19

Anna se recostó en su silla y miró los archivos apilados en su escritorio. Estaba revisando los casos anteriores en los que a D’marco lo habían condenado por agredir a Laprea, y en cada uno de ellos, los cargos se habían retirado después de que Laprea volviera con él. ¿Por qué?, se preguntó. ¿Por qué siempre acababa haciéndolo? ¿Por qué no lo abandonó la primera vez que la maltrató?

Pero Anna sabía por qué. Al menos, conocía todas las teorías. Los expertos hablaban del «ciclo de violencia». Después de una paliza, el hombre se arrepiente y se muestra muy dulce. Promete cambiar. Le dice a la mujer que la quiere, que la necesita. Y sí que la necesita, nadie más la necesita de esa forma. Nadie que no la pegue. Así que ella vuelve con él esperando lo mejor, y durante un tiempo todo va bien. Hasta la siguiente pelea, cuando la golpea otra vez y el ciclo comienza de nuevo.

Rose había mencionado que el padre de Laprea también había sido un maltratador. Eso lo explicaba todo. Algo les pasaba a las niñas que crecían viendo cómo pegaban a sus madres; algo que creaba una brújula interna que las guiaba y conducía a tener sus propias relaciones marcadas por los malos tratos. Anna había visto la misma historia en muchos de sus casos. Era una peculiar ley de la atracción. Cada mujer, inconscientemente, intentaba recrear las relaciones que habían visto entre sus padres.

Para comprender a su propia familia, había asistido a clases de violencia doméstica en la universidad y había leído todo lo escrito al respecto. Después de haberse enterado de lo habitual que era que el maltrato pasara de generación en generación, se había jurado que no aceptaría esa herencia de violencia. Y esa determinación marcaba cada una de las relaciones que había tenido desde entonces.

Por un momento pensó en Nick y en la facilidad y naturalidad con la que se había enamorado de él.

Se obligó a dejar de pensar en el abogado defensor y se centró en el ordenador. Tenía que terminar con esa moción en la que estaba argumentando la admisión de las pruebas de actos violentos en la relación de Laprea y D’marco. Como parte de la moción, tenía que resumir los anteriores casos de violencia doméstica. Era un trabajo deprimente. Volvió a leer un informe policial y comenzó a teclear.

«El 14 de octubre de 2004, a las 22.15, dos agentes de la Policía Metropolitana respondieron a un aviso por radio sobre una pelea familiar en la casa de Laprea Johnson. Cuando llegaron a la casa, los agentes encontraron a la señorita Johnson de pie en su porche delantero. Estaba llorando, temblando, y sangrando por un pequeño corte encima del ojo. Cuando la policía se acercó a ella, la señorita Johnson señaló a un hombre que se alejaba por la calle y gritó: “¡Mi novio acaba de pegarme! ¡Quiero que lo encierren!”».

Sonó el teléfono. Miró el número entrante; era la recepcionista pasándole una llamada. Anna se sujetó el auricular con el hombro y siguió tecleando, intentando terminar el párrafo antes de que perdiera el hilo.

—Anna Curtis —respondió distraídamente.

—Ey, señorita Curtis, ¿qué tal? Soy D’marco Davis. Tengo que hablar con usted.

Sus dedos se quedaron paralizados sobre el teclado.

—Lo siento, ¿quién dice que es?

—D’marco Davis.

Se apartó el teléfono de la oreja y se quedó mirándolo, preguntándose si se trataba de una broma. Pero reconoció su voz.

—¿Hola? —dijo él.

—Señor… eh… Señor Davis. —Intentó recomponer sus ideas al llevarse de nuevo el teléfono a la oreja—. Lo siento, pero no puedo hablar con usted.

—¿Está ocupada ahora? Puedo llamar más tarde. —Estaba enfadado, aunque intentando resultar simpático.

—No, no es eso. Lo que pasa es que… no me puede llamar.

—¿Por qué no? —preguntó. D’marco se detuvo y ella pudo sentirlo esforzándose por controlar la ira. Cuando volvió a hablar, su voz sonó suave y empalagosamente dulce—. Solo quiero decirle un par de cosas. Sobre mi caso. Son importantes.

—Me gustaría oír lo que sea que quiera decirme, pero su abogado tiene que estar delante. Podemos vernos, todos juntos, o puede decirle a su abogado lo que sea que quiera que el Estado sepa, y él puede transmitírnoslo.

