Aconteció en la segunda fase de la Gran Guerra, antes de la invasión de Aligua, que se le encargó una misión especial al capitán Arkane. Firmada una tregua entre Nuralia y Vestigia, ambas naciones no hacían sino urdir tramas preparándose para volver a combatir.
En aquellos tiempos de paz tensa y frágil, las conspiraciones, los asesinatos encargados y las misiones secretas atareaban a guerreros como Remo: un joven de dieciocho años obsesionado con la idea de ascender, de abandonar su condición de mero soldado y convertirse en caballero de la Horda del Diablo.
Cuando Arkane convocó a la División de cuchilleros en Venteria, él pensó que la paz había flaqueado, que volverían las batallas. Sin embargo, los designios de Arkane eran distintos. El capitán los hizo subir a una loma fuera de la ciudad y allí les ordenó que se sentaran contemplando la urbe en la lejanía.
—Señores, mi llamada en tiempos de tregua tal vez os haya inquietado. No vamos a combatir. Necesito voluntarios para una misión. Un trabajo largo pero acotado. Si todo sale como yo espero, en un par de meses, o a lo sumo tres, estaremos de vuelta. Os advierto que no daré más información a propósito del fin al que os uniréis. Caballeros y soldados, cualquiera será bienvenido en el grupo. Necesito diez valientes.
Remo, como un resorte, se levantó el primero. Ya no era considerado un novato y, tras las batallas, se había ganado el respeto como guerrero.
—Preferiría haber visto levantarse antes a los caballeros de la Horda, a los maestres, no a los soldados… Pero como has sido primero, vendrás conmigo —dijo Arkane. No era un secreto para nadie que Arkane valoraba el carácter obstinado de Remo. Solía prestarle más atención que a otros soldados, por su inagotable voluntad, su inefable ímpetu por el deber cumplido.
Dos días más tarde, Remo, Arkane y otros nueve cuchilleros formaban parte de los pasajeros del navío La Tramposa. Iban de incógnito, pagando como los demás, en un trayecto peligroso hacia las islas Pictas, al norte de Avidón, en el confín de los océanos del Oeste. El capitán del barco hizo pocas preguntas. La suma de dinero que Arkane le ofreció por llevarlos a bordo fue persuasiva.
Remo tenía curiosidad por saber cuál era el contenido de su misión. Arkane guardaba celosamente el secreto. Recluido en su camarote durante días, hubo rumores incluso sobre una posible enfermedad, o de haberse vuelto loco y haberlos arrastrado a aguas profundas sin existir encargo alguno. Nadie osó molestarlo, ni tan siquiera tocar su puerta.
Remo solía pasar el tiempo en cubierta, admirando la labor de los marineros y contemplando el mar, el inmenso misterio de las aguas, el oleaje sin rostro. A cada jornada de travesía empeoraba el tiempo y la navegación se hacía más molesta. El mar parecía fruncir el ceño y convertía el barco en un pedazo de madera con el que juguetear. Llegó a vomitar tres o cuatro veces el día en que Arkane salió por fin de su confinamiento.
—Venid conmigo —ordenó con voz carrasposa, rajada por la humedad. Su mirada parecía revelar locura, pues jamás se le había conocido mueca alterada fuera de batallas y entuertos de sangre. Arkane debía de estar consumido por la espera balanceada del viaje en barco, quizá mareado como Remo o viendo los fantasmas de una misión que parecía oscurecerse a medida que avanzaban los días.
En el camarote de Arkane no cabían todos, así que primero habló con cinco y después con otros tantos. En el segundo turno fue cuando le tocó pasar a Remo. Aquellos primeros cinco parecían contagiados de aquel aspecto febril que poseía a Arkane. Nada bueno habían escuchado.
—En la tercera semana de travesía llegaremos a las islas Pictas. Habrá un desembarco en el puerto. Se cargarán provisiones y el capitán de la nave y sus marinos harán los negocios para los que se enrolaron en este navío. Ellos pretenden atracar allí durante una semana. Cuando estemos de nuevo camino de Vestigia, tomaremos el control del barco.
Los caballeros de la Horda guardaron silencio mientras el capitán explicaba el plan de motín.
—Señor, en este barco hay muchos marineros armados, será complicado controlarlos a todos. Además, necesitamos que sigan haciendo navegar el barco… —dijo Selprum.
—Una vez capturado el capitán, le propondremos un trato a la fuerza. Un trato con el que obtendrá beneficios. Si es el tipo de hombre que creo que es…, aceptará.
—¿No sería mejor ofrecerle el dinero sin amotinarnos? —insistía Selprum.
—Ningún marino se adentra en el Mar de las Tempestades… y es allí hacia donde nos dirigimos. En una charla apacible con una oferta de dinero, el capitán pensaría en su tripulación, en todas las desgracias que podría acarrear la misión, y se negaría. Sin embargo, si nos amotinamos y precisamente amenazamos la seguridad de su tripulación, aceptará. La única opción es obligarlo a ir allí, ofreciéndole además una buena recompensa. Un hombre siempre está deseando luchar contra sus fantasmas pero jamás lo hará si no se le da un empujón.
El Mar de las Tempestades… Sonaba bastante mal.
—Es una locura adentrarse en esas aguas, señor…
—El que no esté de acuerdo que se quede en las Pictas. Que regrese en cualquier otro barco.
