CAPÍTULO 18
La espada de Fulón
La lluvia los obligó a compartir capa, pues de los cielos arreciaban cortinas de agua espoleadas por el viento, torrenciales, mientras se acercaban a la aldea de Potones. Aparecieron las primeras casonas de las afueras, donde la lluvia rebotaba sonoramente. Caminaban zarandeados por rachas de tormenta que espolvoreaban el agua sin que la capa pudiera protegerlos. Había puestos ambulantes de aparejos de pesca y venta de compotas a lo largo de todo el camino, ahora convertido en un barrizal burbujeante. Los tenderos protegían con toldos las mercancías. Parecían acostumbrados a temporales como aquel. Remo imaginaba que eran marineros, para los que cualquier situación venida del cielo, en tierra no dejaba de ser una bendición de los dioses, sin posible equiparación con los infiernos marinos de las tormentas en alta mar.
Remo sujetaba la capa con sus brazos y Sala se acurrucaba junto a él.
—Parece que no nos libraremos del barro y los charcos. Este tiempo no es normal aquí en estas fechas, se supone que debería de hacer calor y haber mucho sol que dore la piel.
Remo sonrió. Sala no paraba de quejarse sobre todas las cosas. Era su forma de no permanecer silenciosa. El ceño fruncido de Remo debía de angustiarla en su hermetismo.
—¿Qué vamos a hacer en ese pueblo?
—Necesito una espada y un herrero.
—Tienes la espada de Fulón…
—No me sirve, es demasiado grande, torpe, nada ágil.
El suelo de la calle principal de Potones estaba empedrado, lo que sorprendió a Sala, recordándole las avenidas de la capital, Venteria, su adorado hogar.
—Este pueblo no está tan mal…
—No te dejes engañar por cuatro piedras pulidas en el suelo… Busca una herrería.
Pese a la lluvia, en la plaza principal del pueblo había actividad. Los puestos de pescado y los carros de suministros colmaban un trasiego abundante en la tarde lluviosa. Por fin encontraron una armería.
—Buenas tardes…, ¿hay alguien? —dijo Sala inquieta, mientras sacudía su pelo de agua. Remo colgó la capa húmeda sobre una percha improvisada.
Un hombre gigantesco, de bigote prominente, apareció por una puerta minúscula, teniendo que agacharse para poder atravesarla. En la estancia, Remo repasaba las espadas que el vendedor tenía en las paredes. Había buen género.
—¿En qué les puedo ayudar?
—Queremos… —de pronto Sala se dio cuenta de que no tenía dinero. Los hombres de Moga le habían quitado todas sus pertenencias—. Remo…
—Quiero vender esta espada —dijo Remo con parsimonia, dejando la enorme espada de Fulón sobre el mostrador. No había tenido tiempo de limpiarla. Simplemente se aseguró de que no había rastros de sangre. La funda para colocarla en la espalda estaba sucia, pero de lejos se veía que era un arma formidable. El armero lo exteriorizó con su rostro codicioso, donde algunos destellos emanados de los remaches cromados del pomo y la carcasa del arma se paseaban acariciando sus facciones cada vez que se inclinaba para mirar de cerca la espada.
—¿Vas a vender la espada? —preguntó Sala incrédula, que no había sospechado la intención de Remo—. ¡De eso nada!
Sala agarró a «Silba» y cargó con ella a duras penas. Después salió de la armería como pudo.
—¿Dónde crees que vas? —preguntó Remo con agresividad cuando volvieron a la plaza.
—¡No vas a vender esta espada!
Sala parecía muy firme al respecto.
—¿Por qué?
La pregunta era tan sencilla que Sala tardó en responderla.
—Pues…, porque…, ¡porque no!
—Dame la espada si no tienes una explicación mejor. Necesitamos dinero.
Eso era verdad. Sala sentía que estaba pisoteando el cadáver de Fulón. Sentía que, de alguna forma, si conservaba su espada, este hecho pudiese hacer homenaje al difunto.
—Es una buena espada… ¿Por qué vender una espada tan buena? —preguntaba la mujer tratando en su mirada de alcanzar la sensibilidad del hombre.
—No sirve para nada. Es demasiado grande.
—Que tú no la sepas manejar no implica que tengas que venderla… A Fulón le servía.
—Fulón murió por culpa de su ego. Esta espada es demasiado grande para cualquiera. Fulón fue estúpido al luchar contra Bécquer con ella. Era un fanfarrón y lo pagó con la muerte.
