CAPÍTULO 20
Viejos amigos
Las Montañas Cortadas otorgaban al viajero oportunidad para extraviar sus pensamientos. En un ascenso penoso, el guerrero y el proscrito podían replantearse una vida. Este era el sustento de las razones por las que los templos del dios Huidón se construían desde hacía cientos de años en lugares recónditos, muy alejados de las urbes, abastecidos por poblaciones más humildes afines al gran dios de las montañas.
En las Montañas Cortadas se conservaban las ruinas del más antiguo y grande de los templos dedicados a esta deidad en Vestigia. Se decía que el propio dios había ayudado en su construcción, tal era la distancia temporal y las leyendas que separaban al templo del tiempo en que Remo vivía. Ahora, en la dura y larga postguerra, la fe por Huidón, poderoso dios pacífico, símbolo de estabilidad natural, del acercamiento entre lo humano y lo divino, había crecido y muchos fieles se dedicaban a restaurar sus templos. El de las Montañas Cortadas, descomunal, era un desafío que muchos aceptaban después de haber luchado en batallas, cometido crímenes o necesitado favores, como si la reparación de sus pecados les pudiera llegar en el esfuerzo máximo de dicha reconstrucción.
—Remo, ¿qué se nos ha perdido en ese templo? —le había preguntado Sala, amedrentada mirando una cima nubosa donde una sombra coronaba de misterio la montaña.
—Camina.
Ahora la mujer callaba, presa tal vez de las razones espirituales por las que la extenuación física siempre apareja una extenuación moral de mente y alma. Remo se deleitaba en el silencio recuperado, repitiéndose una y otra vez que siempre usaría los pasos más escarpados y las sendas más difíciles a partir de ese momento para callar a la chica. Después de seis días de caminata, a Sala solo le quedaba aliento para pedir agua.
—¡Maldito seas, Remo! Al menos dime por qué estoy sufriendo este… este… tormento; llevamos días caminando y esta montaña parece más alta que las del Paso de los Mercaderes.
—Las Montañas Cortadas son más altas, pero no mucho más. Su ascenso es más duro porque son más escarpadas, da la sensación de que son enormes porque nacen de una meseta muy llana.
El Paso de los Mercaderes había sido difícil, con vendavales azotándoles en los desfiladeros. La sensación de tener a sus perseguidores tras su pista los había espoleado y pudieron cruzar las montañas con más empuje. Ahora se disponían a ascender a la más alta de las Montañas Cortadas. No tenían cuerdas ni botas ni sujeciones adecuadas, así que debían perseguir los senderos construidos para llegar al templo que rodeaban la inmensa estructura natural y daban la sensación de ser eternos.
—¡Ya está, uf, no doy un paso más hasta que me digas qué hacemos aquí!
—Venimos buscando a un viejo conocido —explicó Remo, y aprovechó para hacer una pausa y beber un sorbo de agua. Después tendió la bota a Sala que la apuró hasta el final.
—¿Para qué haces amistades en lugares así? ¿No te cae bien la gente de las llanuras?
Remo continuó ascendiendo sin contestar. El templo estaba excavado en la cima de la montaña más alta de las Cortadas. Una gran placeta de piedras pulidas colmadas de mosaicos y una pared labrada con decoraciones en plata y oro de imágenes del dios Huidón se hallaban intactas. Excavadas en esa pared, dos imponentes columnas daban paso al interior de la cámara del dios. Las obras de restauración afectaban al interior de la cámara. Los techos de bóvedas de altura descomunal y la escalera que descendía hacia el corazón de la montaña, donde se hallaba la gran estatua, conferían una labor titánica para los religiosos y voluntarios.
Los cánticos de la oración se dejaban oír mucho antes de llegar a la gran plaza. Los sacerdotes del dios, encargados de las ofrendas y las doctrinas, vivían en cuevas cercanas a la gran plaza, donde vendían imágenes y motivos religiosos a los peregrinos. Vestían túnicas doradas y la presencia de viajeros hacía muy bulliciosa la vertiente de la montaña donde se daba este singular comercio.
Remo esperó sentado en la plaza después de comprar un pellejo de agua fresca.
—¿Y bien? ¿Quién es la persona que buscamos? Descríbemela así te puedo ayudar a encontrarla.