Remo permanecía en silencio mientras los demás cuchicheaban mirando al capitán Arkane.
—Yo voy donde diga el capitán —dijo Remo, que odiaba la falta de confianza en Arkane. Pese a verlo tan deteriorado mentalmente, aún sentía seguridad cumpliendo sus designios.
—Muchacho, si me demuestras tu valor en esta misión, te ascenderé a caballero.
Remo disimuló su alegría. No le importaban los peligros. Ya antes había estado en peligro y siempre obedecer a Arkane había sido sinónimo de victoria. No le asustaba ese Mar de las Tempestades del que nunca había oído hablar.
—Mi capitán…, ¿qué buscamos en el Mar de las Tempestades? —preguntó Selprum.
—Todavía no es el momento de que lo sepáis…
En cubierta, varios caballeros de la Horda se reunieron en la proa del barco. Remo se acercó a ellos.
—El capitán nos lleva a una muerte segura… —dijo Trento, un hombre fornido del que jamás hubiera sospechado Remo que tuviera inquietud por peligro alguno—. En ese mar hay males peores que los vientos y las tormentas… Esas aguas hace años que no las atraviesan nuestros barcos.
—¿En serio pensáis que estamos cumpliendo órdenes de arriba? Creo que esto es un mero capricho de Arkane —comenzó a decir Selprum—. Intentaré persuadirle de que cambie de idea, pero comentarios como el tuyo no nos ayudarán.
Selprum se dirigía a Remo. Todos lo miraron.
—No es momento de ser valiente —decía Trento con cariño en sus palabras, alejado del tono de desprecio de Selprum—; si hubieras escuchado la mitad que yo de esos mares… Le caes bien a Arkane, estoy seguro de que te elevará a caballero sin necesidad de que te hagas el héroe… De nada te servirá si acabamos naufragando, muertos, flotando en las aguas.
—No tengo miedo a las habladurías…
—¡No son habladurías! Puedo jurar que yo mismo he visto una zarpa de zraúl con mis propios ojos… Yo soy de la costa oeste, de Nurín. En mi ciudad todo el mundo se dedica a la mar… Chico, créeme si te digo que es un suicidio adentrarse en esas aguas. ¿Qué demonios hacemos los cuchilleros de la Horda allí? ¿Por qué tenemos que robar un barco como piratas? Hay muchas cosas en esta misión que no me gustan.
—¿Qué es un zraúl?
—Espero no tener que explicártelo… El Mar de las Tempestades es la frontera del oeste. Nadie ha ido más allá y ha regresado. Hace muchos años, los marinos intentaban averiguar si había nuevas tierras allá, pero ese mar siempre acababa destrozando sus barcos. Esto no solo se sabe en Vestigia. Las peores leyendas las cuentan las gentes de Avidón. Dicen que tras ese mar se esconden los palacios de los dioses de los océanos, de Fundus y Ocarín, que jamás permiten a los marineros adentrarse en sus aguas. Para eso tienen bestias como los zraúles o las ballenas toro. Cuando un barco penetra esas aguas, comienza el mal tiempo y se despiertan las criaturas. La maldición de los hombres es querer siempre ir más allá, desvelar todos los secretos. Esa es nuestra maldición.
Todos escuchaban a Trento en silencio. El grupo despertó el interés de uno de los tripulantes.
—¿Tenéis una botella de ron? —preguntó divertido ante tal reunión. Enseguida todos se dispersaron.
Remo esa noche, en su camarote, se debatía en una ansiedad extraña, una angustia parecida al miedo y a la espera de un destino glorioso. Recibió una visita inesperada que no haría sino aumentar sus inquietudes.
—¿Duermes, Remo? —preguntó una voz al otro lado de la puerta.
—No… ¿Quién es?
—Arkane.
—Pasad, señor…
Remo saltó de la cama e intentó arreglar un poco el camarote mientras la puerta se abría. El capitán traía un candil y la habitación se iluminó de forma tenebrosa.
—¿A qué se debe esta visita, capitán?
—Remo…, tú estás con los hombres, hablas con ellos…, te respetan. No tienes rango de caballero… pero te respetan… He venido a consultarte.
Remo adquirió rubor en sus mejillas. ¿El capitán Arkane quería su consejo? De pronto se sintió una hormiga confundida con un elefante. Sin embargo, el mero hecho de que Arkane lo escogiese a él no hacía sino evidenciar el peligro atroz al que se enfrentaban.
—Señor, no sé si yo puedo ayudarlo…
—Remo…, ¿qué dicen los hombres?
—Bueno, por lo visto esas aguas…, ese Mar de las Tempestades, tiene mala fama. Ellos preferirían no ir allí, pero supongo que son leyendas viejas…
—No son leyendas, Remo. Es una misión muy peligrosa la que tenemos encomendada. ¿Quién está en contra?
—Señor, no diré nombres… Lo que no entienden es por qué secuestrar el barco, se sienten como piratas y, bueno, ¿existen los zraúles y las ballenas toro?
—Mucho me temo que sí, mi joven amigo. Existen cosas que no comprendemos, por mucho que en nuestra pequeña Vestigia sintamos que el mundo es acaso conocido y seguro. Pero no todas las leyendas hablan de bestias y peligros, Remo. También se habla de prodigios, de los dones con los que los dioses construyeron la Naturaleza, de tesoros más allá de la imaginación limitada de un vestigiano joven como tú.
