CAPÍTULO 15

Rencores y confesiones

—¡No mires! —gritaba Sala desnudándose.

—No tengo intención de mirarte. Seguro que después del veneno se te ha quedado el cuerpo escuálido y sin atractivo alguno —bromeaba él.

—¡No mires!

—No lo hago.

Le daba igual que el agua estuviese fría. Sala, desnuda, estaba deseando quitarse el barro, liberar su cuerpo de cualquier herencia cenagosa. Corrió hacia el rompeolas y se zambulló en el agua. Remo la miró entonces. Se la veía disfrutar como una niña. Parecía mentira que la noche antes estuviera a punto de morir presa de aquel veneno.

—¿No te bañas? Estás asqueroso.

—Sería mejor que nos fuésemos cuanto antes de aquí.

—Yo no voy a ninguna parte hasta que me haya deshecho de toda la porquería.

Remo tenía una conversación pendiente con ella y eso se palpaba en el ambiente. Desde que despertase, la mujer había sido cortés e incluso amable con él, y ahora parecía desear compartir un baño matutino. Pero Remo en su mirada veía rencor; más allá de su sonrisa amplia, de labios perfectos, enmarcada por hoyuelos, detrás de la belleza de aquella mujer de ojos penetrantes, se escondía un resentimiento.

—Merezco este baño. ¡Dioses!, estaba ya harta de aquellos pantanos, de las arañas…

Remo miró el horizonte, hacia el este, después al oeste y al sur. El mar. La serenidad pausada del mar, capaz de volverse locura, muerte, tormenta y miedo, capaz de destrozar corazones lejanos, anegarlos de recuerdos. ¿Miraría Lania alguna vez el mar pensando en él? Después de todos aquellos años…, ¿seguiría viva? ¿Cuál habría sido su destino?

—No mires, que voy a salir.

—Esta vez miraré —dijo Remo.

De pronto sintió que la mirada de Sala se endurecía.

—No lo dirás en serio…

Remo sonreía y acabó torciendo su cabeza hacia otro lugar.

Ella salió del agua y se quedó a su espalda.

—Ese tatuaje de la espalda Remo…, ¿eras de la Horda del Diablo…? —dijo ella sentándose detrás de él.

—Sí.

Después de secarse al sol, la mujer lavó su ropa. Con la capa de Remo, limpia y seca, se cubrió usándola a modo de toalla.

—Sala…, ¿qué pasó en la Ciénaga?

Ella ahora estaba sentada escurriendo agua de su pelo negro. A Remo le recordaba algunas ilustraciones sobre hijas de dioses que había visto en carteles de los titiriteros que visitaban su aldea cuando era niño.

—Lo de la Ciénaga fue horrible. ¿Cómo conseguiste liberarme?

—¿No te acuerdas de nada?

—Creo que desde que me envenenaron no recuerdo absolutamente nada… Remo…

—¿Qué?

La mujer parecía intentar decirle algo que la avergonzaba a juzgar por su mueca.

—Cuando me encontraste…, verás, no recuerdo con claridad.

—¿Y?

—¿En qué estado me encontraba cuando diste conmigo?

—Estabas atada, dentro de una jaula. Te habían envenenado con vainilla de maísla, ¿sabes lo que es?

—Sí, he oído hablar de eso… Y cuando me viste…

Remo la miró. Ella desvió la mirada ruborizada.

—Comprendo… Cuando yo te vi estabas perfectamente vestida, algo sucia, pero no creo que abusaran de ti —dijo Remo sin ningún matiz en su voz, como si un médico acabase de emitir su diagnóstico o un vidente comentase fríamente sus augurios.

—Gracias, Remo. Lo que sucedió en la Ciénaga para mí no tiene explicación. Quizá mis recuerdos están alterados por el veneno, pues lo que hay en mi mente no tiene sentido.

—De todas formas cuéntamelo. ¿Qué eran esas marcas que tenías?

—Las arañas, que nos picaron a placer. ¿Y dónde están ahora? —preguntó Sala repasando sus piernas con las manos—. Creía que moriríamos con aquella plaga acosándonos. Había miles. ¿Qué me diste para curarme de este modo?

—Sigue contándome tu historia.

Remo agradeció no haber encontrado esas dificultades.