—¡Es un tuerto mal nacido, feo y deforme, que asusta al ganado con su aliento pestilente! —gritó Remo llamando la atención en aquella parte de la plaza de cuantos había a su alrededor. Sala se tapó la boca con las manos, expresando tal vez lo que desearía que Remo hiciera.
—¿Remo? ¡Remo! ¿Eres tú? ¡Remo, viejo amigo!
De entre la muchedumbre un hombre con voz elegante y vestido con una de aquellas túnicas doradas se les acercó.
—Sala, te presento a Lorkun —decía Remo divertido, y en un tono más discreto añadió—: el tipo menos peligroso que conozco que más nurales haya conseguido matar en una batalla.
Lorkun parecía no avergonzarse del tono de Remo, ni de los gritos anteriores; sin embargo, Sala no dejaba de mirar a todos los curiosos que presenciaban el reencuentro, con la impresión de que de un momento a otro acudirían prestos a expulsarles de la plaza.
—Venid conmigo…, venid a mi casa.
Persiguieron a Lorkun por entre la muchedumbre de la plaza en dirección a las cuevas. Contemplaron numerosos grupos de oración y también agrupaciones de escultores recibiendo instrucciones de maestros en las escrituras antiguas, para decorar el interior de la montaña. Cerca de las cuevas adivinaron los puestos de venta de comida por las filas de espera en las que pacientemente aguardaron; Lorkun se había empeñado en comprar víveres suficientes como para dar un banquete en honor a su amigo. Sala observaba a los dos amigos maravillada sobre todo por la actitud de Remo, mucho más cercano y accesible, sonriente y con sentido del humor menos ácido que de costumbre. Hechas las compras, se encaminaron por una pasarela de baldosas graníticas, blancas, hacia el perfil de la montaña. Finalmente un caminito, a veces cueva, otras mirador espectacular donde se podía contemplar un mar de nubes colmar el horizonte sobre el que el templo y la cima de la montaña parecían flotar, los condujo hacia las grutas residencia. Había mucho trasiego y raro era el monje que dejaba sin saludo a Lorkun y sus acompañantes.
La cueva de Lorkun era bastante acogedora. Ni rastro de armas, adornos o cualquier lujo. Sala se percató de que para sí, Lorkun no tenía en la despensa más que varios pellejos de agua, carne curada y tarros con aceitunas. Después de organizar las compras, ayudado por Sala, Lorkun pudo servirles bebida y algo de comer.
Lorkun comenzó un diálogo intrascendente con Sala, en el que Remo quedó apartado. La chica satisfacía todas sus curiosidades a propósito del templo, del culto al dios Huidón y cualquier chisme que se le ocurría. El ascenso había colmado las fuerzas de Sala y reclamó un baño. Lorkun los condujo por la ladera de la montaña al nacimiento de un río subterráneo, donde, según contó, el agua tenía propiedades curativas. Se bañaron en un lago iluminado por antorchas, mientras la música de un arpa resonaba por entre las rocas, decorando la cueva de una irrealidad peculiar, de una fragancia hipnótica. Después del baño, cubiertos por telas de secado, regresaron a la vivienda. Entrada la noche, con el susurro de los cánticos y las arpas colándose por los ventanucos de la cueva, cenaron copiosamente carne asada y pescado, enjuagándose la boca con buen vino, entre anécdotas y risotadas. Por fin, al cabo de un buen rato, Lorkun se dirigió a Remo en tono más serio.
—¿Qué te ha traído por aquí, Remo? Vienes muy bien acompañado. Has hecho un viaje largo…, ¿qué quieres de mí?
—Necesito tu ayuda. Que dejes este pasatiempo espiritual y te vengas conmigo…
—Remo, no seas grosero —reprendió Sala.
—Ha llegado el día, Lorkun. El día en el que podremos vengar a nuestro capitán Arkane, vengarnos de la humillación, del despojo. El ojo muerto que tienes conseguirá ver.
Lorkun sonrió mientras acariciaba el parche dorado con el que cubría su ojo maltrecho.
—Este ojo, por mucho que lo intente, ya no puede ver nada… mucho menos con la luz de la venganza, Remo.
—Vamos…, Selprum merece morir y nadie más que tú debería estar deseando darle muerte.
—¿Quieres matar al general Selprum? Remo, yo no puedo ayudarte, ni creo que estés en tu sano juicio si piensas realmente que podrás matar a un general del ejército de Vestigia.
