CAPÍTULO 12
Vainilla de Maísla
Se acercó al origen de aquel chasquido, similar a la refriega entre los eslabones de una cadena pesada. Ahora escuchó un murmullo humano. Conforme se acercaba fue reconociendo el origen. Una voz de mujer. La voz de Sala le reclamaba desde algún lugar bajo el árbol decorado de estandartes. De repente, vio un movimiento entre los ramajes. Sala estaba enjaulada en una especie de prisión para pájaros gigantes, una jaula para humanos, colgada de una rama ennegrecida por quemados antiguos.
—Vete de aquí Remo, traidor, maldito, ¡vete!
—¿Qué ha pasado?
—Voy a morir…, todos vamos a morir… Tú también si no te largas… Es un brujo… un brujo muy poderoso… Y los dioses vinieron y el fuego y las estrellas que han caído…
Remo se acercó más quedando debajo de la jaula, tratando de averiguar cómo soltarla.
—¿Y los demás?
—Todo está perdido. Me los he comido Remo, no, ha sido la diosa quien se los ha comido… Vino ella, vino y se los comió, ¡jajaja…!
No era la primera vez que veía a alguien envenenado con «vainilla de maísla», un brebaje que solían usar en la guerra para decorar los cuchillos y las flechas. Cuando alguien era envenenado, lo transformaba en todo un calvario para sus compañeros: un suicida para quien la existencia era una locura irracional cuya única solución era la muerte. Así, las víctimas de la pócima, de color vainilla, no morían en principio, pero se transformaban en un problema para sus compañeros a quienes no era extraño que pudiesen atacar. Remo se había tenido que enfrentar a sus efectos en alguna ocasión y podía recordar la ansiedad y el dolor de espíritu que se siente, una agonía claustrofóbica que hacía factible el suicidio para quedar en paz. Sala estaba enjaulada, y aun así habían tenido la precaución de atarla de pies y manos para que no se intentara matar. Sufriría horas y horas hasta la muerte.
—Te han drogado, Sala…
—¡Lárgate, traidor! ¡Querías el dinero para ti solo!
Sala podía estar alegrándose de verle, pero su mente, tan nublada por la droga, solo podría exhortar tristeza y odio. Era terrible contemplar el ingenio humano.
—Nos engañaste, sí… Querías tú solo matar a ese demonio. ¡Avaricioso, maldito! ¡Yo te maldigo! Ahora ya está todo perdido.
Sala gritaba y su rostro era tan exagerado que parecía estar a punto del desmayo, a punto de agotar su resistencia física. Sin embargo no podía olvidar Remo que el contenido de aquellas maldiciones bien podía tener una base verdadera. Seguramente en Sala, pese a la evidente desgracia acaecida, lo de la taberna no había sucumbido en su memoria.
Remo tardó mucho en conseguir sacarla de la jaula una vez que logró descenderla del árbol. El cerrojo se resistía. Finalmente con un tajo violento usando la espada de Fulón, logró una muesca profunda en el candado. Era un arma formidable, ni tan siquiera se había mellado. Haciendo palanca logró romperlo.
Sala se resistía a acompañarlo una vez liberada. En sus delirios intentaba huir y gritaba pidiendo auxilio. También intentó agredir a Remo, mientras él, cargándola como un saco de trigo, soportaba los arañazos y las pataletas, los insultos y las bofetadas. Cuando se tranquilizaba, que sucedía poco y de forma breve, Remo aprovechaba para correr hasta que la resistencia de sus piernas le pedían una marcha menos intensa. Sala pronto se desmayaría, se le notaba ya una mayor sudoración y más palidez, adentrándose inexorablemente en las profundidades de la segunda fase del envenenamiento. Remo planeaba ponerla a salvo fuera de la Ciénaga.