12
El sargento Ashton salió corriendo detrás d D’marco Davis por la avenida Alabama. Los demás agentes se encontraban tras él a distintas distancias. Ashton corría todo lo que podía. D’marco llevaba una clara ventaja (a diferencia de los agentes SWAT, él no iba cargado con kilos de equipo policial), pero, aun así, Ashton lo estaba alcanzando. Su trabajo era adelantarse a los criminales y se le daba muy bien.
Unos cuantos vecinos vieron la persecución desde las ventanas de sus apartamentos, pero nadie salió a la calle. Ya lo harían después de que apresaran al sospechoso, porque ahora mismo no querían toparse con ninguna bala perdida.
Ashton lo persiguió por varios complejos de viviendas de protección hasta que el sospechoso giró en una calle flanqueada por casas adosadas. Mientras doblaba la esquina para seguirlo, le costaba respirar, pero se encontraba bien. La distancia que los separaba se había reducido a menos de quince metros y sentía una implacable satisfacción. Esa era su parte favorita del trabajo.
Pero entonces vio a D’marco meterse en un callejón entre unas casas adosadas. Mierda, pensó. Otra vez no. Entró corriendo en el callejón. Por la escalera de incendios no, pensó. Por la jodida escalera de incendios no.
Desafiando la orden mental de Ashton, D’marco comenzó a subir por la escalera de metal negro del edificio. Se suponía que las escaleras tenían que estar en alto para evitar que la gente subiera desde el suelo, tal como estaba sucediendo ahora, pero no solían seguir ese código.
—¡Mierda! —exclamó Ashton, en voz alta esta vez. Últimamente todos los matones hacían lo mismo. Se detuvo a los pies de la escalera y se sacó la radio del cinturón—. ¡Desplegaos! —gritó—. ¡Desplegaos! ¡El objetivo está subiendo al tejado! —Volvió a engancharse la radio al cinturón y lo siguió por la escalera. Mientras subía los escalones de metal, oyó el golpeteo metálico de la gente que lo estaba siguiendo. Miró abajo. Dos de sus agentes estaban subiendo; los otros cuatro debían de estar desplegándose alrededor de la manzana. Bien.
Cuando llegó al tejado, se detuvo y miró a su alrededor, apuntando con la pistola mientras buscaba al sospechoso. El tejado ocupaba media manzana, la longitud de seis casas adosadas. Estaba cubierto de asfalto y había una alta chimenea en mitad del tejado de cada casa, seis chimeneas en total. Pilas de basura, agujas, botellas vacías, preservativos usados y un asqueroso colchón moteaban el tejado. No veía a D’marco por ningún sitio.
Esperó a que los dos agentes subieran. Apuntando con la pistola, señaló con la barbilla la primera chimenea. Medía casi un metro cincuenta, era lo suficientemente grande como para poder ocultar a un hombre agachado tras ella. Los otros hombres asintieron y prepararon sus armas. Ashton se acercó a la izquierda de la chimenea, los otros dos fueron a la derecha avanzando en silencio.
Los movimientos de Ashton eran controlados, pero sabía el peligro en que se encontraban sus hombres y él. No sabían dónde estaba el sospechoso; no sabían si iba armado. Pero el agente estaba acostumbrado a esa clase de riesgos. Se encontraba en el estado de superalerta y tenía experiencia suficiente para controlar su arrebato de adrenalina. Oyó cada una de sus pisadas crujir suavemente sobre el asfalto, oyó un coche arrancar a varias manzanas. Y entonces vio la sombra moverse al otro lado de la chimenea.
—¡No te muevas! —gritó bordeándola. D’marco salió corriendo como un loco por el tejado. Los agentes resoplaron y echaron a correr tras él. Fueron pasando por delante de cada chimenea hasta que estuvieron casi al borde del tejado.
