4
Una semana después, D’marco Davis estaba sentado con su abogado. Se sentía tranquilo y relajado, dispuesto a escuchar los consejos de Nick. No es que se alegrara de estar de nuevo en la prisión del Distrito de Columbia, claro que no, pero a diferencia de algunos de los hombres más jóvenes que había allí, a él no le asustaban ni el mono naranja, ni la monótona cacofonía de los otros reclusos que hablaban fuera, ni el rancio olor a lejía y orina que impregnaba las instalaciones. Sabía cómo moverse en ese mundo, y, de todos modos, tampoco estaría allí mucho tiempo. No por esa gilipollez de caso de violencia doméstica; Nick lo había librado de cosas mucho peores.
Los dos estaban sentados dentro de una de las diminutas salas reservadas para los encuentros entre abogado y cliente. Una mesa pequeña y dos sillas cojas eran el único mobiliario. La sala habría resultado claustrofóbica de no ser porque las cuatro paredes eran paneles de suelo a techo de sucio metacrilato. Idénticas salas de metacrilato flanqueaban ambos lados, todas ellas orientadas hacia la todavía menos privada zona de visitas. Allí había un largo banco ocupado por jóvenes con monos naranjas que entre susurros hablaban por teléfono a un lado de un amplio cristal. Mujeres de todas las edades, novias, madres, abuelas, hablaban por los teléfonos que estaban al otro lado. Había unos cuantos niños sentados en los regazos de sus madres chupándose el pulgar o dando golpecitos en el cristal. Los hombres les decían «Te quiero» a las mujeres que no podían tocar.
Nick puso unos papeles sobre la mesa, se recostó en la silla, y miró a su cliente con frialdad.
—¿Es que no podías haber sido amable con Laprea?
—¡Me la está pegando! —D’marco intentaba avivar la rabia justificada que había sentido la semana anterior, pero ahora lo único que sentía era un profundo pesar. No había querido hacerle daño, pero es que a veces lo ponía al límite.
—Pues déjala —le dijo Nick.
—Qué va, usted no lo entiende. —D’marco posó sus enormes brazos sobre la tambaleante mesa de metal—. La quiero.
—Pues qué modo tan curioso tienes de demostrárselo. La próxima vez prueba a llevarle bombones.
—Mire, lo siento, ¿vale? —dijo lanzándole su sonrisa más encantadora—. Lo voy a hacer mejor, lo juro por Dios.
—¡Joder, D’marco! ¡Costaría mucho que lo hicieras peor! —Levantó un informe de libertad condicional—. Aún estás con la condicional. Lo único que tenías que hacer era no meterte en líos durante un año.
D’marco resopló.
—No he aguantado un solo año sin meterme en líos desde que tenía once años.
—Sí, sí, tú ríete. Va a ser muy gracioso cuando te condenen por este caso de violencia doméstica y te retiren la condicional. Cumplirás los cinco años que te quedan por tu acusación de tráfico de drogas, más el tiempo que te echen por la agresión.
D’marco se detuvo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Tal como te dije cuando te soltaron hace apenas dos meses.
—Ya —interpuso D’marco intentando calmar a su abogado, aunque no necesitaba que le dieran una charla. El trabajo de Nick era sacarlo de ahí, no que le dijera cómo vivir su vida—. Bueno, ¿y cuál es el plan?
Nick suspiró e inclinó la cabeza hacia la zona de visitas. D’marco le siguió la mirada. Una mujer tenía la palma de la mano contra la barrera de cristal que la separaba de su novio; el novio llevó la mano contra el cristal haciendo que sus dedos coincidieran. La mujer lo miró a los ojos, su expresión estaba llena de anhelo y esperanza.
—Ya sabes cómo funciona esto —le dijo Nick con tono adusto—. El modo más seguro de salir de esta es que Laprea retire los cargos. Te quiere, y una gran parte de ella quiere seguir a tu lado. Solo tienes que darle un motivo para hacerlo.
