que había esperanza, que su plan de rescate podía salir bien. Nadie osó rechistarle al capitán. Sin embargo a Remo le cerraron el paso dos hacheros cuando quiso abandonar el lugar llevándose a la muchacha del brazo. Miró a Arkane.
—¡Idiotas, dejad pasar al nuevo maestre de la Horda, Remo, hijo de Reco! Si tienes algún problema conmigo, Pales, dile a tu capitán que venga a verme y te aseguro que acabarás de soldado raso.
Ahora el sorprendido fue Remo. Arkane lo acababa de ascender. Maestre. Los soldados hacheros le dejaron pasar mostrándole respeto militar y él sacó a Lania de la ciudad. La condujo por los senderos hacia la costa.
—Daos prisa, Lania, no quiero estar en boca de algunos compañeros.
—Perdonad, mi señor, pero estoy exhausta y mi alma arde con las ruinas de esta ciudad…
Remo se compungía escuchándola. Prefería no mirarla fijamente a los ojos, prefería centrarse en el camino para poder pensar y no cometer errores. Tenía la sensación de haber descendido una estrella del cielo y estar caminando con ella, tratando de ocultar su brillo a los ojos de los demás. No se atrevía a tirar de su brazo delgado con fuerza mientras la animaba a correr y, cuando estaba cerca de ella, sentía la proximidad de su cuerpo como si en su interior un hambre atroz le reclamase saciedad. De cuando en cuando descansaban para que la joven pudiera tomar aliento, y en uno de esos descansos descubrió a Lania llorando, con la mirada prendada en las lejanas luces de los incendios de Aligua. Remo estaba destrozado viéndola sufrir, pero no podía hacer más.
—Mi señora…
—No me llame así —susurró ella—. Lania está bien.
—Pues yo prefiero Remo… No sé qué puedo hacer o decir para aliviar tu dolor.
—Has hecho más que cualquiera. Me has salvado la vida.
Por fin llegaron a la costa. Remo inspeccionó los alrededores del barco en la noche calma. Salvo algún centinela no divisó muchos ojos que pudieran avistarlos. Advirtió que podrían colarse por una pasarela si eran rápidos. El abordaje fue de maravilla y por fin Remo pudo esconderla en su pequeño camarote.
—Bien Lania…, ahora me iré a buscarte algo para comer.
—Remo…
No pudo aguantarle la mirada, sus ojos grandes perfilados por unas cejas muy expresivas, exquisitamente simétricas, parecían desear decirle algo muy profundo y no ser capaz de expresarlo, fuese por miedo o por vergüenza, mientras él permanecía aterrado cavilando sobre los pensamientos de ella.
—Dime qué necesitas y lo traeré… —susurró él mirando el suelo.
De pronto ella lo abrazó. Lo agarraba con fuerza pero al mismo tiempo con un respeto incómodo difícil de expresar.
—Remo has arriesgado tu vida y tu posición por mí…, ahora te pertenezco como esclava, y tú me tratas como a una hija de noble… Eres un buen hombre y no tengo cómo agradecerte este milagro.
Remo no dijo nada. Apenas si podía asimilar que esa noche dormiría en la misma habitación que la diosa que había visto en el palacio de Aligua. Estaba contento y a la vez se sentía inseguro, muy inquieto pensando en el futuro inmediato.
Horas más tarde, cuando ya estaba la Horda de regreso, Remo participó en la fiesta de la victoria. Brindó junto a los maestres de los cuchilleros como nuevo integrante del rango y departió con su amigo Lorkun a propósito de la batalla. Decidió que no le contaría lo de Lania hasta llegar a Vestigia. A cierta distancia, descubrió que Selprum no le quitaba ojo. Cuando Remo iba de un lado para otro, el maestre lo seguía con la mirada y esto le provocaba cierta inquietud…, parecida a la que le inspiró ver a los hacheros festejar exhibiendo esclavas ante sus compañeros. Agradecía que el capitán Arkane estuviese allí. No era hombre de tolerar ciertos abusos a los prisioneros. Remo vigilaba quién abandonaba la fiesta para ir a los camarotes y tenía mucho cuidado de no perder de vista a los hacheros a los que había arrebatado a Lania.
Cuando por fin atravesó la puerta y comprobó que Lania seguía acurrucada en una esquina del pequeño habitáculo, respiró hondo. El barco ahora crujía porque ya estaban navegando de vuelta a casa.
—Acuéstate aquí… —susurró él estirando pieles en el catre.
Lania se puso en pie y obedeció a Remo, que había colocado frutas sobre el colchón. Su paseo elegante, la forma de inclinarse en la pequeña cama, cada ademán, cada gesto femenino inundaba de perfume la mirada de Remo que comenzaba a sufrir un peso en los pulmones, una angustia ante la imposibilidad de retener la idea básica de que esa mujer le pertenecía. Ella no probó nada, parecía nerviosa, expectante, como si Remo de pronto pudiera cambiar su actitud educada; él no cesaba en pequeñas demostraciones de respeto, tratando de infundir en ella seguridad. Decidió dormir en el suelo para darle espacio.
—El hombre que me ha salvado la vida no debe incomodarse por mí, por una esclava.
—Lania —Remo agarró sus manos en un acto de valentía, de vencimiento del respeto que le infundía ella—. Lania, pocos días habrán de pasar hasta que consiga que seáis de nuevo una mujer libre.
Finalmente se tumbaron juntos. No durmieron porque eran demasiadas las circunstancias que les robaban los pensamientos sosegados. Ella se acordaba de cuando en cuando de su familia y lloraba en silencio, él repasaba una y otra vez los rostros de quienes habían sido testigos de su divino botín de guerra.
No sabía Remo que Selprum había visto en primera persona la dádiva de Arkane en la plaza, el regalo de la esclava y el ascenso a maestre en una incursión en la que Remo había sido mero espectador. Su odio, alentado por una envidia irremediable hacia él, se incrementaría hasta un futuro terrible…