Ashton se preguntó qué haría ese tipo. ¿Saltaría? La distancia entre ese edificio y el siguiente era de unos dos metros y un estrecho callejón se extendía entre esa hilera de casas y la siguiente. Estaban a tres alturas. Una caída desde ahí podía ser letal. Al llegar al borde del tejado, D’marco no aminoró la marcha, y Ashton supo lo que ese hombre haría unos segundos antes de que lo hiciera: pegó un salto en el borde.
Ashton se detuvo y levantó las manos para que los agentes se detuvieran. Contuvo el aliento mientras D’marco volaba sobre el abismo. Aterrizó con un golpe a medio camino del otro tejado: el pecho y los brazos le quedaron sobre el firme, pero las piernas le colgaban por un lado del edificio. D’marco intentaba trepar. Sus dedos buscaban algo que agarrar, pero no encontraron nada. Por un momento Ashton pensó que iba a caer al callejón, pero entonces D’marco logró impulsarse con sus enormes brazos y subir al tejado. Se quedó tendido y acurrucado, jadeando un momento. Después se levantó con gran esfuerzo y siguió corriendo para alejarse, ahora cojeando.
Los tres agentes permanecieron al borde del tejado, resoplando, viendo al sospechoso alejarse. Formaban un buen equipo, pero no estaban locos. Uno solo saltaba sobre ese callejón si su vida o su libertad dependían de ello. Las suyas no. Y cada uno de ellos cargaba con diez kilos de equipo enganchado a su cuerpo. El sargento Ashton no arriesgaría a lo tonto ni su vida ni la de sus hombres.
Abajo había hombres que podrían atrapar a D’marco cuando bajara y, además, tenían otras herramientas. Se acercó la radio a la boca.
—¡Necesito un helicóptero! —bramó.
Mientras, en el bloque de D’marco, los SWAT que quedaban allí empezaban a marcharse del apartamento para ir a ayudar a sus colegas a buscarlo. Anna oyó la radio y supo que se había escapado. Seguirían buscándolo por el barrio, pero por cómo oía quejarse a los agentes del apartamento, no parecía que ninguno pensara que existieran posibilidades de cogerlo. Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda por saber que el asesino de Laprea seguía suelto.
Jack y McGee se quitaron los chalecos antibalas. McGee le indicó que hiciera lo mismo, pero ella vaciló. Al ver su cara, el detective sonrió.
—No se preocupe, abogada. Si hay un sitio al que D’marco no iría hoy, es este.
Ella respiró hondo y se desabrochó el chaleco. Se los entregaron al último SWAT que salió por la puerta.
—Vamos —dijo Jack, sacando a McGee y a Anna de la casa de D’marco—. Va a ser un día muy largo.
McGee se giró hacia Anna.
—Hablaremos con los vecinos para ver si alguno oyó algo el sábado por la noche. Tenemos que hacerlo ahora, antes de que a la gente se le empiecen a olvidar detalles. Por aquí los recuerdos duran poco.
Anna asintió; tenía sentido, aunque no se podía creer que estuvieran haciendo eso con D’marco por ahí al acecho. Miró nerviosa a su alrededor.
McGee captó el nerviosismo en su mirada y le sonrió.
—Es un caso de homicidio, cielo, no una feria benéfica —dijo con tono burlón, pero mirada amable—. No te preocupes. —Dio una palmadita a algo abultado bajo la chaqueta de su traje de rayas—. Tengo buena puntería. La mayoría de las veces.
Jack llamó a la puerta del apartamento 215, el que estaba justo al lado del de D’marco. Las paredes de ese edificio eran finas, así que el inquilino que viviera ahí debía de haber oído la pelea de D’marco y Laprea. Anna se situó detrás de Jack y de McGee. Oyó a alguien moviéndose por el apartamento, pero nadie fue a abrir la puerta. Jack volvió a llamar, con más fuerza esta vez. Al final la puerta se abrió unos centímetros. Un ojo marrón se asomó por la grieta con desconfianza. La cadena seguía enganchada.
