20

Con desgana, Ray-Ray pasó un paño por la resplandeciente mesa de madera. Cayeron más migas sobre el suelo de mármol blanco que en el barreño de platos sucios al que había apuntado, pero las ignoró. No le iban a dar ningún premio por ser el ayudante de camarero del año, y no le importaba. Se aferraba a ese empleo por una sola razón: poder demostrarle a su agente de la condicional que tenía un trabajo estable y seguir teniendo la comodidad de ir a la cárcel solo los fines de semana. Mientras tanto, si el Center Café no estaba como los chorros del oro, no era problema suyo. Sabía que la encargada lo seguiría con una escoba, suspirando y refunfuñando, pero no lo despediría. Y eso era lo único que le importaba.

El restaurante donde trabajaba Ray-Ray era una cafetería muy chic dentro del vestíbulo central de la Union Station, y uno de los lugares más visitados por los turistas en Washington. El hall de la Union Station era enorme y precioso, con resplandecientes suelos de mármol blancos, enormes columnas blancas, y un techo impresionantemente alto con bóveda de cañón y paneles tallados en oro. Imponentes estatuas de soldados romanos desnudos lo protegían con pose digna y majestuosa mientras unos escudos estratégicamente colocados cubrían sus partes púdicas. El enorme vestíbulo estaba rodeado por tiendas lujosas y de souvenirs.

Justo en el centro se encontraba el Center Café, su lugar de trabajo. El restaurante era una estructura circular de madera oscura abierta al histórico vestíbulo en el que se encontraba. Aunque tenía dos plantas, el altísimo techo de la estación quedaba mucho más arriba aún. El restaurante no tenía paredes; estaba separado del vestíbulo por macetas de madera llenas de flores y hiedra que le daban el aspecto de una cafetería al aire libre. Todas las mesas tenían buenas vistas de las idas y venidas de Union Station.

Por el vestíbulo resonaban las voces de decenas de personas caminando alrededor del restaurante. Union Station tenía algo para todo el mundo: era un lugar histórico además de un centro comercial; tenía mercado y un cine en el sótano, y al otro lado del precioso vestíbulo albergaba una estación de tren abarrotada. Por allí pasaban toda clase de personas: socios de bufetes de abogados millonarios, becarios no remunerados con pendientes en la nariz, turistas en pantalón corto y calcetines por la rodilla, y matones de todos los niveles.

Los clientes del Center Café solían ser los de mayor escala. Ray-Ray ni se fijó en el hombre con traje y corbata que se le acercó mientras estaba limpiando la mesa.

—Perdona —comenzó a decir el hombre.

—La camarera está allí —le respondió Ray-Ray girando la cabeza, pero sin mirarlo a los ojos.

—Lo cierto es que quería hablar contigo. ¿Ray-Ray, verdad?

Ray-Ray alzó la mirada, desconfiando de pronto. Nunca era buena señal que un hombre blanco con traje preguntara por él. Y, además, estaba nervioso desde que había accedido a colar un arma en la cárcel de D. C. Se preguntó si ese tipo estaría ahí porque el plan se había destapado de algún modo. Aún no había comprado la pistola; la idea lo hacía sentirse tan incómodo que había estado posponiéndolo. ¿No iría a meterse en líos solo por haberlo hablado con D’marco, verdad? Inquieto, miró al hombre, pero no dijo nada.

—Me llamo Nick Wagner. Soy el abogado de D’marco Davis. —Le mostró la tarjeta de identificación que llevaba enganchada a la presilla del cinturón. Tenía escrito su nombre y las palabras «Oficina del Abogado Defensor».

Ah, vale, tío —contestó aliviado. Así que ese tipo no había ido ahí para meterlo en problemas. Estaba de lado de D’marco. Ray-Ray dejó el barreño de platos sucios sobre la mesa, se limpió las manos en el delantal y le estrechó la mano al abogado—. ¿Qué puedo hacer para ayudar? Siéntese.

Nick se sentó en la mesa que Ray-Ray acababa de limpiar.