Sala estaba con la boca abierta. Le parecía una idea demencial.
—Tengo el plan y la oportunidad para hacerlo realidad. Pero no puedo hacerlo yo solo. Te aseguro que, si pudiera, no habría venido aquí, a menos que portase su cabeza como trofeo.
—Remo, viejo amigo, con los años he aprendido que la venganza no otorga paz. Este lugar está lleno de vengadores torturados por la insatisfacción que les dejó el crimen que se suponía habría de liberarles. Gente que ha tenido que aprender que el destino no se rige exclusivamente por victorias o derrotas, humillación o éxito. Huidón, nuestro más pacífico dios, nos enseña que en la venganza no hay más sentido que el de una victoria caprichosa y que, finalmente, siempre suele tornarse en derrota. Quédate una temporada amigo mío, te ofrezco mi casa, conoce a la gente de la que te hablo, expía tus pecados… Ese es el único remedio útil para tu alma. La verdadera victoria es no volver a necesitar prevalecer sobre nadie. Abandona tus pecados.
—Mis pecados me han mantenido vivo todo este tiempo y la venganza es la única misión que para mí tiene sentido. Si no quieres venir conmigo es porque te has rendido o porque realmente no crees en la posibilidad de éxito de mi plan. Eres un tullido y te has escondido en el único lugar donde puedes olvidar la vida que tenías cuando había dos ojos en esa cara. ¡Qué formidable era tu puntería…, qué bello eras Lorkun! ¿Acaso no lo deseas? ¿Acaso no deseas vengarte del hombre que te arrebató tu don? ¡Cómo es posible que no te hierva la sangre en las venas pensando en esa posibilidad!
Sala no pudo contenerse por más tiempo. No conocía a Lorkun, ni la relación entre ambos. Pero la reacción de Remo le pareció desproporcionada.
—¡Remo, cómo le hablas así a un amigo!
—Un amigo…, eso dices… La amistad se demuestra precisamente cuando se requiere. Si no me ayudas, eres un cobarde despreciable. De nada te servirán tus rezos, ni las túnicas para ocultar eso… Porque si de algo estoy seguro es de conocerte, Lorkun Detroy, porque sangré a tu lado en los campos de batalla.
—¡Eres un grosero y un mal educado! Estás comiendo en casa de tu amigo y lo insultas —tronó la mujer abofeteándolo.
Remo salió de la cueva con pasos grandes, sin añadir nada.
Sala quedó a solas con Lorkun. El hombre, que hasta ese momento había permanecido impasible incorporado en su asiento, ahora se dejó caer en el respaldo, como si las palabras de Remo le pesaran y no pudiera ya continuar sin reposo.
—Perdónalo… —comenzaba a decir Sala, que no sabía muy bien hacia dónde dirigir sus palabras, si disculpando a Remo o maldiciéndolo—. Mejor, no lo perdones. Es retorcido todo lo que te ha dicho. Que sepas que yo no estoy de acuerdo con…
—Lleva razón.
Sala abrió mucho los ojos.
—¿Cómo?
—Remo es una de esas personas que habla poco, que piensa durante días lo que ha de decir en un rato, por eso no suele equivocarse —Lorkun no parecía muy afectado, Sala se sorprendía de su actitud, sobre todo de que le diera la razón—. Sala…, ¿de qué lo conoces? ¿Qué sabes de él?
—Es una larga historia… Me ha salvado la vida, es cierto, pero su carácter es terrible. Supongo que ha sido un buen compañero de viaje, pero desde luego prefiero quedarme aquí, en este lugar, antes que seguir acompañándolo a ese suicidio que pretende. No conozco sus planes, ese hombre no habla, pero si es cierto que planea matar al general Selprum Omer, creo que ha perdido el juicio.
—Su carácter tiene explicación, esa rabia, ese odio… Todo tiene una explicación.
—Pues yo no comprendo su forma de ser. Es muy reservado, no me cuenta nada… Bueno, la verdad es que lo conozco desde hace no mucho. ¡Pero es como una piedra! Odio su falta de humanidad, su falta de sentimientos. La forma en que te ha tratado…, no tiene nombre su falta de… de todo. Yo tuve algún episodio con él así… ¿Qué te sucedió a ti? Si quieres contármelo…
—Hace años Remo y yo servimos a las órdenes del capitán Arkane…
Lorkun narró a Sala la historia de la desgraciada batalla del Ojo de la Serpiente, de cómo Arkane, agonizando, en sus últimas palabras nombró a Remo capitán de los cuchilleros de la Horda del Diablo.