—¿Qué? —preguntó la dueña del ojo. Por lo que Anna podía ver, era una mujer mayor, con el pelo gris peinado hacia atrás y los dientes amarillos de fumar. Ese único ojo estaba inyectado en sangre y su propietaria tenía muy mal aliento. No había duda de que esa mujer había tenido una vida dura; parecía tener sesenta y tantos, aunque probablemente apenas tendría cuarenta.
—Buenos días, señora —dijo Jack con voz suave pero autoritaria—. Soy Jack Bailey, de la Oficina del Fiscal Federal. Esperaba poder hablar con usted sobre un incidente que tuvo lugar el sábado por la noche.
—No sé nada —respondió la mujer, que empezó a cerrar la puerta. McGee dio un paso al frente, colocó el pie contra la puerta y la mantuvo abierta con su enorme cuerpo.
—A ver, señora. Esto no es necesario —dijo McGee, adoptando perfectamente la forma de hablar de la zona sureste—. ¿Cómo voy a poder preguntarle si me da con la puerta en las narices?
La mujer le dedicó una pequeña sonrisa, que se convirtió en un gesto serio cuando miró a Anna. Pero Anna apenas se percató; estaba mirando al detective, sorprendida. Cuando había hablado con ella y con los demás agentes, había utilizado un acento más anodino, al estilo de un presentador de informativos, y ahora se daba cuenta de que tenía facilidad para adaptarse sin esfuerzo y cambiar de dialecto. Ahí parecía una persona distinta, y se preguntó cuál sería el verdadero McGee. Los dos, concluyó al cabo de un minuto. McGee tenía un poco de cada mundo y eso era, en parte, lo que lo hacía un buen detective.
—Muchos testigos no se dan cuenta de que lo poco que saben puede ser importante —apuntó Jack con tono agradable—. No espero que se convierta en testigo estelar —nadie de ese edificio querría serlo—, pero si tiene tiempo para hablar un momento, nos sería de mucha ayuda.
—Yo no tengo que hablar nada con usted.
—Eso es verdad, no tiene que hacerlo. Pero se lo agradecería.
—No. —Se giró hacia McGee—. Y aparte su puto pie de mi puerta.
Jack suspiró.
—Solo un momento. —Sacó un formulario de su maletín y garabateó algo en él rápidamente. Le pasó el papel por la ranura de la puerta.
—¿Y eso qué es? —preguntó furiosa.
—Una citación. Una orden judicial que dice que debe presentarse en mi despacho este jueves para testificar ante el Gran Jurado. No tiene por qué hablar conmigo ahora, pero sí que tendrá que responder a mis preguntas allí.
—¡No pienso ir a ese jodido edificio!
—Lo siento, señora —dijo Jack con tono tranquilo—, pero no tiene elección. Si no viene, enviarán a la policía para que venga a arrestarla.
—¡Esto es una puta mierda! Yo no he hecho nada y me está acosando.
—Lamentamos las molestias. Le daremos cuarenta dólares para compensarla por su tiempo y los gastos del desplazamiento.
—¿Sí? —Su tono se suavizó—. Sé muchas cosas sobre mucha gente. Podría tener que ir un par de veces.
—Estoy deseando verla el jueves. Que pase un buen día.
Jack le hizo una seña a McGee, que apartó el pie. La puerta se cerró de golpe en la cara de Jack. Miró hacia el pasillo y suspiró. Llamarían a todas las puertas del edificio.
—Una hecha, nos quedan cuarenta y ocho.
—Espero que hayas traído un montón de órdenes —dijo McGee.
—¿Quieren que me ocupe de alguna? —le preguntó Anna a Jack. Ya estaba menos nerviosa, o al menos no iba a permitir que los nervios la afectaran. Si tenían que hacerlo, más valía que lo hicieran de un modo eficiente—. Podría llamar a algunas puertas.