—¿Debería decirle que no vaya al juzgado?
—No, no. —Nick sacudió la cabeza—. Si informa de eso, te pondrán un cargo por obstrucción. No vayas a decirle que no testifique o que mienta. —Se inclinó hacia delante y lo miró fijamente a los ojos—. Mira, tienes que reavivar los buenos sentimientos que Laprea tiene hacia ti. Será mucho más complicado por tener que hacerlo desde la cárcel, pero tienes derecho a hacer llamadas.
—¿Y qué quiere que diga?
—Tú solo sé amable. Recuérdale por qué se enamoró de ti.
D’marco asintió con respeto. Ese hombre sabía lo que se hacía. El plan de siempre, pero siempre había funcionado.
Las casas de la calle Capitolio Sureste eran dúplex cuadrados de dos plantas situados frente a Fort Chaplin Park. Los tupidos árboles del parque ofrecían a las casas del centro de la ciudad unas vistas sorprendentemente boscosas. En el interior de una de ellas estaba Laprea, en el sillón, entre sus mellizos, viendo una vez más la película favorita de Dameka, La sirenita. Por las ventanas del salón podía ver a su madre sentada en el porche delantero. Rose estaba hablando con su vecina Sherry, también sentada en su porche en la casa de al lado. Las dos viejas amigas saludaban con magnificencia a los que pasaban por allí y cotilleaban sobre sus vecinos: quién tenía un bebé en camino, el novio de quién había cumplido la libertad condicional, el hijo de quién había vuelto de Iraq. Laprea sabía que Rose no mencionaría los problemas de su propia hija.
Sonó el teléfono.
—¡Voy yo! —gritó Laprea al levantar el inalámbrico. Una voz digitalizada le preguntó si aceptaba una llamada de la cárcel de D. C. Laprea vaciló un momento antes de decir que sí en voz baja. Después entró en el cuarto de baño, echó el pestillo, y abrió el grifo.
La voz de D’marco la saludó con cariño.
—Ey, nena, soy yo.
—D. —Cauta, Laprea mantuvo un tono de voz neutral. Habían pasado dos semanas desde la agresión—. ¿Para qué llamas?
—Es que te echo de menos, canija. No dejo de pensar en ti y en los niños. ¿Cómo está D’montrae? ¿Pregunta por mí?
—A diario. —Aunque tampoco es que se mereciera saberlo.
—¿Y Dameka?
—Va muy bien en el cole. Le han dado un premio por deletrear bien.
—Ha salido a su madre. —Soltó una suave risa—. Os echo mucho de menos. Siento mucho lo que pasó, nena. No quiero que nos peleemos así.
—Yo tampoco. —Dejó escapar una pizca de amargura en su voz.
—Pree, he conocido a un tío en la cárcel, un pastor. Hemos estado hablando de la familia y del papel del hombre. Los niños necesitan a su padre. Y quiero serlo. No quiero que crezcan sin un padre como me pasó a mí. Voy a cambiar, lo prometo. No voy a beber. Voy a aprender un oficio aquí. Quiero manteneros a los niños y a ti.
Laprea pensó en sus palabras, preguntándose si esa vez sería diferente. D’marco parecía sincero, sabía que quería ser un hombre mejor. Y ella quería creer con todas sus fuerzas que podía hacerlo… quería que los mellizos tuvieran a su padre en sus vidas, quería que ese hombre, el hombre del que se había enamorado, la mimara.
Pero entonces vio su reflejo en el espejo. Los hematomas alrededor de los ojos se habían ido difuminando hasta adoptar un enfermizo color verde morado. Los cortes de la mejilla seguían tiernos.
—Me has hecho daño, D, y no creo que pueda seguir así.