—Gracias por tu tiempo —le dijo Nick con una sonrisa. Al cabo de unos minutos de charla, el abogado fue al grano—. D’marco me dice que es posible que sepas con quién estaba saliendo Laprea antes de morir.

Ray-Ray se estremeció. Aún se sentía mal por haberle contado ese rumor a D’marco, y lo peor era que no tenía más información.

—Vaya, tío, ojalá lo supiera. Pero solo oí algunas cosas por la calle. Chismes, ya sabe. Algunos vieron un coche de policía por la casa un par de veces y al mismo poli entrando y saliendo. Oí que era un poli blanco, pero nunca lo he visto.

—¿Conoces a alguien que lo viera?

—Qué va. Ni siquiera recuerdo dónde lo oí. Fue solo un chismorreo.

—¿Y por qué pensaron aquellos tipos que estaban saliendo? Quiero decir, ¿es que los vieron por ahí juntos o algo así?

—Qué va, tío. Nada específico. Rumores.

—¿Y cómo sabes que ese agente de policía no estaba investigando el caso simplemente?

—¡Ja! ¿Sabe cuántos casos hay en ese vecindario? Robos, peleas, tráfico de drogas. ¿Sabe cuándo se pasa un poli por allí solo para «investigar» una agresión leve? Nunca. Llamas al 911, llegan tranquilamente, hacen el informe y se largan. O ni siquiera hacen el informe.

Nick asintió.

—¿Sabes de alguien con quien tuviera una relación sentimental?

—¡Qué va! —Ray-Ray recordó lo que le había dicho D’marco: que Laprea estaba embarazada del hijo de otro cuando murió. D’marco había actuado como si no le afectara, pero Ray-Ray sabía que la noticia le había hecho mucho daño—. ¿Intenta encontrar al padre de ese bebé?

—Hago lo que puedo, pero no estamos teniendo mucha suerte.

—Ya… —Ray-Ray lo sentía por su amigo. Y Nick pareció verlo en su rostro.

—Pero casi es mejor así. Si se desconoce la identidad del padre, puedo decirle al jurado que había alguien más cerca de ella, y que podría ser cualquiera… y que tal vez ese otro tipo fue el que la mató. A lo mejor es duda razonable. Si se identificara al padre, los fiscales lo interrogarían, lo llevarían a juicio, ¿y qué pasaría si tiene coartada? ¿O si es algún idiota que no mataría ni a una mosca? A menos que el padre resultara tener más antecedentes que D’marco, y sabemos que no es así porque no estaba en la base de datos de ADN de la policía, nos irá mejor con un hombre misterioso.

—Mmm —respondió Ray-Ray, no del todo convencido—. ¿Le va a conseguir una buena sentencia, no?

—Sí, pero tienen muchas pruebas contra él así que, pase lo que pase, va a tener que cumplir condena bastante tiempo. Tiene que ir haciéndose a la idea.

Nick se levantó, se sacó una tarjeta de visita de la chaqueta, y se la pasó a Ray-Ray.

—Avísame si te enteras de algo.

—De acuerdo, lo haré. Buena suerte, tío.

—Gracias. —El abogado salió al vestíbulo principal y se perdió entre la multitud.

Ray-Ray llevó el barreño de platos sucios a la cocina y lo dejó junto al fregadero. Levantó un plato sucio y lo aclaró mientras pensaba. Aclaró ese mismo plato durante cinco minutos, pensando en lo que acababa de decir el abogado y en la situación tan complicada en la que se encontraba D’marco. Se preguntó si Laprea seguiría viva y D’marco estaría fuera de la cárcel si él hubiera mantenido la boca cerrada. En cierto modo sabía que los problemas de D’marco eran culpa suya.

Compraría la pistola esa noche, decidió. Y se la echaría a D’marco al día siguiente, junto con el habitual paquete de heroína. Se lo debía a su amigo.

—¿Hay más preguntas para este testigo? —preguntó Anna.

Miró los rostros inexpresivos de los miembros del Gran Jurado, que le devolvieron una mirada de aburrimiento. Algunos ni siquiera habían levantado la vista de sus periódicos durante toda la presentación.