—Así que los que sabíamos que Arkane había nombrado a Remo como sucesor, nos opusimos cuando Rosellón nombró a Selprum capitán.
—Pero eso es absurdo, ¿no? El general manda más que un capitán.
—No en el ejército de Vestigia después de la reforma que introdujo el rey Tendón. Hay una Ley. La Ley de sucesión que otorga un poder exclusivo a los mandos de escoger a sus sucesores. De tal forma que el rey es el único que puede alterar eso y, de este modo las compañías del ejército no se convierten en una oligarquía favorable al general de turno. Recuerda que nuestro ejército se profesionalizó, y los nobles y los ricos perdieron sus poderes. La Ley del ejército amparaba a Remo y todos, en justicia, sabíamos que le pertenecía ese puesto. Ni el general puede saltarse la Ley del Ejército a la que debe servidumbre. Pero Selprum, rodeado por hombres del general, se encargó de expulsarnos a todos los que conocíamos el trágico nombramiento de Remo. Sé que mató a los primeros soldados que apoyaron a Remo. Los demás cerraron la boca y nadie osó denunciar la injusticia cuando vio involucrarse a Rosellón en persona. Yo nunca había caído bien a Selprum, y mi desgracia fue mayor que la de otros. Maestre instructor de la Horda, siempre afamado por mi puntería con los cuchillos voladores, me quemaron el ojo derecho y me dejaron sin tierras, sin posición, sin nada.
—Vaya…
Sala sintió frío. En su cabeza, monstruosas visiones se agolpaban. Lorkun siendo sujetado mientras le acercaban el hierro incandescente. El grito terrible fruto del dolor por la quemadura…
—Si quieres que te sea sincero, creo que salí mejor parado que Remo. A él… esto seguro que él no te lo contaría, pero creo que si viajas a su lado deberías saberlo…
Lorkun dejó con la boca abierta a Sala narrándole la historia de amor entre Remo y Lania. De pronto la mujer sintió un escalofrío cuando Lorkun hablaba de cómo Remo la salvó en la invasión haciéndola pasar por esclava. Lloró emocionada cuando entendió la relación que surgió entre ambos, siendo consciente de cuánto amor debió de sentir de golpe Remo para arriesgar lo que más significaba en su vida, su posición militar, aquella noche para salvar a una desconocida. Un amor a primera vista. Ella a su vez, lo dejó todo por él, más allá de la gratitud por la supervivencia, más allá de todo eso, Remo en su entrega daba su alma y ella aceptó casarse. Remo la liberó de su condición de esclava después de recuperarla en la plaza de Aligua con la ayuda de Arkane. La hizo libre, y ella libremente decidió convertirse en su mujer. Sala vivía los acontecimientos uno a uno y temía las revelaciones siguientes. Temía el final.
—Selprum despedazó a Remo con sus actos. Un hombre contiene cuerpo y alma y, si bien a Remo no le privó de ningún miembro, debió de quedarse tan satisfecho del saqueo que le provocó en el alma, que no necesitó restarle ninguna parte de su cuerpo. Como los demás, fue desposeído de su rango y expulsado del ejército. Perdió sus tierras. Él, como yo, que veníamos del vasallaje, del pueblo villano y pobre, no teníamos muchas posesiones, y nos las habíamos ganado a pulso arriesgando el pellejo. Selprum se lo quedó todo y además se ensañó con Remo. Consideró que su esposa también había sido un fruto de su labor en el ejército y dictaminó que, como esclava que era cuando la obtuvo como botín de batalla, fuese apartada de Remo y vendida como mercancía.
—Pero, según lo que has contado, ella nunca había sido esclava en la realidad.
—Ese es quizá el tormento más atroz que Remo ha tenido que soportar estos años. Aunque él en un primer instante la salvó con aquella artimaña de la marca en el hombro, acabó condenándola. La marcó como esclava y le salvó la vida…, y la condenó con un pasado falso que se le volvió en contra. Pero claro, jamás pensó Remo que todo acabaría así…
—¿Qué fue de ella?