—Por favor, Pree, dame otra oportunidad. Cada noche me acuesto pensando en lo preciosa que estás cuando tienes a Dameka sentada en tus rodillas y en las ganas que tengo de volver a ver eso y de abrazarte. —Se le quebró la voz—. Te quiero, nena.
Laprea empezó a llorar, pero antes de poder decidir qué responder, oyó la voz de Rose por el teléfono.
—¡D’marco Davis! ¿Cómo te atreves a llamar aquí?
Genial. ¿Cuánto tiempo llevaba su madre escuchando? No le hacía falta tener el auricular pegado a la oreja para oír los gritos de Rose desde la cocina.
—¡Ni se te ocurra volver a llamar a esta casa! ¡Si vuelves a intentar hablar con mi hija, te juro por Dios que te voy a apalear hasta que no te quede ni una sola parte que no te duela! ¡Laprea, cuelga el teléfono ahora mismo!
Laprea pulsó el botón de «Colgar» y soltó el teléfono sobre el mueble del lavabo. Un momento después, Rose estaba aporreando la puerta del baño, gritándole que saliera. Los mellizos empezaron a chillar también con unas vocecitas llenas de miedo y nerviosismo. Laprea se sentó en el retrete, apoyó la cabeza en las manos y lloró.
El insistente sonido del teléfono distrajo a Anna del informe que estaba escribiendo. Miró el reloj: las ocho y media de la tarde. Grace se había marchado a casa hacía horas. Levantó el teléfono preguntándose quién sería.
Era Rose Johnson y estaba furiosa.
—¡D’marco ha llamado a Laprea desde la cárcel esta noche, señorita Curtis! Creía que tenía una orden de alejamiento. ¿Pero qué clase de sistema tienen ustedes que deja que un hombre con una orden de alejamiento llame a la mujer a la que ha maltratado?
Anna intentó calmarla lo suficiente para que le diera los detalles. Mientras Rose le contaba la historia, oía el miedo en su voz: la verdadera emoción bajo toda esa rabia. Le aseguró que se pondría en contacto con la prisión y que haría que le revocaran a D’marco el privilegio de las llamadas telefónicas. Además, conseguiría una grabación de la llamada. Tal vez podían usarla en su contra durante el juicio. Y mientras tanto, D’marco seguiría metido en la cárcel sin modo alguno de ponerse en contacto con Laprea.
—Gracias a Dios —suspiró Rose aliviada—. Si la convence, le va a dejar salir otra vez.
Al colgar, Anna se planteó llamar a Nick y pedirle que le ordenara a su cliente que no volviera a contactar con Laprea, pero ¿eso lo habría hecho tratándose de cualquier otro abogado defensor, o solo estaba buscando una excusa para llamarlo? Hacía dos semanas que no hablaba con él, desde aquella cena. Y aunque él sí que había llamado y le había dejado unos cuantos mensajes en tono amistoso relacionados con el trabajo, ella le había respondido con breves e-mails y refiriéndose únicamente al trabajo, nada más. Se estremeció al recordar que había estado a punto de besarlo en la puerta de su apartamento. Era una profesional, no una fulana. Y, desde el punto de vista profesional, ahora no tenía por qué llamarlo.
Así que, en lugar de eso, se pasó la siguiente hora enviando e-mails y faxes a la cárcel de D. C., haciendo uso de la burocracia para dejar a D’marco desconectado del mundo. A la mañana siguiente no le permitirían utilizar ni los teléfonos de la cárcel ni los servicios de Internet. ¿Se enfadaría Nick? Qué lástima.
Cuando por fin se marchó de la oficina, intentó sacarse el trabajo de la cabeza. Como Grace siempre estaba diciéndole que se tomara unos minutos al día para pensar en cosas normales y divertidas, en cosas de chicas, leyó la sección de famosos del Express durante el trayecto en metro de vuelta a casa e intentó concentrarse en las actrices que acababan de adoptar niños del extranjero. Cuando salió del metro, se obligó a ojear algunos escaparates, echando un vistazo a los títulos de ficción de Kramerbooks y admirando los vaqueros de talle bajo expuestos en la oscuridad de la tienda Lucky Brand Jeans.