—¿Puede retirarse entonces el testigo? —insistió.

El jurado dio su consentimiento con un murmullo. Anna abrió la puerta del banquillo de los testigos para ayudar a bajar al primo de D’marco Davis.

—Muchas gracias —añadió mientras el hombre abandonaba la sala con gesto serio. Anna miró a Jack, que asintió. Lo había hecho bien.

Cuando Jack la invitó a ayudarlo ante el Gran Jurado, había sentido curiosidad; sería su primera vez, ya que los casos de delitos menores nunca pasaban por ahí. Todo el proceso del Gran Jurado estaba rodeado por un halo de misterio.

Todo lo que sucedía allí era secreto. A los miembros del jurado y a los fiscales no se les permitía hablar con nadie de fuera sobre lo sucedido ahí dentro. Estaba diseñado así para proteger la integridad de las investigaciones en curso. Un testigo podía llevar a su propio abogado, pero el abogado tenía que esperar fuera mientras él testificaba dentro. No había ni juez ni abogado defensor. Solo estaba el fiscal interrogando a los testigos con alguna que otra pregunta por parte de algún miembro del jurado. Si, después de oír todas las evidencias, el Gran Jurado encontraba la existencia de alguna causa probable para creer que alguien había cometido un crimen, se formulaba un documento oficial mediante el que se enviaba al acusado a juicio. Se trataba de un poder tremendo y, a diferencia de casi todas las partes del sistema judicial criminal, era un poder que se ejercía completamente a puerta cerrada.

Anna casi se había esperado que aquello fuera como la sala de justicia toda blanca de Krypton en la primera escena de Superman.

Había salido algo decepcionada la primera vez que Jack le había permitido entrar en la sala del Gran Jurado. En lugar de una fortaleza de cristal, la sala parecía un aula de universidad, pero con las hileras de mesas de formica y sillas de plástico formando una curva alrededor de un estrado en lugar de alrededor de una pizarra. Una taquígrafa con aspecto cansado estaba sentada a un lado del estrado, tecleando en su máquina y, de vez en cuando, abriendo una vieja grabadora para cambiarle la cinta. El jurado estaba formado por civiles elegidos al azar a quienes se les había enviado una carta indicándoles que se presentaran como miembros del jurado. Muchos de ellos no querían estar ahí y, en casos como ese, se aburrían rápidamente.

Era noviembre, habían pasado tres meses desde de la muerte de Laprea, y Jack y Anna habían llamado a más de cincuenta personas para testificar ante ese Gran Jurado. La mayoría de esos testigos no sabían, o al menos decían no saber, nada relevante sobre el caso de D’marco. Pero ya que mucha gente no había querido hablar con ellos de forma voluntaria, Jack y Anna empleaban el poder de sus citaciones judiciales para conseguir que hablaran con ellos ante el Gran Jurado. Habían subido a decenas de vecinos de D’marco al estrado, cada uno de los cuales había dicho no haber visto ni oído nada fuera de lo normal la noche del asesinato.

Los fiscales también habían empezado a enviar órdenes a los amigos y la familia de D’marco, para ver si D’marco les había confesado algo o tenía algún tipo de coartada. Hasta el momento, Anna no había descubierto nada, pero al menos sus preguntas les sonsacaron las historias de qué habían estado haciendo ellos la noche del asesinato, de modo que los colegas de D’marco no podrían darle ninguna coartada falsa más adelante.

Los miembros del jurado estaban cansándose del desfile de testigos irrelevantes. Anna lamentaba aburrirlos, pero era un trabajo que había que hacer. Y agradecía poder estar teniendo esa experiencia. Bajo la mirada vigilante de Jack, había interrogado a unos cuantos testigos sin importancia, como el primo al que acababa de pedir que se retirara. Se alegraba de que la fe de Jack en sus capacidades fuera en aumento.

Además, suponía que al jurado le interesaría más la siguiente testigo. Anna abrió la puerta y se asomó a la sala de espera.

