CAPÍTULO 2
La cueva de barro
Remo corría imaginando la pelea que había dejado atrás en la taberna. Necesitaba ese dinero íntegro, sin particiones. No había caminado durante días, gastando el poco oro que poseía, para después tener que compartir el precio. Se sentía engañado. Imaginaba que la persona que lo contrató era peón de otros y que, desde luego, no confiaba en exceso en su éxito en solitario. La situación era fastidiosa y humillante, sin embargo, cotidiana en los últimos años en los que muy de lejos Remo apreciaba antiguos ideales de honor y lealtad, franqueza y honradez. Pese a la mugre de los tiempos, lo incomodaba en exceso recurrir a bajezas como poner zancadillas a sus compañeros de profesión. Era consciente de que acababa de crearse tres enemigos en el gremio; gente peligrosa que infundiría calumnias sobre él; enemigos capaces de llevar a cabo una venganza.
Repetía, en la noche silenciosa de aquel pueblo, con voz queda, la ruta que le había indicado el posadero.
—A la derecha de la taberna, subir la loma hasta la herrería, después hacia el río, junto al molino del panadero —decía mientras el vaho le hacía caricias sordas.
Remo corría con todas sus fuerzas. Le dolía la cabeza, tenía frío, pero ya se imaginaba el peso de la bolsa llena de oro. Imaginaba noches cálidas, de descanso. Comidas copiosas para aplacar al malhumorado hambriento en que se había convertido. Sobre todas las cosas, aquel dinero le vendría muy bien para enrolarse en otro barco, continuar su búsqueda…
La herrería no tardó en aparecer loma arriba, tal y como había descrito aquel desgraciado. Imaginaba a sus perseguidores orientándose tras él. Sala, la bella y deletérea arquera, habría salido primero aprovechando su cuerpo bien torneado. Era la más rápida, teniendo en cuenta el tamaño de Menal y la espada incómoda de Fulón. No sentía el más mínimo arrepentimiento sobre lo acontecido. Siempre trabajaba solo y su confianza en las personas era nula. Si conseguía llegar antes y acabar el trabajo, lo perseguirían, pero al menos había evitado la pelea de los carroñeros. Jamás se podría fiar de unos asesinos como aquellos, precisamente, porque no se dedicaban a ayudar a la gente. Compartía su oficio sí…, pero Remo había conocido otra vida…
En la taberna había silencio. El viejo recuperaba el orden y los asesinos esperaban impacientes una respuesta.
—¡Vamos, no tenemos toda la noche! Dinos dónde está el viejo —apremió Fulón, quizá temeroso de que Remo cumpliese su objetivo pese a estar mal informado.
—El Nigromante vive en la Ciénaga Nublada —en el rostro del tabernero se demostraba cierta veneración al pronunciar ese nombre—. Hacia el sureste, a la salida de este pueblo se divisa. Está cerca, pero… no es un lugar muy recomendable para ir a visitarlo. Si queréis encontrar a Moga, mejor esperad a la luna nueva. En la luna nueva viene al pueblo para hacer acopio de víveres y… para su trabajo. Posee tanta fama y fortuna por sus predicciones que le apañan casas de visitas en todos los pueblos costeros; aquí tiene una, en Pozo de Luna. Sus rituales calan profundamente en sus creyentes. En luna nueva los sacrificios de sangre manifestarán su poder y la nigromancia le otorgará luz para sus…
—Ya has visto la urgencia de nuestro colega por cobrar la recompensa él solo —interrumpió Fulón, que no parecía estar interesado en conocer los pormenores del oficio de su víctima—. No podemos esperar… Para la luna nueva faltan aún tres días como poco. Iremos a la Ciénaga. ¿Por qué mentiste a nuestro amigo?
—No me gusta la gente que pide sin haber consumido nada…, ni siquiera un maldito mendrugo de pan de ayer. Son tiempos precarios en estas tierras, hay mucha oscuridad, los viajeros no ocupan mis habitaciones. En el viento, en el clima, con estas tormentas repentinas, fuera de lugar… hay malos presagios. Los forasteros, perdónenme ustedes, no son bienvenidos si no traen oro consigo; un poco de abrigo y seguridad para la gente humilde de aquí.
—¿Mucha oscuridad? —preguntó Menal.
