CAPÍTULO 3
La invasión de Aligua
Los sueños de Remo siempre versaban sobre el mismo tema desde hacía diez largos años: la Gran Guerra entre Vestigia y Nuralia, tiempos azarosos para Remo; sin duda, una etapa feliz. La guerra le dio prestigio y la vida militar le era grata. Siempre soñaba con aquellos años rojizos, fecundos y plenos, para despertarse en la pena gris y gélida de su presente.
Remo entonces, pertenecía a la famosa «Horda del Diablo», un destacamento especial del ejército de Vestigia, comandado por el general Rosellón y sus cuatro capitanes. En concreto, a Remo le acudía el recuerdo de una noche concreta…
La guerra estaba estancada en una tregua endeble y el rey de Vestigia, Tendón, quería provocar a Nuralia, pues según sus espías daba muestras de agotamiento. La Horda fue enviada a invadir Aligua, un pueblo costero de Nuralia, con objeto de romper la tregua, provocando así la que sería la última fase de la contienda. Ocho barcos se acercaban con la noche y el viento de aliados a las aguas nurales.
La madera enmohecida rechinaba y crujía en el vaivén de las olas. El olor a sal resecaba las aletas de la nariz y los labios. Era una noche de viento fresco, denso y poderoso, que empujaba en la dirección correcta, alentando las almas de los guerreros. Las velas hinchadas parecían querer escapar, ansiosas, ávidas por tomar tierra. La noche se precipitaba hacia la costa cercana. Lo que no veían sus ojos, lo contemplaban con detalle sus ilusiones. Así lo revivía Remo cada vez que su memoria se anclaba en aquella noche de sangre y redención.
Bajo el peto metálico de Remo, tras la cota de malla, debajo de su piel, latía en las entrañas el ardor de la juventud justiciera. Un corazón virgen de amores, lleno de emoción, fuerte y vigoroso. Latía su inquietud ante lo desconocido, la esperanza de victoria, la sed de aventura. Sus ojos brillaban escrutando la noche desde la cubierta del barco. Miraba a sus compañeros, sintiéndose parte de un grupo. Sus hermanos de sangre, sus amigos, sus cimientos, eran todos esos hombres armados de orgullo y valor. Su miedo se convertía en espuma cuando giraba su cabeza y contemplaba cómo los demás barcos les seguían como en un cortejo. No había miedo en el puño que formaban. La mayoría ya habían luchado antes juntos, y sabían de qué eran capaces. El ansia por repetir victoria poseía a los que, como Remo, conocían la guerra en primera línea, después de años de adiestramiento, de aventuras y suertes, de batallas cruentas. El hambre de gloria parecía elevar el barco dos o tres palmos por entre las cimas de las olas.
—¡Caballeros de la Horda! —gritó con fiereza el capitán, y hasta la mar parecía silenciarse.
Remo lo miró sumiso en el respeto. Un respeto más que ganado por él. A muchos como a Remo los arrancó de la miseria. Los convirtió en guerreros profesionales. Hombres de provecho, bien alimentados.
—Ahora, cuando atraquemos, avanzaremos en fila de a dos, en silencio. No esperan nuestra visita. ¡Tened valor, hermanos míos…, confiadme vuestras vidas, que la mía os pertenece! —gritó el capitán Arkane. Remo sentía tanto afecto por el capitán que no hubiera dudado en dar su vida por él.
El barco atracó por fin y pareció como si les quitasen una cadena del cuello. Rápido se tendieron las pasarelas y los hombres pudieron ir bajando. Remo se tiró por la borda con otros tres, agarrando un cabo para descolgarse después. En su pecho ya no cabía más espera. El agua fresca lo reconfortó. Una carcajada lo hizo tragar agua cuando comprobó que muchos había a su lado que los siguieron, deseando llegar cuanto antes a la orilla y estar en los primeros puestos en esa columna. Con el peto y la cota, les costó mucho avanzar los metros escasos hasta el rompeolas. Por fin en tierra, se unieron a la fila. Lorkun, el Lince, lo acompañaba como tantas otras veces. Con una antorcha cada diez hombres, comenzaron a avanzar siguiendo al capitán. En tierra, la brisa era más cálida. La luna asomaba por entre los nubarrones y hacía relucir las armaduras. El grupo avanzó hacia el interior del acantilado. El sonido de las olas fue alejándose engullido en la lejanía por un silencio estático sin el vaivén de los mares.