Pero no podía dejar de pensar en la llamada de D’marco a Laprea. Como acusación del caso, Anna no solo se enfrentaba a D’marco, a su abogado, o a los desafíos del sistema legal, sino que estaba muy implicada intentando proteger a Laprea de sí misma. Laprea había vuelto con D’marco y se había negado a presentar cargos contra él en repetidas ocasiones. Si volvía a hacerlo, sería casi imposible que lo condenaran.
Cuando abrió la puerta de su apartamento, su gato salió corriendo y se abalanzó sobre sus piernas, maullando y ronroneando con gran euforia. Cogió en brazos al gatito naranja y hundió la cara en su suave pelaje. El animalito ronroneó aún más fuerte. Raffles era un gato callejero al que había dado de comer de vez en cuando. Había empezado a maullar en su puerta cada noche hasta que ella al final se ablandó, lo llevó al veterinario para que le hicieran una desinfección exhaustiva y dejó que se mudara. Ahora se alegraba de tener esa compañía por las noches.
La mayoría de las veces le encantaba la idea de tener toda la casa para ella, pero esa noche la invadió una oleada de soledad al encender las luces. Había arreglado el apartamento todo lo posible para darle un toque alegre. El pequeño salón estaba decorado con un sillón de un tono rojo vivo, coloridos cuadros de Kandinsky y una hilera de librerías que se combaban bajo el peso de sus libros. Todo el mobiliario era de Ikea y se sentía orgullosa de haberlo montado ella sola. Unas cuantas plantas se esforzaban por vivir a la escasa luz de las pequeñas ventanas altas. En una de las librerías había una foto enmarcada de Anna, su hermana Jody y su madre sonriendo delante del carrusel de la Feria Estatal de Míchigan. Ese día era uno de los mejores recuerdos de su infancia. En la foto tenía doce años y su hermana diez. Sostenía un enorme algodón de azúcar que ocupaba más que su cabeza, y Jody estaba de perfil; se había pasado toda una década girando la cara para ocultar la cicatriz de su mejilla.
Anna recordó el ensangrentado entramado de cortes en la mejilla de Laprea después de que D’marco se la hubiera aplastado contra un muro de ladrillo. ¿Se giraría también Laprea la próxima vez que alguien le sacara una foto?
Miró el reloj, preguntándose si era demasiado tarde para llamar a su hermana: las diez menos cinco; el momento justo. Dejó al gato en el suelo, cogió el móvil y fue hasta la cocina. Mientras oía los tonos de señal, rebuscó en la despensa hasta que encontró una lata de sopa de pollo. La vertió en un cuenco y la metió al microondas.
—¡Vaya! ¡Pero si es mi hermana desaparecida! —la saludó Jody. No habían hablado en toda la semana.
—Lo siento, he tenido mucho lío en el trabajo. ¿Cómo estás?
Jody le contó que había caído una tormenta de nieve en Míchigan, pero que como la planta de la General Motors había permanecido abierta, había hecho horas extras como una loca para cubrir a los que no habían podido llegar por la nieve. Mientras hablaban, Anna iba tomando cucharadas de sopa. Qué vidas tan distintas tenían. Jody la había animado para que fuera a la facultad de Derecho y aceptara el trabajo de sus sueños en el Distrito de Columbia mientras que ella parecía contenta con haberse quedado en Flint, trabajando en la cadena de montaje de la General Motors como muchos de sus amigos. Jody siempre había sido la fuerte. No tenía que demostrarle nada a nadie.