—Mi capitán…
—Pregunta, Remo, pregunta.
—¿Por qué? No veo ahora en vos, ni con anterioridad, codicia o ganas de poder; ¿qué buscamos, Arkane?
El militar sonrió.
—Remo, buscamos por orden de otros… Me conoces bien. Si de mi dependiera no estaríamos aquí, pero cumplimos un encargo.
—Los hombres dudan de eso también.
—¿Acaso iba yo a ponerles en peligro por un capricho? ¿Creen que estoy loco?
Cuando Arkane salió del camarote, Remo tardó bastante en quedarse dormido. Soñó con bestias marinas que atacaban el barco.
Tal y como estaba planeado, llegaron a las islas Pictas y desembarcaron. Allí los caballeros, Arkane y el propio Remo disfrutaron de las islas durante días. Arkane les aconsejó divertirse, descansar y no dejar embarazada a ninguna nativa… Lo último despertó risas entre los hombres. Remo admiraba la inteligencia de Arkane. Ya al tercer día de diversiones y descanso podían oírse comentarios como: «Ha merecido la pena venir a este viaje…» o «Ya estoy preparado para siete mares de tempestades». El dinero de Arkane parecía inagotable y les pagaba cenas copiosas y residencias caras. No faltaban mujeres ávidas de conocer a los soldados. Las playas de arena blanca de las islas, sus aguas cristalinas, poco podían hacerles prever lo que les acontecería.
Una tarde, Remo estaba solo en la orilla de una playa. El sonido de la «ceremonia del coco» le llegaba interrumpido a intervalos por la sucesión de oleaje. Contemplaba el atardecer, la inminente llegada de la noche.
—Remo, ¿no quieres degustar el vino de coco? Tienen un asado exquisito y muy buena fruta.
Era el capitán, que últimamente parecía más un encargado de cocina que un militar.
—No, gracias. No puedo estar divirtiéndome sabiendo que tendremos que afrontar peligros.
—Remo, me sorprende tu carácter. No sé si eres así o acaso lo pareces para conseguir mi favor. En las batallas te he visto fiero y ágil con tu espada, aunque torpe con los cuchillos, como siempre. No estabas en mi lista para ser caballero de esta división, que es de cuchilleros, pero cumpliré mi palabra si volvemos con vida.
Llegó el día de embarcar. Para los hombres de Arkane se acercaba el motín.
La primera noche después de abandonar el archipiélago, Arkane, Selprum y Trento penetraron armados en los aposentos del capitán del barco. Los demás neutralizaron a los oficiales y desarmaron camarote por camarote a los demás tripulantes. Con el alba echaron ancla y el barco, ya dominado por la Horda del Diablo, fue el escenario de una reunión en los aposentos del capitán del navío.
—Yo lo veo así —dijo Arkane—: si queréis conservar la vida de toda vuestra tripulación, seguiréis el rumbo que yo os he apuntado en esta carta marítima. Podemos hacerlo bien o podemos hacerlo mal. Podemos matar a tres oficiales al azar, para que entendáis que no se deben cometer torpezas ni tratar de rebelaros a nuestro control, o no intentar ninguna locura y hacer exactamente lo que yo os ordene.
El capitán del barco, Hornos, examinaba la situación con uno de los cuchillos de Arkane clavado en la madera de la mesa de su despacho.
—Veo que buscáis la vieja Isla de Lorna… Hay leyendas que afirman que esa isla existe, yo jamás he conocido a una sola persona que la haya visto de lejos. ¿Allí es dónde queréis ir?
—Exacto. A la Isla de Lorna.
—¿Buscáis los tesoros de los dioses? Estáis loco, pero habéis encontrado al marino que os llevará a vuestra locura… Hay trato…, con una condición. En caso de que vuestro rumbo sea el acertado y consiguiéramos sobrevivir al Mar de las Tempestades, mi tripulación y yo participaremos de vuestro botín. Nos quedaremos con la mitad de lo que suba a bordo de La Tramposa. Ahora soltad a mis oficiales.
—De acuerdo…
—Hay otra cosa más. Ninguno de mis hombres pondrá un pie en la Isla de Lorna. Lo que hayáis ido a buscar allí, tendréis que conseguirlo vosotros solos. Os esperaremos durante tres días en el barco. Después partiremos sin mirar atrás.
—De acuerdo.
Remo observó las caras de Selprum y Trento cuando se pronunció el nombre de la isla. Sus ojos se habían abierto de par en par en una mezcla de temor y codicia, de ansia y pavor, como el que sustrae un diamante del dedo huesudo en un cadáver.
Sin violencia, sin muertes, limpiamente, el barco cambió el rumbo y se encaminó hacia un horizonte nuboso, tras el que se expandía el Mar de las Tempestades. La luz del día, con el sol oculto entre las nubes, se posaba en las aguas confiriéndoles un tono plateado en el que la sombra del barco se espejaba con precisión misteriosa. Los marineros encerraban en los ojos la resignación del deber, y los oficiales ejercían de capataces implacables, impidiendo conatos de desobediencia. Nadie cantaba ni reía. El silencio dejaba en soledad al navío en medio del océano que cada vez parecía más ancho y desconocido. El crujir de la madera y las velas que estremecían las ataduras de las cuerdas a los mástiles conformaban una cantinela insípida que no hacía sino recordar una y otra vez la dureza del surco en las olas.