Sala tiró la espada al suelo y se fue contra Remo, presa de un instinto asesino, como si Remo la acabase de insultar. Con velocidad le asestó dos bofetadas.
—¡Me da igual que me salvases la vida…! Por tu culpa murió Fulón, no por su espada. Si no nos hubieses traicionado…, si hubieses estado allí…
—Eso es una estupidez. Pero no vender su espada es una estupidez mayor.
Sala volvió a abofetear a Remo, que parecía insensible al dolor.
—¡Fulón era mucho mejor persona que tú!
—¿Lo amabas? —preguntó directamente Remo. Sala se puso colorada—. ¿Es por eso que no quieres vender su espada?
—¿Por qué me preguntas eso? Simplemente pretendo defender algo que creo es justo. No me parece bien que…
—Si la razón por la que no quieres vender su espada es porque era buena persona, es que eres igual de estúpida que lo era él. Si es porque lo amabas, me callaré dejando que te quedes con la maldita espada. Aunque piénsatelo bien. Cada vez que la mires verás su muerte y serás responsable de todas y cada una de las calamidades que suframos por falta de dinero. ¿Lo amabas? Piensa bien la maldita respuesta…
La lluvia caía en la cara de Sala y resbalaba por sus cejas arqueadas hacia su naricita. Su blusa se estaba empapando. Su piel canela relucía con el barniz de agua. Se mordía un labio mostrando desesperación.
—No lo sé…, Remo, creo que… —Sala cayó de rodillas al suelo, agarrando la espada con los brazos. Con la vista perdida en el empedrado susurraba—, creo que me siento culpable por su muerte… Me tortura la idea de que con una flecha podría haberlo ayudado…, pero jamás pensé que ese hombre lo mataría… Te mentí, no me desmayé en ese momento. Pude ver perfectamente cómo ese Bécquer lo mataba. Pensé que Fulón, con ese porte que tenía, esa habilidad, la gran espada…, yo debería haber lanzado una flecha a ese espadachín. Tuve la oportunidad de hacerlo, pero jamás pensé que Fulón iba a perder su lance. Yo estaba embobada con cada movimiento que él hacía, le veía maneras de maestro y murió, tan rápido, tan… Fue humillante.
—Fulón vendía eso. Su imagen, con esta espada imponente y unas galas más allá de su nivel. Esa seguridad en sí mismo le servía para conseguir trabajo, aunque después encargase muertes a otros. Esa espada no sirve para luchar en un duelo, como mucho serviría en batalla abierta, pero no en un duelo. Bécquer estuvo a punto de matarme usando esa arma, tuve suerte… Por eso quiero que la próxima vez que lo tenga en frente, al menos no lleve ventaja. Dame la espada. A ti te sedujo igual que a todo el mundo. Sala, tú no amabas a Fulón, solo estás confundida porque viste su muerte y te pareció cruel que alguien como Fulón acabase así. Caía bien a la gente, seguro que te caía bien…, pero eso es un espejismo inútil.
—¿Y tú qué sabes si lo amaba o no?
—Lo sé…, y tú también lo sabes. Además lo que uno quiere es mejor olvidarlo pronto.
Sala no lo miraba. Parecía ausente. Remo se inclinó junto a ella. La miró a los ojos a solo un palmo de su cara. Las lágrimas los colapsaban. Con delicadeza Remo extrajo la espada de su regazo. Se irguió y se fue a la armería dejándola sola sentada sobre sus piernas, llorando, soportando la lluvia.
—Joven, ¿cómo deja a esa hermosa mujer en ese estado? —preguntó un anciano que tiraba de un burro—. Niña, ¿qué tienes?
Remo no contestó al viejo. Él sabía perfectamente lo que ocurría dentro de Sala. Esa necesidad de estar a solas que tantas veces había experimentado él.
—Hola otra vez… —saludó al entrar a la armería.
—¿Vendes o no vendes esa espada?
Remo consiguió dinero suficiente como para hacerse con otra espada más manejable, y no tener que preocuparse por el alojamiento y los víveres en varios días. El drama de Sala le vino bien a la hora de regatear y, el precio que consiguió le pareció justo. «Silba» pasaría a formar parte de la colección de armas de cualquier ricachón, colgada en una pared lujosa. No era mal destino para esa espada.