—Oscuridad…, malos presagios… —aclaraba Sala, más perspicaz que el grandullón—, cuando un Nigromante prospera suele ser porque es tiempo de hambruna, de supersticiones. Si pudiésemos confiar en Remo…, esperaríamos a que el brujo acuda al pueblo. Ese estúpido nos va a obligar a ir a la Ciénaga. Sería más sencillo hacer el trabajo aquí.
—Niña… —dijo el viejo con voz más débil. Parecía adularles—. Niña…, ¿por qué queréis matar a Moga, el Nigromante? Ese hombre es extraño, a mí me da miedo…, pero ayuda a las pobres gentes de esta región con algunas predicciones…, y nos colma de donativos; es… un hombre…, es un hombre peligroso…, un brujo con mucho poder. Creo que matarlo no es una buena idea. Tiene el pueblo a su favor, tejiendo para él sus túnicas.
—No se preocupe…, nosotros somos peligrosos también. Háblenos de esa Ciénaga Nublada. ¿Por qué no nos recomienda ir allí?
—Serpientes, vapores venenosos, arenas movedizas, arañas topo…; ese lugar está maldito. En los tiempos antiguos era una ruta de los ejércitos, un atajo que antes se usaba para llegar a la costa más rápido. Pero dejó de usarse cuando se inundó, convirtiéndose en un pantanal gigante. Se ha vuelto tan peligrosa que ya nadie pasa por allí. No recuerdo ni un solo viajero que tomase esa ruta en años. Hay leyendas que hablan de espíritus, de fantasmas, de criaturas antiguas que se ocultan en sus agujeros y charcas, en el barro acostado, en la ribera de sus lagos, en los árboles antiguos. Tan solo Moga y sus sirvientes moran esos lugares con el favor de la diosa Senitra, la dama oscura…
—Conozco esas historias… —dijo Fulón.
—¿Has estado allí? —se interesó Sala.
—No. Pero conozco ese atajo. Al principio de la Gran Guerra, tras la primera ocupación, cuando las tropas de nuestro rey perseguían a los nurales en su huida hacia el mar, esas ciénagas y su leyenda nos fueron de gran utilidad. Las tropas enemigas, batidas en retirada desde la batalla en los campos de Firena, corrían arracimadas sin organización hacia el sur, intentando llegar a las naves que el señor de Nuralia había apostado en los Puertos Azules, en Mesolia, para intentar rescatarlos. La persecución duró días. Yo estaba en un destacamento que se apostó en la entrada de la Ciénaga Nublada. Perdimos a un explorador, pero otro nos aseguró que no habían tomado el atajo, así que no tuvimos que atravesarlas nosotros tampoco. No me creo nada de esas historias…, pero los nurales sí debían de creerlas, pues se arriesgaron a rodear el lugar. El explorador que volvió aseguraba que nuestro hombre había muerto por temerario, no por espíritus ni nada de eso.
—El caso es que nuestro objetivo habita en la Ciénaga Nublada, y ahora comienza a tener sentido el porqué pagar a cuatro asesinos para matar a un hombre —dijo de pronto Menal, a quien parecían animarlo aquellas historias. Lejos de tener miedo, se veía con energías renovadas.
Fulón recordaba el momento en que el Jefe de Armas de los Cuchilleros, su confidente, le había ofrecido el trabajo. La información no había sido del todo correcta…
—Un curandero…, ya sabes, el típico charlatán que ve el futuro, el pasado y el presente… Difunde calumnias contra nuestro Rey, sobre su derrocamiento. No quiero que ese charlatán siga infundiendo esa clase de rumores…, son tiempos de hambre y pena para nuestro reino y esos ardides son peor que un ejército. Nadie lo echará en falta, vive en el sur, en un pueblo muy alejado, en Pozo de Luna, cerca de la costa. Cada vez posee más adeptos.
La noche parecía ser más tormenta que noche. Mientras departían los tres al calor del fuego de la chimenea, la lluvia se comía el suelo, dispersaba los terruños levantados por los tres corceles más lujosos que pisaran tan humilde paraje en días. Los charcos nacían como abrevaderos ocasionales. Había algo extraño en aquella misión que contagiaba incluso a la tormenta, inusual en aquellas fechas. Helados de frío, los habitantes de Pozo de Luna no retaban los cielos y se habían parapetado en sus chozas y casas.
Fulón contemplaba esa lluvia mirando el ventanuco de la taberna.