—Señora Davis, estamos listos —le dijo.

La robusta mujer sentada junto al detective McGee levantó la mirada de una revista. Llevaba un uniforme de guardia de seguridad gris y un moño que desafiaba a la gravedad. Miró a Anna con gesto serio, y la siguió hasta dentro de la sala. Anna acompañó a la mujer hasta el banquillo de los testigos y se sentó en una de las sillas libres. Ese testigo podía resultar demasiado desafiante como para que se ocupara una novata. Sería Jack el que formulara las preguntas.

El presidente del jurado le tomó juramento a la mujer. Ella miró a Jack al responder las habituales preguntas introductorias. Se llamaba Jeanne Davis; tenía cincuenta y tres años; vivía en la zona sureste del Distrito de Columbia, y trabajaba como guardia en un edificio de oficinas de la zona noroeste. Sí, conocía a un hombre llamado D’marco Davis. Era su nieto.

Los miembros del jurado se pusieron derechos en sus asientos y murmuraron entre sí. ¿La abuela del acusado? Eso podía ser interesante.

—¿Qué papel desempeñó en la educación de D’marco Davis? —le preguntó Jack.

—Lo crié desde que tenía siete años. —Cruzó sus enormes brazos y miró a Jack con clara hostilidad.

—¿Cómo es que se fue a vivir con usted? —Jack ignoró la actitud de la mujer y le habló con suavidad.

—Se lo quitaron a mi hija.

—¿Cómo se llama su hija?

—Tawanna Davis.

—¿Cuántos años tiene?

—Treinta y seis.

—¿Se ocupaba Tawanna de D’marco hasta que fue a vivir con usted?

—Más o menos. —Jenna no quería estar allí y no quería darles nada que pudieran utilizar en contra de su nieto.

—¿Qué quiere decir?

—Que tenía problemas.

—¿Qué problemas?

—Crack. —Unos cuantos miembros del Gran Jurado esbozaron gestos de comprensión. Algunos tenían problemas similares en sus propias familias. Jeanne los miró y pareció calmarse un poco. Habló dirigiéndose a una señora mayor sentada en la primera fila—. Robaba para pagarse el crack. Se vendía para pagarse el crack.

—¿Cuántos años tenía D’marco cuando lo apartaron del cuidado de Tawanna?

—Seis.

—¿Fue a vivir con usted directamente?

—Al principio no pude llevármelo, tenía otros tres nietos en mi casa.

—Entonces, ¿adónde fue D’marco?

—A casas de acogida. Después a un hogar comunitario. No quiero ni saber qué le pasó allí. —La anciana del jurado asintió con compasión—. El asistente social vino y dijo que no tenía adónde ir, así que lo acogí.

—¿Fue difícil?

—Una hace lo que tiene que hacer. Crié a mis hijos lo mejor que pude. Y ahora estoy criando a sus hijos. Yo sola.

—¿Cuánto tiempo vivió D’marco con usted?

—Hasta que tuvo veinte años.

—¿Qué pasó entonces?

—Que lo condenaron por drogas. Ya había estado arrestado antes, pero todo por gilipolleces. Perdone mi lenguaje. Esta vez sí que lo encerraron un tiempo.

—Cuando lo soltaron en diciembre, ¿volvió a su casa?

—Qué va, yo ya no podía más. Se fue a un piso en Alabama Avenue.

—¿Que es donde estaba viviendo el 16 de agosto?

—Sí.

—¿Sabe dónde viven los padres d D’marco?

—A su padre no lo vemos desde que él era un bebé.

—¿Y su madre?

—Se puso a hacer la calle y hace años que no sé nada de ella. —Jeanne intentó que su rostro no reflejara ninguna emoción, pero Anna pudo sentir cuánto le dolía.

Jack le preguntó por otros amigos y parientes, y anotó las respuestas de Jeanne. Esos tipos también recibirían notificaciones para presentarse ante el Gran Jurado.

—¿Ha conocido a una mujer llamada Laprea Johnson?