—Desde que entramos en la Ciénaga, yo sentía como que nos vigilaban, que no estábamos solos. Caí en una trampa…

Sala contó todas las peripecias hasta llegar a la colina y Remo pareció no sorprenderse en absoluto. Sin embargo, algo captó el interés del guerrero.

—Llegamos a una zona en la que había un silencio absoluto. Entonces vimos a un encapuchado volando entre los árboles, saliendo de la niebla. No recuerdo con claridad…, pero creo que nos cayó una red encima. Fulón y yo pudimos librarnos pero a Menal lo atrapó de lleno. Llegaron después varios esbirros del brujo y comenzamos a luchar contra ellos. Yo cargué mi arco y le disparé una flecha a Moga. Creo que no hizo mucho efecto mi flecha. Uno de aquellos guardianes luchaba con Fulón y parecía contener sus ataques con mano diestra… Debía de ser un buen espadachín.

—Bécquer…

—¿Quién? ¿Lo conoces?

—Luché con él ayer.

—¿Lo mataste?

—Estuvo a punto de matarme a mí… —Remo se ruborizó—, digamos que escapó.

—Ese tipo tuvo contra las cuerdas a Fulón. Mientras tanto, yo disparé flechas contra Moga. Acerté al menos dos, estoy segura, pero Moga no mostraba debilidad alguna. No parecía sentir dolor. Después, Moga…, me vas a llamar loca…, se elevó al menos cinco metros sobre el suelo y se lanzó hacia Menal que estaba inmovilizado. Lo estaban apaleando los demás secuaces. Con sus manos…, con sus manos le arrancó el corazón. Yo le disparé otra flecha que fue a parar a su brazo…, no, espera no fue así. Primero le lancé la flecha que paró con su brazo… creo que había dos figuras vestidas como Moga… tengo la mente muy confusa Remo. No tengo claro qué parte va antes, si la que te digo del corazón de Menal o la de la flecha en el brazo…

—¿Estás segura de que le diste en el brazo?

—Sí.

Remo recordó que el brujo llevaba un vendaje en uno de sus brazos. No era invulnerable, no podía serlo con aquel vendaje. Sin embargo las demás flechas no parecieron herirle. Remo no estaba seguro de la veracidad del relato de la mujer después de haber sido drogada.

—Entonces gritó algo horrible, y se lanzó hacia mí. Ya no recuerdo más.

—El veneno, ¿cómo te lo inyectó?

—No estoy muy segura pero creo que me mordió.

—Eso debe de ser parte figurada, nadie podría contener veneno en los dientes y no acabar sintiendo sus efectos…, las alucinaciones como lo del corazón de Menal son típicas del veneno.

Remo se acercó a ella en cuclillas y le retiró el pelo buscando cicatrices pero, al igual que las picaduras de araña, si antes habían existido, ahora habían desaparecido por el efecto de la piedra. Normalmente la piedra no eliminaba rápidamente algunas cicatrices; sin embargo la suya de la espada había desaparecido. El cuello de Sala lucía una piel acaramelada sin matices.

—¿Por qué nos traicionaste en la taberna? —preguntó de repente Sala.

—No traicioné a nadie. No trabajábamos juntos. No éramos un grupo…

—Hay ciertas normas, ciertas cosas que hay que respetar… De repente saliste corriendo para alcanzar el objetivo antes que los demás.

—Eso lo dice una mercenaria, una asesina que dispara flechas en la oscuridad, que participa en conspiraciones…

—Pues sí…

—No me puedes dar ninguna lección de moral. ¿Avisas a tus víctimas cuando les vas a lanzar una flecha para darles la oportunidad de escapar?

—Remo, quizá si tú hubieses estado con nosotros, Menal y Fulón seguirían vivos. Llevas la espada de Fulón… ¿Cómo la conseguiste?

—Quedé desarmado y, al entrar en la guarida de Moga la encontré en un baúl. Pensé que habíais muerto todos, porque también estaba tu arco y un carcaj con flechas.

—Si hubieses venido con nosotros… El dinero no lo es todo en este mundo Remo.

Remo no contestó a eso.

—Quiero que me hables de otra cosa… —dijo cambiando el tono y la conversación.

—¡Maldita sea, Remo! ¿No te sientes mal?