El capitán los llevó a un ritmo intermedio, hacia la cima de los acantilados. Las demás embarcaciones atracaron y las otras compañías de la Horda siguieron sus huellas hacia una reagrupación en la cumbre.
—Arkane reserva nuestras fuerzas para la batalla —dijo Lorkun en susurros. Como todos en la compañía, gustaba de reconocer la agudeza del capitán. Cualquier otro loco gastaría las energías de los hombres corriendo en una marcha inútil.
El camino se angostó y les llegó la orden de abandonar la formación de dos y hacer una fila. Lorkun quedó detrás de Remo, pudiendo este escuchar sus pisadas. Remo miró hacia la playa y vio el navío que los había traído a las costas enemigas, pequeño, levemente iluminado por el reflejo de la luna en el mar y las antorchas de la guardia que lo vigilaba. Le recordaba a los juguetes de los niños ricos que probaban en el río mientras los niños pobres tan solo podían imitarlos vagamente con pedazos de corteza, palitos y tela raída. Aquella juventud huérfana ahora no le pesaba, se fundía en el fuego de su corazón, en las ganas de ascender y evolucionar en la compañía.
Remo miró al cielo, que parecía estar abriéndose, como si las nubes huyeran de la contienda. Tal vez los dioses las apartaban para contemplar mejor.
En la cima, siguiendo la orden del capitán, apagaron las antorchas y avanzaron hacia un bosque. Sin vereda, volvieron a la fila de a dos. El bosque no era muy denso, y antes de llegar a su linde ya divisaron el objetivo. La ciudad de Aligua, abajo, a lo lejos, parecía dormir plácidamente con párpados pesados en la bahía pacífica. Era una ciudad importante para el comercio, pues en su puerto se desembarcaba la mitad del pescado de los plúbeos, que viajaba para las tierras del Norte y para la propia Vestigia. No tenía castillo. El señor de Aligua debía de dormir ajeno al asalto, en el centro de la ciudad. Nadie podía imaginar que el ejército de Vestigia se tomase revancha por los incidentes de la frontera. En un caserón, un palacete de estilo costero, los estandartes indicaban claramente su ubicación. En cientos de años los tratados siempre habían protegido esa ciudad por su importancia económica. Durante la Gran Guerra jamás se había contemplado atacarla. La situación debía de ser límite para que el rey de Vestigia quisiera asestar un golpe tan bajo. Arkane ordenó cuerpo a tierra. Todos los soldados se tendieron sobre la hierba. Tenía que esperar a los demás capitanes de la Horda.
—Hace una noche espléndida, mira —Lorkun era muy hablador, no podía resistir la espera sin más. Su apodo, el Lince, se lo tenía ganado por su destreza para lanzar cuchillos, debía de tener el don de los dioses posado en los ojos.
Remo se desplazó hacia el capitán. Lorkun lo siguió. A rastras se acercaron hacia las posiciones cercanas a Arkane. Pronto los capitanes decidirían la estrategia y Remo quería enterarse, quería escuchar cómo pensaban sus mandos. Por fin, el resto de compañías alcanzaron el punto de organización. Los demás capitanes se acercaron a Arkane. El general Rosellón, el fundador de la «Horda del Diablo», tomó la palabra.
—Veamos… Según el encargo de nuestro rey —comenzó a decir el general—, hemos de capturar al señor de Aligua y arrasar la ciudad. Lo segundo sería bien fácil sin lo primero. No hay muchos soldados en esa ciudad. Pero nuestro rey lo quiere vivo. Así pues, nos aseguraremos de que ese infeliz no huya al escuchar nuestra incursión. Arkane, tu destacamento es el experto en sigilo… ¿Qué propones?
Arkane no parecía prestar atención al dirigente. Su mirada estaba presa de las luces lejanas de la ciudad.
—Una avanzada compuesta por cuatro de mis hombres, que yo capitanearé, capturará al señor de Aligua; los demás esperaréis aquí una señal de fuego en los tejados del palacete.
El general asintió.