—Eso no va a pasar —respondió D’marco cada vez más frustrado—. Por eso la he llamado. Ya se lo he dicho a mi abogado…

—¡Señor Davis! —lo interrumpió—. No me cuente nada que se hayan dicho entre su abogado y usted. Eso es confidencial.

—¿Y qué pasa si no quiero confidencialidad?

—Sobre eso no puedo aconsejarle. Debería hablar con su abogado si quiere plantearse renunciar a ese privilegio.

—¡Estoy intentando decírselo! No quiero hablar con mi abogado…

—Señor Davis —dijo de nuevo—. De verdad que no puedo hablar con usted. Tengo que colgar.

—¡Esto es una puta mierda! Quiero darle información, ¡y tiene que hacerme caso! ¿Qué pasa con mis derechos, zorra?

Anna colgó.

Se quedó mirando el teléfono como si fuera a morderla. Recibía llamadas de esas a diario; a veces la familia y amigos de hombres a los que estaba juzgando llamaban pidiéndole que no fuera muy dura con sus seres queridos, o insultándola si lo había sido. A veces la gente la llamaba pensando que tenía poder para hacer todo tipo de cosas, como ocuparse del pit bull con rabia que vivía al final de su calle. Pero esa era la primera vez que la había llamado un acusado. El corazón se le salía del pecho después de haber sido insultada por un preso furioso, y tenía la cabeza llena de preguntas.

¿Por qué la había llamado? ¿Qué podía querer contarle que Nick no le permitiera decir?

Sentía haber tenido que colgarle. Si por ella hubiera sido, habría escuchado lo que fuera que hubiera querido decirle. Pero las normas eran claras. A los fiscales no se les permitía hablar con los acusados que tenían abogado, excepto con permiso del abogado, y estaba claro que no lo tenía. Las reglas estaban hechas para proteger al acusado, para evitar que el Estado actuara a espaldas del abogado defensor, consiguiendo información que un acusado con el beneficio de un buen asesoramiento legal no revelaría. Eran buenas reglas, pensó Anna. Pero no le había gustado nada tener que colgar cuando D’marco, claramente, quería contarle algo.

Marcó el número de Jack y él respondió al primer tono.

—No te lo vas a creer —comenzó a decir—. Acaba de llamarme D’marco Davis.

Un minuto después, Jack ya estaba en su puerta.

—Estás de coña —dijo.

—No. Pasa, ponte cómodo.

Jack esquivó con facilidad los archivos de Grace, que estaban apilados en intervalos irregulares sobre el suelo. A esas alturas ya estaba acostumbrado a navegar por esa oficina tan desordenada.

—Bueno, ¿qué ha pasado? —dijo al sentarse en la mesa de Grace.

Anna le contó lo de la llamada y él escuchó con preocupación y en silencio.

—¿Estás bien? —le preguntó cuando ella terminó.

—Sí, claro. Es que me ha sorprendido un poco, eso es todo.

—Siento que te haya pasado esto. Si D’marco quiere acosar a alguien, preferiría que me eligiera a mí.

—Gajes del oficio, ¿no? Esto es un caso de homicidio, no una feria benéfica —dijo repitiendo las palabras de McGee y pareciendo más fuerte de lo que se sentía—. No te puedes preocupar cada vez que alguien acosa a un fiscal federal adjunto, ¿no? Si lo hicieras, no te quedaría tiempo para ninguna otra cosa.

—Claro, claro. —Jack cambió de postura en la silla; parecía algo incómodo. Anna se preguntó si sería así de protector con los otros abogados a los que supervisaba—. Pero bueno, has hecho un buen trabajo gestionando esa llamada.

—No he hecho nada.

—Exacto. Te has negado a hablar con él, y eso era lo correcto. Además, así nos costará menos redactar el informe. —Jack señaló su teléfono—. Tenemos que hablar con Nick Wagner e informarle de esto.

—Oh.

Anna se quedó ahí sentada, mirando a Jack e intentando no ponerse nerviosa. Jack le sonrió y asintió hacia el teléfono. Ella le devolvió una floja sonrisa, pero siguió sin moverse. Jack fue hasta su mesa, pulsó el botón del manos libres y marcó el número de la Oficina del Abogado de Oficio. Preguntó a la recepcionista por Nick Wagner y después se sentó de nuevo en la mesa de Grace mientras sonaban los tonos. Anna esperaba que el abogado defensor no respondiera.

—Nick Wagner —respondió.

Jack asintió hacia su ayudante; quería que hablara ella. Anna se aclaró la voz e intentó sonar natural.

—Hola, Nick, soy Anna Curtis.