Tres días de tormentas de olas montañosas, dos hombres perdidos por la borda, y cuatro heridos provocaron recelo entre la tripulación, que comenzaba a discutir en corrillos si su capitán había hecho un buen trato. Cuando divisaron un zraúl, toda persona a bordo de La Tramposa exceptuando tal vez a Arkane, hubiera preferido dar media vuelta y abandonar.
Apareció en una mañana en la que el temporal daba tregua y las olas habían desaparecido. Sin viento, el mar parecía un lago de plata. Hasta el cocinero subió a cubierta para contemplar la quietud, asombrado del contraste con el día anterior. Entonces Atino, uno de los hombres de Arkane que estaba combatiendo el aburrimiento lanzando trozos de piel de plátano a unos peces, llamó la atención sobre un hecho.
—Los peces se han espantado.
En ese momento un oficial le prestó atención y miró desde el palacete de la cubierta de popa.
—¿Qué demonios es eso? —gritó lanzando la pregunta a todos los que tuvieran libertad de poder contemplar la cosa que señalaba su mano—. ¡Mirad, es una ballena!
—¡No es una ballena, señor! —gritaba otro que estaba más cerca de la sombra que se acercaba despacio, paciente, hacia la embarcación.
—¡Preparad arpones! ¡Viene derecho a nosotros!
No dio tiempo a preparar nada. La sombra, bajo las aguas silenciosas, se les vino encima. En los últimos metros aparecía con el tono lechoso, similar a la piel de un calamar gigantesco. Emergió llevando consigo espuma y agua, saltando a una altura que les sobrecogió.
La criatura, de más de diez metros, era una especie de dragón marino, al menos sería muy parecido al que cualquier niño vestigiano dibujaría con ojos fascinados si se le pidiese un retrato de un monstruo habitante de océanos. Poseía brazos con zarpas temibles en los costados. Se izaba como una serpiente, quedando erguido y amenazante.
Las flechas no conseguían herirlo. Algunas ni tan siquiera se clavaban en su piel espesa, protegida por legiones de escamas plateadas. Cuando nadaba era como un fantasma blanco que dibujaba círculos a una velocidad irracional. Mostraba sus fauces siempre que se erguía, provistas de dientes como espadas de hielo, puntiagudos y letales. El capitán Hornos mandó cargar el arpón para ballenas. Los marinos no se atrevían a acercarse a la ballesta donde tenían que cargar el arpón, pues fue precisamente en ese lugar donde atacaba el monstruo. Arkane temía que la bestia pudiera romper el casco o algún mástil del barco y dar así por finalizada la búsqueda de la isla.
—¡Selprum, vamos a cargar ese arpón! —gritó Arkane.
El miedo a caer en las fauces de la bestia tenía paralizados a los hombres de Arkane. Eran soldados de tierra no acostumbrados a combatir defendiendo un barco. Selprum resbaló en la cubierta. Trento lo relevó y, junto a Arkane, llevaron el arpón hasta la ballesta gigante. Hornos estaba al timón y trataba de colocar el barco para disparar al zraúl que, como una cobra, se erguía a babor. Sus fauces siempre rezumaban agua y una mezcla aceitosa. Remo juraría percibir el aliento de la bestia, parecido al pescado putrefacto, que probablemente fuese su ingrediente menos ignominioso. El zraúl se inclinó sobre la cubierta y se llevó entre las fauces a un marinero. Los cuchillos de Arkane poco pudieron hacer para impedirlo. La sangre del desgraciado rezumó por sus mandíbulas poderosas. El zraúl parecía excitado recibiendo el sabor de su presa. Agitaba su cabeza como cuando un perro sacude una chuleta de carne, tratando de domeñarla y acomodar cada bocado.
Remo se adelantó con la espada pero, justo cuando parecía que podría clavarla en el lomo del animal, el gigantesco dragón marino se revolvió hacia el mar haciendo tambalearse al barco, causando bastantes daños en un mástil y recibiendo Remo el impacto inmisericorde de la cola del monstruo. Salió despedido por la cubierta patinando por la superficie. El zraúl desapareció en las aguas mientras él acababa estrellándose contra unos barriles de suministros.
—¡Ya te advertí que no eran leyendas! —le gritó Trento a Remo que parecía acordarse de su incredulidad. El monstruo pareció darse por satisfecho con el marinero, pues dejó de molestarlos por el momento.
—¡Comprobad los daños! —gritó el capitán. El mástil que había golpeado el zraúl solo parecía magullado, sin embargo la moral de los marinos se astillaba por doquier.
—¡Señor, abandonemos esta locura! Tenemos familia, hijos… En estas aguas infernales solo hay muerte.
—¡Daré diez latigazos a quien vuelva a quejarse! ¡No consentiré la holgazanería y a los cobardes abordo! —dijo Hornos apurando la virtud de su garganta.
Dos días más tarde, la tormenta les arrebataría el mástil con la embestida de varias olas y el viento tempestuoso. Las montañas de agua los cercaban y era imposible creer en la supervivencia, en la existencia de un regreso. Nadie trabajaba para tratar de navegar la tempestad. El barco se dejaba llevar como un tapón de madera en una bañera de vino agitada por dioses sedientos.