—Está bien, Arkane, escoge a tu gente. Los demás, esperad la señal. Las órdenes de nuestro rey son claras. Esta misión ha sido encargada a la Horda para causar terror, para provocar el temor hacia Vestigia. Arrasad la ciudad por completo. Después agruparemos a los prisioneros en la plaza central del pueblo. Espero que al amanecer estemos ya en nuestros barcos disfrutando de cerveza y bellas mujeres.
Todos rieron el comentario del general. Todos menos Arkane. Él simplemente se separó de aquel consejo dirigente y se acercó adonde Remo estaba.
—Selprum, en pie… Remo, en pie… Trento, en pie… Uro Glaner, en pie. Vendréis conmigo a la ciudad. Los demás quedáis bajo el mando de Gorcebal.
Arkane, apodado el Felino, famoso por su maestría con los cuchillos voladores y los asaltos con sigilo, capitán por méritos propios de la «Horda del Diablo», era un hombre de mediana estatura, muy delgado, de mirada intensa. Su destreza y su habilidad para la instrucción le hicieron cosechar fama.
—Señor… —dijo Selprum, el alumno aventajado de Arkane—, ¿para qué una espada lenta en una misión de sigilo?
Arkane no respondió, ni tan siquiera parecía oír lo que acaba de decir su subordinado. Se estaba quitando todas las protecciones. Después parecía repasar la colocación de los cuchillos que poseía por todo el cuerpo. A Remo no le sorprendió aquella queja de Selprum, siempre deseando promocionar a sus amigos en detrimento de los demás. «Una espada lenta» era la definición que para Selprum tenía Remo. Mientras que casi todos los caballeros de Arkane poseían el dominio de los cuchillos voladores, Remo se había especializado en la espada. Para muchos como Selprum era indigno de la división de Arkane y mucho menos del rango de caballero. En la Horda se podía ser soldado, ascender a caballero, maestre de grupo o maestre de adiestramiento. Remo había conseguido ser caballero y Selprum se temía que pudiera convertirse en maestre, rango que él ostentaba. Lo menospreciaba desde el mismo día de su ingreso en la división de cuchilleros, por el hecho de que Remo no era bueno con los cuchillos, característicos de la orden.
—Si nos pones en peligro, yo mismo acabaré contigo —le advirtió Selprum a Remo.
—Sel, un día, de tanto buscarme, me encontrarás…, y ese día respetarás mi espada lenta.
Todos imitaron al capitán y se despojaron de las armaduras para ser más silenciosos. Remo fue el único que conservó la espada. Después Arkane comenzó a correr colina abajo, hacia la noche serena, que por momentos parecía demasiado quieta. Remo corría tras él, pero pronto fue adelantado por Selprum que daba zancadas espectaculares.
Arkane se movía como una fiera. Era capaz de usar cualquier apoyo para catapultarse aún más hacia delante. A veces saltaba rodando a favor de la pendiente hecho un ovillo, para después, con una pirueta, volver a saltar propulsado y cayendo en posición óptima para seguir corriendo. Remo intentaba imitar su estilo desde que había llegado a la Horda, pero sabía que jamás podría tener esa flexibilidad y esa capacidad para concentrar la fuerza. Era más corpulento que el capitán, más tosco y torpe. Remo jamás lanzaría cuchillos como Arkane, incluso jamás tendría la puntería de su amigo Lorkun; probablemente, de los seleccionados, podría ser un estorbo, pero a sus veinte años Remo se había ganado el respetable rango de caballero, desterrando todas las pamplinas que tuvo siempre en contra de gente como Selprum, que siempre intentaron recordarle que un miserable huérfano de campesinos jamás podría llegar a formar parte de un cuerpo de élite. Remo estaba dispuesto a morir en aquella misión, estaba dispuesto a dar la vida cada día que iba a la guerra, y eso marcaba la diferencia. A pulso de espada y acero, de sangre y dolor, se había hecho un hueco en la división.
Junto a unas granjas, los cuchilleros esperaron a Remo, que se había rezagado ligeramente.
—¿Te pesa el culo, Remo?
Selprum parecía dispuesto a dejarlo en evidencia siempre que tuviera oportunidad.
—A partir de ahora, más silencio —dijo Arkane.