—Anna. —La voz de Nick se suavizó. No lo había llamado desde que había comenzado el caso—. Me alegro de oír tu voz.

—Estoy aquí sentada con Jack Bailey —se apresuró a decir—. Estás con el manos libres.

—¡Hola, Nick! —gritó Jack con forzada alegría.

—Ah, hola, Jack.

—Te alegrará saber que la señorita Curtis hoy también está muy guapa.

Nick se detuvo un instante.

—Me alegra saberlo. ¿Hay algo más que quieras decirme o me has llamado solo por eso?

Anna tenía que enderezar esa conversación.

—Escucha, Nick, solo queríamos que supieras que tu cliente me ha llamado hace unos minutos. Quería hablar conmigo del caso.

—¡Joder! ¿Qué te ha dicho?

—Nada, no le he dejado hablar. Le he dicho que estaría dispuesta a escuchar lo que sea que quiera contarme, pero solo a través de ti. ¿Quieres que concertemos una reunión para eso?

—No.

—Me lo imaginaba.

—Te enviaremos una carta documentando todo esto —dijo Jack—. También te voy a enviar una copia de los resultados de la búsqueda en el CODIS; ayer recibimos el informe. El padre no aparece en la base de datos.

—Muy bien —respondió secamente. La noticia no había sorprendido a nadie. El padre del bebé de Laprea Johnson no era un delincuente condenado. Y eso no los conducía a ninguna parte; podría tratarse de cualquier persona en el mundo.

—Escucha… —Jack vaciló—. No quiero decirte cómo hacer tu trabajo…

—Pues entonces no lo hagas.

—Solo asegúrate de que tu cliente no vuelva a llamar a Anna.

—Claro.

Se oyó un clic cuando Nick colgó.

—Gilipollas —murmuró Jack—. Adjunta al archivo una nota sobre la llamada de Davis, y después da el día por terminado. Márchate a casa, descansa por una vez, y olvídate de Davis.

—No quiero descansar. Quiero ayudar.

—Ayudas más de lo que me podría haber imaginado cuando te asignaron este caso. —Le sonrió—. Estoy siendo un egoísta. No quiero explotarte. Sé que te has quedado trabajando hasta tarde por las noches con este caso. Esta noche quiero que te vayas pronto a casa, que alquiles una peli o… no sé… que te vayas a patinar o a tomar algo, o lo que sea que hagáis los jóvenes hoy en día.

—Vale, abuelo. —Se rió a carcajadas, sintiendo cómo se disipaba de sus hombros parte de la tensión que le había producido la llamada.

—¡Abuelo! —Resopló fingiendo indignación—. No más insolencias, jovencita, o tendré que castigarte.

Anna se rió. Jack solo era diez años mayor que ella, y para nada parecía el abuelo de nadie. Su cabeza afeitada le daba un aire moderno, era delgado y atlético y se movía con una esbelta elegancia. Con su alta estatura, su suave piel color moca y unos ojos verdes impresionantes, suponía que le iría muy bien con las mujeres. Le sorprendió estar pensando así. Siempre lo había visto como su jefe estricto y exigente, pero de pronto reconoció que Jack era, en realidad, un hombre joven.

—Mientras tanto —añadió Jack—, voy a cortarle la comunicación a Davis para siempre. Se le acabaron las llamadas de teléfono.

—Eso deberían tatuárselo en la frente. «Se me acabaron las llamadas de teléfono».

Mientras Jack salía, ella se giró hacia el ordenador, tarareando sin darse cuenta. Hacía tiempo que no se sentía de tan buen humor.

Pasaron varias semanas sin que supieran nada de D’marco. A Jack le pareció que el tema estaba cerrado, hasta una noche a finales de septiembre, cuando se sentó en su mesa para hojear el correo del día. Era lo habitual: informes del FBI, notas de la Policía Metropolitana, Boletines del Colegio de Abogados del Distrito de Columbia. Entonces vio un sobre inusual, azul claro y ligeramente arrugado, con su nombre y su dirección escritos a mano con una letra muy marcada. Miró el remite: el nombre de D’marco Davis, número de preso, y la dirección de la cárcel del Distrito de Columbia. Sacudió la cabeza. Sin abrir el sobre, se marchó con él hasta el centro de operaciones.