—Creo que es un suicidio ir a una ciénaga con esta tormenta y de noche. Así que deberíamos partir al alba. Espero que nadie haya informado a Remo del paradero de Moga. De todas formas, si se adentra solo en la Ciénaga, en esta noche de tempestad…, morirá.
—Estoy de acuerdo —dijo Menal, que andaba atareado vendándose la herida de flecha en su pierna.
—¿Podrás andar?
—Sala, te excediste bastante con lo de la flecha —dijo Fulón.
—¿Se te olvida que ha estado a punto de aplastarte la cabeza de un pisotón? Lo siento Menal, pero…
—No te disculpes. Creo que en este extraño grupo, todos sabemos qué le puede pasar al que nos traicione.
Menal lo dijo a modo de advertencia. Sin vacilar. Su corpachón, agrupado para atender su pierna, imponía respeto, mostrando ángulos en la espalda, musculatura insospechada.
Remo se encontró con un agujero barroso; vacío. No había ni rastro de aquel viejo Nigromante, ni siquiera indicios de un lugar habitado. Era una cueva sin acondicionamientos. La lluvia no se colaba allí, así que decidió que esperaría dentro a que cesara. ¿Por qué le había mentido el posadero? ¿Para qué se usaba la cueva, si no era la vivienda del Nigromante? Si hubiese conocido la respuesta a esas preguntas se habría alejado de la cueva inmediatamente…
No poseía antorcha y la oscuridad del agujero lo angustiaba. Buscó una madera que pudiera servirle. En aquel lugar había muchas raíces, debía de haber alguna suelta, algún despojo seco. Finalmente desenvainó su espada y sesgó a ciegas una raíz voluminosa de un tajo. Con la mano tiró hacia sí para separarla de la tierra y, con un nuevo golpe de su espada, logró cortar un trozo de raíz semejante en tamaño a uno de sus brazos. Eso serviría. De su zurrón extrajo una bolsita. Con paciencia espolvoreó su contenido sobre la punta de la raíz. Después, con la mano, extendió el polvo blanco por todo el contorno de aquella extremidad del palo. Más tarde buscó una piedra. Había encendido fuegos de símil en muchas ocasiones y no tuvo problemas para reconocer el tipo de piedra que debía usar, pese a la oscuridad. Después de golpearla con el filo de la espada, el chispazo contagió al polvo y, por fin, una llama blanca coronó la raíz. El símil no era fuego destructivo. Sus propiedades lumínicas no abrasaban como el fuego convencional, así que era perfecto para iluminar recintos durante horas, sin peligro de propagar las llamas. Estaba caliente, quemaba la madera, pero podría durar días antes de calcinarla. Aquellos polvos costaban cinco monedas de oro en la tienda de hechicería y remedios del barrio mestizo en Venteria, capital de Vestigia. A él se los había regalado un cliente satisfecho, en tierras lejanas… Un lujo fascinante para condimentar las fiestas de la nobleza, útil contra la oscuridad de las cuevas y los bosques, las mazmorras y toda suerte de agujeros donde solía conducirlo la vida nómada que acarreaba desde hacía diez años…
Echó un vistazo a la cueva. Nada llamaba su atención excepto ciertas huellas, probablemente de otros viajeros, que se dirigían al interior de la caverna. Así pues, con la espada desenvainada, siguió la galería hacia lo profundo. El ruido de la lluvia se amortiguaba a medida que avanzaba al interior de la tierra.
Remo necesitaba descansar, dormir, pero no podía permitírselo. Desde que había vendido su caballo, sus viajes eran siempre penosos, teniendo que gastar dinero en carruajes o hacer largas caminatas. Pero la venta de su caballo le había permitido vivir sin tener que trabajar durante algunos meses. No es que odiase su trabajo, pero no le gustaba matar por matar. Nunca aceptaba trabajos en los que tuviera que liquidar gentes humildes, niños o mujeres. Tenía cierta ética y, eso hacía que perdiese la oportunidad de prosperar.
