37
Anna se dirigía al sur por la Dieciocho bajando la gran colina que conducía al centro de la ciudad. Llevaba puesto el piloto automático. Las piernas la llevaban a su paso normal hacia el metro de Dupont Circle. Para un observador ocasional, no era más que otra joven trajeada corriendo por la calle. Pero estaba temblando, impactada. Apenas veía el barrio que tenía enfrente; en su lugar veía, una y otra vez, la imagen de Laprea en el ascensor mientras las puertas de acero se cerraban ante su destrozado rostro.
En la avenida Connecticut los pies de Anna la llevaron automáticamente hacia las escaleras mecánicas del metro. Debería volver al trabajo, encontrar a Jack, y contarle… ¿qué? Tenía que pensar. Y no quería entrar en el metro. Quería seguir moviéndose. Iría caminando. Respiró hondo e intentó encontrar su centro, como si fuera un ejercicio de yoga.
Anna dio media vuelta en la entrada del metro y siguió caminando, pasando por delante de cafeterías y tiendas abarrotadas, cruzando la glorieta y el parque de DuPont Circle. La alegría de la multitud sentada en bancos alrededor de la fuente de mármol y disfrutando de uno de los primeros días de primavera contrastaba con la vacía frialdad de su pecho.
Primero Green y ahora Nick… ¿Es que todos los hombres en los que había confiado eran unos mentirosos? ¿Qué terrible secreto debía de estar ocultando Jack? No, se dijo Anna. Jack no era perfecto, pero era sincero. Aunque, ahora que la odiaba, ese no era un gran consuelo.
Caminó más deprisa todavía, volcando toda su frustración en el pavimento. Según se acercaba al elegante distrito comercial en el Triángulo Dorado de la avenida Connecticut, se detuvo frente a los escaparates de la joyería Tiny Jewel Box. Tenían expuestas alianzas de compromiso y sus diamantes dispersaban la luz del sol en un millón de diminutos arcoíris. Tenía que admitir que esa misma tarde había pensado en alianzas como esas, cuando Nick le había dicho que iba a dejar su trabajo.
¿Había sido esa tarde? Parecía como si hubiera sucedido hacía meses.
Había creído conocer a Nick. Un rival, sí, pero honesto; eso era lo que había pensado. ¿Podía ser, por el contrario, alguien que pudiera decirle a la víctima de un crimen que mintiera bajo juramento para proteger a su cliente? ¿Podía haber dejado entrar a Laprea, haber hablado con ella, y haberla llevado a casa, donde D’marco la mató? ¿O podía la verdad ser peor aún? Recordó el pelo de animal encontrado en el cuerpo de Laprea; ¿podría ser de la alfombra de alpaca de Nick? Recordó también cómo Nick había animado a su cliente a declararse culpable al comienzo del juicio por asesinato, y lo anodina que había resultado su exposición del caso de esa mañana. Se preguntó por qué el juicio de D’marco había ido tan rápido, sin los típicos aplazamientos de la defensa.
A lo mejor Nick había querido que condenaran a su cliente.
Pero entonces pensó en cómo la había mirado siempre que habían hecho el amor. El contraste entre ese recuerdo y las terribles cosas que estaba imaginando la hicieron marearse.
La avenida Connecticut terminaba en Lafayette Park, una superficie de césped y tulipanes frente a la Casa Blanca. Tomó la acera que cruzaba el parque de forma diagonal, y después siguió la valla negra de metal que rodeaba la Casa Blanca hasta la calle Quince. Si giraba a la izquierda en la calle F, llegaría a su oficina en cuestión de minutos. Tras un instante de duda, siguió caminando hacia el sur por la Quince, acortando por el Mall, ignorando a los que iban haciendo footing y a los niños que volaban cometas. Al final del largo campo de hierba, cruzó otra abarrotada carretera y se vio en el camino que bordeaba la Cuenca Tidal.
Los cerezos estaban en flor, creando un esponjoso halo rosado de árboles alrededor del ancho estanque. El monumento a Jefferson estaba al borde del agua, con su cúpula de mármol blanco y sus columnas jónicas contrastando con las barquitas de pedales moradas con forma de dragón que moteaban el agua. Eran casi las cinco, pero la acera que bordeaba el agua seguía abarrotada de turistas sacando fotos, empujando carritos, y cogiendo algunas flores. Se sintió aliviada al unirse a esa multitud que fluía por la acera.
Cuando llegó al monumento a Jefferson, se sentó en uno de los escalones de mármol. Desperdició la preciosa vista de la Cuenca Tidal y su círculo de árboles en flor al pensar en el pícnic que había hecho ahí con Nick el verano anterior, en cómo había bromeado con ella cuando dio de comer a los patos, en la suave presión de sus labios mientras la besaba bajo la veteada luz del sol.
Solo quería que Nick fuera un buen tipo.
Se dio cuenta de que se encontraba en una posición similar a la de muchas de las víctimas de violencia doméstica con las que trabajaba. Tenía el poder de destruir al hombre al que amaba con solo unas cuantas palabras.
Por fin entendió por qué muchas mujeres no eran capaces de hacerlo.
