CAPÍTULO 7

La criatura de la Ciénaga

Entrada la tarde, Remo penetró en la Ciénaga Nublada.

Desde sus primeros pasos percibió algo estremecedor en aquella atmósfera cargada. El olor era fuerte, ácido. La brisa helada y la niebla suspendida, sin rumbo, flotando rebelde sin perseguir las rutas del viento, lo amedrentaban congelando su ímpetu, haciendo sospechar que la naturaleza en aquellos parajes podía contemplarlo. A cada paso, más fango pegajoso, más dificultad entre árboles perpetuamente invernales, alfombrados de musgos nacidos sin respetar norte alguno. Remo esfumó la prisa de sus prioridades. Cesó su avance y comenzó a pensar analizando aquellos parajes.

Acarició los árboles clavando sus dedos en la corteza, desprendiéndola para oler debajo. Se arrodilló en el suelo y tocó el barro. Era muy espeso, nauseabundo. Buscó piedras de tamaño menudo y solo encontraba enormes rocas que servían de macetero para árboles con raíces retorcidas. Comenzó a bordear la Ciénaga en lugar de avanzar hacia su centro. Se sentía todavía muy fuerte, así que a buen paso recorrió un par de kilómetros rodeándola. Después decidió internarse más. En su caminar comenzaron las dificultades. Los charcos se ensanchaban y los árboles parecían acecharlo cada vez más retorcidos y de ramaje más bajo. Remo pisó los charcos. No tenían mucha profundidad.

Recordaba las lecciones del capitán Arkane cuando lo instruía sobre cómo abordar la supervivencia en bosques y todo tipo de parajes, cómo esconderse y fundir su espíritu con el del paisaje. Siempre insistía sobre un buen consejo el capitán de los cuchilleros de la Horda: «Pierde el miedo al lugar, a sus oscuridades y a sus peligros, y llevarás ventaja sobre tus adversarios».

Remo se lanzó al barro, se cubrió entero de él. Se bañó después en los lagos misteriosos. Buceó hasta tocar su fondo lleno de vegetales marinos. Se arrastró por los lodos, se acostumbró a su frío gelatinoso. Negro como la ciénaga después de toda suerte de revuelques, Remo se sentía ahora a gusto en aquel lugar. Alcanzó su espada y miró la piedra sin gastar energía. En el interior aún quedaba un poco de luz roja, muy escasa, pero tenía la esperanza de no necesitar más para acabar con el brujo.

La noche se cerró y Remo caminaba entre lagos. La soledad ahora lo inquietaba; de noche el lugar más tenebroso del mundo, con abundante oscuridad, no se diferenciaba mucho de un palacio…, sin embargo, en aquel cenagal, la oscuridad era la justa para proferir a la vegetación siluetas afiladas, como de zarpa, y los ruidos y chasquidos de alimañas se multiplicaban. Infinidad de criaturas tenían gusto por la luz de la luna y el peligro de no ver lo que pisaba incrementaba su inquietud. Si había caminado en lugares donde se pudiera sentir miedo de noche, ese era de los más terroríficos en los que se había adentrado.

Intentaba no pensar en las acostumbradas desdichas que solían amargarle la existencia. Los recuerdos del pasado. Desenvainó su espada. Con el arma en la mano se sentía seguro. Respiraba un aire cargado y, por momentos, la visibilidad era más escasa. Observaba una diferencia que no alcanzaba a explicarse: hacía calor.

Fue en ese momento cuando Remo se topó de bruces con el mugrón.

Al principio no supo qué era. Remo avanzaba en la noche evitando estruendos, con premura y pasos ligeros, casi sin dejar huella. Sin hacer ruido. La niebla se había espesado y daba la sensación de ser cálida. En un claro del bosque, la humareda manaba del agua… Entendió que se trataba de una poza de aguas termales. Observó que en el centro había una roca, así que se dirigió hacia allí con el objetivo de descansar apoyando su espalda en la piedra. A juzgar por su anchura, tal vez podría tumbarse arriba. Adoraba el tacto de las piedras y estaba convencido de que aquella roca estaría caliente. Medía unos tres metros de altura. Remo entró en el claro y al pisar el agua sintió bastante relax. En efecto, la temperatura era cálida. Conforme se acercaba al centro, donde estaba la piedra, el agua estaba cada vez más caliente. Sintió que se sofocaba un poco cuando percibió que la profundidad de algunas partes lo sumergía hasta por encima de las rodillas.

