CAPÍTULO 10
La sombra de un rey
El palacio del rey de Vestigia tenía poca actividad. Era día de descanso para muchos de los que trabajaban en el castillo, pues las fiestas populares del vino implicaban a la mayoría de habitantes de la capital. El rey había abierto sus arcas para contentar a un pueblo hambriento y, durante tres días, los festejos mantendrían a la mayoría de sus súbditos en Venteria con el estómago lleno, entretenidos en competiciones absurdas y celebraciones paganas. Así, las voces susurrantes, los murmullos de la política íntima en los salones reales provocaban un eco mucho más tenebroso.
Frente a una gran chimenea, el monarca acogía a sus cuatro generales después de un almuerzo copioso. Repasaron asuntos tan dispares como la recaudación de impuestos, las relaciones con los reinos vecinos, el cumplimiento de los tratados de paz con el norte y, por supuesto, varios encargos personales del rey. El monarca se mostraba sombrío, silencioso, apesadumbrado. Así solía comportarse en privado en los últimos tiempos, en los que las malas lenguas decían que había perdido el brillo mental suficiente como para gobernar un pueblo carcomido por la pobreza.
—¿Qué hay del brujo Moga? ¿Tenéis alguna noticia?
El general Gonilier miró a sus compañeros sin entender de qué iba el asunto.
—¿Quién es ese Moga? —preguntó al monarca que parecía hechizado por las llamas de la chimenea.
—Moga… —la voz del monarca tembló—; Moga fue el que predijo lo que yo creía imposible, mi desgracia más profunda. No lo creí, no creí que los dioses fuesen a darme de lado después de tanto tiempo y ahora la miseria crece a la vez que su sombra en mis sueños.
El silencio se apoderó de la sala. La chimenea crepitaba angustiosamente como queriendo herir la oquedad y llenar la estancia de algo más cálido que la desolación de un gobernante amargado.
—De esa cuestión se ocupó el general Selprum, si no me equivoco… —comentó otro de los caudillos.
—¿Y bien, Selprum? Eres el más joven de mis generales. Esta tarea que se te encomendó es importante, aunque tenga apariencia nimia.
Selprum era un recién llegado, el general más joven de la historia del ejército de Vestigia. Proveniente de la Horda del Diablo, su carrera fue meteórica. El viejo general Rosellón delegó su cargo para retirarse a cazar y mantener sus fincas, tras una vida llena de guerra y méritos. Antes de marcharse, propuso a Selprum como sucesor. Esto levantó envidias entre los nobles, los políticos y terratenientes, pero Selprum aplacó las polémicas con mano dura.
—Todavía no tengo información de mi jefe de armas. Él fue quien contrató a los asesinos; sé que hay cuatro especialistas con el encargo de acabar con Moga, así que pronto recibiremos noticias —dijo Selprum mientras acariciaba el pelo de su capa de general del Ejército. Su mirada parecía perdida en el fuego que consumía los maderos dentro de la chimenea.
—Para ese brujo… no sé si con cuatro asesinos será suficiente.
—Señor, tal y como usted ordenó, contratamos a los asesinos porque su majestad no deseaba que se le relacionara con la muerte de Moga para no ganarse la enemistad de los pueblos del sur, donde el brujo posee adeptos y es querido entre las gentes.
—Mi rey —comenzó a decir el general Gonilier—, ¿qué daño hizo ese curandero? Todos los brujos son meros charlatanes…
—¡Ese cretino merece morir! —gritó el rey y después continuó en tono más sosegado—, pero creo que con cuatro asesinos no es suficiente… ese hombre… Ese hombre tiene poderes que escapan a nuestra comprensión. Un pacto con los infiernos. Es amado en la región, donde tiene esclavizada la voluntad de los hombres. Ya es hora de que esa costa olvidada recuerde a quién debe rendir pleitesía. Esos poblados se castigaron mucho tras la invasión y retirada de los nurales en la primera parte de la Gran Guerra.
—Es un adivinador más afortunado que otros, pero no se preocupe, señor —dijo Selprum—, morirá…, aunque tenga que ir yo personalmente a matarlo con la Horda.
—Esperemos que no sea necesario. Si tus asesinos cumplen su cometido, incluso tendremos chivos expiatorios a quien adjudicar el crimen. Tenme bien informado. Si esos profesionales fracasan… entonces, ya veremos…
—¿Tan peligroso ve el rey de Vestigia, vencedor de la Gran Guerra, a un simple mago? —preguntó Gonilier elogiando sobradamente a su monarca, alegando una dudosa victoria de la que seguro también se jactarían los grandes señores nurales en conversaciones privadas con su rey.