—Selprum la arrancó del lado de Remo y se la llevó, vendiéndola como mercadería a algún tratante de esclavos. Nadie sabe a quién la vendió, ni el rumbo que siguió… Remo intentó ir tras ella muchas veces, pero fracasó por las pocas evidencias que tenía de su paradero. Fue embarcada por lo visto hacia tierras lejanas, quién sabe si hacia Avidón o Meristalia, tal vez Plúbea… Cualquier lugar…, pero jamás Selprum dijo a nadie dónde la destinó. Así, desposeído de su vida, fue exiliado también de la capital de Vestigia. Lejos de su mujer, expulsado de su amada compañía militar y muerto su maestro y capitán, Arkane, Remo vagó perdido durante años. Yo, después de aquello, perdí el contacto con él. No sé cuántos pecados habrá acumulado desde entonces, pero creo que después de escucharlo, me temo que se toma en serio la venganza. Tal vez si yo no estuviese mermado, si conservase mis dones, tal vez…, lo acompañaría. Nos une un lazo de sangre. Remo me salvó la vida tantas veces que no sería capaz de acordarme de cuántas.
Sala había llorado mientras escuchaba el relato y ahora secaba sus lágrimas.
—Me siento mal…, a veces yo he bromeado a costa suya. En una ocasión le dije que nunca entendería lo que es el amor, que una persona como él no podía amar. No puedo imaginar el dolor que ha tenido que padecer estos años sin saber siquiera si Lania vive.
—Diez años distan de aquella desgracia.
—Diez años…
Pensaba lo equivocada que había estado con respecto a Remo. Ella estaba viva gracias a él y, de repente, este hecho pesaba mucho. Lo había juzgado mal desde el principio por aquella traición en la taberna. Sala ahora sentía unas ganas atroces de abrazar a Remo; siendo un misterio la naturaleza de dicho impulso, decidió ir en su busca.
Lo encontró en la cima de un risco mirando el cielo estrellado, junto a la gran plaza. Abajo, en la explanada bulliciosa, unas almenaras mantenían una luz dorada iluminando los metales preciosos labrados en la pared de entrada al templo. Había danzas y juegos de niños. Se respiraba sosiego.
—Remo…
—Si vienes para que me disculpe con Lorkun, pierdes el tiempo.
—No, no es eso. Creo que ahora entiendo mejor lo que pretendes.
Remo la miró con sorpresa en sus ojos. Después volvió a su expresión rala.
—Lorkun te ha contado viejas historias. Ese tuerto habla demasiado…, igual que tú.
—Sí.
—No necesito tu compasión, ni consuelo. Si en algo te ha conmovido mi historia y quieres hacer algo útil, ayúdame a convencer a ese monje testarudo.
A Sala le dolía chocar contra el muro de piedra en el que Remo se había convertido. Le costaba mucho trabajo imaginárselo amando a una mujer. Quizá por eso conocer su historia hacía que le viese ahora de forma diferente y, cuanto más dura fuese su actitud, más le enternecía ese pasado, más le aterraba su fatal destino y más pensaba que debajo de esa armadura se escondían sentimientos arrebatados. De alguna forma tenía ganas de consolarlo, de acercarse un poco más a ese Remo oculto en el pasado.
—Remo…, has debido de sufrir mucho.
Él guardó silencio.
—Si no quieres hablar de ello lo entiendo, solo quiero decirte que…
—¡Mujer, nada de lo que digas me hará bien! Nada de lo que digas variará mi destino, ni lo hará más llevadero. Así que calla, calla porque traerme tan solo el recuerdo de ella sería para mí una tortura. El camino para perder la poca razón que me asiste —tomó aire y sentenció—. Déjame en paz.
Sala quedó con los ojos muy abiertos.
—¿Por qué eres tan condenadamente estúpido conmigo? ¡Yo solo quiero darte apoyo, sé que en tu interior, muy en el fondo, una parte de ti lo necesita!
Remo se levantó mirando el cielo.
—Llegas con años de retraso. No necesito la compasión de nadie y menos la tuya, que me acabas de conocer. ¡Lo que necesito es tener a Selprum delante y poder preguntarle, con mi espada entrando en su vientre, adónde demonios envió a Lania!
Dicho esto, Remo descendió del risco de un salto y se marchó. Sala se fue llorando de vuelta a la cueva de Lorkun. No sabía exactamente el motivo de sus lágrimas. Quizá la agresividad del guerrero, su desdén, o tal vez sentía pena por él y su historia triste.