—¿Haces trabajos de herrería o solo vendes género? —le preguntó al armero.
—Sí los hago.
—Necesito que engarces esta piedra en la empuñadura de la espada que acabas de venderme.
—¿En la cruceta o en el mango?
—En la cruceta.
—Tengo otras piedras mucho más bonitas que esa… Va usted a estropear la espada. No es tan exquisita como la que usted me ha vendido, pero no merece estropearla.
—Le tengo cariño a esta piedra. Insisto.
—De acuerdo. Mañana al alba puede recogerla.
Remo miró los ojos del armero. Le inspiró confianza. No le gustaba la idea de desentenderse de la piedra, pero levantaría demasiadas sospechas en aquel pueblo si se empeñaba en estar presente mientras la engarzaba. Recogió la capa del perchero.
—Bien, nos vemos mañana.
Cuando salió de la tienda fue a por Sala, que seguía sentada sobre sus piernas, mojándose y llorando.
—Sala, vamos…
—No lo amaba, Remo, no lo amaba… Pero podría haberlo amado. Me habría gustado trabajar con él en más misiones, conocerlo más. En esta vida he perdido a todos mis seres queridos. A todos.
—Te estás mojando, vamos… Busquemos un lugar seco para estar —Remo se inclinó hacía ella y la agarró del brazo.
—Tú eres un solitario, Remo. No comprendes lo que te digo. Estoy harta de esta vida…, estoy cansada de ir por ahí sola. No estaba enamorada de él, pero me gustaba. Fulón podría haber sido una gran aventura en mi vida. Era una persona muy interesante, sabes, un hombre duro y educado al mismo tiempo…, un tipo arriesgado y cortés, un caballero. Tú no lo comprendes, Remo, eres frío como la piedra. Ese hombre tenía clase, no merecía la vida que llevaba. No se encuentran personas interesantes todos los días. La vida me ha enseñado que no da tantas oportunidades… Remo, tú no entiendes nada.
Remo, despacio, la obligó a caminar hacia varios hospicios, mientras ella seguía desahogándose. Sabía que no era el lugar más adecuado para esconderse. Los hombres de Moga les estarían buscando. Probablemente incluso los hombres del alguacil de la zona también. Después de todo lo acontecido, merecía la pena correr el riesgo, necesitaban descansar bien mientras la lluvia siguiera azotando los caminos.
—¿Quieres una cerveza o una jarra de aguamiel? —preguntó Remo.
—Sí, necesito quitarme de la cabeza todo esto.
La lluvia arreciaba y la plaza se había quedado desierta. Remo inspeccionó minuciosamente uno de los albergues, desde las ventanas, por si guardase en sus salones a alguno de los hombres del alguacil o cualquiera que fuese sospechoso de ser un esbirro de Moga. Sala esperaba tiritando agarrándose los hombros con las manos sin perderlo de vista. Finalmente se decidió a entrar.
Pasaron a la posada. Sala se recogió el pelo y lo estrujó para evacuar el agua. Respiró hondo y apartó con sus manos la humedad de sus mejillas y ojos. Parecía intentar apartar la pena en aquel gesto. El olor a madera barnizada reconfortó a la mujer.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Dos camas…
—¿Dos camas? —preguntó Sala horrorizada. De repente se abrazó a Remo diciendo—, cariño, te recuerdo que somos recién casados. Por favor, una sola habitación. Acabamos de casarnos y todavía no se hace a la idea, sigue con la costumbre de dormir separados.
Remo fue ahora el que se ruborizó. Mientras el tipo se volvía a buscar una llave, Sala le susurró:
—No tenemos mucho dinero…, dos camas es un lujo.
Estaba de acuerdo y no quería comentarle la suma de dinero que había conseguido con la venta de la espada. Sala era una sorpresa constante. Por más que Remo intentase adivinar cuáles serían sus reacciones, la chica siempre solía expresar justo lo opuesto a sus sospechas.
—Tengo que conocer sus nombres —afirmó el mesonero mientras les entregaba una llave herrumbrosa.
—Flora y Torno —dijo ella, sin darle a Remo tiempo de inventar otros—. Querría una jarra enorme de aguamiel fresca.
—Yo lo mismo, pero de cerveza helada —añadió Remo.
—Vayan subiendo, segunda puerta a la derecha.