Alcanzó la roca y se subió arriba para acostarse en ella. Estaba cerca de coger la postura adecuada, disfrutando del calor de la roca y de los vapores que lo rodeaban, cuando de repente escuchó unas pisadas profundas. De pronto se escuchó chapotear el agua con cavernosa gravedad, como si dos piedras de tamaño considerable se hubiesen zambullido, primero una, después la otra, a escasos metros de donde él se encontraba. Se incorporó a tiempo de ver en la oscuridad de aquella noche, por entre los fantasmas de vapor de agua, una silueta demoníaca.

La bestia apareció lentamente; Remo casi sufrió un infarto cuando comprobó el tamaño de aquel ser. Al principio no supo de qué se trataba. Cuando divisó los dos pitones comprendió que era un mugrón. Uno enorme. No era la primera vez que veía a una criatura de esa raza antigua. Recordó aquel incidente en la Isla de Lorna muchos años atrás… Se quedó inmóvil, confiando en que el mugrón estuviese de paso y no reparase en él. La mole gigantesca pisó las aguas termales y emitió un gorgoteo gutural horrible. Remo supuso que el agua caliente debía de estar aliviando los pies del mugrón, tal y como le había pasado a él. El mugrón hizo algo bastante infantil: se dejó caer literalmente en el agua. El ruido de la bestia estrellándose contra la poza de agua caliente fue exagerado. Había encontrado un oasis en medio de un desierto de frío y terribles penurias. Remo perseguía la quietud de una estatua, bregando por contener incluso la respiración. El mugrón se irguió y, con movimientos más rápidos, se acercó a la piedra. Iba directo hacia Remo.

—Woooorrrrrrrrr… —mugió al verlo, abriendo mucho una boca desfigurada por los labios gomosos, torcida y enorme en comparación a la nariz casi inexistente. Sus ojos tristones se arrugaron hasta mostrar una agresividad que parecía imposible antes, cuando estaba disfrutando del baño.

Remo alzó su espada y miró la gema. Si aquella bestia le daba un manotazo…

—Lárgate de aquí —ordenó Remo después de haber contemplado la joya.

El mugrón pareció incrédulo. Remo saltó hacia él con la espada en alto. La trayectoria del salto fue perfecta. Asiendo con las dos manos su espada, la clavó en el pecho de la bestia y la fuerza de su impulso consiguió hacer que el monstruo se tambalease. Remo había entrado varios palmos dentro del cuerpo del monstruo y, de repente, percibió que la espada se doblaba al soportar su peso. La espada terminó por romperse desplomándose Remo en el suelo acuoso. En la caída perdió la empuñadura y aterrizó palmeando el agua con las manos vacías.

—Woooooooorrrrrrr… —mugió el mugrón a causa del dolor, intentando sacar la espada de sus entrañas. La hoja partida de Remo le provocó una hemorragia inmediata.

Los gritos de la bestia vinieron acompañados de un terrible pisotón. Remo habría muerto debajo de aquel pie sino fuese por el agua que lo acunaba y la fuerza añadida de la invocación del poder de la piedra. Maltrecho por el pisotón, Remo se incorporó.

—Wooooooorrrrrr…

El hombre golpeó con sus puños el costado del monstruo, como quien llama a un portón pesado de un castillo. Su fuerza se escapaba, pero aún tenía la suficiente como para hacer daño al mugrón.

—Grrrrrrrllll… —gemía el gigante.

Abrazó una de las piernas del mugrón y, reuniendo toda la fuerza que pudo, tiró hacia arriba. La criatura cayó hacia atrás. Remo saltó en su pecho y agarró con las dos manos el trozo de espada que había dejado inserta en las entrañas del gigantesco animal. Extrajo la hoja desenterrándola del cuerpo. Sabía que le quedaba poco tiempo antes de perder las cualidades que le otorgaba la piedra. Un chorro de sangre negra en aquella noche tapada acompañó a la hoja y el mugrón volvió a chillar. Remo hizo cortes en los brazos de la bestia para que los apartase y dejase vía libre hasta su cabeza. Después hundió con todas sus fuerzas la hoja en la garganta del mugrón.

—Worgg…

El animal parecía perder el aliento. Remo descendió de la criatura de un salto y comenzó a buscar la empuñadura de su espada a ciegas por las aguas termales. No tenía idea de dónde había caído. Andaba tan desesperado buscándola que no volvió a mirar a la bestia, presumiendo que estaba ya sentenciada. Pero el monstruo se irguió moribundo y logró verlo.

—Woooorrrrr…

Remo se dio la vuelta hacia él y entonces salió volando. El mugrón le había pegado una patada. El hombre voló por los aires más de quince metros, se estrelló inconsciente contra un tronco y se golpeó la cabeza en la madera nudosa de un árbol viejo recubierto de vellosidades vegetales. Solo tuvo consciencia suficiente para escuchar cómo se acercaban a él unas pisadas profundas que hacían salpicaduras explosivas en las aguas de la terma.