Remo caminaba por los riscos con una tormenta en la cabeza. Recuerdos, recuerdos dañinos dormidos en el tiempo le asediaban resucitando viejas furias, un odio viejo que cuando fue joven le nublaba el raciocinio y que él había sabido controlar poco a poco en los soles que se escondían, con el cambio de estaciones, con el paso de los años. Ahora, al ser invocado, volvía a molestarlo con ímpetus y juramentos. Recordar el día en que perdió a Lania provocaba irremediablemente una convulsión mental en Remo.
Al alba se presentaron diez jinetes en la granja. Podía acordarse perfectamente del sonido de los caballos desmenuzando la tierra fértil, despertándoles a él y a su esposa de un sueño acunado en lo cotidiano de su vida común. Escuchó voces, resoplos graves con nervio emitidos por los corceles dominados con mano firme, el tintineo de las armas en el vaivén de las monturas. Pensó que tal vez venían compañeros a visitarlo, pero era demasiado temprano para la cortesía. Remo, en aquellos tiempos, vivía bajo las estrellas de un destino propicio, con la tranquilidad de una espada implacable y la confianza de estar amparado por la Ley. Sabía que Selprum era vil y codicioso, siempre rival, siempre envidiándolo. Estaba seguro de que su nombramiento como capitán le habría revuelto las tripas al desgraciado, pero Remo jamás lo creyó capaz de ir tan lejos. Uno de sus hombres aporreó la puerta de Remo. Lania, desnuda, pronto intuyó el peligro. Su piel se estremeció cuando el sonido bronco de la puerta cortó el manso regodeo de la brisa del amanecer.
—Remo, algo malo traen estos hombres —dijo su esposa mientras se cubría con un camisón de lino y lo acompañaba de una bata de algodón. Remo se enfundó unos pantalones de lino y se dirigió a la puerta. No alcanzó su espada porque aún era ajeno al peligro. Con el torso desnudo, abrió la puerta y saludó a sus visitantes.
—Buenos días —dijo mientras escudriñaba el rostro de los soldados que descendían de sus caballos. En ese momento reconoció a Selprum, todavía a caballo. Estaba sonriente. Los demás, sin embargo, poseían rasgos feroces. Remo vio acercarse un carro tirado de dos bueyes.
—¿Qué se te ofrece, Selprum? Te invitaría a pasar pero creo que no tenemos vino para tantos.
—Remo… —comenzó a hablar uno de los hombres de Selprum, mientras este, impasible, miraba la reacción del temible guerrero.
—¿Sí? —preguntó él antes de bostezar.
—Remo… —repitió aclarándose la voz y continuó diciendo—: por orden del capitán de la Horda, nuestro caudillo Selprum, quedas degradado de tus privilegios y de tu rango de maestre y caballero, así mismo, serás desposeído de todo cuanto tienes, de cada privilegio y propiedad que hayas adquirido durante el tiempo que has servido a la Horda del Diablo. Exiliado de Venteria, no podrás volver a pisar la capital del reino en lo que te quede de vida.
—¿Qué demonios significa eso Sel?
—Vístete y acompáñanos, Remo —dijo Selprum.
Los soldados lo siguieron al interior de la casa. Remo no se resistió. Le ordenaron vestirse y salir, y eso era lo que pensaba hacer. Se colocó sus pantalones de maestre cuchillero y una camisa amplia. Lania, aterrorizada, se le echó en los brazos.
—¿Qué ocurre, Remo? ¿Por qué te llevan?
Remo la besó en la frente, perdió un instante sus dedos en el interior sedoso de sus cabellos y la apretó contra sí. Intentó calmar con serenidad lo que los ojos compungidos de Lania intentaban decirle.
—Tranquila, será un malentendido.
Se colocó el cinto con la espada y salió al exterior. En ese momento se le abalanzaron varios hombres tirándolo al suelo.
—¡Muchachos, no voy a resistirme! —sintió cómo le ataban las manos con mucha fuerza. El carro que había visto antes, ahora estaba parado junto a la puerta de entrada a su casa.
—Selprum, ¿qué ocurre?
—Háblame con respeto. ¡Soy tu capitán!
—Según la Ley de nuestro ejército, yo soy el capitán de la división. ¿Qué autoridad tienes para venir a mi casa y detenerme?