—¡Qué demonios hacéis, recoged la vela holgazanes, ganaos el cielo de los dioses, porque de aquí os vais al infierno! —gritó el capitán Hornos a sus tripulantes.
—Esa isla no existe —decía el capitán Hornos a Arkane, teniendo cuidado de no ser escuchado por sus marinos. Ambos contemplaban las labores de la tripulación para despojar de velamen el mástil caído.
—¡Tierra, tierra a la vista! —gritó entonces el vigía subido en el mástil mayor, mientras descendía a toda prisa por una cordada—. ¡Capitán, se nos viene encima!
Poco faltó para que el barco naufragase en las inmediaciones rocosas de la Isla de Lorna. El capitán Hornos, desbancó a su timonel de la conducción del barco y él mismo hizo la aproximación a una costa negra e indeterminada que parecía engullirlos. Rozaron las rocas apretando las mandíbulas. El calado necesario para el barco parecía seguir una trazada laberíntica. El capitán decidió anclar el barco y esperar a que se calmasen las aguas para hacer la aproximación a la playa. Por la borda se descolgaron cabos y marinos atados para comprobar los daños del casco.
—Capitán, tendrá usted cinco días completos para explorar las leyendas de Lorna, la reparación de mi nave así lo exige… pero le juro que ni un solo día más lo esperaré en esta bahía —comentó Hornos durante la celebración en su camarote de la llegada a la isla misteriosa, en plena noche de tormenta.
Cinco días eran más de los que Arkane habría imaginado. A la mañana siguiente, los once cuchilleros de la Horda del Diablo preparaban el bote que los llevaría a la playa.
Cuando asomaron en cubierta, el buen tiempo los sorprendió. El cielo diáfano destrozaba el mito tormentoso de los días anteriores. El celeste antiguo, perfecto y uniforme parecía el último de los decorados antes del negro estrellado de la noche. La calma parecía haber vaciado de aire la isla. Hacía calor. Apenas el sol cobró altura, hacía hervir las pieles húmedas de los marinos. Las aguas cristalinas transparentaban colores vistosos, turquesas verdes, a veces rojos y amarillos, bancos de corales que parcheaban el fondo marino de roca y arena blanca, rodeando la barca en su avance sosegado hacia la isla.
En un bote se apretaron los once hasta arribar a la orilla de arenas blancas. Las palmeras colmadas de cocos y la vegetación intensa no dejaban averiguar sendero más allá del espacio abierto del arenal de marfil.
—¿Qué buscamos, Arkane? —preguntaba Selprum susurrando, pues el silencio se columpiaba en el vaivén de un oleaje diminutivo, capaz de hacerles pensar que soñaron la travesía tortuosa. Mirando el barco desde la isla se recuperaba fácilmente la memoria. Los desperfectos eran evaluados por los sobrecargos del capitán Hornos. Las voces de los marinos se perdían en la distancia hasta el rompeolas. En la playa hervía un silencio misterioso.
—Avanzaremos en fila de a dos. Selprum, perseguimos sueños y fantasmas. Pisamos una tierra que mucha gente jamás creerá que hayas pisado.
Comenzaron su avance y el calor en la jungla se hizo insoportable al poco tiempo de internarse. Los mosquitos parecían las criaturas más numerosas. Aligeraron sus vestimentas en la playa antes de penetrar en la espesura, y aun así se arrepentían de no haber dejado incluso más prendas. Remo se deshizo de su camisola y la anudó en su cintura. Los mosquitos se cebaban con Trento que trataba de cubrir todo su cuerpo con la capa, pero no lograba despejar a sus pequeños enemigos.
Siguiendo las indicaciones de Arkane ascendieron las faldas de un cerro. Una vez en la cima, pudieron tener una vista más fiel de las dimensiones de la isla. Arkane tardó bastante en escoger la ruta a seguir después, mientras sus hombres se dedicaban a localizar el barquito atracado en la costa. Remo contemplaba varias montañas que minimizaban el tamaño del cerro donde ellos estaban.
—Mirad allí abajo, al pie de la montaña.
Todos se concentraron en el punto que señalaba Arkane. Entre la maleza y la arboleda tropical se averiguaban varias piedras graníticas de gran dimensión junto a una negrura sesgada con el verde del follaje.
—Apuesto a que es la entrada a una cueva —comentó Atino.
Descendieron de nuevo a la jungla con el rumbo previsto hacia aquella misteriosa abertura. Caminaban a buen paso, todos intrigados por dar con aquella grieta en la montaña, hasta que de golpe Arkane les hizo detenerse alzando su mano. Pedía silencio. Un ruido profundo hizo temblar el suelo. Otro, y otro aún más atronador, les ayudó a suponer que se trataba de pisadas. Arkane ordenó que se ocultasen en la maleza. Allí, agazapados, contemplaron con una mezcla de pavor y sorpresa una hilera de mugrones desfilando hacia el interior de la isla. Eran enormes, de cuernos prominentes. Vestidos con la corteza de árboles y cuerdas hechas con las venas de las hojas de palmera, imponía ver su tamaño y el volumen de sus corpachones. Sin embargo, pronto descubrieron que aquel ruido profundo no fue provocado por los mugrones, de pisadas mucho más ligeras. Los sonidos volvieron a iniciarse. Los mugrones parecían venir acompañados de algo más grande.