Era miércoles por la noche y Jack sabía que podía encontrar a Anna allí. A mitad del pasillo dejó de caminar y bajó la mirada. No se había quitado las botas de agua. Esa mañana había habido tormenta y se las había puesto para ir al metro. Después había estado tan ocupado que había olvidado quitárselas. Ahora se daba cuenta de que resultaban ridículas, parecía que unos pies de payaso le asomaban por los pantalones del traje. Volvió a su despacho y se las quitó. Al salir de nuevo, se sentía mejor, aunque también avergonzado. Si hubiera ido a ver a cualquier otra persona, no habría pensado en su calzado.

Anna estaba en la mesa de reuniones, tomando notas mientras leía una transcripción. Estaba muy concentrada y no se fijó en Jack. Tenía la chaqueta del traje sobre una silla, los zapatos en el suelo, a su lado, y estaba sentada sobre sus pies mientras trabajaba. Su melena rubia le caía alrededor de la cara. Se la echó atrás mientras leía y, distraídamente, se la recogió con un lápiz, dejando expuesta su suave nuca. Jack desvió la mirada y llamó al marco de la puerta con los nudillos.

—¡Toc, toc! —dijo. Anna levantó la mirada, asombrada—. Lo siento, no pretendía asustarte.

Ella sonrió al ver que era Jack.

—Gajes del oficio. Te pasas todo el día aquí sentada leyendo sobre el hombre del saco y empiezas a asustarte por todo.

Jack se sentó en su sitio habitual, frente a ella. Habían pasado horas en esa sala, sentados el uno frente al otro mientras revisaban informes y pruebas. Los dos tenían otras obligaciones, así que trabajaban en ese caso por las mañanas antes de ir a los juzgados, y después de las sesiones, por las noches. Se habían quedado en el centro de operaciones hasta tarde muchas noches, tanto porque tenían mucho que hacer como porque disfrutaban el uno con la compañía del otro, porque preferían poner en común sus ideas a tener que matarse a trabajar solos en despachos separados. Además de su hija y de la niñera, Anna era normalmente la primera persona que veía cada mañana y la última a la que Jack veía cada noche. Y no le importaba. Era una persona de trato muy fácil.

Deslizó el sobre por encima de la mesa.

—A ver si adivinas qué es —dijo.

Ella lo cogió y lo observó.

—A D’marco habría que darle un premio a la persistencia —dijo con una sonrisa de desconcierto.

—No tengo palabras. —Jack metió la carta de D’marco, sin abrir, en un sobre más grande.

—¿Qué vas a hacer con la carta? —le preguntó Anna.

—Se la voy a enviar a su abogado. Y además les escribiremos otra carta a Wagner y a la jueza para explicar esto. Tiene que quedar constancia de todo.

Para Jack eso suponía una buena complicación. Tenía que documentarlo todo y con imparcialidad para el abogado defensor, además de cubrirse las espaldas por si alguien los denunciaba por haberse puesto en contacto con el acusado de forma inapropiada. Sin embargo, Jack decía que el único para el que todo eso sería un inconveniente era Nick Wagner, que claramente no podía controlar a su cliente.

—Eso hace que uno se pregunte qué está pasando en esa relación entre abogado y cliente —dijo Jack.

Anna asintió, pero después cambió de tema.

—¿Tienes tiempo para hablar de informes médicos? —preguntó. Jack asintió—. Me está costando sacar ciertos informes del Greater Southeast Hospital.

—Claro.

Jack se relajó en su silla mientras ella le describía el problema. Era solo una más de cientos de cuestiones logísticas que surgían con cada caso criminal. Pero a Jack le gustaba hablar de eso con Anna, los dos discutiendo cómo enfrentarse a los retos que se les presentaban en el centro de operaciones, rodeados por la tranquilidad del despacho. Él aún no era consciente de ello, pero esa se estaba convirtiendo en su parte favorita del día.

D’marco caminaba de un lado a otro de su celda; estaba que echaba humo. Su abogado lo había visitado antes y le había gritado por haber escrito a los fiscales. ¡Esos putos fiscales le habían enviado su carta a Nick! ¡Sin ni siquiera abrirla! Nick le había echado una buena bronca. Y cuando D’marco intentó explicarlo, el abogado se había enfadado aún más y se había largado. Ahora era D’marco el que estaba furioso.

El sistema se había aliado en su contra.

Nadie lo respetaba.

Sabía lo que tenía que hacer.

Ese fin de semana, cuando Ray-Ray volviera a entrar, le diría que colocara un arma en la cornisa. A lo mejor Ray-Ray se ponía un poco nervioso con la idea, pero haría lo que él le pidiera.

Conseguiría su pistola y la utilizaría para escapar de la cárcel. Y entonces encontraría a la fiscal. Solo necesitaba cinco minutos con ella.