—¿Qué autoridad? El mismísimo Rosellón me ha nombrado. Estos son sus hombres, su guardia personal. ¡Cargad sus pertenencias!
Varios soldados penetraron de golpe en su casa y comenzaron a sacar baúles, incluso sillas y utensilios de cocina. Remo intentó soltarse de sus ataduras pero comprendió que era imposible. Además, los tipos que lo habían atado seguían inmoviizándolo contra el suelo con sus rodillas inclementes, que ya le empezaban a causar dolor en la espalda. En ese momento Lania salió enfurecida de la casa.
—¡Soltad a mi marido! ¡Dejad todo eso en su sitio!
—¡Traédmela! —gritó Selprum.
Remo se revolvió con furia y estuvo a punto de hacer perder el equilibrio a sus captores, pero le golpearon la cabeza contra el piso. Se estuvo quieto para no enturbiar su visión de Lania, como si sus ojos pudiesen protegerla. La llevaron entre dos hombres haciéndole daño en los brazos. Selprum descendió del caballo y se acercó a ella. Remo a su espalda, tirado en el suelo, solo podía ver sus pies, la melena que tanto amaba y una conjetura de sus hombros. Sí, veía el rostro del recién nombrado capitán. Comprobó una mueca extraña posarse en Selprum, como si una idea loca y delirante estuviese tomando forma en su cabeza. Devoraba a Lania con la mirada.
—¡Ella vendrá con nosotros!
—¡No, qué derecho tienes a detenerla a ella, déjala! —gritó Remo sin miedo a recibir más golpes.
—La orden que he dado abarca todos los bienes conseguidos durante tu estancia en el Ejército de Vestigia. Tus bienes dinerarios y en especie.
Remo palideció. Estaba seguro de que salvo Arkane y Lorkun y dos o tres hacheros, ninguno de sus compañeros conocía el origen de su mujer. La había escondido en su camarote aquella noche en que volvieron victoriosos de la invasión de Aligua.
—¡Ella no es una pertenencia, maldito! —gritó.
Entonces vio cómo Selprum se echaba encima de Lania. No pudo distinguir bien qué hacía, porque los hombres que le sostenían apretaron más sus rodillas previendo su furia. Escuchó, más allá del fragor de su propio cuerpo revolviéndose en el piso de arena, retazos de ropa ajándose, de tijeretazos desconsiderados en un mantel blanco. Cuando pudo torcer su cabeza para contemplar, vio el rostro de Selprum loco, fuera de sí, y a Lania totalmente desnuda hasta la cintura.
—¡Mirad todos esta marca! —gritó Selprum mostrando el hombro de la mujer.
—¡Es libre, es una mujer libre! —gritaba Remo.
—La conseguiste como privilegio en la invasión de Aligua. Yo lo presencié, ese abuso de poder de Arkane y su pupilo favorito. Ahora la perderás. ¡Cargadla en el carro con todo lo demás! —gritó sin despegar sus ojos de la desnudez de la mujer. Los hombres la llevaron mientras ella gritaba y pedía auxilio a su marido.
Remo estalló. Consiguió erguirse pese a los esfuerzos de los hombres en tenerle allí tendido. Uno de sus pies había hecho tracción y había conseguido catapultarse hacia arriba desde el suelo. Pateó a un soldado y tensó sus músculos tratando de soltarse de la atadura. Sin embargo, su carrera en pos de Lania se vio truncada por otros soldados que lo golpearon hasta tenerle arrodillado. Después, con la empuñadura de una espada, le atizaron en la cabeza dejándolo tirado en el suelo al borde de la inconsciencia.
Cargaron todas las cosas que consideraron de valor. En la puerta de la casa clavaron un estandarte de la Horda del que colgaba un papiro. Aquellas propiedades pasarían a formar parte del patrimonio del Gobierno de Tendón. Remo, con la visión borrosa, aturdido por los golpes, jamás olvidaría cómo aquel carromato se alejaba. En una jaula, llorando, su esposa apenas sí podía estirar los brazos hacia fuera. La oscuridad de aquella celda de barrotes, muy juntos le impidió a Remo mirar con claridad el rostro precioso de Lania por última vez, y solo pudo ver nítidamente dos manos desesperadas que intentaban abandonar el cuerpo para regalarle una última caricia.