Sintieron el crujir de la madera de varios árboles, antes de contemplar la corpulencia de un ser que les hizo olvidar a los otros que venían acompañándole.
—Es Macronus… —susurró Arkane tan estupefacto como el resto—. Macronus hijo de Fundus, un semidiós…, no puedo… creerlo.
Pero nadie lo dudaba. Macronus, de quince metros de altura, no se caracterizaba exclusivamente por su tamaño. En todas las historias y canciones mitológicas que Remo había escuchado siempre, llamaba la atención la descripción de Macronus porque su brazo derecho era un tiburón y su brazo izquierdo un enorme pez espada. Y allí estaban el tiburón y el pez espada, enormes, girando los ojos en todas direcciones como si tuviesen vida aparte del cuerpo del divino Macronus.
Tardaron en retomar el rumbo después de aquel encuentro. Lateso y Atino se clavaron de rodillas haciendo plegarias a los dioses, y Arkane no se lo impidió. Jamás volvería ninguno de los allí presentes a dudar de la existencia de aquellos que hicieron el mundo después de contemplar a Macronus, el gigante devorador de ballenas y su séquito de mugrones.
Por fin llegaron a la entrada rocosa; más de la mitad de los hombres quería volver a la playa y no adentrarse en las profundidades de Lorna.
—Mi señor…, no entiendo esas inscripciones pero sí el símbolo inequívoco de Okarín… Nos hemos topado con Macronus dando un paseo, creo que no deberíamos cruzar ese umbral —dijo Trento, intentando aportar prudencia.
Arkane no le contestó, pues se perdió en la oscuridad por la enorme abertura. Remo lo siguió y los demás acabaron haciendo lo mismo incluidos Selprum y Trento, que eran los más reacios.
Tardaron en vislumbrar la luz. Lejos, al fondo del gigantesco corredor, varias antorchas precedían el inicio de una escalinata de mármol, descendente. Arkane alcanzó una antorcha y ordenó a Selprum hacerse con otra. Después comenzaron a bajar las escaleras.
—Señor, no quiero ser pesimista pero si ese gigante vuelve…
—Mira esta escalinata… Macronus no está hecho para estas escaleras. Jamás podría bajarlas sin causar destrozo. Además, este techo no tiene más de cuatro metros de altura. Sigamos.
Descendieron advirtiendo que, a cada paso, el lugar se parecía más a un palacio, pues las paredes de roca se cambiaron por azulejos espejados donde, en muchas ocasiones, mosaicos primorosos describían hazañas de Fundus. El final de las escaleras estaba anegado de agua, así que tuvieron que avanzar con agua hasta las rodillas durante un pasillo largo y majestuoso en el que parecían vigilados por estatuas del dios marino. El pasillo desembocaba en una estancia de la que partían dos corredores.
—¿Y ahora, qué?
—Está muy claro…, unos a la derecha y otros a la izquierda.
Remo, Arkane, Atino y dos más eligieron el de la izquierda; Selprum capitaneó a Trento, Milfor, Tesi, Celeo y Dileno.
El viaje en el templo de Okarín para Selprum y los cinco que lo acompañaron acabó antes. Tan solo sobrevivieron dos, Trento y él, que heridos, muy penosamente consiguieron regresar a la playa. Sin miramientos tomaron el bote y remaron con las últimas fuerzas que les quedaban hasta el barco. Fue al tercer día de atracar en Lorna. El capitán Hornos, después de que recibieran los primeros tratamientos de cura, fue a visitarles al camarote que servía de enfermería.
—¿Y vuestro capitán?
—No lo sé —dijo Selprum fatigado.
—¿Por qué no está con vosotros?
—Nos dividimos, encontramos un templo y para explorarlo nos dividimos… Ha sido una pesadilla. De cinco hombres que vinieron conmigo, tan solo Trento pudo sobrevivir. Fuimos atacados por criaturas que os harían enloquecer. Primero unos perros extraños, después cocodrilos, pero hasta ese momento no había ningún muerto. Fueron los silach los que nos diezmaron.
—¿Silach? No puede ser…
—Ya sé…, parecen cuentos para niños, pero por los dioses que había silach esperándonos en ese maldito palacio.
—¿Y los demás?
—No lo sé, pero nosotros escapamos de puro milagro, así que creo que el capitán y los demás no lo han conseguido.
Trento permanecía silencioso y dolorido hasta ese momento de la conversación.
—No lo sabemos —aclaró.
—¿Crees que podrían sobrevivir a ese infierno?
El capitán Hornos los miraba pensativo.
—Sugieres que nos marchemos… ¿sin esperarlos?
—Sugiero que lo más prudente es elevar el ancla y alejarse de esta maldición. Si los silach, los mugrones o el mismísimo Macronus encuentran este barco, estaremos muertos.
—No sé si la locura se apoderó de vosotros o si realmente os habéis enfrentado a tales peligros pero lo de Macronus… ¿es cierto?
—Macronus pasea por esa isla cuando no está cazando ballenas en los océanos. Lo hemos visto.
—¿Es cierto? —preguntó Hornos esta vez a Trento.
—Sí, pero no nos atacó.
