30

Consternada y desde la acera nevada, Anna vio a Jack alejarse en su coche. No se podía creer lo que acababa de pasar. Jack había ido a disculparse y… pensó en las flores… ¿para decirle algo más? Pero se había encontrado a Nick Wagner en su salón. Gruñó. ¡Cómo debía de haberse sentido! Pensó en su expresión cuando había cerrado la puerta del coche; en esa expresión no se veía la posibilidad de un perdón.

Y Anna no solo había perdido a Jack, sino que la habían sacado del caso de Laprea. Iba a incumplir la promesa que le había hecho a Rose y la deuda que le debía a los hijos de Laprea. El propósito que la había motivado durante semanas de pronto se había desvanecido.

Cuando sus pies descalzos se quedaron tan fríos que el dolor se convirtió en sensación de hormigueo, se giró y caminó, abatida, hasta su apartamento.

Cuando entró, Nick salía de la cocina con una taza de café. Se la ofreció, pero ella la rechazó, se puso las manos en las caderas y lo miró furiosa. Le pareció ver el rastro de una sonrisita de suficiencia en su rostro, pero rápidamente el gesto se convirtió en una mirada de arrepentimiento poco convincente.

—¿A qué cojones ha venido todo eso? —La voz de Anna estaba a un decibelio de ser considerada un grito.

—Anna, lo siento…

—¿Que lo sientes? ¡No tendrías que sentirlo si no hubieras sido un gilipollas! ¡Viniste a mi casa borracho! Te dejé quedarte aquí para que no murieras congelado… ¿Y así es como me lo pagas? ¿Vacilando delante de mi jefe? ¿Por qué has salido a la puerta? ¿Por qué has cogido esas flores? ¿En qué coño estabas pensando?

—¡No era apropiado! Se estaba acercando a ti… y es tu supervisor. ¡Eso es acoso sexual!

—¡No, si es algo deseado!

—¿Y lo era? —Su voz se calmó—. ¿Deseado?

—Eso no es asunto tuyo. Nick, ¡no me puedo creer lo que acabas de hacer!

—Lo siento, pero he visto a ese tío aquí, intentando ligarte, y he reaccionado. Ha sido un instinto. He luchado por mi chica.

—¡Yo no soy tu chica!

—¡Lo sé! —le gritó. Un poco de café se le salió de la taza—. ¡Soy bien consciente de eso!

—¡Has actuado como un perro meando para marcar su territorio! ¡Yo no soy tu territorio!

—¿Crees que esto es fácil para mí? ¿Verte sentada al lado de él en el juzgado? ¿Recibiendo llamadas de los dos? ¿Sabiendo todo el tiempo que pasáis juntos, las largas noches que unís vuestras mentes para planear cómo hundirme? Ya ni siquiera hablamos. De acuerdo, vale, no podemos salir, pero ni siquiera somos amigos. Mira… —Bajó la voz y alzó la mano en señal de paz—. No quería meterte en líos. Me he levantado esta mañana y he pasado por delante de tu habitación y ahí estabas, durmiendo, y lo único que quería era meterme en la cama contigo. Creo que he hecho un gran trabajo controlándome.

Anna sintió cómo parte de su rabia se disipaba. Entendía lo que Nick estaba diciendo; ella misma había sentido esa misma añoranza la noche anterior.

Al ver que su rostro se relajó un poco, Nick continuó con su alegato.

—Esta mañana lo único que quería era disculparme, sobrio, por lo que te hizo D’marco. Solo quería arreglar las cosas.

—Pues lo has hecho genial, Nick. —La rabia se había esfumado de su voz para ser sustituida por un tono de cansancio—. Me has sacado del caso.

—¡Joder!

Nick dejó la taza sobre la mesa de la cocina y se acercó a ella con el brazo estirado, lentamente, con cuidado, como un vaquero acercándose a un caballo salvaje. Posó la mano con delicadeza sobre su brazo desnudo y la miró. Una calidez eléctrica recorrió el brazo de Anna desde donde estaban sus dedos. Ella lo miró a la cara. Los ojos avellana de Nick tenían un brillo que no había visto la noche anterior.

—Lo siento mucho, Anna.

—Pues no lo parece. Se te ve contento.

—A lo mejor me siento un poco de las dos formas —admitió en voz baja—. Porque esto podría ser algo bueno. Ahora ya no hay conflicto. Podemos estar juntos. Y si eres sincera, admitirás que tú también lo quieres. Vuelve conmigo, Anna.

Deslizó la mano por su brazo lentamente.