—No. Nunca me siento mal por mis decisiones. Necesito saber más cosas.

—Ya te lo he contado todo. ¿Qué más quieres saber? Si no fuera porque me has salvado la vida, porque odio la idea de volver sola después de todo lo que ha pasado, te juro por los dioses que me largaría. Tengo muy mala opinión de ti, Remo.

—No es necesario que tengas buena opinión de mí, lo único que necesito de ti es que no me retrases. Dime, ¿cómo fue que te contrataron para matar al brujo?

—¿Qué importa eso?

—Importa.

—No te diré nada.

—Te he salvado la vida.

Sala lo miró presa del chantaje emocional.

—¿Qué significa eso? ¿Ahora te pertenezco? Remo, te agradezco lo que hiciste; sin embargo, es lo justo después de tu traición inicial… Así que no te debo nada.

—No son dos cosas equiparables… Lo primero fue anecdótico y lo segundo ha sido fundamental. No finjas otra cosa…, sabes que estás en deuda conmigo.

Sala miró al cielo indignada, como buscando amparo divino.

—¿Qué quieres saber?

—Cómo y quién te contrató.

—Me contrató un amigo. Suele ser quien me busca los trabajos gordos, los encargos en la capital. Una flecha en la noche de punta de plata… Cosas así…, venganzas aristocráticas. A veces me piden incluso que prenda un pañuelo con una inscripción en la flecha… La gente de la corte es muy exquisita. Últimamente no hay muchos trabajos de esos, Remo.

Remo sintió que algo hervía más allá de las revelaciones de Sala. Algo que sospechaba era de vital importancia. Bécquer le había asegurado que era el rey en persona a quien servían.

—Dime más, Sala, dime para quién trabajaba tu contacto, para quién era ese encargo.

—Él nunca me revela esos detalles —respondió ella en una primera instancia; después se echó a reír.

—¿De qué te ríes?

—Verás, mi amigo…, bueno, él consigue ciertos trabajos porque conoce los trapos sucios de la corte. En esta ocasión consiguió el encargo porque un pez gordo del ejército perdió con él una partida de dados.

—Un alto cargo del ejército de Vestigia. ¿Quién?

—El mismísimo general Selprum Omer.

Remo palideció.

—¿Qué? Parece como si hubieses visto a un fantasma.

—¿Estás segura de eso?

—Sí.

Remo se puso en pie desorientado, como ausente, como si sus pensamientos se hubiesen esfumado y fuese un muñeco. Sin importarle en absoluto que Sala estuviese presente se quitó la ropa. Y después se fue hacia la orilla del mar.

—¿Qué te pasa, Remo?, ¿qué he dicho? —preguntaba Sala siguiéndolo como para reparar cualquiera que fuese el error cometido, azorada por la actitud del guerrero.

Sala lo miraba esquivando su desnudez. Cuando contempló los ojos de Remo, se apartó de él dejándole espacio. Y es que en sus ojos había visto una determinación tan horrible, una desolación tan atroz, que su propia voluntad se había visto afectada, su humor robado por la fría y terrible llanura que habitaba las pupilas del hombre que le había salvado la vida. Sala lo miró zambullirse en el agua, lo vio alejarse a brazadas lentas. Nerviosa, se vistió y lavó la ropa de Remo mientras él nadaba. Cuando regresó, Sala estaba dispuesta a hacerle una broma, intentando recuperar el buen clima, pero abandonó su propósito al volver a encontrar en sus ojos aquella lapidaria expresión de destrozo, de abandono. ¿Había llorado? No podría asegurarlo porque con el agua las posibles lágrimas estaban disimuladas y la pequeña rojez de sus ojos podía deberse al salitre. Remo se volvió a sentar al sol en silencio, mirando el último trecho de mar del horizonte.

—Tu ropa está seca —susurró Sala al cabo de un rato, en el que el hombre no hizo el menor movimiento. Parecía la estatua de un guerrero.

Remo se vistió. Su mirada parecía haber recuperado su ferocidad habitual; sin embargo, algo le aconsejaba a Sala no preguntarle por aquella historia que subyacía en su otra mueca.

—¿Qué vamos a hacer?

Sala no esperaba respuesta y, sin embargo, Remo habló por fin.

—Primero iremos a la aldea más próxima. Necesito comprar otra espada.