La habitación no era lujosa, pero más que suficiente para poder dormir y asearse. Tenía una cama grande, una mesita baja con dos taburetes y una tinaja para bañarse detrás de una cortina de colores. En las paredes, fijos sobre los maderos, un par de candiles iluminaban la estancia.
—Cariño, estamos en nuestra luna de miel —decía Sala, a quien parecía divertirle mucho la situación. De pronto parecía ya no recordar el incidente de la espada, su pesadumbre por la muerte de Fulón.
—No me llames así… —espetó Remo.
—¡Jajaja!, ¿por qué? ¿No te divierte fingir ser mi esposo?
—En realidad…, no me divierte nada esta situación.
Remo cerró la cortina tras de sí. Necesitaba espacio. Jamás había estado en la misma habitación con otra mujer que no fuera su amada Lania. Hacía años de aquello. Estaba un poco nervioso porque además los cambios de humor de Sala bien podrían deberse a las secuelas del veneno…, o a ese misterio que hacía indescifrables para Remo los pensamientos de una mujer. Estaba incómodo. Habría preferido tener su propia habitación, donde dormir tranquilo.
Lania le vino otra vez a la cabeza después de los comentarios divertidos de Sala.
Casados. Remo, después de lo de Aligua, le había declarado su amor tras liberarla de su condición de esclava. Se casaron y habían ido a vivir a una pequeña casita junto a un riachuelo, en el norte de Vestigia. La prosperidad de Remo como militar le había concedido un pedazo de tierra, que supo escoger bien. Eligió aquel paraje porque daba la sensación de estar aislado del mundo. Siempre había soñado con vivir en un lugar así, después de ser pobre la mayor parte de su existencia…
A Remo le gustaba recordarla cuando ella lo esperaba con la chimenea de su pequeña casita encendida. Con el agua caliente preparada en la tinaja, una buena comida cociéndose a fuego lento, aceites para masajes, aromas de flores frescas que recogía del campo… Felicidad. Días y días que se habían esfumado. Días y días que ahora no pesaban más que una pluma descansando en la mano, que se resumían en recuerdos desvencijados sin orden.
—¡Ya está aquí la cerveza, querido! —gritó Sala como si Remo realmente estuviese en otra estancia.
—No hace falta que grites, nos separa una cortina.
—Mi marido quiere tomar un baño y yo también. Si es usted tan amable de calentarnos el agua…
—Por supuesto, señora.
Era la voz de la posadera, encargada de servirles las bebidas. Remo descorrió la cortina volviendo a la estancia principal. Sala estaba sentada en la cama. Se había deshecho de sus botas y portaba con ambas manos una jarra enorme de barro. Sobre la mesita había una bandeja con dos vasos rojos y otra de aquellas jarras.
—Bebes como un hombre.
—Tú callas como una mujer.
Ambos rieron con ganas.
Remo se sentó en una de aquellas banquetas pequeñas y pronto fue junto a la mujer, pues su envergadura no podría jamás resumirse en tan poca superficie de madera. Agarró la jarra con una mano y se la llevó a la boca. La cerveza helada le supo a promesa celestial. Discurría por su garganta en tragos gruesos, espesa y fría, recomponiendo sus entrañas, reestructurando sus fuerzas. Su estómago rugía de hambre.
—Casi parecemos un matrimonio real… —comentó la mujer, mientras él miraba el techo.
—No lo parecemos, no sigas con eso.
—¿No? ¿Qué diferencia habría?
Remo la miró y sonrió un poco.
—¡Hombres! Siempre pensando en lo mismo… ¿Es que un hombre en una cama no puede hacer otra cosa…? ¿Acaso no puede charlar con su esposa…? A mí me encanta hablar, comunicarme.
—A mí no me gusta mucho hablar. Te vas a separar muy pronto de mí.
—No, en serio… Si encuentro a mi hombre ideal, si lo encuentro, aprenderé a amarlo tal y como sea. Lo respetaré, me entregaré por entero a él, pero desde luego me gustaría que fuese hablador, como yo.
Remo volvía a beber largamente.
—¿Me estás escuchando?
—Sí…
—¿Qué he dicho?
—¿Cómo?
—Repite lo que he dicho…
Remo desvió su mirada de la de ella. No le había prestado atención suficiente como para recordar ahora sus palabras.
—Pues…
—¿Qué? —preguntó Sala como deseando comprobar una sospecha.
—No lo recuerdo.