Ella lo miró a la cara, confusa por un momento, pensando que debía de estar malinterpretando lo que Nick estaba diciendo. Entonces recordó lo que había empezado a decir la noche anterior, antes de que se hubiera quedado dormido.

—¿Que ahora ya no hay conflicto? —le preguntó lentamente—. ¿Aún representas a D’marco Davis?

—Pero no en el caso que tiene que ver con tu agresión. He decidido que eso no puedo hacerlo. Pero en el caso de homicidio… —Esbozó una mueca—. Sí.

Ella se apartó estupefacta. Estaba pidiéndole que volvieran juntos, no porque él se fuera a retirar del caso, sino porque a ella la habían echado de él. Sintió cómo su furia crecía formando un duro y tenso nudo en su pecho.

—No tengo elección —dijo Nick—. Por favor, intenta entender que no se trata de ti…

—¡Gilipollas egoísta! Vienes a mi casa borracho, alardeas delante de mi jefe, me echas del caso de Laprea, en el que, por cierto, estás volcando todo tu entusiasmo, ¿y después esperas que caiga rendida a tus brazos y llorando de agradecimiento? Largo —dijo señalando la puerta. Cuando él no se movió, ella agarró su abrigo, abrió la puerta y lo tiró sobre los escalones mojados—. ¡Largo! —Lo empujó y cerró la puerta de golpe.

¡Ojalá lo hubiera hecho nueve horas antes!

Se apoyó en la puerta con la respiración entrecortada, como si se hubiera pegado una buena carrera. Sentía su rabia como un ardiente sarpullido por toda la piel. Miró la mesita auxiliar. La caja de empanadas y el ramo de lirios estaban uno al lado del otro. Pero ella estaba sola.

Tres horas después, Anna se encontraba sentada, incómoda, frente a la mesa del Fiscal Federal. Ya se le había pasado la rabia, ahora sustituida por una tensión nerviosa en la boca del estómago. El Fiscal Federal la estaba mirando como si fuera un espécimen interesante, aunque preocupante, que había encontrado creciendo en una placa de petri. Carla Martínez estaba sentada a su lado, con actitud protectora, y un hombre canoso con pinta de mandamás arrogante estaba en su sillón de piel marrón a su derecha. Anna tenía las piernas cruzadas y el tobillo que le quedaba por encima le temblaba por los nervios. Se fijó en el tembleque, paró, se cambió de postura mientras, nerviosa, esperaba su veredicto.

Después de haber echado a Nick de casa, había decidido que tenía que contárselo a Carla inmediatamente, antes de que se lo contara algún pajarito. Así que se había duchado, se había puesto su traje oscuro más serio, había cogido el metro y se había dirigido al despacho de Carla. Le confesó toda la historia… o, al menos, la mayor parte. No mencionó ni las flores de Jack ni la posibilidad de que hubiera ido a verla por algo distinto a motivos profesionales. Carla escuchó con atención y le hizo unas cuantas preguntas, pero no se puso a gritar como una loca. Pareció verlo todo como un contratiempo y no como la cosa más horrenda del mundo, tal como había imaginado Anna. Se dio cuenta de que la jefa de la Sección de Violencia Doméstica y Crímenes Sexuales ya había visto multitud de escándalos.

—Te agradezco que hayas venido a contármelo. Para eso hacen falta agallas —le dijo Carla cuando Anna terminó—. Deja que te pregunte una cosa: ¿ha terminado tu relación con Wagner?

—Sí. Desde que empezó este caso.

—¿Tu pasado con él ha afectado a tu trabajo en el caso Davis?

—No.

—Entre Jack y tú, supongo que fue Jack el que tomó todas las decisiones con respecto a los cargos, la declaración de culpabilidad y demás, ¿verdad?

—Sí.

—De acuerdo. —Carla suspiró y se detuvo un momento para pensar—. Creo que tenemos una oportunidad de salir de esta, pero no va a ser agradable. —Levantó el teléfono—. Hay que informar a la oficina general.

Unos minutos más tarde, Anna estaba sentada allí, en un sillón de la Oficina del Fiscal Federal, mientras Carla resumía su historia.

—Entiendo. —McFadden juntó los dedos cuando Carla terminó. Miró a Anna por un momento, después levantó el teléfono y marcó el número de Jack. Jack no respondió. McFadden soltó el auricular y se giró hacia el mandamás sentado en el sofá—. Donald, ¿qué opinas?

Donald no miró a Anna.

