CAPÍTULO 5
A sangre fría
Remo se quitó la camisa, manchada con algunas gotas de su propia sangre. Sentado en el mismo lugar donde había dormido, era el centro de atención de las miradas de los demás presos. Con parsimonia, rompió su camisa por las costuras, en sonoras retahílas. Después hizo tiras de tela, tratando de hacerlas lo más largas posibles.
—¿Eres militar? —preguntó uno de los presos mirando sus tatuajes.
Remo no le contestó.
Al cabo de un rato salió el sol. La luz se colaba por la puerta de entrada a la mazmorra, a través de un ventanuco con barrotes. Remo esperaba la visita de sus carceleros. La mañana avanzaba y parecían haber olvidado que tenían presos. Remo comenzaba a desesperarse. Fulón y los demás debían de estar ya festejando su mala suerte. Rondando el medio día, apareció uno de aquellos bellacos.
—Saludos y respetos, carroña.
El tipo traía consigo una manzana a la que daba mordiscos ostentosos.
—¿Le habéis contado ya al nuevo lo que le espera?
—Cuéntamelo tú —dijo Remo desafiándole.
—Parece que el nuevo tiene más ganas de golpes… No te preocupes, porque pronto tendrás tu merecido.
—Ven a pegarme tú solo, escoria.
El tipo parecía divertirse con la bravuconería de Remo, pero distaba de parecer ofendido.
—Cuando el Nigromante te raje con un cuchillo y saque tus entrañas al frío de la noche, cuando estés agonizando medio muerto, no reirás tanto.
—Vuestro Nigro…, el brujito ese…, ¿de veras te crees su magia? Ese tipo es un farsante.
—Habla idiota, habla… ¿Por qué crees que todos en esta aldea lo veneramos? Ese hombre es más que un brujo… Sus palabras son el aliento de los dioses. Hasta el mismo rey ha venido muchas veces a escuchar sus predicciones.
Remo se quedó pensativo. El rey…
—Sí, claro, el rey en persona… Y estuvo, seguro, cenando en tu casa.
—¡Lo juro por mis ancestros que el mismísimo rey Tendón de Vestigia vino a escuchar al Nigromante!
—¿Y crees que eso a mí me impresiona? El rey es igual de tonto que tú, tan imbécil o más que estos pobres desgraciados. Sois estúpidos aquí en esta aldea. ¿A qué crees que vinieron mis amigos? Van a matar a tu Nigromante.
—Esos tres caerán igual que has caído tú. Nadie puede salir vivo de la Ciénaga Nublada sin el consentimiento del Nigromante. Con suerte acabarán en las jaulas de Moga, si consiguen sortear los peligros de la Ciénaga.
Remo se animó…, así que han ido a la Ciénaga… Allí se encontraba el paradero del brujo. Enlazó mentalmente la relación que seguramente tendrían los secuestradores con aquel tabernero mentiroso.
—¿Sabes? Aquí me han dicho que tu mujer regala sus favores al tabernero.
—Calla, desgraciado; tengo orden de no matarte ni a ti ni a ellos, pero si sigues por ahí…
—Seguro que odia estar casada con un idiota como tú. Un inútil que para lo único que sirve es para lamer el culo del tabernero. Eres un cornudo seguro, me apuesto mi caballo.
—Tú no tienes caballo —dijo en tono serio el carcelero.
—Ni tú tienes esposa fiel.
—¡Maldito!
Los demás presos se agruparon al fondo de la celda para eludir la pelea que seguro estaba a punto de producirse. El guardián descolgó un látigo de la pared. Trató de golpearle con él, pero el látigo chocaba contra los barrotes sin éxito.
—Tu látigo no funciona.
El carcelero encolerizado desenvainó su espada. Con ella en ristre fue hacia la posición de Remo, que estaba muy cerca de los barrotes. Remo lo miró de la cabeza a los pies. Tenía una sonrisa en la cara. En ese momento, y tratando de sorprender al preso, el guardián lanzó una estocada. Remo se escabulló en el último instante. La hoja de la espada apareció entre los barrotes y, en el momento justo en que el agresor la estaba retirando, Remo la agarró con la mano. El tipo puso cara de sorpresa. Remo había liado su mano con la tela rota de la camisa y parecía no cortarse. Demostrando su fuerza, Remo tiró de la espada enemiga hacia dentro de la celda. El hombretón no podía hacer nada, y su estupefacción era superlativa contemplando cómo el preso lo arrimaba hacia los barrotes. No quería perder la espada, e intentó asirla con la otra mano para tratar de contrarrestar la fuerza de Remo.
De repente, algo cayó rodeando el cuello del carcelero. Parecida a una cuerda, en forma de soga, la tela de los ropajes de Remo apareció de la nada. En ese momento el pobre desgraciado comprendió el plan del prisionero que, de golpe, soltó la espada y tiró de la cuerda con violencia. El nudo de la soga se cerró y la cabeza del carcelero acabó estrellándose contra los barrotes.
—Ahora, si eres tan amable, dame las llaves de la jaula.
