CAPÍTULO 27

Batora

La ciudad de Batora, en la meseta de Meslán, albergaba el mayor asentamiento militar del interior de Vestigia. A la vera de un río caudaloso, el Mesilo, las llanuras doradas de cereal, las planicies de girasoles y los maizales cercaban la única ciudad sin muralla del reino. Allí casi toda la población en tiempos de guerra se marchaba a ejercer su oficio; sin embargo, en la paz actual, estaba siempre creciendo y proliferaban los negocios con Venteria. Quizá eran las familias de los militares y nobles las únicas capacitadas para el mantenimiento de explotaciones agrarias, y de Meslán salía la mayor parte del trigo y el maíz de Vestigia. El rey y sus leyes impedían que los caudillos de Batora expoliasen y se hicieran dueños de las llanuras de Gibea, gobernadas por nobles corruptos en la inmunda Luedonia. Las malas lenguas aseguraban que Luedonia no fue cedida a los señores de Batora porque de allí provenía la reina Itera, esposa de Tendón, mujer frágil asolada por una salud volátil, que muy pocas veces se dejaba ver en público.

En la periferia de la gran Batora, en el costado este, se apostaba el regimiento de la Horda del Diablo. Nada que ver con el enorme despliegue de terreno que poseían otros destacamentos más nutridos del ejército de Vestigia. La Horda no representaba ni la décima parte del ejército vestigiano. Sin embargo, su carácter y los sonados éxitos en los campos de batalla la habían colocado al frente de la élite.

Los gemelos Glaner y Lorkun el Lince, llegaron al atardecer. Lorkun recordaba muy bien allende los años cuando él mismo viajó a Batora para alistarse en la Horda. Muchos años habían retorcido su destino y, sin embargo, sentía nostalgia de aquellas tierras y de esos tiempos en que era un adolescente en busca de aventuras. Allí conoció a Remo.

—Lorkun, es una locura presentarnos de este modo en la maldita boca del lobo.

—Te equivocas…, el lobo está en la capital, aquí tan solo ha dejado sus dientes —contestaba risueño Lorkun siguiendo la metáfora de Uro. Su hermano Pese guardaba silencio, pero tras sus ojos se adivinaba la misma inquietud.

—Somos proscritos, Lorkun, indeseables —insistía Uro.

—Ninguna ley nos impide visitar Batora, esto no es Venteria, ni tampoco vamos a ondear una bandera y conspirar contra el rey a gritos. Cuchichearemos en la noche…, tan solo será eso.

Descendieron el pequeño remonte desde el que contemplaban el asentamiento de tiendas de campaña y casitas de madera donde había estandartes de la Horda. Lorkun sabía con quién debía hablar, la indicación de Remo fue muy precisa y lógica. Trento era el hombre que podría provocar una alteración en la suerte de su plan.

—Esperaremos al anochecer para entrar en el campamento.

Mientras el sol se apostaba entre lejanas montañas, los tres miraban las luces de las antorchas ir y venir con el ajetreo normal del toque de queda del asentamiento de la Horda. Cada cual en su memoria revisaba viejas estampas del pasado común, de cuando ellos mismos estaban dentro de las tiendas que ahora vigilaban desde lejos, cuando hacían hogueras, entre risas y bravuconerías, apostando por la suerte futura en batallas. Dormían siempre a pierna suelta, sin peso en la conciencia.

—Nos lo robaron todo —susurró Lorkun—. Era nuestra forma de vida. Jamás me he vuelto a sentir completo desde que caí en desgracia.

—¿Ni con la religión?

—Remo tenía razón. La religión me ha dado la paz para saber aceptar mi desgracia y para seguir viviendo, como el caballo se acostumbra a vivir en el establo, aunque sienta nostalgia del tiempo en que corría libre por los campos. Pero mi virtud estuvo aquí y fui despojado injustamente de ella. La religión me dará paz para no volverme loco tras la venganza.

—Hablas muy bien para ser tuerto —dijo Pese Glaner.

Los tres rieron su ocurrencia absurda. Con la noche iniciaron su caminata, agachados. Una vez cercanos al linde de almenaras que cercaba el Asentamiento Este, se vistieron de religiosos tal y como había previsto Lorkun.

—Que los dioses nos perdonen por esto.

Se sorprendieron de lo profunda que fue su incursión hasta que les dieron el alto. Con un poco de suerte habrían conseguido llegar a las primeras tiendas de campaña.

—¡Vosotros, alto ahí!

Rápidamente fueron rodeados por dos lanceros que los amenazaron con sus armas. No parecían estar de broma.

—¿Qué hacen tres clérigos en un campamento militar? —preguntó uno de ellos—. ¡Dad media vuelta! El acceso a la ciudad de Batora para los forasteros es al sur y, a estas horas, necesitaréis buena razón para que os dejen paso.

—Venimos buscando a un viejo amigo. ¿Conoces al maestre Trento de los cuchilleros de la Horda?

—Con la noche cerrada no se le puede molestar. Esto es territorio militar. Largaos. Mañana la facción de los cuchilleros se marcha al alba, así que perdéis el tiempo.

Los tres se miraron.

—¿Todos los cuchilleros?

—Sí, hasta se ha llamado a la reserva. Orden del general. Todos. Así que lo siento, pero estáis perdiendo el tiempo aquí.

—Verás, nosotros necesitamos hablar con él. Es muy urgente. Id a avisarlo si no queréis que se entere de que no recibisteis a Lorkun el Lince.

El centinela lo miró fijamente y lo empujó. No parecía merecerle respeto un hombre tuerto apodado el Lince vestido de sacerdote religioso. Lorkun entonces se despojó de la capa y los atuendos de monje y quedó semidesnudo frente a ellos. Se giró y, a la luz de la antorcha, pudieron contemplar el tatuaje inconfundible de la Horda.

—Mi nombre es Lorkun, maestre cuchillero de la Horda del Diablo, soldado a las órdenes del rey en la Gran Guerra, sirviente del gran capitán Arkane y compañero entre otros de Remo y Trento. Estos son los gemelos Glaner, igualmente servidores patriotas en la Gran Guerra contra Nuralia: Uro y Pese Glaner, caballeros de la Horda. Desde aquellos tiempos de locura, tras las batallas, consagramos nuestras vidas al servicio del dios Huidón señor de las montañas.

Los tipos se miraron.

—Ahora sois clérigos… Debió de ser una guerra horrible. Está bien… Ve a avisar a Trento de que Lorkun el Tuerto está aquí.

—El Lince… Lorkun el Lince.