—¡Ese maldito pronosticó mi caída, rebeliones, dijo que mi estirpe moriría pronto! No voy a consentir que siga vivo. Me faltó al respeto.
Selprum se retiró a sus aposentos pensativo. Era un invitado del rey y poseía una habitación en el castillo, con vistas a la gran plaza de la ciudadela. Sentado en un sillón frente al ventanal, contempló la fiesta, los bailes, el jolgorio apropiado que se vivía en las fiestas del vino. Estaba pensativo después de aquellas palabras de Tendón.
El general Rosellón entró en sus aposentos. Estaba de paso en las festividades, para comprar esclavos y contratar jornaleros.
—¿Qué te ha dicho nuestro justo rey?
—Me ha vuelto a preguntar por lo de Moga. Está obsesionado con el brujo. Piensa que las predicciones que le hizo pueden cumplirse.
—Creo que está amargado, incapaz de resolver la crisis económica. Vestigia es una flor, es fértil y sin embargo tiene problemas comerciales muy graves a causa de una política exterior errónea y las enemistades de nuestro monarca… Es, y siempre lo fue, un hombre orgulloso en exceso. Su superstición hará veraces las locuras de ese Nigromante.
—¿Cuánto tiempo os quedaréis, Rosellón?
—Hasta mañana. Acudiré a la cena esta noche. Selprum, cumplid bien ese encargo real, en ocasiones es en las pequeñas tareas donde se reciben más recompensas. Aunque te parezcan delirios de un loco. Tendón está viejo y cansado de la vida palaciega; ahora, enfermo según dicen, solo desea solucionar sus pesadillas, sus supersticiones; estoy seguro de que será la misión por la que más te alabará y quizás te otorgue privilegios y riquezas…
—De las que yo siempre os haré partícipe, Rosellón —dijo Selprum inclinando la cabeza.
Mandó llamar a su jefe de armas. Quería saber si se tenía alguna noticia de los asesinos; en concreto, quería saber si había nuevas de Remo.
Selprum odiaba a Remo. Lo había envidiado desde siempre. Desde que el difunto capitán Arkane le tuviese aquel afecto. Cuando vivía el capitán, fueron tiempos de gloria para la Horda, pero muy desafortunados para Selprum. Por suerte, el general, al que siempre había sabido acercarse Selprum, detestaba el individualismo, el orgullo y el respeto escrupuloso de valores dudosos para la vida militar de Arkane. Aborrecía el carácter rebelde de Remo, que solo parecía respetar a su capitán como ejemplo a seguir. Rosellón vio en Selprum el cambio que quería para el destacamento de cuchilleros de la Horda. No le importó saltarse la Ley del Ejército para conseguirlo…
Jamás había vuelto a ver a Remo cara a cara. Según había oído, tras su degradación y exilio de la capital, se sumió en la miseria. Tuvo noticias de que intentó enrolarse en algún barco. Todo acabó en un naufragio, una tormenta y mucho ron. Finalmente, mendigando, perseguido por gente a la que debía dinero, su suerte iba a peor. Según tenía entendido, comenzó a trabajar de asesino para pagar deudas. No tenía ni montura cuando ordenó que lo contrataran. Por supuesto Remo no tenía ni idea de que estaba trabajando para él. Selprum se lo dejó muy claro al jefe de armas. Remo no debía saber la procedencia del encargo porque seguramente rechazaría el trabajo por más que necesitase la recompensa. Si de algo estaba seguro Selprum, era de que el odio que él albergaba hacia Remo era leve en comparación al que debía de sentir el desgraciado con respecto a su suerte.
Selprum podría haberlo matado entonces, cuando no era más que un pordiosero. Quizá por el orgullo propio de pensar que nada debía temer de un maldito, por demostrarse a sí mismo que había superado la sensación alienante de haber cometido injusticias, incluso, de cierto temor que tenía a la destreza de Remo como guerrero, lo dejó vivir. Nada debía temer; mucho menos cuando lo elevaron al rango de general…
Un aporreo en la puerta de sus aposentos lo sacó de sus cavilaciones.
—Pasa.
Era su jefe de armas.
—Mi señor, ¿me había mandado llamar…?
—¿Qué sabemos de la escoria que contrataste para matar a Moga?
—Todavía nada…
—¿A quién encargaste la tarea?
—Tal y como usted ordenó: a Fulón, Menal, Sala y a Remo. Les contraté por medio de otros, como es habitual.
—Bien. Si regresan Fulón, Menal o Sala, quiero que los detengáis inmediatamente con el cargo de asesinato. Si es Remo quien regresa, matadlo sin contemplaciones.
Ya estaba hecho. Selprum aquella noche durmió plácidamente.