El hombre, que comenzaba a tener la cara amoratada, no parecía dispuesto a ceder, mientras trataba sin éxito de aliviar la atadura de su cuello. Remo lo agarró del pelo y lo volvió a golpear contra los barrotes. Aquel arrebato hizo que el carcelero se clavase de rodillas. Remo entonces lo estranguló con más fuerza tirando de la cuerda.
—¡Fige, coge las llaves de su cinto!
La chica parecía no haberlo escuchado.
—¡Fige dame las llaves que tiene en el cinto! —tronaba Remo.
La joven se acercó por fin y rebuscó en el cinto. Dio a Remo las llaves. En ese momento, Remo soltó al carcelero.
—¡No lo sueltes! —gritaron los presos.
Remo hizo caso omiso de sus advertencias. Abrió la cerradura de la jaula con parsimonia, usando la llave sustraída brutalmente al desdichado. El carcelero estaba agonizante tratando de quitarse la soga que lo estrangulaba, rodando por el suelo.
Remo salió sin prestarle atención. Fue directo hacia donde recordaba que habían guardado su espada. Tiró al suelo cuanto había ocultándola y, por fin, la encontró. La empuñó y se dirigió hacia el guardián.
—¡No, por favor!
Remo hundió su espada en el pecho del vigilante sin vacilar. Con su pulgar, limpió el polvo de la gema negra que estaba engarzada en la empuñadura. El hombre agonizaba.
—Mi señor… mi señor Moga… acabará contigo…
Remo miraba la gema. Poco a poco, una luz débil creció en su textura negra. La luz era roja y despertó en Remo una sonrisa. El hombre murió. Remo recuperó su espada de las entrañas del cuerpo y se dirigió a la salida de la mazmorra, pero antes rebuscó entre el desorden y encontró su capa. Se rodeó con ella y se colocó el cinto. Después alzó la espada mirando fijamente la empuñadura. Remo respiró hondo como recopilando un aroma dulce en el ambiente. Más tarde, y de una patada, arrancó el portón pesado inundando la estancia de luz. Una vez en plena calle, hizo un gesto a Fige y los demás presos para que huyesen. No había nadie amenazante en la calle.
Remo entró por la puerta principal de la taberna, con tranquilidad. Había cuatro hombres junto al tabernero, en lo que parecía una reunión.
—¡Mirad, se ha escapado!
Los hombres desenvainaron sus espadas y se lanzaron en pos de Remo. Ninguno percibió el tono enrojecido de los ojos del recién llegado. Dando una patada a un taburete, Remo neutralizó al primero de los que se le acercaban, que recibió un impacto tan poderoso que la madera se destrozó con el choque derribando al hombre. Remo lanzó su espada volando como un cuchillo, que aterrizó sobre pecho del más grande de los que allí se defendían. La fuerza de la espada era tal, que no solo detuvo el avance del hombre, sino que lo levantó del suelo y lo hizo caer sobre una mesa atestada de platos. Los dos que quedaban rodearon a Remo y lo atacaron a la vez. Con agilidad esquivó sus lances y al primero lo agarró del cuello con su mano derecha. El otro intentó un nuevo ataque mientras su compañero parecía estar asfixiándose por la tenaza del fugitivo. Remo golpeó el canto de la espada de su adversario con la palma de la mano en un ademán exacto al de una bofetada, y esta salió despedida por el suelo de la taberna. Después tomó impulso y lanzó al que tenía asido por el cuello hacia una ventana. El tipo, y la misma ventana, salieron fuera de la taberna.
—¿Quién demonios eres tú? —preguntó horrorizado el tabernero.
—Remo es mi nombre. Ahora me responderás tú a algunas preguntas.
Se acercó al hombre que había sufrido el envite de su espada. Miró la gema de la empuñadura, todavía estaba oscura, así que esperó a recuperar su espada del aquel cuerpo.
—Tabernero, salva tu vida. Dime por qué vino el rey a ver al Nigromante.
—¡Eres un demonio! ¡A mí la guardia! ¡Avisad al alguacil! —gritó el tabernero pidiendo ayuda por la ventana recién destruida.
—Contéstame o te juro que pondré tus tripas a secar en esa fogata…
—El rey vino para lo que vienen todos: para que Moga viese su futuro. Vino con siete esclavas, se las ofreció a Moga para averiguar sus designios. Moga sacrificó a la primera y vio una guerra.
—¿Tu brujo ve cosas cuando muere gente?
—Es Moga el Nigromante. Los nigromantes tienen visiones con los cadáveres. Moga puede ver el futuro, el pasado y el presente con las entrañas de las personas que acaban de morir.
Remo despreció como nunca a aquel tipo. Valerse de la ignorancia de la gente era despreciable, pero ingeniar una forma tan terrible de hacerlo solo era propio de un loco.
—Sigue… ¿Qué pasa con esa guerra?
—Era una guerra del pasado. El rey no quería ver el pasado. Moga sacrificó a la segunda esclava y vio un crimen, el asesinato del heredero. El rey se enfureció con Moga. El monarca mató él mismo a las demás esclavas y exigió de Moga otra predicción. El Gran Moga predijo la caída del reino de Vestigia… y la muerte del mismísimo rey y el advenimiento de un reino de oscuridad…
—¿Por eso quiere matarle el rey? No tiene sentido… Si quiere matarle, podría haberlo matado en ese mismo momento.