No dio tiempo a Remo a interpretar sus palabras, ni a discernir cierto apoyo frente a Selprum, porque directamente el capitán volvió a salir corriendo si cabe con más tenacidad que antes. Ligero como una gacela, saltaba las vallas a veces sin necesitar apoyo. A través de las sandalias de cuero, Remo percibía de cuando en cuando el frescor extraño de la hierba. Porque hasta la hierba era distinta, enemiga, en aquel territorio que usurpaban. Se sentía observado por la misma naturaleza. El corazón lo tenía contenido, pinchando las entrañas con nervios.
El objetivo era una casa muy alta, de cuatro pisos. Podía verse desde las primeras callejuelas, cómo superaba los tejados de las viviendas que la cercaban. Selprum avanzó hacia una calle, miró a uno y otro lado, les hizo una señal, y así fueron sorteando callejas angostas. Las avenidas principales tenían antorchas salpicadas que iluminaban lúgubres las fachadas amarillentas. Ya habían esquivado un par de transeúntes sin tener que matarlos. Uno era un soldado bien armado que al parecer iba inmerso en profundos pensamientos, con la cabeza gacha. El otro era un borracho, que igual ahora permanecía durmiendo en la misma calle donde lo divisaron. Pronto, tras la victoria, podrían ellos también emborracharse de aguamiel, cerveza y hartarse de carne asada.
Selprum los condujo a la calle anterior a la fachada trasera del caserón. Arkane se adelantó entonces ordenándoles un alto para echar un vistazo. En esas casas dormían los infelices a los que la invasión iba a sorprender. Arkane volvió de su reconocimiento.
—Hay un centinela en cada esquina de la casa y en la puerta de atrás hay dos. Están bastante frescos, por lo que pienso que acaban de cambiar el turno de guardia. Hay que matarlos sin hacer el menor ruido. Seguidme.
Así lo hicieron. Remo sintió cierto temblor incontrolable en parte de su pierna derecha. Trató de serenarse pero aquel temblor no cesaba. Arkane, agazapado, asomó la cabeza por la esquina de la última casa de la calle. De repente avanzó con una frialdad temeraria, exponiéndose a ser visto. «Esperad mi señal», dijo simplemente antes de partir. Lo vieron caminar erguido hacia la entrada. Los soldados, hablando entre sí, aún no advertían su presencia. Su objetivo era ganar los metros suficientes. Llevaba las manos a la espalda. Remo pudo ver el destello de los cuchillos mortíferos que sujetaba. Andaba despacio, con la punta de los pies. Remo admiraba la agilidad de ese hombre. Uno de los soldados se giró casualmente. Arkane reaccionó. Lanzó sus manos hacia delante mientras se agachaba flexionando las piernas. Los cuchillos silbaron en la noche. Al que había girado la cabeza le acertó en su ojo derecho. Al otro se lo clavó en la sien. Ambos se desplomaron.
Remo, ante el estruendo de los cuerpos inertes golpeando el suelo, cerró los puños, como tratando de atrapar el sonido. Arkane no parecía preocupado. Miró a uno y otro lado, con dos nuevos cuchillos preparados, previendo que en las esquinas los soldados a lo lejos se hubieran percatado de su actuación. Viendo que no era así, corrió hacia la entrada y se giró apoyando su cuerpo de espaldas a la puerta de madera oscura. Después hizo una señal para que Selprum y los demás cruzasen también.
Maravillado aún por la limpieza del crimen de Arkane, avanzó aturdido, pensando con todas sus fuerzas que no sería visto por nadie, como si el pensarlo fuese a otorgarle la invisibilidad. Se colocaron a ambos lados de Arkane en su misma postura. Se oía cómo el capitán forzaba la cerradura con una de sus afiladas armas. Remo miró su cinturón, repleto de esas cuchillas mortales. Al cabo de unos instantes se escuchó la concesión de la cerradura. Arkane era un maestro.
Estaban ocultos en un jardín interior, de amplitud considerable. Sentía el peligro acompañarlo como su sombra. No se oía más que el rumor del agua que fluía de una fuente en el centro del jardín. Arkane avanzaba hacia el extremo del jardín, donde otra puerta de madera los debía de conducir al interior. El silencio parecía delator. Tan absoluto, tan hermético, que parecía así mismo frágil.
Llegaron a un pasillo que los condujo hacia unas escaleras. La habitación del señor de Aligua debía de estar situada en la última planta.