Había sido maestro de espada en muchos pueblos, furtivamente, pues el rey, tras el fin de la guerra, prohibió los adiestramientos privados para cumplir el tratado de paz firmado con Nuralia. La pobreza del reino tras la Gran Guerra hacía imposible encontrar un oficio rentable. Los aprendices de herreros o los oficios en carpintería recibían como mucho la comida y el dormitorio como jornal. Las mujeres colmaban con sueldos bajos los campos de recolección, y Remo no tenía más formación que la militar. Él había sido soldado toda su vida. Muertos sus padres, lo primero que hizo, en respuesta a lo que siempre soñó, fue enrolarse en el ejército. En Vestigia el ejército era profesional, sin trabas para ascender, ni necesidad de alta cuna o títulos nobiliarios. El rey Tendón, previendo los conflictos con Nuralia, había adoptado la profesionalidad de los ejércitos como medida para fundar órdenes militares renovadas y configurar un ejército poderoso y motivado, destripando el poder y la influencia nobiliaria. En su juventud, el rey tuvo que aplacar revueltas de algunos señores disconformes con la profesionalización. Tendón, por entonces un rey joven, ambicioso y cabal, aplacó con mano dura a los disidentes. Logró un ejército extenso y libre de mafias y protagonismos inútiles. De no haber sido así, habría sucumbido a la posterior contienda contra sus vecinos del norte. Gentes sin títulos nobiliarios se enrolaban buscando futuro en las tropas, haciendo del esquema militar su medio de vida. Así lo hizo Remo a pronta edad. La desdicha se cebaría años más tarde, siendo expulsado de su orden militar…
Prefería no pensar en su pasado, en su desgracia, dejarlo escurrirse en su cabeza como las gotas de lluvia.
Exiliado de Venteria, Remo consiguió un puesto en una herrería, pero no cuajó porque el herrero no le pagaba. También se empleó como matarife de reses, pero el dueño quiso casarlo con una prima suya, y Remo, tras conocerla, habría preferido quitarse la vida antes que aceptarla como esposa. Cuando se lo comunicó al rico carnicero, dueño del negocio, lo echaron. Hasta de panadero fue aprendiz, especializándose en el transporte de grano. Lo acusaron de la falta de varias sacas de trigo y, aunque nunca quedó demostrado, su pasado oscuro lo colocaba como principal sospechoso. Al final, matar por dinero, proteger bandidos, llevar contrabando, en definitiva, ser mercenario, había sido la única salida para reunir dinero. Metales para su causa…
Apoyó su espalda sobre la pared rocosa, pretendiendo simplemente descansar un poco. Cerró los ojos para dejarse llevar por un sueño controlado, una vigilia premeditada de la que pudiera salir brevemente. Solo necesitaba un respiro.
Fue el cansancio lo que provocó que Remo no advirtiera los pasos de los intrusos en la cueva. Un palo se estrelló en su cabeza, despertándolo bruscamente con un dolor exagerado. La desorientación era total mientras recibía más golpes.
—¡Qué demonios!
No le dieron tiempo de agarrar su espada. Tres figuras negras lo apaleaban sin tregua. Remo tardó poco en despertar del todo. Al principio temió que fuesen los tres de la taberna, pero entre los golpes pudo ver que sus ropajes no correspondían. No era la primera paliza que recibía en su vida. Se agazapó enroscado lo más que pudo, confiando en que sus músculos protegiesen sus huesos, en que la piel curtida protegiese sus músculos, y que, a esta, los dioses se ocuparan de enviar suerte, pues más protección que su propio cuerpo no poseía. Cerró los ojos. Se concentró mientras el dolor le venía por todas partes, como dentelladas de una fiera en la oscuridad. Fingió un desmayo, sin dejar de protegerse, pero mostrando su rostro dormido. Tentó a la suerte descubriéndose, para dejar evidente su inconsciencia. El castigo duró algunos instantes más… y pararon. Remo mentalmente hizo examen de daños. Le dolía mucho la cabeza del primer golpe con el que lo habían sorprendido. También el brazo con el que había protegido el cuello, así como una pierna y el costado. Había temido que le rompieran el cráneo a golpes, pero aquellos tipos creyeron en su desmayo.
—¿Lo has matado? —preguntó uno de aquellos bestias.
—No…, no creo…, estará desmayado.
Remo encajó una patada muy cercana a su trasero, en el muslo. No hizo el menor gesto de dolor. Un puño le aplastó ahora la cara. Tampoco se inmutó. Con mucha paciencia, separó un poco los labios para que la sangre no le inundase la boca; le habían partido un labio.
Percibió cómo lo despojaban de su cinto y escuchó su espada siendo empuñada por manos ajenas. Cargaron con él entre los tres. En volandas lo condujeron hacia la boca de la cueva. Remo se relajó mientras era transportado. Le dolían las heridas, pero tenía la calma suficiente para no intentar en esos momentos una venganza dudosa. Por la orientación, se dirigían hacia el pueblo. La lluvia le lavaba un poco los dolores pero intensificaba el frío. Trató de calmar la tiritera.