—Prometí al capitán Arkane que esperaríamos cinco días mientras reparábamos el barco, así que esperaremos al menos un día más. Ordenaré a mis hombres que vuelvan a la orilla a dejar el bote donde estaba.
Mientras esto sucedía en el barco, Remo y Arkane se hallaban transportando a Atino entre los dos, pues herido por las zarpas de un silach, parecía soportar la maldición que emponzoña las garras de las bestias tenebrosas.
El palacio de Okarín escondía trampas, suelos falsos, infinidad de peligros, así que Arkane estaba seguro de que además, en algún lugar, escondería aquello para lo que habían venido desde tan lejos. Su plan era sencillo: intentaría huir de allí y, si en su camino de retirada daba con la cámara de los tesoros, daría buena cuenta de ella. Con tesoros o sin ellos, jamás volvería allí en lo que le quedase de vida.
—Remo, quédate aquí con Atino, protégelo, su sangre parece no ser tan vulnerable a los silach como las de los otros. Si ves que se transforma, acaba con él. Yo entraré en esta sala.
Atino poseía ya los dientes torcidos y se le habían alargado los pómulos, pero seguía sin perder la piel, que acabaría sustituida por escamas. Tampoco mostraba locura devoradora. Como precaución, Remo tenía la espada fuera de su vaina. Cuando Arkane penetró en el umbral, unas puertas enormes se cerraron tras de sí. Remo sintió miedo. Rondaba en aquellas estancias un perfume, una fragancia que animaba al descanso, a abandonarse. Aquellas puertas mágicas que se cerraban solas no ayudaban a Remo a tranquilizarse. Esperó largo rato hasta que comenzó a escuchar, como venido de muy lejos, el fragor de un combate. Tras las puertas se estaba librando un asalto a espada. Empujó las puertas con todas sus fuerzas. Se sintió como si tratase de empujar un muro. Cuando aflojó el empuje de sus brazos, detrás de un ronquido cavernoso, se inició la lenta apertura de los portones. Remo, entonces, pudo ver una escalinata descender. Totalmente decoradas con azulejos y mosaicos, unas ondas de luz danzaban por las paredes haciéndolas brillar. Remo descendió la escalera suponiendo que se encontraría con una piscina de la que procedían esas arandelas de luz.
Apareció en una estancia gigantesca totalmente anegada de agua cristalina. Era poca la profundidad, apenas le llegaba a los tobillos, pero incomodaba. Remo se sintió contemplado por enormes estatuas de mármol celeste representando a la diosa Okarín. Arkane yacía en el suelo y el agua que lo rodeaba expandía veloz un tinte rojo.
—¡Arkane!
La sangre manaba de una herida en el pecho y el capitán trataba de taparla con sus manos.
—Remo…, márchate…
—¿Cómo ha sucedido?
—Márchate —susurró Arkane dando paso a una bocanada de sangre.
—¿Quién eres, mortal? —una voz femenina, severa, majestuosa, hizo eco a un volumen anormalmente alto y sin poder concretarse su procedencia. La voz se escuchaba desde todos los ángulos.
En la espalda de Remo tomó forma una luz que venía flotando en el agua. Una mujer esbelta, de más de dos metros de altura, con cabellos largos, flotaba a una cuarta del agua. En su mano derecha sujetaba una espada de oro decorada por varias piedras preciosas.
—Estás triste por tu amigo…, lo veo en tus ojos. Tienes nobleza en la mirada. ¿Por qué el rey de los vestigianos envía a hombres nobles a hacer el trabajo de ladrones vulgares?
Remo no sabía qué contestar, absolutamente iluminado por la presencia de aquella criatura celestial. No estaba seguro de quién podía tratarse…
—¿Eres la diosa Okarín?
—Esta es su casa…, pero no, yo simplemente cuido su isla y protejo sus tesoros. Soy Ziben, guardiana celestial. ¿Quieres salvar la vida de tu amigo?
—Sí.
La mujer sonrió acercándosele. Con un brazo le señaló uno de los altares de la estancia. Allí, decenas de estatuas con distintas representaciones de los dioses custodiaban en sus brazos piedras de varios colores.
—Tu capitán, Arkane, venía buscando esas piedras. Pretendía robarlas para dar ventaja a tu rey y así vencer la guerra contra Nuralia. Le ofrecí un trato, después de rogarle que abandonase su idea.
—¿Qué trato?
—Le dije que si lograba vencerme en combate singular, le dejaría llevarse una de esas piedras de poder. Ahora a ti te ofrezco lo mismo. Si eres capaz de vencerme en el arte de la espada, podrás llevarte una piedra. Algunas de esas piedras podrían salvar la vida de tu amigo…
Remo adaptó postura marcial. Presentía que no tendría opción frente a la bella guardiana. Si Arkane había sucumbido, ¿qué podía él hacer? Sin embargo, verlo allí desangrándose, con la mirada perdida cercana a la muerte, impedía adoptar cualquier otra opción. Lucharía y, si la muerte era su destino, ese sería el día.
—Eres valiente, como él.