—El rey sintió miedo de Moga: contempló sus poderes y se marchó despavorido con su séquito.
—¿Cuándo sucedió eso?
—No hace ni dos lunas.
—No tiene sentido. ¡Mientes!
—¡Señor, se lo suplico…! ¡Digo la verdad…!
—¿Dónde están mis compañeros?
—Los muy locos han ido a la Ciénaga Nublada para matar a mi señor Moga.
—¿Es allí donde está el brujo? —preguntó Remo de mal humor. Después recuperó su espada. Esta vez sí estaba la joya iluminada de una tímida luz roja.
—Sí. Allí habita desde hace años… Seguramente morirán antes de llegar a su guarida.
—¿Y la cueva dónde me enviaste a mí?
Remo agarró al tabernero del delantal.
—Dijiste que viviría…, por favor, señor…, por favor…
—Te mentí —dicho esto Remo clavó su espada en el estómago del tabernero—. Tú mentiste cuando me guiaste a la cueva, mentiste a esos pobres diablos que tenías encerrados en tu sótano para servir de cebo para vuestras locuras. No imagino a cuántos más habrás atrapado para ese desequilibrado, a cuántas muchachas… Había niños… Prepárate porque los dioses te tienen reservado seguro un lugar adecuado y estás a punto de descubrirlo.
Remo quería partir cuanto antes a la Ciénaga Nublada. Fulón y los demás le sacaban ya demasiada ventaja. No creía en los adivinadores, ni en la mayoría de las leyendas sobre magia, pero tenía la certeza de la existencia de lo inexplicable, de la esencia de los dioses. En numerosas aventuras se había topado con fuerzas y seres de naturaleza mitológica como para desconfiar, pero ganaban en número aquellos que fingían poderes, y a cambio de dinero pretendían velar por el espíritu de las personas, curarlos de sus enfermedades o darles luz sobre sus designios. Sí, abundaban mucho más los ruines aprovechadores de miedo y Moga parecía experto en conjurar esos miedos. Daría muerte a ese timador sin remordimientos.
Antes de perseguir al brujo, debía comprar provisiones. Salió de la taberna rápidamente, vaciando antes las monedas que tenía el difunto en un cajón. Estaba seguro de que lo acusarían de matar al tabernero. Le daba en la nariz que la misma guardia del pueblo también servía a Moga. En la plaza principal del pueblo entró en la tienda de alimentos.
—Dos kilos de carne curada, una bota de vino y dos de agua. Dame también aquella bolsa de viaje.
—Está… manchado de sangre.
Remo no se había percatado de que su aspecto no era precisamente ejemplar. La sangre de sus víctimas recientes le decoraba prácticamente todo el cuerpo con salpicaduras. La dependienta, una mujer poderosa en hechuras y de voz chirriante, parecía sofocada.
—Tranquila… —Remo depositó en el mostrador todas las monedas que había conseguido en la taberna.
—Espere.
Remo se temía lo peor. La mujer se fue dentro. Él mismo alcanzó las provisiones que deseaba. Solo faltaba la carne curada, que Remo esperaba fuese el motivo de la ausencia de la mujer.
—Aquí tiene.
—Ya he cogido yo las botas de agua y vino.
Lo guardó todo en la bolsa de viaje que se colgó como bandolera a la espalda. Estaba listo para desaparecer de la maldita aldea cuando dos tipos armados aparecieron en la puerta de la tienda.
—¡Alto ahí!
Esta vez eran guardias del alguacil de la zona. Maldición. Remo desenvainó su espada. La alzó y miró la luz roja que habitaba dentro de la piedra de la empuñadura. Sus ojos enrojecieron un instante.
—Será mejor que me dejéis marchar y me iré de este pueblo.
—¡Tú no vas a ninguna parte, delincuente, estás detenido! Tienes que explicarnos de quién es esa sangre, guarda tu espada.
Remo obedeció. Guardó su espada. Los hombres se le aproximaron. A una velocidad inabarcable para aquellos infames, se lanzó con el hombro en ristre. Chocó con el primer guardia que salió despedido fuera de la tienda. Después Remo pateó el peto del segundo, de lado. El tipo salió literalmente volando para aterrizar contra las estanterías de la tienda, destrozando varios tarros de conservas y los bazares que las contenían. No remató a los guardias del pueblo, simplemente salió corriendo.
Su velocidad le permitió salir de Pozo de Luna sin que nadie pudiera seguirlo. Siguió corriendo hacia un remonte desde el cual poder divisar la localización exacta de la Ciénaga Nublada. Allí pudo ver la enorme extensión putrefacta que se engalanaba de bacanales de humo sedoso y blanco. Estaba contento, no había tenido que matar a aquellos guardias y llamar más la atención de lo que ya lo había hecho en la aldea. Tenía la pista de sus adversarios y, ahora que la energía de la piedra lo inundaba, podría correr más veloz.