Su móvil sonó, interrumpiendo su ensoñación. Alzó la mirada y vio que el sol se estaba poniendo, dejando reflejos rosas en el oscuro cielo sobre los cerezos. Llevaba ahí sentada una hora. La multitud se había reducido y todas las barquitas estaban atracadas. Muchas de las familias de turistas habían vuelto a sus hoteles para cenar.
Anna miró el teléfono. Era Nick. Estaba claro que esa noche no podría tomar ninguna copa con él. Cancelaría sus planes y colgaría.
—Hola, Nick —respondió sorprendida por la normalidad de la voz que pudo entonar.
—Hola, preciosa —dijo Nick—. Me alegra poder volver a llamarte. ¿Dónde quieres que quedemos?
—La verdad es que no puedo quedar contigo esta noche. Lo siento.
—¿Por qué? Si vas a quedarte trabajando hasta tarde, me pasaré por tu oficina.
—No, ya me he marchado.
—Pues entonces iré a tu casa…
—No he ido a casa —lo interrumpió—. He dado un paseo hasta el monumento a Jefferson. Necesitaba pensar.
—Genial. Pues nos vemos en Jefferson.
—¡No! Nick, no vengas aquí…
—Te veo en una hora.
La línea se cortó cuando Nick colgó.
Anna se quedó mirando el teléfono mientras el cielo seguía oscureciendo.
Se quedó ahí sentada unos minutos, preguntándose qué hacer. Al final, volvió a abrir su móvil y marcó el número de la oficina de Jack. Le saltó el buzón de voz.
—Joder —maldijo en voz baja. ¿Seguía evitándola? Marcó el 0 y habló con su secretaria.
—Hola, señorita Vanetta, soy Anna. ¿Puedo hablar con Jack?
—Lo siento, cielo, ha salido un momento, pero si quieres dejarle un…
—Escuche —la interrumpió Anna—. Lo siento, pero es una emergencia. Independientemente de lo que esté haciendo, necesito que le diga que soy yo… y que es urgente. Por favor.
—Espera un segundo —dijo Vanetta con voz dudosa.
Un momento después, Jack cogió el teléfono.
—Hola, Anna. —Su voz sonó fría y profesional—. ¿Qué está pasando?
Anna respiró hondo y, a continuación, le contó todo lo que había descubierto desde que se habían despedido en las puertas de los juzgados.
Mientras hablaba, su vista de los cerezos se emborronó y sintió una fría humedad en las mejillas. Levantó la mano para secarse las lágrimas que le caían por la cara e intentó no dejar que Jack oyera que estaba llorando mientras le contaba los detalles. Pero fue la conversación más dura que había mantenido nunca. Al revelarle esa información, estaba traicionando a un hombre al que había amado, y al que podría seguir amando si las cosas hubieran sido distintas. Estaba haciendo lo que les había pedido hacer a muchas víctimas de violencia doméstica: decir la verdad, aunque eso implicara el fin de su relación y la posible encarcelación de un hombre que, independientemente de lo que hubiera hecho, en ocasiones la había hecho muy feliz.
No lo estaba haciendo solo por principios, por abogar por la verdad y la justicia. Lo estaba haciendo por Laprea. Por Jody. Y por ella misma, por restaurar su sentido del honor.
Cuando llegó al final de la historia, se mordió el labio en un intento de controlar su voz. Después, dijo en alto las palabras que había estado pensando y temiendo.
—Jack —comenzó a decir con voz quebrada—, creo que Nick tuvo algo que ver en la muerte de Laprea.
Agachó la cabeza, aliviada por haberse quitado de encima el peso de la historia, el dolor de haberlo descubierto y una sensación de vergüenza indirecta, como si también fuera culpable de lo que fuera que hubiera hecho Nick solo porque lo había amado. Al menos ahora había hecho lo correcto, pensó abatida. La verdad había quedado expuesta.
Pero sabía que llegados a ese punto no bastaba con haber revelado lo que había descubierto. Tenía que hacer algo más.
—Quiero que me pongáis micros —dijo secándose los ojos con el dorso de la mano—. Ahora mismo. Nick vendrá a verme al monumento a Jefferson dentro de una hora, alrededor de las siete. Ha sido él el que ha insistido en reunirse aquí conmigo así que no creerá que lo hemos preparado nosotros. A ver cuánto le puedo sacar.
Hubo silencio al otro lado de la línea.
—¿Jack? ¿Estás ahí?
—Sí —se aclaró la voz—. Anna, escucha. Agradezco que me hayas pasado esta información y que estés dispuesta a ponerte un micro, pero… no me gusta la idea de enviarte ahí. Es peligroso. Podrías resultar herida.
—Es una investigación de homicidio, no una feria benéfica —dijo con ironía—. Vamos, usáis colaboradores todo el tiempo, hay gente que se gana la vida llevando micros encima. Es una oportunidad genial. Sabes que es una gran oportunidad.
Él se detuvo, estaba inquieto.
—Ni siquiera estoy seguro de que podamos llegar allí a tiempo.
—Tengo fe en ti, Jack. Ahora nos vemos.
Colgó antes de que él pudiera ponerle alguna otra excusa. La conmovió que se hubiera mostrado preocupado por su seguridad, pero la seguridad física era la última de sus preocupaciones. Ahora lo importante era hacer las cosas bien.
Solo esperaba que Jack llegara allí a tiempo.