—Bueno, la señorita Curtis aún se encuentra en su periodo de prueba.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que se la puede cesar de su empleo en cualquier momento, sin motivo alguno y sin preaviso.

—Mmm.

Anna se incorporó en la silla. Donald, quienquiera que fuera, estaba recomendando que la despidieran. Abrió la boca para responder, pero Carla habló primero.

—De eso nada —dijo Carla con firmeza—. Esa no es una opción.

—Carla, tienes que admitir que se trata de un problema ético muy serio —respondió Donald con tono grave.

—No, no creo que eso sea cierto. Anna me ha dicho que su relación con el abogado defensor ya había terminado antes de que este caso comenzara y que no ha afectado ni a su criterio ni a las decisiones del equipo en el caso Davis. Y yo la creo.

McFadden suspiró.

—Todos la creemos, pero aun así tenemos que dar parte de la situación a la Oficina de Ética Profesional. Y puede que, a su vez, ellos lo notifiquen al Colegio de Abogados.

Anna abrió la boca de par en par. Solo el hecho de que la remitieran a esos comités era un escándalo. La Oficina de Ética Profesional imponía las normas de ética en el Departamento de Justicia. Si se enteraban de que había violado las normas, perdería su trabajo. Pero lo peor de todo era que si daban parte al Colegio de Abogados, su licencia para ejercer como abogado quedaría revocada.

—¿Por qué? —preguntó Anna—. Si me creen…

—No se trata de si te creemos o no, Anna. —El tono de McFadden era severo, pero comprensivo—. Se trata de hacer las cosas siguiendo las normas. Somos los fiscales. Intentamos meter a gente en la cárcel a diario, quitarles la libertad. Para hacerlo tenemos que ceñirnos firmemente a la superioridad moral. Si tuviste una relación sentimental con el señor Wagner durante el tiempo en que fuisteis abogados enfrentados, sería una violación de la ética. En esa clase de situación es mejor que una parte objetiva estudie el asunto y tome la última decisión. Lo siento, pero tendrá que haber una investigación.

Esa última palabra quedó flotando en el aire, trayéndole a la mente imágenes de la Cámara Estrellada2.

—Sinceramente —apuntó Donald—, sería más sencillo para todos los implicados, Anna incluida, si dejara su puesto sin más.

—No —contestó Carla—. Si pensáis que hay que dar parte a la Oficina de Ética Profesional, que así sea. Pero no finjáis que la vais a despedir por su propio bien. Que te despidan nunca es útil en un currículo. Mirad, esta joven es una fiscal excelente, y la realidad es que andamos escasos de personal. Con el presupuesto que tenemos llevo un año sin poder contratar a un fiscal, y ya he perdido a dos por bajas vegetativas. Y, creedme, el crimen no está descendiendo. No puedo perderla. Me lo debéis.

Anna escuchó el duro discurso de Carla con agradecimiento.

McFadden entrecerró los ojos por un momento, después se sentó en su sillón con sonrisa de derrota.

—Muy bien, Carla —dijo—. Si tanto significa para ti, dejaremos que Anna se quede, pero no podemos dejar que aparezca por los juzgados mientras la OEP esté investigándola.

Anna sintió una oleada de alivio… hasta que se dio cuenta de que en su oficina había solo un puesto que no tuviera nada que ver con litigios para el que estaba cualificada.

—Por supuesto —respondió Carla con soltura—. Hasta que todo esto esté aclarado, le asignaré a Anna trabajo en nuestra Sala de Expedientes del juzgado.

Anna se fijó en que le había vuelto a entrar el tembleque en el tobillo. Metió los dos pies debajo de la mesa. Agradecía los esfuerzos de Carla y estaba aliviada de que no la hubieran despedido, pero el trabajo en Expedientes era el peor de la oficina. Era terrible incluso tocándote solo una vez por semana, así que probablemente estar allí por más tiempo podría arrastrarla a la locura.

—¿A tiempo completo? —preguntó Anna.

—Hasta que esto se aclare —respondió Carla.

—¿Y qué pasa con mis casos?

—Alguien se hará cargo de ellos. Gracias, Joe, por tu tiempo.

Carla se levantó y le indicó a Anna que hiciera lo mismo. Quería salir de allí antes de que McFadden cambiase de idea.

Anna siguió a su jefa por el pasillo hasta su despacho y, al llegar a la puerta, se giró hacia ella.

—Carla, gracias por lo que has hecho.