La escalinata de caracol recorría los tres pisos. Todos imitaban a Arkane, que iba escondiéndose de posibles miradas, ascendiendo pegado a la pared. Iban directamente al tercer piso. La escalera continuaba hacia arriba, por lo que dedujeron que llevaba a la terraza superior desde donde tendrían que hacer la señal a las tropas.
El corredor era muy largo, con diez habitaciones, iluminado por tres grandes pebeteros con brasas incandesdentes. Cada cuarto tenía una estatua de mármol en la puerta. Ninguna de las habitaciones destacaba entre las demás como posible dormitorio del señor de la ciudad. Remo pensó que se estaban equivocando… De repente se escuchó un fuerte chasquido. Todos siguieron a Arkane que, instintivamente, se lanzó en pos de la primera habitación. Con el mismo artilugio con el que abrió las otras puertas, abrió también esta y se precipitó al interior. Todos entraron en la total oscuridad. Fuera, en el pasillo, se escuchó un nuevo chasquido, y una puerta chirrió al abrirse. Se acercaban pasos. Arkane cerró la puerta del cuarto donde estaban metidos.
Un golpe seco y un chispazo. Selprum encendió así una vela llorona que colocó en el interior de una lámpara. Estaban en un almacén…, solos. En cajones de madera había apilados multitud de objetos, desde la más vulgar vasija hasta cuchillos y espadas, utensilios femeninos e incluso pinturas y acicates.
—Ya puedes tirar esa espada fea y tener un arma decente… —comentó Selprum mientras asía una de las armas con la empuñadura dorada.
Remo jamás habría cambiado su espada por cualquier otra…
—Antes de cerrar la puerta he visto a un soldado caminando hacia el fondo del pasillo. Creo que salió de la quinta habitación, pero no estoy seguro. Llevaba en una de sus manos un rollo de pergamino…, debe de ser alguna orden dada por el señor de la ciudad. Ese es el paradero más probable. Haremos lo siguiente: Selprum y yo entraremos en esa, los demás entrad en las de alrededor. Si fueseis vosotros los que acertáis, no dudéis en gritar para que vayamos en vuestra ayuda. Si veis que no es la habitación correcta, salid de inmediato a ayudar a los demás. Si os ve alguien, matadlo, sea quien sea, rápido y lo más silenciosamente que podáis. Tomad estas ganzúas para abrir sin ruido las puertas. ¡Suerte, hermanos!
Con sigilo, volvieron al pasillo. Remo se encargó de la habitación contigua al almacén. Frente a la puerta, vigilado por la estatua de una hermosa mujer, intentando abrirla, Remo trataba de acordarse de los consejos que los instructores le daban para abrir rápido una cerradura. Notó cómo cedía el cerrojo…, había conseguido su objetivo incluso antes que el capitán, que todavía luchaba contra el cerrojo de la suya. Abrió con sigilo. La puerta estaba bien engrasada y no hizo el más mínimo ruido.
Había luz dentro, aunque tan tenue que parecía a punto de extinguirse. Cuando ya hubo espacio para pasar su cuerpo, Remo metió la cabeza. Había un aroma dulce flotando, un perfume tan ligero como la luz de la estancia. Lo primero que vio fue una especie de recibidor, una antesala a otra habitación de la que provenía la ligera luminiscencia. Nada se movía. Entró cerrando tras de sí.
Apareció en un recibidor que estaba repleto de cortinas de seda. Avanzó apartándolas con lentitud. En el suelo vio dos escalones descendentes. Las sedas disimulaban el paso hacia otra estancia. Las telas inofensivas supondrían un engorro si encontraba enemigos allí dentro. Estaba ya cansado de apartarlas. Remo se detuvo frente a la última de las telas que transparentaba ya toda la habitación.
Había una chimenea a la derecha, en la que no acababan de dormirse las ascuas. Remo sintió calor. A la izquierda se encontraba una cama, bastante grande y pomposa, con edredones multicolores. Algo se movió entre la cama y la chimenea… Era la belleza.
La belleza era una mujer.
Hasta ese día Remo no se había detenido a apreciar lo bello. Tenía delante de sí la mejor de las esencias, la nota musical más centrada, el agua más nítida que anida en el interior de un lago límpido. Se le paró el corazón partido en dos. Su alma fue robada. Le quemaban los pulmones. Su boca se entreabrió admirando por sí misma la hermosura de esa mujer.
