CAPÍTULO 31
Remo de Matadragones
Remo andaba nervioso. Después de matar a Moga, no cesaron los agasajos en Pozo de Luna. Sin perder oportunidad de hacer valer su hazaña congregó con la ayuda de Maniel a todos los alguaciles insurrectos que tuvieron solícitos favores con el brujo. Una reunión de cobardes bien podía acabar muy lejos del valor que Remo les requeriría, pero Remo debía intentar atraerlos a su causa. Toda ayuda sería poca contra las tropas de Selprum.
El pueblo cambiaba de ídolos con suma facilidad, ahora lo adoraban a él: Remo el Matadragones, lo llamaban por las calles. Fige lloró en sus brazos suplicándole ser su esclava. Los mismos que antes argumentaban entusiasmados que Moga estaba dotado de dones divinos, ahora aseguraban que los mismos dioses habían descendido en Remo para liberarlos. Quizá otro se hubiese acomodado en la nube del acopio, en la bondadosa sensación de heroicidad correspondida por un pueblo necesitado.
Remo, no.
Maniel le era sumiso. Quizá porque había presenciado con sus propios ojos cómo burló a la muerte. Quizá porque Remo contaba con la admiración de sus hombres y, sobre todo, porque había matado a Moga el monstruo, el dragón diabólico y a su peligroso lugarteniente Bécquer. Más que ningún otro alguacil, Maniel había sufrido el yugo y el terror hacia Moga. Así, el alguacil de Pozo de Luna comenzó hablando en una mesa con varias piezas de caza cocinadas, entre panes y vasos colmados, que ajedrezaban el tablero largo de la mesa de roble. Remo no probó bocado ni sorbió vino.
—Os presento a Remo, el hombre que ha destruido el miedo y el terror en el que Moga nos tenía sumidos. Derrotó a sus hombres y finalmente mató al dragón, un monstruo que acabó por rebelarse desde las entrañas del Nigromante. Yo lo presencié con mis propios ojos. Remo, el divino, mató a la bestia y burló a la muerte.
Después de largas frases de agradecimientos proferidas por los presentes, mientras devoraban los muslos y pechugas de las aves cocinadas, Remo tomó la palabra.
—Bien saben los dioses que no todo ha acabado aquí. Moga ha muerto sí…, pero el rey no perdonará tan fácilmente a sus siervos. Nuestro rey, mal aconsejado, es conocedor de una verdad a medias, que son las verdades más peligrosas. En pocos días, tendremos seguro un destacamento del ejército de Vestigia que vendrá a ajusticiaros.
Todos habían dejado de comer y lo escuchaban babeantes. Remo se sentía asqueado entre aquellas miradas viscosas.
—¿Ajusticiarnos? Somos alguaciles al servicio del rey, no hemos cometido ningún…
—¡No me interrumpáis, aún no he terminado! —gritó Remo causando pavor entre los presentes. Después respiró hondo y continuó—: fui contratado para aplacar la rebelión que, a sabiendas de la corte, se estaba produciendo en los alrededores de la Ciénaga. Matar a Moga como cabecilla era la primera de las acciones. Después los alguaciles corruptos que habían sucumbido y habían desatendido la Ley Real serían ajusticiados por sus faltas —mintió Remo intentando asustar, acercándoles hacia el precipicio de sus objetivos.
Remo necesitaba implicar a los alguaciles para su plan. No por ellos, pues escaso valor poseían, pero sí para disponer de sus hombres.
—La misma Horda del Diablo descenderá a vuestras tierras a ahorcar a quien estime pertinente.
—¿Y qué sugieres? Has matado a Moga y, sin embargo, ahora parece que eso ha sido perjudicial, que ahora, en lugar de perseguir al malvado muerto, vendrán por nosotros. ¿Qué podemos hacer?
—Luchar contra el destacamento y después demostrar que rendís pleitesía al rey.
—¿Estáis loco? ¿Acaso no sería esa la gran prueba de nuestra traición? Moriríamos luchando contra los soldados del rey, o bajo las hachas de los verdugos en la gran plaza de Venteria.
—Esta misión proviene del general Selprum, tanto la muerte de Moga como el control de la zona. Deberéis confiar en mí. Ese hombre viene a mataros. Os estoy ofreciendo la única salida que tenéis de conservar el pellejo. Tengo un plan…
—¿Cómo podríamos nosotros enfrentarnos a semejantes fuerzas? Nuestros hombres no son expertos guerreros de la vanguardia del ejército. No podremos enfrentarnos a ellos… ¡Por todos los dioses: es la Horda del Diablo! ¿Qué podemos nosotros contra eso?
—He dicho que tengo un plan.
De entre todos los alguaciles levantó la voz el más anciano:
—¿Qué sacas tú de todo esto? Has matado a Moga. Según alcanza mi entendimiento después de tu exposición, lo mataste por encargo del general al que ahora quieres dar muerte… No tiene sentido. ¿Acaso no serías digno de recompensa? ¿Cómo es posible que ahora pretendas salvarnos?
Remo miró a los ojos del viejo. Todos poseían en sus ojos un brillo en el que Remo se sentía cómodo, el sello de la admiración que le proferían por haberles librado del brujo. Todos, a excepción del más mayor, que parecía estudiar la situación sin el apasionamiento ni la cobardía de los demás.
—El general Selprum provocó la caída de muchas familias, la pesadumbre y el exilio para muchos buenos soldados tras la Gran Guerra. Llegó al poder sin merecerlo y es momento de que pague sus pecados.
—Así que se trata de una venganza. Algo personal…
No se hizo esperar el barullo de especulaciones, los comentarios que poco a poco se alzaron de tono.
—¿Quieres que nos enfrentemos a un cuerpo de élite del ejército solo por satisfacer una venganza? ¿Pretendes arrastrar nuestros pueblos al suicidio solo porque tú encierras antiguas rencillas con el general?
La indignación se propagaba con más rapidez que el vino en sus vasos de barro.
—¡Me lo debéis! —tronó Remo.
—Este hombre ha matado a Moga, que seguramente hubiese acabado por darnos muerte o algo peor —argumentó Maniel en su defensa—. Además, la realidad es que Selprum vendrá a estas tierras con la venia del monarca para hacer correr nuestra sangre.
—Quizá quiere cerciorarse de que ha muerto Moga. Le prepararemos un buen recibimiento, calmaremos sus dudas sobre nosotros, le ofreceremos pruebas tangibles de nuestra lealtad al rey. Engalanaremos los pueblos con estandartes reales…
—Yo conozco a ese hombre. Cuando llegó a ser capitán de su destacamento, exilió a todos los que le eran hostiles, mató a muchos y a los demás nos quitó todo cuanto poseíamos. No dialogaréis con el rey, ni con ningún sabio que analice vuestra lealtad ni tampoco con un astrónomo que miraría temeroso las estrellas para designar vuestra suerte. Aquí vendrá una fuerza militar opresora quemando casas. Ahorcará indiscriminadamente, pasará por la espada a cuantos pretendan cambiar su visión preconcebida del problema. Torturará a vuestros vecinos para que declaren en vuestra contra y acabaréis bajo el hacha de un verdugo en el mejor de los casos. ¡Pensad con frialdad y, por una vez en vuestra vida, dejad de tener miedo!
Estas últimas palabras vinieron acompañadas de un puñetazo terrible a la mesa, donde los manjares temblaron con la fuerza de Remo. Después, con paso lento, abandonó la estancia para dejarlos pensar.