Jack lo pensó un momento y ella pudo ver los cálculos que estaba haciendo en su cabeza: docenas de puertas a las que llamar y horas ahorradas a cambio de darle esa responsabilidad a una fiscal sin experiencia.
—No —dijo finalmente—. Pero gracias. Tú quédate a mi lado.
Fueron hacia la siguiente puerta.
Eran casi las siete para cuando terminaron en el edificio de D’marco. Nadie les había dejado entrar en su apartamento excepto Ernie Jones, que parecía sentirse más culpable que Anna, si es que eso era posible. Al resto de inquilinos les entregaron las citaciones a través de las puertas. Ernie sería un testigo genial, le dijo McGee a Anna, pero no deberían esperar mucho del testimonio de los demás residentes.
Y tendrían que trabajar con la patrulla de busca y captura para ayudarlos a encontrar a D’marco. Unas horas antes, el sargento Ashton había llamado a Jack para decirle que había escapado. Podía haberse escondido en un tejado, haber saltado otro edificio, haberse metido en la casa de alguien, o simplemente haberse marchado por una escalera de incendios que no estuviera vigilada. Los SWAT lo atraparían, prometió el sargento… Acabarían atrapándolo. La acusación podría ayudar interrogando a los testigos sobre sus amigos, familia y los sitios que frecuentaba, y el equipo de los SWAT emplearía esa información para localizarlo. Anna estaba dudosa. Les estaba costando mucho convencer a la gente para que hablara con ellos, así que más aún averiguar dónde se estaba escondiendo su amigo asesino.
Mientras subían al coche de McGee, miró a su alrededor medio esperándose ver a D’marco detrás de un árbol o de un coche aparcado. Pero la calle parecía estar vacía. Se acomodó en el asiento trasero, sintiéndose más exhausta que nunca en su vida.
—¿La dejo en su casa, abogada? —le preguntó McGee por el espejo retrovisor al arrancar el coche.
Aunque había estado volcado en su trabajo todo el día, McGee se había asegurado de ser amable con ella, de explicarle las cosas según iban sucediendo. Le dio la impresión de que ahora que estaba en su equipo, ese hombre la cuidaría como si fuera un leal perro guardián.
—Debería ir a la oficina —respondió Anna—. Redactaré el informe de la cadena de custodia con las pruebas que han recogido hoy.
—No —la interrumpió Jack—. Ha sido un día largo. Vete a casa. Las pruebas seguirán ahí mañana.
—Quiero empezar ya —protestó. Había sido un día largo, sí, pero tampoco es que hubiera hecho mucho aparte de observar el registro que habían llevado a cabo los agentes. Sabía que tenía trabajo por delante si quería demostrar su valía.
Jack se giró para mirarla y sacudió la cabeza.
—Esto es una maratón, no un sprint. Y me temo que mañana será otro largo día. —Se giró hacia McGee—. ¿Puedes pasar por casa de Anna y después por la mía? Tengo que ir a relevar a la niñera.
McGee asintió y se incorporó a la I-295. Anna se recostó en el asiento y cerró los ojos, aliviada de que Jack hubiera insistido en que todos se marcharan a casa. Estaba exhausta, emocionalmente agotada y temiéndose lo siguiente que tendría que hacer.
Al cruzar el puente de vuelta a la zona noroeste, su móvil vibró en silencio con una nueva llamada. Hablando del rey de Roma, pensó. Era Nick. La había llamado varias veces ese día. Pulsó el botón para rechazar también esa llamada. Un minuto después, el teléfono sonó con un nuevo mensaje de texto. Lo abrió. Nick había escrito: «Llámame en cuanto leas esto. Es importante».
Alzó la mirada. Jack estaba mirando por la ventanilla; si se había fijado en que el móvil había vibrado, no lo había demostrado. Cerró el teléfono y se lo guardó en el bolso. Esperaría hasta salir del coche de policía para enfrentarse a la crisis que acechaba en su vida personal.