—¡Ves! A eso me refiero… Muchos hombres, no tenéis idea de cómo tratar a una mujer. No nos prestáis atención. Pensáis que simplemente admiramos vuestra fuerza y el oficio que tengáis…, que con el trabajo de cama ya habéis cumplido. Pero no, Remo… Mira yo de pequeña me enamoré de un muchacho que vivía cerca de casa, simplemente por su conversación. Creo que acabó siendo escribano o algo así…
Remo volvió a beber.
—¿Me estás escuchando Remo?
—Pesada —comentó con voz baja.
—¿Qué he dicho?
Remo miró al techo de madera como buscando una respuesta.
—No lo sé…, estoy cansado, deja de preguntar tonterías.
—Yo también estoy cansada, pero te escucho.
—No. Yo no hablo.
—¡Me sacas de quicio, sabes!
—Ya tenemos algo en común…
La chica dio un trago de aguamiel y después se marchó por la cortina al baño.
Remo estaba harto de su conversación inagotable. Se habría planteado desentenderse de ella, pero las circunstancias habían cambiado: ahora la necesitaba. No podía llevar a cabo el plan que se cocía en su cerebro solo. Remo no escuchaba a Sala porque en su cabeza no había espacio para banalidades. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de un objetivo claro. Cuando cayó en desgracia, después de su destierro del ejército, había tenido como objetivo recuperar a su esposa, meta que persiguió durante años, pero que no dio los frutos que Remo esperaba. Muy al contrario, sus esfuerzos fueron en vano y solo sirvieron para que Remo acumulase más y más deudas. Cuanto más luchó por encontrar a Lania, más aumentó su desdicha.
Como aquella vez que se enroló en el Ballena Roja, prometiendo al capitán del barco que le pagaría en tres meses el coste de su viaje. Un tratante de esclavos le había dado una pista del posible paradero del barco en el que se suponía que Lania había sido enrolada, para ser vendida en una feria de esclavos en un reino lejano. Remo iba en su busca. Sin embargo, la mala suerte se cebó con él… El Ballena Roja naufragó. Fueron rescatados en alta mar, con tan mala fortuna que el barco que se encargó del rescate era una fragata real, que los denunció por ciertas mercancías ilegales que observaron flotando junto a ellos. A la deuda contraída con el marino se sumaron multas y más multas. Remo no encontró más salida que la de aceptar encargos peligrosos. Así, mes a mes, día a día, se fue alejando más y más de la oportunidad de volver a ver a Lania, de rescatarla allí donde quiera que estuviese. Poco a poco, Remo se hundió en una depresión y en su interior acabó volcando la rabia en su trabajo haciéndose insensible como una piedra, matando por doquier para subsistir.
Ahora viejos fantasmas habían resucitado en aquella revelación de Sala en la playa. Selprum estaba detrás del encargo del asesinato de Moga y un viejo sentimiento había sido desenterrado: la venganza.
Tocaron a la puerta. Remo se incorporó abriendo a dos mujeres que traían una cántara enorme de agua caliente. El baño. Primero se bañó Sala y después Remo. Cuando salió del baño, con las telas rugosas para secarse anudadas a la cintura, pensó que Sala se habría dormido. Ella conservaba una vestimenta ligera con la que se había secado. Tenía los ojos cerrados. El hombre sacó unas pieles de una repisa y las puso en el suelo. Después, se acostó con la esperanza de no dormir demasiado. Tenía que recoger la espada al alba.
—¿Nunca has estado enamorado, Remo? —preguntó Sala de repente, demostrando que no estaba dormida.
—¿Quién te dice que no lo esté ahora?
—No estarías aquí, jugándote el pellejo, si tuvieras familia.
—Duérmete un poco…, mañana será un día duro.
—¿Qué vamos a hacer mañana?
—Viajaremos al norte.
—Remo, eres un marido horrible… Dejas a tu mujer sola en la cama y encima no me das conversación.
Sala reía maliciosamente. Sabía que él había hecho una galantería dejando para ella toda la cama.
—¿Prefieres que duerma yo en la cama y tú en el suelo?
—No…, eso no.
—Pues es lo que hay. Buenas noches.
Remo, dándole la espalda a la cama, trató de dormir, anulando de su mente el sonido que, de cuando en cuando, el cuerpo de la mujer esbozaba sobre las sábanas, dibujándose su silueta en sus pensamientos.