—No hay de qué. No te van a despedir, me aseguraré de ello. Pero puede que te tengan tanto tiempo en Expedientes que acabes siendo tú la que se vea tentada a marcharse. Sinceramente, es probable que eso sea lo que esperan que hagas. Tómatelo como una prueba de voluntad. —Le dirigió una pequeña y triste sonrisa—. ¿Por qué no te tomas unos minutos para recoger tus efectos personales y llevarlos a la Sala de Expedientes? Hoy van a necesitar que les eches una mano.

Anna asintió y, con tristeza, vio a su jefa marcharse. Por encima de todo entendía lo mucho que la había decepcionado.

Su despacho estaba vacío; probablemente Grace estaba en los juzgados. Miró a su alrededor. Jamás se había imaginado que fuera a sentirse tan triste por dejar esa oficina; estrecha, lúgubre y llena de muebles que no pegaban entre sí y de las pilas de zapatos de Grace. Pero siempre había dado por hecho que se marcharía de allí cuando la ascendieran a la sección de delitos graves, a un despacho privado con pocas rozaduras en las paredes, a un mundo con casos más importantes y con más responsabilidad. Ahora se marchaba de allí de un modo vergonzoso para asumir un puesto de mecanógrafa con pretensiones en un sótano sin ventanas y durante un tiempo interminable, separada de sus amigos y de sus casos mientras esperaba a que se llevara a cabo una «investigación» de su vida privada. Comparado con eso, esa oficina estrecha y lúgubre parecía genial.

Miró los archivadores. Todos sus casos de delitos menores estaban ahí. Pasarían a un nuevo abogado. Era como abandonar a una mascota muy querida en la perrera. Esperaba que el nuevo propietario cuidara bien de ellos.

Entonces miró su escritorio. En la esquina había tres carpetas clasificadoras. Además de las cajas que había en el centro de operaciones, esos eran sus archivos del caso de Laprea. Pasó la mano sobre ellas y sus dedos se detuvieron en la carpeta que había etiquetado el día antes como «prueba de paternidad». La noche anterior, Jack le había dicho que la cancelara, pero eso ya no podía hacerlo. Estaba fuera de ese caso bajo unas condiciones muy claras. Jack se encargaría. De ahora en adelante Jack se encargaría de todo. Cogió los archivadores y se dirigió al despacho de su superior. Era raro, pero tenía la puerta cerrada.

—Está en una reunión, cielo —le dijo Vanetta—. ¿Puedo ayudarte?

—Ah. —Anna miró la puerta y después a la secretaria. Se preguntó si Jack de verdad estaba en una reunión o si simplemente no quería hablar con ella. No importaba. Con reticencia, le entregó las carpetas a Vanetta—. ¿Puedes decirle que he pasado para dejarle esto?

—Claro.

Desanimada, volvió al despacho y comenzó a embalar sus cosas.

Media hora después salía por la puerta principal de la Oficina del Fiscal Federal. Llevaba una única caja llena de gomas del pelo, barritas energéticas, un paquete de calcetines ejecutivos, su taza y algunas otras cosas variadas. Algunas personas que pasaron por delante de ella se la quedaron mirando con curiosidad. ¡Qué humillante! Salir de tu despacho en pleno día con una caja llena de efectos personales guardados ahí apresuradamente.

Miró a su izquierda, hacia los juzgados. Si quería conservar su empleo, tenía que ir a Expedientes, en el sótano de los juzgados. Después miró hacia la entrada del metro, a su derecha. No tenía más que bajar las escalaras mecánicas y coger el siguiente tren en dirección a casa.

Todo lo que adoraba de su trabajo lo había perdido. Marcharse le habría ahorrado mucho dolor, y, a diferencia del hecho de ser despedida, no echaría a perder su currículo. Si no trabajaba ahí, la Oficina de Ética Profesional no la investigaría, y no se informaría de nada al Colegio de Abogados. Conservaría su licencia, sin duda, y no tendría que pasarse meses en Expedientes rezando por que le dieran el visto bueno mientras sus colegas cuchicheaban sobre su relegamiento. Con su preparación podría encontrar trabajo sin problema en un bufete de abogados. Podría ganar un montón de dinero, tener un despacho con vistas, comer sushi todas las noches. Tener su expediente limpio. Empezar de nuevo.

Era tentador.

Se quedó allí de pie un largo rato, mirando hacia los juzgados y al metro, preguntándose qué camino tomar.

2 La Cámara Estrellada era un tribunal, vigente de 1487 a 1641 y ubicado en el palacio de Westminster, en el que se juzgaban casos de calumnias y traición.