Desnuda, con paso lento, fragante, se acercaba al poco fuego que le quedaba a la chimenea. Después, apoyando su mano frágil en el frontón de la misma, se agachó hacia unos maderos para alcanzar un tronco. Sus pechos se movieron…, su vaivén hacia delante al agacharse incendió el corazón del guerrero que la observaba. Actuaba ajena al intruso y su gracia era pura, sin maquillajes ni ademanes falsos para agradar. El madero parecía horrible tras su mano de mantequilla, deforme y grotesco al colocarse junto al cuerpo esbelto. Su piel en la penumbra parecía el resultado de quemar azúcar. Con los lametones del fuego se doraban sus redondeces, adquiriendo un tono moreno tendente al rosado. Su melena, como una cortina, se ondulaba con cada movimiento.
Remo la miró de espaldas, tratando de amortiguar su respiración para no alertarla. De repente le parecía un crimen estar mirando esa parcela de intimidad, esa tranquilidad en la que ella, desnuda, preparaba el fuego del hogar para seguir durmiendo apaciblemente rodeada de mantas cálidas. Remo miró la cama buscando varón, mas nadie acompañaba a la mujer. Debía de sentirse reconfortada en su soledad avivando el calor del fuego. Remo tuvo la tentación de dar media vuelta e irse por donde había venido sin alertarla. Pero entonces recordó para lo que había entrado a ese dormitorio, como si hubiesen pasado años desde que habían desembarcado, como si cada mirada que había posado en ese cuerpo pudiese haberlo trastornado durante días. Remo estaba allí para secuestrar al señor de la ciudad. Aquella no era su habitación, debería de salir de allí con presteza. Arkane y los demás podían necesitar su ayuda en otras habitaciones.
Entonces entendió que no podía irse sin más y abandonarla. Se imaginaba a los hacheros de la Horda entrando en tropel en el palacio, destruyendo, prendiendo fuego a aquellas cortinas y dando muerte a aquel cuerpo. Tal vez cosas peores. Nadie podría sentir la ternura que él sentía, ni comprender que no se debiera dañar la delicadeza de esa muchacha. Ellos venían a despachar enemigos y sacar provecho. De repente se sintió monstruoso, incivilizado y brutal.
Remo jamás había imaginado que aquellas canciones que entonaban los bardos en las plazas, los poemas de los trovadores cuando hablaban de amor, aquellas poesías que había escuchado, pintasen con tanta fidelidad un sentimiento como el que ahora mismo él poseía, arrebatada su alma en aquella visión.
Un intruso. Remo era un intruso; a poco que hiciese ruido y ella se percatase, con toda seguridad gritaría. La joven se dio la vuelta y se encaminó con el semblante soñoliento hacia la cama. Su belleza parecía evolucionar con cada nueva perspectiva. Sus ojos amplios, seducidos por el sueño, sus labios rosados entreabiertos hermanos de la pulpa de fresas… Remo volaba en un abismo. ¿No podía sacarla de allí, ofrecerle un destino distinto del que esa noche aplastaría la ciudad? Nada más cruzar la puerta con ella… ¿cómo explicaría a Arkane su compañía? Se imaginaba a Selprum matándola para fastidiarlo. No podría salir de allí con ella…, definitivamente no. Pero jamás podría volver a dormir en paz con los dioses sabiendo que la había dejado a su suerte. Los dioses habían distorsionado su patria y su deber desde el instante en que habían permitido a su corazón latir en respuesta a la contemplación de la joven. Ese descubrimiento de la belleza, en cierto modo, le inspiraba una obligación de protección, como si fuese un signo celestial. ¡Qué astuto era su corazón que ahora le proponía designios místicos! Qué miserable la desdicha que lo perseguiría si volvía su rostro y se marchaba. Decidió arriesgarse.
—Mujer… —Remo habló susurrando mientras apartaba el último velo para ser totalmente visible a los ojos de la joven. Ella parecía dormida. La veía aun mejor sin la tela de por medio, y confirmaba con pavor que era esclavo de solucionar su destino.
—Mujer.
Esta vez la chica abrió los ojos.
—Shhh…
—¿Quién?… ¿Qué hacéis vos aquí?
—Mi señora… —Remo estaba desesperado. El pánico de la chica parecía imposible de controlar. Remo desenvainó su espada y ella emitió un gemido. Quedó paralizada mirando en dirección a la chimenea.
