CAPÍTULO 19
Hacia el norte
Remo despertó a Sala al amanecer. Estaba en pie junto a la ventana. Daba la impresión de estar preocupado. Su faz solía ser seria, de una severidad mística que contraía sus cejas hacia el centro frunciéndole el ceño. Sin conocerlo, se podría aventurar que era un hombre bronco, pese a su atractivo parecía poseer una cierta dosis perpetua de enfado. Ahora se le notaba tenso, más allá de su mueca habitual.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sala.
—Ha llegado una avanzadilla de hombres de Moga. Bécquer está con ellos.
—¿Piensas enfrentarte a él?
—No es el momento de luchar.
—Te recuerdo que tenemos que recoger la espada que compraste.
—Ya lo hice mientras tú dormías.
Sala lo miró silenciosa.
—¿Y qué haremos? ¿Cuál es el siguiente paso?
Remo no respondió. Recogió los enseres de ambos y apresuró con gestos a Sala para que se diera prisa. Salieron a la plaza cubiertos con dos capas provistas de capucha que Remo había comprado. Los secuaces del brujo registraban otra posada en la misma plaza. Las posadas eran los negocios que más prosperaban en el pueblo. Acogían a los pescadores que necesitaban residencia temporal junto al puerto. Habían tenido suerte en el orden del registro. Los esbirros de Moga liaban mucho alboroto, obligando a los huéspedes a presentarse en la plaza, muchos vestidos todavía con prendas para dormir. Los interrogaban con amenazas, preguntándoles si habían visto u oído algo raro. A los posaderos llegaban incluso a ponerlos de rodillas y hacerlos sentir la punta afilada de la espada de Bécquer en las mejillas, en las gargantas de sus familiares, tratando de sonsacarles una información que no poseían.
Viendo estos estragos desde posiciones apartadas, Remo y Sala se alejaron a paso rápido después de cruzar la plaza. Salir del pueblo fue pan comido. La mañana nacía con un cielo oscurecido por nubes densas, así que la luz del ambiente estaba enrarecida, turbia, no invitaba al paseo matutino. Había pocos transeúntes, en su mayoría movidos por la obligación del negocio, y pululaban por las calles emprendiendo tareas rutinarias sin hacer mucho caso de lo que sucedía alrededor.
Embutidos en las capas, se alejaron por el camino principal que cruzaba el pueblo, pasaron junto a varias aldeas y, finalmente, abandonaron la senda que sospechaban estaría vigilada. No aflojaron el paso. Siguiendo la orientación de la orilla del mar hacia el este, dejaron atrás dos pequeños poblados y después se desviaron hacia el norte evitando los caminos, incluso las veredas de los agricultores y ganaderos.
—¿Sabes al menos adónde vamos? Siempre dices al norte, al norte… eso no es mucha información. ¿Estás rodeando la Ciénaga? No me gustaría pasar otra vez por allí…
Remo se detuvo y desenvainó su espada. La mujer lo miró con cierto recelo, como si de repente fuese un extraño, armado y peligroso.
—Nos dirigimos al norte —comenzó a explicar Remo usando la espada para hacer surcos en la tierra dibujando un mapa—, vamos a las ruinas del templo de Huidón en las Montañas Cortadas. Tranquila…, no cruzaremos la Ciénaga otra vez… Estamos más al este, así que atravesaremos las montañas por el Paso de los Mercaderes.
Aquella respuesta tan concreta agotó las inquietudes de la mujer. No entendía por qué iban hacia allí, ni tampoco parecía Remo dispuesto a darle una explicación extensa a propósito de sus fines. En cierto modo confiaba en él. La había rescatado de la muerte y la locura, curándole las heridas de las picaduras de las arañas topo y el envenenamiento de maísla. No sabía quién era exactamente, pero por ahora se configuraba como la persona más fiable con la que podía aliarse. Además, había sobrevivido a un combate contra el verdugo de Fulón… Era un aliado poderoso. No había más que mirarlo para entender que seguía siempre una directriz clara, que no tenía dudas sobre el siguiente paso. Dirigirse hacia el norte le venía bien. Para Sala el encargo del brujo había terminado, deseaba regresar a su hogar en Venteria. La recompensa por lo de Moga le hacía falta pero no era imprescindible. Ya saldrían otros encargos…
Hicieron una fogata en una zona apartada de los caminos cuando llegó la oscuridad. Limpiaron de broza seca todo el diámetro donde pensaban hacer fuego, para no provocar un incendio; buscaron piedras y Remo cortó de un árbol varias ramas con las que hacer leña. Una espada no era la herramienta más idónea para hacer tronquitos, así que escogía por lo general ramas delgadas. Encendió la hoguera gracias a un regalo del herrero que, cuando iba a marcharse, le entregó dos pequeñas piedras de pedernal.
—¿Qué me pasa Remo?
—Tú sabrás…
—Me siento otra vez desdichada. Ahora me acuerdo de Menal, el pobre…, creo que de todos nosotros era el más puro. Un tipo serio como tú, pero infinitamente más amable.
Remo sonrió.
—Creo que tus cambios de humor se deben al veneno o a que estás loca…, no lo sé, no te conocía de antes.
Salvando la broma, era lo que pensaba. La piedra la había curado de todo mal físico, pero la secuela mental del veneno parecía testaruda y difícil de evaporar. Remo le tendió carne curada pero ella la rechazó.
—No tengo hambre. ¿Crees que nos descubrirán aquí?
—Esperemos que no. Esos tipos deben de estar inspeccionando los poblados. Creo que siguen la pista de un hombre herido y una mujer envenenada con maísla; así que rebuscarán cerca de los lugares donde pueda haber curanderos o médicos. Es probable que piensen que hemos ido hacia Mesolia. Es el único lugar donde se me ocurre que pueda haber medios para curar nuestros supuestos males.
De pronto Sala miró a Remo muy seria.
—¿Cómo demonios me curaste?
Remo había temido que saliera ese tema a relucir.
—Siempre ando provisto de remedios para venenos cuando hago encargos —mintió—… uno no sabe en qué situaciones va a verse inmiscuido.
Sala no quedó del todo muy conforme con la explicación. Su rostro era un espejo de lo que pensaba. Levantó un lateral de su labio superior y una de sus arqueadas cejas cuando escuchó las razones de Remo. No insistió sin embargo. Se tumbó mirando las estrellas cerca del fuego. Remo le tendió su capa doblada para que la usase de almohada.
—Si quieres dormir aquí a mi lado, hace frío —sugirió ella.
—Yo no voy a dormir. Es una noche demasiado tranquila.
—Si tú no duermes yo tampoco.
—Es mejor que duermas, así mañana tú serás la que haga guardia.
—¿Por qué no dividimos las noches a la mitad?
Remo asintió. Ella por fin cerró los ojos y al cabo de un rato se quedó profundamente dormida. Se quedó observándola, mirando cómo el fuego doraba los colores de su jubón, cómo hacía sombras en su pelo rizado. Pensó que era un incordio soportar sus preguntas constantes y su parloteo, pero cuando se quedó dormida la noche resultaba más oscura, como desangelada. Menuda mujer.