La mujer se abalanzó volando mágicamente a un par de palmos del agua, con la espada de oro enarbolada por encima de su cabeza, las telas doradas y blancas que cubrían flotando su cuerpo se estiraron y sus ojos mostraron la convicción de la victoria. Remo pensó que perdería. No sería capaz de parar ese ataque. Pensó que moriría y de paso entendió que, si debía morir ensartado en la espada de una guardiana del templo de Okarín en la Isla de Lorna, moriría intentando hacerse valer como guerrero. Lo más lógico era esperar su golpe y después contraatacar. Remo pensó que debía hacer algo distinto, algo que jamás nadie intentaría. Así se lanzó hacia su rival en el último momento, cuando ella estaba a punto de terminar su estocada. Así, al variar la distancia en la que la guerrera celestial había calculado su estocada, consiguió dar con su cabeza en el abdomen de la mujer. El golpe catapultó a Remo bastantes metros y estuvo a punto de desmayarse. Cuando se incorporó, miedoso ante la posibilidad de que la guardiana lo rematase, le sorprendió verla riendo. Las carcajadas comenzaron a crecer.
—Antes no me dijiste tu nombre, mortal.
—Remo.
—Estás loco, te lanzaste de cabeza… Reconozco que no esperaba a un suicida. Escoge una de esas piedras y vete cuanto antes de esta isla.
Remo se acercó a las estatuas y miró las piedras; no tenía tiempo que perder, presentía que la guardiana podía cambiar de opinión. Todas eran de color diferente. Alcanzó una verde que llamaba bastante la atención.
—Remo, con esa piedra tus poderes alcanzarán cotas parecidas a las que los dioses necesitaron para construir este mundo. Sin embargo, no podrás devolverle la vida a tu amigo… Tú eliges.
Remo miró la piedra que parecía llamarlo, la superficie pulida en sus dedos se acomodaba a su tacto. Le costó trabajo abandonarla, pero así lo hizo.
—No me equivocaba contigo, mortal; si quieres salvar la vida de tu amigo, ve al final y alcanza la piedra roja mal pulida. Te advierto que no es de las más poderosas, pero salvará sin duda a tu amigo. No es la única que podría hacerlo, pero no me arriesgaré a que te lleves una piedra demasiado poderosa. No te daré más pistas. Si decides arriesgarte y elegir otra, puede que aciertes y, además de curar a tu amigo, tus poderes sean divinos.
Remo jamás podría perdonarse el perder a su amigo por culpa de la codicia. Tomó la piedra roja mal pulida que aseguraba la recuperación de Arkane.
—Bien hecho. Ponla junto al rostro de tu amigo y haz que la mire y así salvarás su vida. La piedra perderá su color. El cómo volver a darle color tendrás que descubrirlo tú solo.
La mujer se deshizo en luz.
—Recuerda esto, Remo —decía la voz mientras la luz se acercaba a una puerta al fondo de la sala—. Si otros mortales descubren el poder de la piedra, no tendrás paz en tu vida. Mantenlo en secreto.
Arkane miró la piedra y se curó milagrosamente. «Sumergiros en la fuente de la sala contigua a esta y saldréis del templo. Después lanzaos a las aguas del río sin miedo y os conducirán al mar». En efecto, al salir del templo se encontraron junto a la ribera de un río.
—¿Y nuestro compañero Atino? —preguntó Arkane.
«Quedará a nuestro servicio como silach, esbirro demonio de dioses. Ahora salid de esta isla y jamás volváis, si no queréis encontrar la muerte».
Se lanzaron al río que, sin un solo roce, los arrastró con furiosas corrientes hasta depositarlos mansamente junto a la playa donde habían desembarcado. Allí Remo entregó la piedra oscura a Arkane.
—Mi capitán, aquí tenéis la piedra que me entregó la guardiana.
El capitán miró en todas direcciones sopesando la piedra.
—Remo, el rey Tendón me envió aquí con el único propósito de encontrar estas piedras legendarias. Arriesgó la vida de hombres valientes sin pensárselo, exclusivamente por perseguir un mito del que no tenía seguridad de su existencia. Han muerto muchos aquí, hombres irrepetibles. Esta joya, en manos de Tendón, provocará una guerra. Lo animará a lanzarse sobre las fronteras de Nuralia con el favor de los dioses… Me has salvado la vida, Remo…
El capitán de los Cuchilleros tendió la mano con la piedra. Remo no entendía su propósito.
—Arkane…
—Quédate la piedra, Remo, úsala con inteligencia.
En el barco celebraron la llegada de Remo y Arkane. Hubo fiesta abordo la primera noche en alta mar lejos de Lorna, navegando con viento favorable. Misteriosamente, el temible Mar de las Tempestades ahora era propicio para su vuelta. Remo miraba la piedra siempre que podía, pensando cuál sería la manera de que volviese a adquirir su tonalidad roja.
—Remo, tendrás que matar para devolverle el color —le dijo Arkane en la soledad de la cubierta del barco, tras la fiesta. Parecía adivinar los pensamientos de Remo. Jamás Arkane hablaría, en cualquier otra ocasión, de aquella piedra, como si pagase su silencio la deuda de sangre que había contraído con Remo.
Remo quedó solo en cubierta. Mirando las aguas oscuras, tímidamente alumbradas por una luna llena especialmente bella. Sentía en el corazón una gratitud enorme hacia la Naturaleza y a lo sobrenatural. Esas aguas oscuras con el viento acariciándole la cara le parecían ahora más misteriosas. Después de aquel viaje, tenía la convicción de que, anudados a la realidad, había poderes que escapaban a su comprensión, lugares mágicos y criaturas fabulosas.