—Sí, conocí a Laprea. —Arrugó la nariz como si el nombre le hubiera dejado un mal sabor de boca—. Era la madre de sus hijos.

—¿Cómo era? —Jack quería saber si Jeanne hablaba mal de ella, porque eso les daría la evidencia de sesgo si más adelante intentaba testificar en el juicio a favor de D’marco.

—Estaba bien. Me dejaba ver a los niños.

Jack intentó que diera más datos sobre su relación con Laprea, pero Jeanne sabía que esa era la parte importante y, siempre que pudo, dio respuestas de una sola palabra.

—¿Alguna vez vio a su nieto y a la señorita Johnson pelearse?

—No.

—¿Lo vio maltratarla en alguna ocasión?

—No.

—¿Alguien le habló de sus peleas?

—No.

—¿Alguna vez vio a la señorita Johnson con lesiones?

—No.

Está mintiendo, pensó Anna. Pero lo entendía. Jeanne estaba intentando proteger a su familia. Se fijó en que Jack la estaba tratando con delicadeza, con más tacto que a los otros testigos que, claramente, habían mentido. Muy pocas personas culparían a una abuela por intentar proteger a un nieto al que había criado.

—¿Ha hablado con el señor Davis desde el 16 de agosto?

—Unas cuantas veces, por teléfono, desde que está en la cárcel.

—¿Ha hablado con él sobre la muerte de Laprea Johnson?

—No. Nada.

Jack miró a Anna con pesar. No estaban llegando a ninguna parte. Lo único que les quedaba era amenazarla con encerrarla por haber mentido en un juicio a favor de su nieto.

—Señora Davis, ¿qué estaba haciendo usted la noche del 16 de agosto?

—Estuve en casa —respondió y continuó tras una pausa—. Con D’marco. Toda la noche.

Jack alzó la mirada, sorprendido, pero solo por un instante. Si alguien iba darle al acusado una coartada falsa, era esa mujer. Hasta los criminales que no tuvieran ni un solo amigo en el mundo normalmente podían recurrir a una madre o abuela que estuviera dispuesta a cometer perjurio por protegerlo.

—¿Qué quiere decir con «toda la noche»?

—Vino a cenar y no se marchó hasta la mañana siguiente.

—Cuando dice que fue a cenar, ¿a qué hora llegó?

—No estoy del todo segura. Diría que sobre las seis.

—¿Aún era de día?

—Sí, claro.

Jeanne estaba inventándose una historia para proteger a D’marco, pero no estaba al tanto de las pruebas que ya tenían contra él. No sabía que su historia era totalmente incompatible con lo que Ernie Jones vio en el pasillo del edificio de D’marco.

—¿Y dice que no se marchó hasta la mañana siguiente? ¿A qué hora fue eso?

—Diría que sobre las ocho de la mañana. Justo antes de que yo me fuera a trabajar.

—¿Qué estuvieron haciendo todo ese tiempo?

—Vimos la tele después de cenar y él jugó a unos videojuegos.

—¿Tiene su propio apartamento, verdad?

—Sí.

—¿Con su propia cama?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué se quedó en su casa esa noche?

—Se hizo tarde y no le apetecía irse andando a casa. Se fue a dormir al sofá; a veces lo hace. Lo desperté allí a la mañana siguiente. No salió en toda la noche. Seguro.

Los miembros del jurado la estaban mirando atentamente. En un principio habían sentido lástima por la abuelita, pero a nadie le gusta que le mientan. Ya habían oído el testimonio de Ernie Jones y también habían oído la llamada al 911 de un Ernie histérico diciendo que D’marco acababa de agredirlos a Laprea y a él. Los miembros del jurado sabían que D’marco había estado en su casa, pegando a Laprea, alrededor de las nueve y media. Sabían que Jeanne Davis estaba mintiendo.

—Señora, ¿qué programas vieron por la tele aquella noche?

Ella se detuvo.

—No me acuerdo.

—¿A qué videojuegos jugó el señor Davis?

—No estoy segura. No juego a esas cosas —respondió con altanería, como si hubiera sido el propio Jack el inventor del azote de los juegos por ordenador.