Anna sabía que gran parte de su ahínco estaba alimentado por la necesidad de expiar algo imperdonable que había hecho dieciséis años atrás en la cocina de su caravana. Jody nunca se lo había reprochado, es más, jamás hablaban del tema, y Anna sospechaba que las dos evitaban el asunto por la misma razón: su amistad podría no resistirlo si se examinaba demasiado a fondo lo sucedido. Su relación era como el reactor nuclear construido en la falla de San Andrés: una fuente de energía positiva y buena, pero siempre se corría el riesgo de que saltara por los aires si se movía el suelo.
—¿Y tú qué tal? —le preguntó Jody—. ¿Ya estás dirigiendo Washington?
—Ni por asomo. —Tragó un poco de caldo—. Es más, estoy en una lucha constante por evitar que mis casos se desarmen. —Le contó lo de Laprea y cómo D’marco estaba intentando buscarse el modo de ganarse su corazón otra vez.
—Me resulta familiar —dijo Jody con tono sombrío—. ¿Pero hay algo que puedas hacer al respecto?
—La voy a llamar mañana y le daré el típico discurso alentador. Hay una abogada que es como una trabajadora social, ayuda a las víctimas a conseguir recursos y apoyo, así que me aseguraré de que la llame. Y le voy a quitar a ese tío el derecho a hacer llamadas. Esta vez no será como las otras. Estará totalmente aislado de ella.
—Parece que lo tienes todo bien atado. —La voz de Jody parecía incluir una sonrisa—. Cómo no.
Cuando se despidieron, Anna se sintió segura de haber hecho todo lo que había podido. Se puso unos pantalones cortos de algodón y una camiseta de tirantes, fregó los platos y se metió en la cama, agotada. Pero no había forma de conciliar el sueño. El caso no dejaba de rondarle la cabeza. Sabía que, por mucho que se esforzara, el abogado defensor de D’marco Davis estaba esforzándose lo mismo.
Al domingo siguiente, Laprea se asomó a la pequeña ventana de la puerta delantera y vio el coche de la Policía Metropolitana arrancar. Como Rose se había llevado a los niños a la escuela dominical, pudo tener unas horas para ella, algo poco habitual para una madre soltera. Ignoró un pellizco de culpabilidad y se permitió sonreír mientras recordaba la mañana que acababa de pasar.
Diez minutos después, mientras recogía la zona de juegos de los niños, alguien llamó a la puerta. Miró por la ventana y se extrañó al ver quién estaba allí: Nick Wagner.
Ya no le apetecía ponerse a gritar al hombre que había dejado que D’marco se librara tantas veces y saliera de rositas después de todos los errores que había cometido. Su rabia se había disipado, al igual que sus lesiones, hasta quedar en un vago recuerdo. Y la reciente llamada de D’marco la había ablandado. Curiosa por averiguar qué hacía ahí, abrió la puerta. El abogado llevaba unos pantalones caquis y una chaqueta fina de primavera en lugar del típico traje con corbata. Estaba claro que no quería que pareciera una visita oficial.
—Hola, señorita Johnson —dijo con cautela y con un tono muy agradable—. ¿Cómo se encuentra?
—Bien.
—Siento molestarla en su casa, pero… ¿Puedo pasar?
—Mmm. —Laprea lo llevó hasta el salón y le ofreció que se sentara en el sofá. Ella se sentó en el sillón reclinable y esperó a oír lo que le tenía que decir.
—De verdad que le agradezco que me haya dejado pasar, e intentaré no robarle demasiado tiempo, pero tenía que pasarme porque, bueno, D’marco la echa de menos. Y a los niños. Está disgustado por no poder hablar más con usted.
Laprea asintió y mantuvo la boca cerrada.
—A D’marco le importa mucho —continuó él—. Y también le importan D’montrae y Dameka. Y usted sabe que a mí también me importan. Llevo mucho tiempo tratando con su familia, y a usted la he visto mantenerse al lado de D’marco en situaciones bastante complicadas, pero si lo condenan por esta agresión, va a tener que cumplir los cinco años que tiene pendientes del delito anterior, además de hasta un año por los cargos por este caso.