A veces se preguntaba por qué le había tocado a él una vida tan dura, una existencia llena de violencia y estragos, de trabajos y aventuras que siempre lo mantenían alejado de la posibilidad de guarecerse de las tormentas en una casa propia, al calor de un hogar estable. Hacía años que su alma no tenía descanso…
En una callejuela del pueblo, los tipos se detuvieron. Remo apostaría que era la parte de atrás de la posada donde había conocido a los asesinos. Lo condujeron a un sótano, a una especie de mazmorra.
—¡Enciérrale! Pesa mucho el condenado. Dile al posadero que tendrá lo acordado por sus favores.
Dos de los agresores lo soltaron en el suelo, dejando la tarea del encierro al tercero, que lo arrastró por las piernas hacia una celda. Remo ahora sí que miraba con detenimiento. Irguió un poco la cabeza para no chocar contra el piso y poder girarla. Necesitaba ver dónde ponían su espada. La vio apilada junto con otros enseres de lo más variado. La espada de Remo no llamaba mucho la atención. Con el puño de cuero, el único adorno que poseía era una piedra oscura, fea y mal pulida que adornaba la cruceta. La hoja necesitaba reparaciones, pareciéndose más a una sierra que a un filo mortífero. Remo se había prometido repararla después de matar al Nigromante. No debieron de considerar que aquella espada tuviera valor, a juzgar por el lugar donde la abandonaron.
Remo se dejó llevar a la celda.
—¡Apartaos, aquí tenéis otro compañero!
Una vez dentro, el tipo aseguró la cerradura. Acto seguido se largó silbando torpemente. Remo seguía con los ojos cerrados. Esperó la reacción de los que lo acompañaban en la celda. Nadie parecía tener intención siquiera de hablar. Olía mal, a sudor y calamidades, a orina y óxido. Con parsimonia, se movió.
—Está despierto —dijo una voz vieja.
Remo comprobó que era un anciano. Se arrastró fingiendo encontrarse mucho peor de lo que estaba. Enfadado consigo mismo por haberse dejado atrapar de aquella manera, tomó todas las precauciones que estimó oportunas hasta conocer mejor a sus compañeros de celda. Cuando estuvo apoyado en la pared de ladrillos, comprendió que no debía temer nada de aquellos desgraciados. Un anciano, dos niños y tres mujeres, a cual más sucio y famélico, lo miraban con pánico en los ojos, como si fuese un lobo enjaulado con gallinas.
Remo miró a su alrededor. Aquello parecía una bodega acondicionada para ser celda. Las paredes eran de adobe y el suelo descuidado, de tierra apisonada, en el que crecía alguna que otra mata de mala hierba. La cancela de hierro que les encerraba parecía pesada.
—¿Qué delito habéis cometido vosotros? —preguntó Remo antes de dormir. Porque lo que Remo había decidido hacer era dormir.
—Nada, señor… —dijo una chica joven, de ropajes raídos.
Estaba tan sucia que Remo pensaba que jamás podría volver a ser bella, teniendo en cuenta que, tras lo podrido, se le averiguaba cierto atractivo juvenil.
—Somos la ofrenda al Nigromante —explicó la chica.
—¿La ofrenda?
—El Nigromante necesita sacrificios para hacer sus predicciones…; somos gente pobre. Ellos dicen que, aunque nuestra muerte sea horrible, el Nigromante siempre envía a sus víctimas a la contemplación de los dioses. Es el don que la diosa Senitra le concede en sus sacrificios.
—¿Eso dicen…? —preguntó Remo, mientras buscaba la postura para dormir. Aquellos desgraciados parecían creerse la estupidez del sacrificio.
—Sí… Toda mi vida he sido una hambrienta…, quizá es la mejor muerte que puedo tener.
—¿Cuál es tu nombre?
—Fige…
—Fige…, necesito dormir un rato, pero no quiero dormir hasta el alba. Despiértame antes del amanecer.
—¿Y para qué iba yo a hacer eso?
Remo ya no la miraba, parecía estar durmiéndose; sin embargo, contestó la pregunta de la joven sin abrir los ojos:
—Fige… ¿acaso tienes otra cosa mejor que hacer? Ayúdame… y yo te ayudaré.
Dicho esto, Remo durmió.