—Por favor, caballero, no me hagáis daño, pues nada valgo…, por favor, os suplico que no me hagáis daño.
La mujer gemía con mucho esfuerzo intentando que su voz no sonase alta. Parecía entender que el intruso no quería hacer mucho ruido. Lejos estaba ella de comprender que tenía a Remo a sus pies. No descifraba en la mirada del hombre la ternura y la rendición.
—Señora, quiero que me escuchéis y después me marcharé. Juro que no os haré daño. Juro por los dioses, por los que nunca he jurado y hoy juro, que no os dañaría, mi señora.
La chica lo miró a la cara durante un instante y luego, temerosa, volvió a la chimenea su vista. Encontró que el intruso estaba de rodillas abrazando el puño de su espada apuntalada en el suelo.
—Escuchadme —continuó Remo—: está a punto de acontecer una invasión a esta ciudad. Yo pertenezco a la avanzadilla. Si queréis salvar la vida, haced justo lo que yo os diga…, y por los dioses hacedme caso…
Remo metió la hoja de su espada en el fuego. Tenía un plan.
—Señor, yo solo soy una dama de compañía de la hija del caudillo de Aligua. No tengo riqueza ni…
—Cuando lleguen los soldados, intentad por todos los medios que os capturen viva. Decid que sois cocinera de Jor, gritadlo si es preciso… —Remo comprobó la punta de la espada y volvió a insertarla entre las brasas, no había mucho tiempo—. Las cocineras de Jor nunca son asesinadas en la guerra, porque son más valiosas que el oro. Se las disputan en las cocinas de los grandes señores. Os capturarán y os llevarán a la plaza del pueblo.
—Una esclava… ¿Y mi padre, mi madre y mis hermanas?
—No lo sé… ¿Cuál es tu nombre?
—Lania.
—Lania, las cocineras de Jor llevan un tatuaje, debéis confiar en mí.
Remo sacó la espada que ya tenía la punta incandescente.
—¡No, por favor! —dijo Lania, pero parecía aceptar con resignación aquel plan de salvación, pues se irguió mostrando su hombro desnudo entre las mantas.
—Iré a buscarte en la plaza. Allí os reunirán a todos los prisioneros. Debéis decir que el tatuaje se os infectó antaño y que no se ha curado. Intentaré hacerlo rápido.
Remo agarró la espada por la hoja. Quemaba pero asumía el dolor pensando que ella sufriría más. Se sentó en la cama y con delicadeza colocó a la mujer en la posición más óptima para poder marcarla. Ella se dejó hacer. Remo trazó una pequeña «J» sobre la piel de su hombro izquierdo. La chica hundió la cabeza en la almohada para amortiguar el grito.
—Ya está…
La joven se incorporó gimoteando. De sus ojos pendían dos estandartes de agua que acabaron por rendirse. Lloraba. Remo no sabía si lloraba por el dolor de la herida que acababa de hacerle, por la invasión, por el temor hacia su propia presencia, si lloraba por su familia, que seguramente acabaría muerta, o por su futuro incierto. El caso es que aquellas lágrimas a Remo se le quedaron grabadas para siempre.
—¿Cómo te llamas tú, guerrero?
—Remo.
—¿Cómo?
—Remo… Remo… Remoooooo.
—Remo… soy Fige. Me pediste que te despertase antes del amanecer…
Remo, en la celda, volvió a sentir la pérdida. Todas las mañanas cuando despertaba sentía de nuevo la desolación de abandonar a Lania en su despertar. Nada tenía que ver aquella pobre mugrienta llamada Fige con el rostro diáfano de su amada. Aquella joven que lo conmovió en la invasión de Aligua y que acabaría compartiendo con él dos largos años de su vida, que para Remo ahora se sumían en sueños, retazos de una felicidad tan abrumadora que acaso le parecía ilusoria… Ahora, despierto, muy lejos, en su presente le surgía la misma inquietud con la que había tenido que convivir aquellos años. La pena intensa de la ausencia de Lania.
Se estiró despejando de su mente el pasado. Había llegado el momento de salir de aquella prisión. Ya había dormido suficiente como para un par de jornadas. Sentía vigor y ganas de compensar el mal comienzo que había tenido su misión.