—Entonces… D’montrae y Dameka tendrían… ¿unos diez años cuando salga?
—Eso es —dijo Nick asintiendo—. Y es mucho tiempo para que sus hijos estén sin un padre en sus vidas.
—Hmm. —No había pensado en eso.
—Puede que sea difícil de creer, pero de verdad pienso que esta vez ha cambiado. Se está tomando muy en serio sus sesiones para la gestión de la ira. Si tuviera su apoyo, creo que no volvería a hacerlo. La quiere. Quiere a D’montrae y a Dameka. Quiere ser un buen padre para ellos. Creo que aquí la respuesta es el apoyo psicológico en lugar de la cárcel.
Laprea se preguntó si Nick Wagner de verdad creía lo que estaba diciendo o si solo intentaba apuntarse otra victoria. Pero D’marco había dicho algo similar por teléfono. Quería creer que había sido sincero, que aún podía arreglar las cosas con el padre de sus hijos. Las palabras de Nick le daban la esperanza de que eso pudiera pasar. En contra de su juicio, dejó que esa esperanza se colara en su corazón, se acomodara ahí y comenzara a crecer.
Nick siguió hablando con tono suave, diciéndole por qué esta vez todo era distinto, cómo iban a mejorar sus vidas si D’marco salía de la cárcel. Por un momento se sintió arrullada por las palabras que quería oír. Después despertó de esa ensoñación.
—No es culpa mía que esté metido en líos. Me pegó.
—Por supuesto —respondió Nick con tono suave—, pero… sabe que no pueden celebrar un juicio si usted no va al juzgado.
Se fijó en que no estaba siendo claro y que no le dijo directamente que no se presentara al juicio. Conocía el sistema lo suficiente como para saber que los abogados podían meterse en graves problemas por hacer algo así.
—Bueno, no depende de mí —dijo con contundencia—. Han enviado a un policía con unos papeles que dicen que tengo que presentarme.
—Una citación. Para hacerla testificar tanto si quiere como si no.
En ese momento, Laprea se esperó que le preguntara cuál era su versión de la historia, pero no lo hizo. Al contrario, se lanzó a la teoría de la defensa.
—Si sucedió así… —comenzó a decir antes de señalar los distintos hechos que lograrían una buena defensa para D’marco. Ninguno de ellos era cierto. Se fijó en la intención con la que el abogado estaba diciendo las cosas, sin pedirle nunca que mintiera, sino diciéndole solo qué ayudaría a D’marco, hipotéticamente, si eso fue lo que sucedió el día de la agresión. Vio que estaba cubriéndose las espaldas, pero lo escuchó de todos modos.
No tomaría ninguna decisión todavía. Se limitó a escucharlo con atención y guardárselo todo para pensar en ello después. Aún quedaban semanas para el juicio.
El tintineo de unas llaves en la puerta delantera los sobresaltó. Laprea se levantó rápidamente y miró a su alrededor como buscando un sitio donde esconder al abogado defensor. Rose entró en la casa seguida por los mellizos, que estaban parloteando sobre sus clases en la escuela dominical. Se detuvo en seco al ver a Nick levantándose del sofá.
—Largo. —Rose no gritó, probablemente porque no quería asustar a los niños, pero el tono de su voz sonó claramente implacable y autoritario.
Nick pasó por delante de Rose murmurando unas disculpas.
—Vuelva por aquí y llamaré a la policía.
En cuanto se marchó, Rose se giró hacia Laprea.
—¿Qué te ha dicho ese hombre?
Por un instante, Laprea se había dejado llevar por la suave voz del abogado y las bonitas promesas, pero ahora que su madre le estaba exigiendo una explicación, no podía seguir engañándose.
—Palabras bonitas y mentiras —respondió yendo a la cocina para prepararles el almuerzo a los niños—. Ni siquiera sé por qué lo he dejado pasar.