CAPÍTULO 21
La piedra del poder
Bécquer comenzó su persecución buscando rastros de sangre, las huellas de un cadáver. Sospechaba que la chica había muerto y que Remo necesitaba atención médica experta, siendo muy probable que su rumbo fuesen las aldeas costeras. Sin embargo no encontraba rastros de sangre más allá del lugar donde tuvieron su enfrentamiento. Airado, repasó una a una las aldeas y fue allí, después de registrar todas las fondas, cuando descubrió detalles que le hicieron dudar de su convicción férrea de estar enfrentándose a un vulgar guerrero afortunado. Lo primero que le sorprendió fue que, charlando con el posadero que los había hospedado, el viejo les aseguró que se habían presentado como un matrimonio. Envió a un emisario para avisar a Moga. Delante del Nigromante tuvo que reconocer que ya no estaba tan seguro de que no existiese algo oculto y misterioso tras la figura de Remo.
—¿Iba con la mujer? —preguntó Moga recién llegado en la mañana, incrédulo, porque estaba seguro de que la dosis de vainilla maísla que había inoculado en la sangre de la mujer era letal. Tan letal como la estocada que Bécquer había endiñado a Remo.
—Reconozco que pensaba que Remo era un hombre corriente… Yo soy un guerrero, nada supersticioso señor: ni rezo a los dioses, ni tengo miedo a los espectros. Después de conocerlo a usted, admito que he tenido que asumir que hay ciertas cosas que no comprendo —decía Bécquer sin mirar a los ojos del brujo—. Pero lo de esos dos no tiene sentido. Según cuenta el posadero, iban juntos, se presentaron como Flora y Torno. Le pregunté, insistí en si percibió mala salud en alguno de ellos. Negó hasta la saciedad. Decía que se les veía felices, recién casados. Pensé que tal vez nos habíamos equivocado, que tal vez esos viajeros no fuesen Remo y Sala…, hasta que hablé con el herrero.
—Sigue, ¿qué te dijo el herrero?
—Vendieron la espada de Fulón, que previamente había robado Remo de tu casa en la Ciénaga. Yo mismo pude verla expuesta a la venta. Esa espada llama mucho la atención. No hay error posible. Son ellos, no cabe duda.
Moga quedó en silencio. Se hallaban en un balcón del ático, en la última posada que habían registrado. Contemplaban la mañana ajetreada de los pescadores en el puerto. A lo lejos, siguiendo la rivera de la playa, podían divisarse azuladas en la distancia, delgadas como alfileres en la lejanía, las torres de la ciudad portuaria de Mesolia.
—Supongo que Remo podría poseer el antídoto del veneno de la vainilla… Mi imaginación llega incluso a admitir que, entre los dos, pudieron vendar y curar la herida profunda de mi espada en el costado de parte a parte del cuerpo de Remo. Debían de tener buenos remedios, herramientas para operar, limpiarlo todo bien… Utensilios para coser las heridas, ungüentos desinfectantes y una suerte inusitada de que mi acero no afectase a ningún órgano vital…, mi imaginación llega hasta ese extremo. Quizá esa mujer tiene vocación de curandera o tiene formación como médico. El problema es que cualquiera de estas hipótesis sería realmente descabellada en sí misma, por separado y, en esta historia, aparecen todas juntas.
Bécquer pensaba en voz alta.
—Algo se nos escapa. ¿No te dijeron nada más ni el posadero ni el dueño de la herrería? —insistió Moga.
—Sí, pero no creo que sea importante. El herrero me dijo que Remo compró otra espada. Sabe que con ese armatoste que llevaba no podía pelear, creo que aprendió bien la lección que le di. La espada de Fulón era excesivamente grande y aun así tenía destreza con ella, es un rival respetable. El herrero me dijo que insistió en adornar la empuñadura y poco más…
—¿Qué adorno?
—Una piedra. Por lo visto es un tipo sentimental, porque el herrero afirma que la piedra era de lo más vulgar. Supongo que no andará bien de dinero. De hecho, haber venido hasta aquí con este encargo denuncia en sí mismo que Remo está sin blanca. Además, ni siquiera sabía que cumplía designios ordenados por el rey.
Moga, con los ojos cerrados, susurró seducido por algún trance.
—¡Esa piedra…, esa piedra es la clave!
—No creo que esa piedra encierre nada extraño. Una piedra no puede curar la herida que yo le hice y mucho menos el envenenamiento de la mujer. Tal vez cuentan con ayuda de más gente… Además, el herrero la trabajó durante la noche mientras él descansaba en la fonda… ¿No sería lógico que, si tuviese algún valor, Remo la protegiese más?
—Desconfía de los actos vulgares, de las costumbres más mundanas y de los tesoros que no ostenten belleza. Desconfía cuando un hombre le quite valor a una cosa pero tras las dudas acabe en sus alforjas. Yo conozco historias sobre piedras sanadoras, aunque ninguna tan potente como esa, capaz de curar heridas profundas, envenenamientos… Si esa piedra es capaz de hacer eso, es algo especial, digna de estudiarla. Los dioses, en los tiempos antiguos, solían otorgar dones a los hombres encerrados en piedras. No seas incrédulo, la gente ha olvidado la magia y el poder de las gemas, pero eso no implica que haya desaparecido. En la antigüedad se cuenta cómo los dioses entregaban piedras preciosas para aumentar el poder de las armas de sus súbditos; a sus hijos encargados de esculpir nuestro mundo también les otorgaban joyas. En las paredes de los templos antiguos hay cientos de historias sobre ellas, leyendas antiguas, ¿acaso Bécquer no me tienes a mí como claro ejemplo de la existencia de la magia? Desconfía de las apariencias… ¡Tráeme su mano albergando la espada donde está la piedra!