—¿Ha hablado con su nieto sobre lo que contaría con respecto a dónde estuvo aquella noche?

—No, señor. —Puso gesto de indignación, como si Jack la hubiera dejado impactada al sugerir que había colaborado con su nieto para inventar esa coartada.

—¿Ha hablado con el abogado, Nicholas Wagner, o con algún investigador de la defensa sobre dónde estuvo su nieto aquella noche?

—Eso es confidencial.

—No, señora. Wagner no es su abogado. Sus charlas con él no están protegidas por el secreto profesional. Estoy pidiéndole que responda a la pregunta. —Los ojos de Jeanne irradiaban puro odio—. O se arriesga a que se la acuse de desacato.

—El abogado vino a mi casa. Quería saber si Laprea había estado viendo a alguien además de D’marco. Le dije que no lo sabía, como le he dicho a usted.

—¿También le dijo al señor Wagner que D’marco había estado con usted la noche de la muerte de Laprea Johnson?

—Le dije exactamente lo que le he dicho a usted.

—¿Y qué le dijo él?

Anna se tensó. Le resultaba raro oír que hablaran así de Nick. Ya no hablaba con él directamente, pero seguían indiscutiblemente unidos el uno al otro: los dos estaban en el caso, siguiendo a los mismos testigos, intentando descubrir lo que el otro sabía para adelantarse a su estrategia con el fin de preparar el enfrentamiento final.

—Me dio las gracias por contárselo —respondió Jeanne—. Pero dijo que no creía que fuera algo que pudiera usar en el juicio.

Anna se sintió relajada. Si Nick se hubiera planteado utilizar esa coartada tan claramente falsa, la opinión que tenía de él habría acabado por los suelos. Pero había hecho lo correcto, pensó, aliviada aun sin querer admitirlo.

—¿Quiere a su nieto, verdad? —estaba preguntando Jack. Estaba dejando clara la parcialidad de Jeanne.

—Sí.

—¿No quiere verlo en la cárcel, verdad?

—Claro.

—No hay más preguntas. ¿Alguna pregunta para esta testigo?

Unos cuantos miembros del jurado alzaron las manos y Jack les permitió formular sus preguntas. La mayoría eran del tipo «¿En serio se cree que nos vamos a creer su ridícula historia para la coartada?». Jeanne las respondió lo mejor que pudo, pero al final, supo que no estaba engañando a nadie.

Cuando se quedaron sin preguntas, Jack le dijo a la testigo que podía retirarse. Miró el reloj. Eran las cuatro y cuarenta y cinco.

—Muy bien, pueden marcharse todos —anunció.

Se oyó una pequeña ovación y los miembros del jurado comenzaron a salir, despidiéndose de los fiscales, para marcharse volando a vivir sus vidas.

Anna y Jack subieron a sus despachos en el ascensor.

—Bueno, ahí tenemos a una persona que cree que lo hizo D’marco —dijo Jack después de que las puertas del ascensor se cerraran y se quedaran solos.

—Sí —respondió Anna—. La abuela no sabe dónde estuvo D’marco aquella noche, pero sí que conoce a su nieto lo suficiente como para comprender que necesita una coartada.

Mientras Jack estaba interrogando a Jeanne Davis ante el Gran Jurado, D’marco estaba dando una vuelta por el patio de la cárcel con la mano sobre un arma que llevaba oculta en el bolsillo de su cazadora vaquera. No sabía que a su abuela la habían requerido para ir a hablar ante el Gran Jurado ese día, y si lo sabía, no se había parado a pensar mucho en ello. Era consciente de que ella no podía salvarlo. Si quería salir de la cárcel, tenía que encargarse él mismo de todo. Y eso era lo que estaba haciendo ahora.

Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora, reconfortado por el peso de la pistola. Miró a los otros presos. Se oía el típico alboroto de hombres charlando, fumando y jugando al baloncesto. Nadie le estaba haciendo caso. Nadie sospechaba lo que estaba a punto de pasar.